Han pasado cinco largos años desde
aquellas fechas en que me vi envuelto —voluntario o por fuerza— en
la aplicación del perdón que ordenara La Suprema para los
condenados de Zugarramurdi y otros pueblos, y en la pública
rectificación de los errores cometidos en el malhadado Auto de Fe de
1610. Años negros para todos porque, tal vez por nuestros pecados o
por la adversa fortuna, la peste ha sentado sus reales en esta
tierra y no tiene trazas de que vaya a abandonarnos tan pronto; de
hecho, no se ve más que desolación y llanto a nuestro alrededor.
Echando la vista atrás, sólo
encuentro rastros de espectros en mi vida: mis suegros murieron hace
bastantes años; dos de mis hijos y muchos de mis conocidos, también;
de mi hermano que quedó en Montenegro no tengo noticias, tal vez ya
esté en la fosa..., y es que en estos tiempos difíciles que nos ha
tocado vivir, si no es la peste son las guerras, o la miseria, pero
todo nos lleva inexorablemente hacia el luto y la mortaja, como dice
el poeta don Francisco de Quevedo, de cuyos versos saco harto
consuelo.
Ya formidable y espantoso suena,
dentro del corazón, el postrer día;
y la última hora, negra y fría,
se acerca, de temor y sombras llena.
Si agradable descanso, paz serena
la muerte en traje de dolor, envía,
señas da su desdén de cortesía:
más tiene de caricia que de pena.
¿Qué pretende el temor desacordado
de la que a rescatar, piadosa, viene
espíritu en miserias anudado?
Llegue rogada, pues mi bien previene;
hálleme agradecido, no asustado;
mi vida acabe, y mi vivir ordene.
Versos que leídos con calma templan
el espíritu y convienen al buen entendedor, que es mi caso, pues
para mi desgracia contraje unas fiebres malignas a poco de liberar a
los presos de las cárceles secretas que han ido mermando
silenciosamente mi salud, trastocando mis planes de gozar una
vejez dorada.
Lo cierto es que me vi obligado a
seguir con mis obligaciones hasta que fue nombrado mi sucesor, un
joven licenciado en leyes procedente de la vecina ciudad de Soria,
Guzmán de Diego, coincidiendo en el tiempo con la partida de don
Alonso de Salazar, mi valedor, que se iba para tierras andaluzas
con destino al obispado de Jaén, que hacía tiempo le habían
prometido.
Con su marcha, ya nada me ataba al
cargo y, realmente, tan sólo aspiraba a vivir con decoro los días
que me quedaren de vida, que parecían no ser muchos, y morir en paz.
Pasaron los meses de estío del año
del Señor de 1621 apuntando una leve mejoría, pero a la vuelta de
Fuenmayor —donde gozaba de la compañía de mis cinco nietos— mi salud
se hizo cada vez más quebradiza. Las fiebres arreciaron y mis
fuerzas, ya debilitadas, se perdieron para siempre obligándome a
permanecer todo el día postrado, teniendo como único consuelo el
poder contemplar un rinconcito del cielo de Logroño a través de las
celosías de mi estancia, acechar el vuelo fugaz de alguna
golondrina, o seguir el paso grave de las cigüeñas que rompían la
uniformidad del azul. Mis días cayeron en una pesada monotonía sólo
alterada por la lectura de algunos libros que me proporcionaba don
Julián, el viejo arcipreste de Santa María.
Catalina, valiente y corajuda como
siempre, cargó con mi penoso final con grandes dosis de resignación
y buenas maneras.
A estas alturas de mi historia, en
que todo se ve más claro, quisiera destacar dos verdades que he
aprendido de la vida: la primera, que la felicidad siempre se
esconde en las cosas más pequeñas, en las menudencias de cada día,
sobrándonos casi todo lo demás por superfluo; y la segunda, que es
importante atinar en la elección de tu camino para tratar de vivir
en paz contigo mismo y con los demás...
Y después de esto: ¿qué otras razones
puede dar un verdugo?