4.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo
4º
De mazmorras y otros menesteres
Pasaron blandamente los días con su rutina habitual. El hecho de ser
miembro del “brazo secular” me otorgaba ciertos privilegios que permitían
moverme por los vericuetos del palacio inquisitorial sin ser importunado
por los guardas, asistir a audiencias públicas en lugar preferente, ser
testigo de exámenes de faltas y estar siempre próximo al oscuro entramado
del Santo Oficio.
Las cárceles nuevas
quedaban en los sótanos, en unas mazmorras construidas al efecto, muy
distintas a las viejas cárceles secretas que habilitaron nada más llegar
de Calahorra en lo que fuera un antiguo palacio de los marqueses de
Villanubla —famoso lupanar de arrecogidas y casa de citas amorosas de
nobles riojanos—, sito en las afueras de la ciudad, en el camino de
Valbuena, que pasó luego a manos de las Siervas de Jesús, del que hicieron
un hermoso convento después de remozarlo y asperjarlo con agua bendita.
Por aquellas fechas
éramos una veintena los verdugos que parábamos por las cárceles de
Logroño, aunque rara vez nos veíamos juntos pues lo común es que faltara
alguno por andar acompañando al alcaide o autoridades eclesiásticas en sus
viajes oficiales por los pueblos de la encomienda.
Aquella mañana Calixto
me dijo nada más verme:
—¿Y cómo van esas
correas, amigo mío?
—Bien, creo yo —le
respondí secamente.
—Pues venga
conmigo que acabaré de enseñarle los trucos del oficio que nos quedan por
ver; después, todo será cuestión de que se aplique vuestra merced a
hacerlo con el primero que caiga en sus manos. Ya estaré yo a su lado, no
se preocupe. Hoy le explicaré lo que llamamos el tormento de
la toca.
Me planté delante de
él y le dije sin acritud pero con firmeza, para que quedara bien claro
entre nosotros:
—Estoy hasta las
narices de que me llame Correas, señor Calixto; creo que tengo un
bonito nombre con el que me cristianaron.
—¡Eh…, detenga el
carro vuestra merced y perdone su excelencia! —me cortó despectivo—, que
aquí todos tenemos un mote, caballero: ésa es la costumbre. A mí me llaman
Verrugo, por ejemplo, y no me quejo. Verrugo —insistió—, que no
Verdugo, por esta cara que Dios me dio; y no me enfado, señor mío. Todos
tenemos un apodo; y el vuestro es de los más llevaderos…
Quedé desarmado ante
semejante argumento. Enseguida lamenté el haber sido tan brusco con él:
—Vive Cristo que el
suyo es oportuno, señor Calixto: o sea, señor Verrugo.
—Sí, sí, podéis
decirlo con toda libertad, que no me ofendo.
—Pues nada
—quise quitar hierro al asunto—, desde hoy cada con su apodo y que cada
perro se lama su culo, como dice el refrán.
—Eso es: cada uno con
su cara y con su culo. Y ahora dejémonos de cháchara y présteme atención a
la toca, por favor.
—¿Ha dicho toca?
—le pregunté extrañado.
—Sí, voto al rey de
copas, que tengo que repetiros las cosas tres veces.
—Es que me suena como
a prenda que usan las mujeres para cubrirse la cabeza...
—Pues eso mismo es.
Llamamos toca a esos pañizuelos blancos que cuelgan de ese clavo.
¿Los ve?
Había, en efecto,
allí colgados media docena de tiras de lino, largas como de media vara,
que enseguida mi maestro vino a explicarme para qué servían:
—Estos paños a simple
vista tan inocentes, en nuestras manos se convierten en una utilísima
herramienta de tortura, sencilla y barata, pues rara vez se aplica a un
reo sin que confiese la verdad por cruda que ésta sea. Y es de lo más
simple del mundo, señor mío: se sienta al condenado en esta silla —me
mostró una silla de hierro que había sujeta al suelo—, se le ata bien con
estas correas de forma que no pueda moverse; se le pone la cabeza mirando
al techo y ya está: basta con colocar la punta del lienzo en la boca e
írselo metiendo poco a poco, junto con unas jarras de agua, de forma que
al tragar el líquido vaya el paño tras él ahogando al infeliz, y esto hace
que confiese todo lo que haya que confesar. Estaréis conmigo, señor
Correas, que es un método de tortura limpio y eficaz. Los hay que,
incluso, declaran cosas jamás cometidas con tal de que se les quite el
ahogo de la garganta, je, je, je. —Calixto se reía satisfecho por lo
ocurrente que llegaba a ser—: conocí un caso en que se tardó en sacar el
paño y el pobre reo murió; lo peor del asunto es que más tarde se demostró
que el sujeto aquel era inocente pues su mujer y la suegra le habían
denunciado por venganza, y la cosa tuvo mal remedio porque ya estaba
muerto. A las dos quemaron por falsas hechiceras y al verdugo, que estaba
conchabado con ellas, el tribunal condenó a pagar cincuenta de vellón,
cien azotes y cinco años de galeras, donde allí estará remando si no ha
pasado a mejor vida. Por eso insisto a vuestra merced en que en la
templanza está la virtud del buen castigador.
—¿Y se condena siempre
al verdugo que mata a un reo?
—No, por los clavos de
una puerta vieja, que depende de la forma en que suceda. Además, sepa
vuestra merced que cuando se atormenta a una víctima siempre tenemos
compañía. No estamos solos: hay un cirujano, el delegado del obispo, un
inquisidor o su secretario, el alcaide si quiere estar, un notario, un
escribano que va tomando nota de todo lo que el reo dice... Por cierto,
dijisteis que sabíais leer, ¿verdad?
—Sí, claro: me enseñó
un dómine cuando niño.
—Pues aquí podréis ver
una declaración.
Mi maestro abrió un
cajón de una especie de alacena que estaba empotrada en un rincón y sacó
de ella unos papeles que andaban revueltos junto con recado de escribir:
plumas, tinteros y demás zarandajas; me dijo que algunos escribanos los
dejaban allí en espera de que el tribunal los solicitara por si servían de
testimonio. Entre estos papeles había algunas actas de confesiones que
luego no eran tenidas en cuenta y allí languidecían roídas por los
ratones.
—Lo redactó el
escribano en una sesión de tortura a una vieja acusada de hechicera a la
que yo asistí, tiempo ha. ¡Y cómo lo negaba todo la mala pécora! —me dijo
Calixto recordando.
Cuando vi el pliego,
sólo pude exclamar:
—¡Por los clavos de
Cristo, no hay quien entienda esta letra del demonio! —era un papel
amarillento, emborronado, lleno de tachaduras.
—Leed lo que podáis,
porque aquel desventurado Domingo Izquierdo más que escribano parecía
lacayo de Judas Iscariote. ¡Qué mal pájaro, el jayán!
En efecto, el
escribano al que Calixto maldecía tenía una letra de mil pares de diablos
y a duras penas podían leerse algunas frases sueltas como éstas:
...y puesta la
mujer en el potro dijo: ¿Por qué no me dicen lo que quieren oír y yo se lo
diré todo? (...) Y luego: ¡Quítenme de aquí, por Dios, que me rompéis el
cuerpo! (...) Ahora el Inquisidor le pidió que confesara la verdad y ella
contestó: No sé lo que tengo que decir, quítenme de aquí. El Inquisidor
mandó dar tres vueltas de mancuerda. Entonces ella lloró gritando mucho:
Ay, Dios, que me matan (...) La mujer fue amonestada a que dijera la
verdad, y ella le respondió: Señor, ¿no ve que me están matando? ¿Cómo
puedo decir lo que no sé? (...) El verdugo apretó más recio los garrotes
(...) Ella llorando exclamó: Ay, ay, Dios mío, tened compasión de mí, que
me muero...
—¿Esto que dice de los
gritos es cierto?
—Desde luego y en la
realidad mucho peor, pues hay veces que los gemidos y los lloros te ponen
los pelos como escarpias. Recuerdo que nos trajeron una bruja que lo
negaba todo y decía que ella tan sólo era una pobre viuda. Entonces el
inquisidor me mandó darle una vuelta a la mancuerda y en cuanto le
sonaron los huesos empezó a confesar que había bebido sangre de niño,
que había matado lo menos a cinco o seis criaturas..., y que
fornicaba con el cabrón dándole por atrás...
—¡Santo Dios! ¿Y cómo
así?
—¿El qué? ¿Lo de “por
atrás”? —me dijo bromeando.
—No, hombre, me
refiero a todas esas atrocidades que se dicen de las brujas...
Calixto me miró con
ojos inexpresivos admirándose de mi ingenuidad:
—Y yo qué sé.
Justo cuando más
metidos andábamos en el calor de la charla, llegó un caballero con
portes de hidalgo y aspecto de tener mucha prisa.
—A la paz de Dios,
señores —dijo destocándose—. ¡Menos mal que les encuentro!
Era un hombre de unos
cincuenta años, pelo blanco, porte distinguido. Respiraba con dificultad y
tenía complexión enfermiza.
—Él sea con vuestra
merced, don Luis —dijo Calixto, que le reconoció enseguida, haciendo una
reverencia—. Cuánto bueno que el señor Alcaide en persona se digne visitar
estas humildes mazmorras...
—Traigo un negocio de
parte del señor inquisidor que me urge mucho: necesito que alguien de
vuestras mercedes se disponga para acompañarle en un viaje que ha de
emprender por tierras navarras para limpiar de brujas el valle del
Baztán.
Hubo un momento de
estupor.
—¿Otro Edicto?
—exclamó Calixto sorprendido por la noticia. Luego trató de remediar su
descortesía—: quiero decir que no ha mucho que se hizo pesquisa por
aquellas tierras..., pero a esa secta maligna no hay manera de
exterminarla. De todas formas la ocasión la pintan calva señor Alcaide,
que aquí don Pedro Correas le será de gran utilidad, pues además de
ser el más docto entre nosotros, tendrá ocasión de ver cómo se predica un
Edicto, que en eso como en otras muchas otras cosas es todavía novicio.
Me quedé muy
sorprendido de que me propusiera como candidato con la excusa de mi
bisoñez, por lo que sólo pude añadir torpemente:
—Lo que su ilustrísima
disponga...
El alcaide me miró con
cierta complacencia:
—Vive Dios que es
buena idea, señor Calixto; —y dirigiéndose a mí—: y vos, señor Correas
¿estáis dispuesto a acompañar al señor inquisidor?
Calixto rió con ganas
al oír el mote en boca del alcaide que, seguramente, pensó se trataba de
mi apellido:
—No, perdone su
excelencia, lo de Correas es un apodo... —le aclaró.
—Ah,
muy bien —celebró la broma—:
¿entonces está dispuesto a acompañarle con correas o sin ellas,
caballero?
Yo pensé que aquella
oferta no la podía despreciar por nada del mundo pues suponía olvidarme
por algún tiempo de las mazmorras, alejarme de las sesiones de tortura y
poder respirar el aire libre del campo, que era realmente lo que me
apetecía.
—Desde luego que sí,
me complace mucho —dije yo.
—Pues bien, aderezad
lo necesario para partir de aquí a unos días en un viaje que ha de durar
un par de meses. Se os pagará como convenga y se os dará caballería,
capa, calzas y ropas nuevas para acompañar a su reverencia. Estad
advertido señor Correas y quedad con Dios.
Y se fue. Permanecimos
sin decir palabra durante un buen rato. Cuando al cabo pude reaccionar,
comprendí que aquella era una gracia venida del cielo:
—¡No habéis podido
hacerme favor más grande, señor Calixto, que presentarme al alcaide! —le
dije y quise darle un abrazo.
—Teneos, teneos, que
ya habrá tiempo para los agradecimientos señor Correas, je, je, que
hasta a don Luis le gusta vuestro apodo...
¿Cómo era posible que
se me diera junta tan buena fortuna? A decir verdad, la promesa de un
viaje bien pagado, el regalo de un traje, una capa y el préstamo de una
caballería era mucho más de lo que un buen cristiano medianamente
cuerdo podría esperar del Santo Oficio. Cuando se lo dije a Catalina,
no se lo podía creer.
—¡Por la gloria de mi
madre! ¿Y dices que te doblarán el sueldo? Pues no veo yo que sea tan
mala la Inquisición como se murmura por ahí. ¡Jesús! Háblame del viaje:
¿qué nos regalan?
Pasaron dos semanas
que coincidieron con las fiestas del santo patrón de Logroño: San Mateo,
cuando me avisaron de la partida para el día siguiente.
Muy de mañana
aparejé el caballo, le puse las alforjas nuevas y me acerqué a la plaza
del palacio que quedaba junto a la iglesia de Santiago el Real. Cuando
llegué, ya había no menos de una veintena de hombres esperando, de los
cuales diez iban armados con espadas, mosquetes y la bandolera bien
surtida con los doce apóstoles
¹
repletos de
pólvora; también había dos escribanos que se les reconocía enseguida por
el canuto de las plumas que asomaba por un pico de sus alforjas; allí
andaba el delegado del obispo: un clérigo gordo que montaba una mula
ricamente enjaezada; el señor inquisidor, que usaba carroza con el escudo
de la Cruz Verde del Santo Oficio pintada en las portezuelas al que
acompañaba don Ferrando como notario principal; dos mozos de las
caballerizas que atendían al carruaje, un notario real, el reverendo
Gutiérrez como receptor de haciendas, dos calificadores del tribunal y yo,
que iba discretamente el último, marchando como un señor en un caballo
zaino percherón propiedad de las cuadras inquisitoriales.
Quien me viera pudiera
tomarme por un hidalgo con espada al cinto prestada a última hora por
Calixto: «por si hay que defenderse», me dijo; pero maldita la necesidad
que tenía yo de espada, pues en mi vida había manejado una; si hubiera
sido honda o cachava de pastor, éstas sí eran instrumentos que sabía
utilizar como un experto, pero no una herreruza oxidada como aquella, con
la que corría el riesgo de cortarme yo mismo antes que al adversario
sólo con intentar sacarla. En las alforjas me hicieron meter argollas y
algunas correas por si había que utilizarlas contra algún follón o
irreverente, pues era harto conocido el odio que muchos sentían contra los
del Santo Oficio, dándose el caso de ser atacada la comitiva por
desalmados en campo abierto, de ahí que nos acompañaran soldados armados
para prevenir males mayores. Nada de viandas, porque por donde pasábamos
el alcalde del lugar estaba obligado a proveer de intendencia y dar
cobijo al séquito del señor inquisidor, lo que hacía incrementar la
inquina popular contra nosotros.
Cuando dispuso
su excelencia, el reverendísimo don Juan del Valle Alvarado, empezamos la
marcha en dirección al Baztán por el antiguo camino de Viana. Algunas
gentes que nos cruzábamos en el camino se arrodillaban y santiguaban
espantados al toparse con semejante compaña. En el campo, los viñadores se
dedicaban a recoger los últimos racimos porque septiembre estaba
acabando y era forzoso tener los lagares llenos antes que las
lluvias del tardío hicieran imposible la cosecha; la vendimia tocaba a su
fin y era una tradición el catar los primeros vinos para finales de
octubre siguiendo el refrán que dice: Por San Lucas
mata al cerdo y tapa la cuba.
El camino era
entretenido y discurría entre árboles y viñedos a lo largo de la antigua
ruta jacobea. Llegamos a Viana a la hora de comer y nos fuimos
directamente al mesón de peregrinos que había en la plaza del pueblo donde
el mesonero ya nos estaba aguardando con gesto sonriente —digo yo que a la
fuerza ahorcan—, pues uno de los mozos se había adelantado para avisar de
nuestra llegada. Nos hizo una recepción digna del rey, y enseguida nos
llevó a unas grandes mesas que tenía preparadas junto al fuego; «vayan
matando el gusanillo» dijo, y nos trajo unas fuentes de pimientos con
chorizo, codornices en escabeche adornadas con patatas que completó
después con sendos cabritos asados y un par de lechones tostados al horno
panadero, eso sí, todo ello regado con buen vino de la Rioja, sin parangón
en el mundo entero. En las reverencias y plácemes del dueño me pareció
ver que nos guardaba más miedo que afecto; a todos nos trataba de
ilustrísima, tanto al señor inquisidor, don Juan, que comía en mesa
aparte con don Ferrando, como a un simple boche como yo: para él todos
éramos iguales en edad, dignidad y temor, lo que no impidió que cumpliera
como excelente mesonero.
Comimos y bebimos como
canónigos —Dios me perdone—, y casi sin tiempo para reposar la cabeza nos
pusimos en marcha pues era forzoso llegar antes de anochecer al pueblo de
Arcos, donde seguramente ya nos esperaba el regidor para darnos cobijo.
Justo a la puesta del sol avistamos las primeras casas. La carroza del
señor inquisidor llevaba sendos faroles encendidos en cada punta para
señalar su presencia; el resto, caminábamos silenciosos con los huesos
molidos de cabalgar toda la jornada.
Llegamos al pueblo y
descansamos tan ricamente después de una cena suculenta. Al alba del día
siguiente emprendimos la ruta. A medio camino el tiempo empezó a
aborrascarse y con fortuna pudimos alcanzar Estella al atardecer después
de descansar unas horas en la posada del Manco, lugar de arrieros, donde
comimos. Ninguno de nosotros conocía la ciudad salvo el señor Inquisidor y
don Ferrando, que habían estado allí otras veces por razón de su cargo;
pero uno de los escribanos se encargó de contarme que había sido plaza
famosa por ser lugar de encuentro de romeros y capital del antiguo reino
de Navarra. Era nuestra intención estar en ella de paso, pero comenzó a
llover torrencialmente haciendo intransitables los caminos, por lo que don
Juan, con buen criterio, decidió no seguir adelante, sino quedarnos allí:
«porque a Dios se le puede servir en cualquier parte y seguramente estas
gentes necesitan un buen repaso en las conciencias» —comentó a su
secretario—, dejando para mejor ocasión el ir al Baztán; de manera que,
después de informar al señor alcalde de nuestra llegada, le dijo que ésta
sería nuestra etapa final, disculpando las molestias por hacerlo de forma
tan intempestiva, fruto de la inclemencia del tiempo.
El señor alcalde y los
del concejo protestaron con vehemencia porque, alegaban, no estaban
preparados para alojarnos tan dignamente como merecíamos, es decir: que
ardían en deseos de que partiéramos de allí cuanto antes; a lo que don
Juan argumentó que perdieran todo cuidado pues contaban con la ayuda
inestimable del arcipreste de la iglesia del Santo Sepulcro, consultor del
Santo Oficio, que seguramente conocía locales adecuados donde acogernos
sin gran perjuicio para el concejo y sus gentes.
Y así fue. Don Juan,
don Ferrando, el delegado del obispo y el reverendo Gutiérrez se alojaron
en un espléndido palacete que pertenecía a unos conversos y lo prestaban
de buena voluntad a los representante del Santo Oficio; los hombres de
armas fueron atendidos por el concejo, y los del séquito nos alojamos en
las dependencias de un convento mercedario que servía de acogida para
peregrinos ricos y ahora estaba medio vacío.
Los Edictos solían
predicarse al comienzo de la Cuaresma: momento ideal para ablandar las
conciencias pecadoras y prepararlas para la Pascua. El que nos ocupaba era
una excepción, tanto en el tiempo como en el lugar, pues estaba previsto
que se celebrara el mes de marzo pasado en el valle del Baztán, pero una
indisposición de don Juan lo había atrasado y el mal tiempo había hecho
el resto.
Al día siguiente de
nuestra llegada pude ver cómo los pregoneros se esparcían por calles y
plazas anunciando la visita del Inquisidor junto con la obligación de
acudir a la iglesia del Santo Sepulcro a oír el Edicto de Delaciones que
se iba a predicar en ella. No era la primera vez que se pregonaba tal
cosa, por lo que las gentes ya conocían el procedimiento.
Aquel último
domingo de septiembre sonaron las campanas llamando a misa mayor. Una hora
antes ya se iban congregando los fieles ante el pórtico de la iglesia, en
cuyas puertas habían clavado el Edicto pregonado días atrás con las penas
y multas correspondientes para los que no acudieran en el día y forma
señalados. Bien es verdad que muchos huían a casas de parientes en otras
ciudades o traspasaban la muga para evitarlo, conscientes de que podían
incurrir en excomunión y otros castigos, pero por lo visto les importaba
un ardite la salvación de su alma si con ello lograban salvar el pellejo o
la hacienda, conscientes de que la Inquisición no actuaba movida por la fe
sino por la codicia de sus riquezas, de ahí que siempre trajeran a un
recaudador entre ellos. «Sus bienes son los herejes y pecadores», decían,
porque con ellos aseguran sus haberes.
En mi caso no tenía
más obligación que estar a expensas de lo que se sirvieran mandarme las
autoridades; así que aquel domingo, libre de cargo, me arrimé como un
pecador más a las puertas de la iglesia. Uno de los mozos de cuadra que
guiaba el carro del Inquisidor coincidió que andaba por allí se sorprendió
de que yo anduviera mezclado en semejante algarabía y me dijo:
—Señor Correas,
¿qué hace un verdugo del Santo Oficio entre estos impenitentes?
Yo me volví como
herido por un rayo, miré al bastardo aquel y le dije tocando el puño de la
espada que llevaba al cinto:
—¡Teneos de llamarme
por mi apodo ni de nombrar mi oficio, hideputa, que si no os
alejáis de mi vista os daré una estocada en esa boca de cabrón que tenéis
que os enviaré con cartas a Satanás!
El mozo, Tocino
—que así llamaban al desdichado aquel por sospechar que era familiar de
conversos—, palideció como si le hubiera mentado la soga y quedó mudo al
oír mis amenazas; acto seguido se perdió entre la multitud y no supe de él
en una semana.
A empujones pude
acercarme hasta la entrada de la iglesia para ver el ceremonial del
Edicto. En principio, no parecía diferir mucho de una misa solemne: se
rezó en primer lugar el Confíteor, luego los cantores entonaron los
Kiries, leyeron las Epístolas y el Evangelio. A la hora del
Credo se hizo un silencio sepulcral y, aunque estábamos como piojos en
costura, noté un rebullir inquieto entre la gente cuando apareció la
figura severa del señor inquisidor en lo alto del púlpito. Nadie se
atrevía a hablar: todos formábamos un solo cuerpo humillado y temeroso.
Miró en redondo sobre
la feligresía, sacó un pliego y empezó a leer con voz templada. Un
murmullo de admiración recorrió la multitud. Se oía con dificultad y tan
sólo me llegaban retazos del sermón que proclamaba el Edicto:
Nos, don Juan
del Valle Alvarado, Inquisidor contra la herética pravedad (...)
—dijo algo que no
entendí—, contra la apostasía, brujería y otros
que (...), a todos los vecinos y moradores de la ciudad (...), para que la
fe católica sea ensalzada.
A todos, digo, los
que hayan oído opiniones heréticas o si saben de alguna persona que
guarde los Sábados y la ley de Moisés en (...), celebrasen la Pascua con
pan cenceño, lechugas, apios o verduras amargas, use camisas limpias y
otras ropas de fiesta (...), pone manteles limpios, no hace lumbre ni
cosa alguna en ellos (...), si han matado alguna gallina diciendo unas
palabras misteriosas, probando primero el cuchillo con la uña por ver si
tiene mella, o hayan comido carne en Cuaresma (...), o pidan perdón los
unos a los otros como hacen los judíos, o si circundasen a (...), o si a
algún muerto lavasen con agua caliente rayéndole la barba y afeitando los
sobacos, o comen tocinos y cebollas en días de abstinencia, y (...) o
haber sonreído al nombre de la Virgen María (...) O hagan ritos de la
secta de Mahoma, ayunen en Ramadán (...), o se laven hasta los codos,
cara, narices, piernas y partes vergonzosas haciendo el Guado...
Como me resultaba
imposible seguir el sermón desde la calle, me dediqué a observar la mella
que las palabras del inquisidor iban haciendo en la conciencia de mis
vecinos mientras yo gozaba, tal vez con la malicia del pobre, de la
impunidad que me otorgaba el oficio que el desdichado Tocino estuvo
a punto de delatar.
Después vino la
solemne proclamación de la fe que todo el mundo se apresuró a decir a
grandes voces para demostrar ser más creyente que su prójimo. Cuando hubo
acabado la misa, tomó la palabra don Ferrando y emplazó a que se
inscribieran como pecadores todos aquellos que se sintieran culpables de
haber hecho algo contrario a la fe en el último año. Al oír aquello, hubo
desbandada general de la feligresía movidos por el miedo, aunque poco a
poco empezaron a llegar los primeros penitentes confesando sus culpas y
suplicando perdón.
Tres días ocupó a los
escribanos confeccionar la lista de inculpados, y una semana más para
dilucidar las penas correspondientes. Nos aconsejaron que en este tiempo
no nos alejáramos del convento donde estábamos alojados, pues era
frecuente que el odio del pueblo se volviera contra los acompañantes del
Santo Oficio, y así evitábamos venganzas como ocurrió con mi antecesor en
el cargo; de esta forma estábamos prestos para actuar si éramos llamados.
Diría yo que en esta
ocasión fue más el ruido que las nueces. El tribunal impuso unas multas no
muy severas a los reincidentes, y unas centenas de azotes a los blasfemos
que apliqué siguiendo el consejo de Calixto: sujetando las correas a un
mango de madera; no se dieron casos de herejía, sodomía o brujería, lo que
hizo que la cosa no pasara a mayores. Entre los propios de Estella se
corrió la voz de que nadie debía denunciar a su vecino so pena de una
paliza y quemarle la casa. Esto lo supimos después, claro está,
consiguiendo levantar un muro de silencio que tan sólo dio paso a faltas
de confesionario tales como haber comido carne en cuaresma o fornicado
con mujer ajena...
Llevábamos dos semanas
largas en Estella cuando llegó un tal Fermín López acusando al encargado
de la almoneda y préstamos del concejo —un cristiano nuevo— de que era
converso sólo a medias, ya que seguía celebrando los sábados con buenas
ropas, ricos manjares, etcétera. Mandó el inquisidor comparecer a este
Fermín pues tenía sospecha de que era una falsa acusación y le hizo jurar
que decía verdad. En semejante trance, fueron a buscarme y me dijeron que
le enseñara las correas para azotarle si cometía perjurio, pues era
notorio que Jeremías Sanz, que así se llamaba el converso, era buen
cristiano y cumplía con las leyes de la Iglesia. Jeremías solicitó que se
le hiciera una demanda de jactancias ante el tribunal para probar su
inocencia y la mala fe del denunciante. En efecto, se supo después que el
tal Fermín le había acusado en falso para vengarse de él por no quererle
prestar de barato unos dineros que le pidiera tiempo atrás, y que por eso
había levantado la calumnia. Se le hizo juicio sumarísimo en el que
reconoció la culpa, por lo que fue condenado a cien azotes y confiscación
parcial de bienes. Castigo ejemplar que el pueblo encontró muy justo.
Aún nos demoramos una
semana más en Estella resolviendo casos de poca monta; y como venían los
fríos del invierno y era tiempo de recogerse, decidió don Juan volver a
Logroño dando por bueno el Edicto predicado. Es decir: el primero en este
mi nuevo menester. Y cuando dispuso el señor inquisidor tomamos las
caballerías y en tres jornadas nos plantamos de vuelta a casa desandando
el camino de ida. Ardía en deseos de encontrarme con Calixto para decirle
un par de cosas…
¹
Se decía así por ser doce (como los
Apóstoles) los cartuchos de pólvora que llevaban los soldados colgando del
pecho.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
4.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |