Como estaba previsto, el 4 de
mayo se reunió el alto tribunal en pleno. La víspera quedé
citado con el secretario para entregarle las actas que había de
leer ante sus ilustrísimas:
—Da gusto trabajar con vuestra
merced, —me dijo don Ferrando al verme con los papeles en la
mano—, que todo queda claro y pronto con su ayuda. A eso llamo
yo diligencia, señor mío. Creo que no nos equivocamos al
elegirle como Alcaide... —añadió en tono zalamero.
Yo me quedé un tanto retraído por
tan efusiva felicitación, pues venida de semejante individuo era
como para echarse a temblar, habida cuenta de la sinuosa
personalidad del secretario y de su inveterada fama de hombre
rencoroso; con él me cumplía estar siempre avizor, es decir,
saber templar y bailar al mismo tiempo, como dice el refrán.
—No soy más que un humilde
miembro del brazo secular, reverendo —le contesté tratando de
escurrir el bulto.
—Ya
ve vuestra meced, a eso llamo yo falsa modestia
—me
dijo, mordaz.
Las autoridades fueron tomando
asiento. Se hicieron las oraciones del ritual y cuando todo
estuvo en su sitio, fray Alonso Becerra —le llamaban “fray” o
“don”, indistintamente, por su doble condición de inquisidor y
monje— cedió la palabra a don Ferrando Molinero para que
leyera las actas de las declaraciones.
Había un aparatoso atril de latón
dorado rematado con una hermosa cabeza de águila a la derecha de
la mesa del tribunal sobre un pequeño estrado que servía de
tribuna para oradores y lectores, acompañado de una jarra de
agua y un vaso de cristal guardados en un bargueño de nogal. A
ambos lados del atril, sendos hachones de cera. Tomó don
Ferrando los pliegos que le entregara el día anterior bien
cosidos con hilo de seda a modo de cuadernillo, hecho con el
esmero que Catalina solía poner en estos menesteres; carraspeó
levemente, bebió un buche de agua y empezó la lectura:
—Reverendísimos
señores inquisidores, miembros del tribunal del Santo Oficio de
Logroño, hermanos en religión y personas de calidad. Hoy, cuatro
de mayo de mil y seiscientos diez, ante la presencia de Dios
Todopoderoso, procedemos a leer en audiencia general las
declaraciones libremente hechas por los acusados presos en las
cárceles secretas de nuestra ciudad...
Levantó la vista para comprobar
que todo seguía en orden y que cada cual ocupaba su sitio;
sacudió los hombros en un gesto de relajo; volvió a carraspear.
Se disponía a reemprender la lectura, cuando don Alonso de
Salazar que alza la mano haciendo señas de disconformidad:
—Perdone su reverencia un inciso
—se
puso en pie—:
ha dicho “declaraciones libremente hechas”, y yo quisiera saber
qué grado de libertad han tenido los acusados para poder
declarar los delitos que ahí constan...
Se produjo un silencio extremo en
la sala. El secretario enrojeció visiblemente; miró de soslayo a
los otros inquisidores; carraspeó con insistencia tratando de
suavizar una supuesta aspereza en la garganta; alineó los folios
golpeando suavemente el borde inferior contra el atril y al
fin dijo con un hilo de voz:
—El habitual en estos casos,
reverendísimo señor...
Y don Alonso, un poco más
incisivo:
—¿Quiere decir que han sido
torturados?
Se sentó el inquisidor recogiendo
la sotana sobre las rodillas. El secretario deshizo la aspereza
de la garganta con resolución; a fin de cuentas él era un simple
delegado del tribunal y no tenía por qué dar explicaciones ni
sentirse culpable de nada:
—No necesariamente. El señor
Alcaide no me comunicó cosa alguna al respecto. Tal vez con
algunos sujetos haya sido necesario recurrir a presentarlos
in conspectu tormentorum, porque me consta que había algún
recalcitrante al que no ha habido más remedio que sonsacar, pero
el notario de las cárceles da fe de que los detenidos lo
hicieron libremente —recalcó la palabra—, es decir, sin
coacción...
Fray Alonso Becerra, como
inquisidor mayor, terció para atajar el enfrentamiento porque
tenía visos de prolongarse indefinidamente, y el asunto era lo
bastante escabroso como para no debatirlo en público:
—Dejemos ese tema para más adelante, señores.
Ahora atengámonos al texto
—señaló
autoritario—.
Prosiga con la lectura reverendo... —y le hizo un gesto al
secretario para que continuara. Obedeció don Ferrando al tiempo
que lanzaba una mirada encendida a don Alonso de Salazar el
cual, contrariamente a lo que cabía esperar, le correspondió
con una leve sonrisa.
—A
continuación se detallan los nombres, oficios y confesiones de
los principales responsables de la secta de los brujos de
Zugarramurdi.
Señalemos en primer lugar a Miguel de Goiburu, de
66 años de edad, pastor de oficio, natural del pueblo antedicho,
que fue detenido en febrero del año pasado por ser considerado
el rey del akelarre, palabra que en vascuence significa
campa del cabrón, lengua comúnmente hablada en esos pagos
como tengo explicado a sus reverencias, y que en parla llana
podría traducirse por lugar de encuentro con el Diablo.
Éste era el mayor responsable de todo lo que allí acontecía por
ser el principal y caudatorio de las colectas que se hacían
para el culto demoníaco. También dice que era el encargado de
animar las fiestas que tenían lugar los días de reunión, que
solían hacer coincidir con el sabbat hebraico... Este tal
Miguel, fallecido de peste desgraciadamente el verano pasado,
era padre de otro detenido: Juan de Goiburu, pastor como él,
casado con Estebania de Iriarte, hija y hermana,
respectivamente, de Graciana de Barrenetxea, anciana de 80 años
y María de Iriarte, soltera de 40 años que, junto con su primo
Juan de Sansín, de 20 años, atabalero del grupo, animaban los
akelarres tocando el txistu y el tamboril. Como pueden ver
sus reverencias, se trata de una familia al completo, y en este
caso vale aplicar el refrán de las cerezas que dice que tirando
de una, luego se vienen todas detrás...
—añadió
el lector con cierto gracejo que arrancó algunas sonrisas entre
los miembros del tribunal.
—Decía
que, desafortunadamente, algunos de ellos han fenecido en
prisión como consecuencia de la peste desatada el año pasado en
la comarca y que causó tanta mortandad en nuestra ciudad, pero
ya hemos hecho previsión para que puedan ser juzgados en efigie,
si fuera necesario, y sus huesos guardados en sacas fuera del
campo santo por si son condenados a la hoguera. Sus confesiones,
como pueden comprobar sus reverencias, constan en las actas que
se guardan fehacientemente en el Libro de Votos de este
tribunal.
Por ejemplo, declararon que la
citada Graciana de Barrenetxea era la reina del akelarre,
la que organizaba las actividades de las mujeres en sus
reuniones y distribuía los cargos entre ellas, siendo la segunda
en estos malvados honores Estebania de Navarcorena, bruja de más
de 80 años, madre de Juana de Telletxea, que guardamos en
nuestras cárceles secretas a la espera de lo que decida este
tribunal hacer con ellas. La tercera en el rango brujeril era
María Pérez de Barrenetxea, de 46 años, familiar de la reina, a
la que había prometido ser su sucesora en el cargo, promesa que
no pudo cumplir porque fue apresada junto con las anteriores a
comienzos del pasado año, 1609. Fue María de Arburu quien heredó
el triste reinato hasta ser detenida en septiembre, coincidiendo
con la última ocasión en que el reverendísimo inquisidor don
Juan del Valle visitó las tierras zuamurdiarras, —don Ferrando
no pudo evitar el dirigir una mirada furtiva al aludido que le
correspondió con una levísima inclinación de cabeza. Se llevaban
bien: era su protegido—. Martín Bizcar —prosiguió el
secretario—, labrador, confiesa que hacía los oficios como
alcalde de los niños y jóvenes que acudían por primera vez al
akelarre. Por su avanzada edad, era maestro y protector de
los novicios. Les enseñaba los rudimentos y razones de sus
maldades y creencias, así como el compromiso de guardar secreto
de todo lo que vieran u oyeran en las ceremonias y encuentros
con el Maligno. Al principio se mostró muy recalcitrante
negándose a declarar y reconocer sus delitos ante el tribunal,
rechazando su pertenencia a la secta y ser miembro activo de la
misma; pero ablandado por el tormento se avino a reconciliarse
haciéndose confitente, renunciando motu proprio a Satanás, a sus
pompas y a sus obras... —Miró sesgadamente a don Alonso de
Salazar al advertir que aparecía de nuevo el tema de las
torturas, aunque dicho de forma retórica, estilo habitual del
reverendo Gutiérrez que gustaba de emplear florituras verbales y
metáforas ornamentales en sus escritos, grande admirador sin
duda del denostado poeta don Luis de Góngora y Argote. Pero don
Alonso se mantuvo indiferente ante semejante alusión y don
Ferrando prosiguió con la lectura—:
—Juan de Iribarren, alias Juan
de Etxalar, era un herrero natural de este villorrio, verdugo
ejecutor de las penas que dictaba el Demonio, las más de las
veces azotando con espinos, golpes y patadas a los que no se
sometían a las leyes de la brujería. Era muy violento; incluso
insultó repetidas veces a los que le castigaban amenazándoles
con llamar al Diablo para que se los llevara al Infierno si no
le soltaban de inmediato: Alde hemendik, deabrukumeok¹
—les decía en su lengua nativa—. Al cabo, aconsejado
por el viejo Martín, se arrepintió de sus pecados, reconoció su
pertenencia a la secta y se hizo confitente también.
María de Zozaya, bruja de 80
años, de Rentería; María de Chipía, de 52 años, tía de María de
Jaureteguía —una de las primeras detenidas a raíz de las
denuncias hechas por María de Ximildegui— y Beltrana Fargue,
mendiga francesa afincada en Vera, eran las maestras que
enseñaban y convencían a otras mujeres para que se hicieran
brujas. Dicen que eran conocedoras de trucos de magia y que
tenían poderes para hacer aparecer y desaparecer las cosas.
También se dedicaban a embaucar a las gentes afirmando que
poseían el don de la profecía porque se lo había dado el Diablo,
su señor... Las cuatro eran muy charlatanas y mentirosas —aclaró
el secretario—. Todas han reconocido su culpabilidad y se
muestran bien dispuestas a ser penitenciadas, lo que será tenido
en cuenta por el tribunal para dulcificar su condena. No
obstante, hay motivos para pensar que algunas han podido
confesar en falso para salvar la vida siendo dudosa la veracidad
de su arrepentimiento, como es el caso de María Chipía y su
sobrina...
Don Alonso de Salazar no pudo
contenerse y de nuevo alzó la voz:
—Ruego a su reverencia que nos
explique este último extremo —le interrumpió en un tono
exigente, justo cuando don Ferrando levantaba la vista.
—No entiendo a qué “extremo” se
refiere, reverendísimo señor —añadió el secretario mostrando una
desafiante soberbia.
—Pues es muy sencillo —replicó
don Alonso—. Pregunto en qué se fundamentan los que han
interrogado a las acusadas para dudar de la veracidad de un
arrepentimiento... ¿Acaso leen las conciencias ajenas?
Se produjo un silencio espeso en
la sala sólo roto por el rebullir de los cuerpos en sus
asientos. Para romper el hielo, fray Alonso, el viejo, intervino
apoyando la tesis de su cofrade:
—Lleva razón su reverencia: nadie
sino sólo Dios puede saber lo que se esconde en la conciencia de
cada cual. Ruego que se revise ese párrafo y se compruebe que
las detenidas declaran libremente y de buena fe...
—Como ordenen sus reverendísimas
—añadió el secretario tragándose la bilis y el orgullo que tenía
acumulados en la boca—, pero permítanme que cuente una anécdota
que explica por qué se duda de la veracidad de la confesión de
estas brujas. Resulta que —don Ferrando adoptó un tono
narrativo, circunstancial— uno de los carceleros que las
vigilaba oyó cómo antes de pasar al interrogatorio la vieja
María Chipía adoctrinaba a su sobrina sobre lo que había que
declarar para que no la quemaran, y que lo primero y principal
era reconocerse culpable de todo lo que se dijera contra ellas,
que les impondrían una dura penitencia, eso sí, pero que se
salvarían de la quema...; tal vez sea ésta la razón que sus
reverencias andaban buscando... —apostilló irónico. Fray
Alonso trató de disimular el giro mordaz de estas últimas
palabras y añadió afirmando su autoridad:
—Muy bien; de todas formas, que
se repita el interrogatorio de estas detenidas como habíamos
quedado. Prosiga.
—De acuerdo, reverendísimo señor.
Quedan otros muchos nombres de presos que, entre vivos y muertos
suman hasta un total de treinta y uno...
Don Ferrando se detuvo durante
unos segundos para consultar la lista que tenía sobre el atril y
confirmar el número. Se produjo un momento de relajo entre los
asistentes que fue aprovechado para intercambiar impresiones
entre ellos. Fray Alonso Becerra le preguntó a don Juan del
Valle:
—Es decir, que los citados hasta
ahora son únicamente los principales de la secta, ¿no es eso?
—Exactamente, señor; hay muchos
más, pero éstos son los señalados por la gente del pueblo como
los brujos más importantes del Baztán, Vera, Xareta…, los mismos
que acudían todos los viernes y sábados a los akelarres
para dirigir sus fiestas demoníacas. El resto resultan ser de
poca monta, aunque brujos todos ellos, claro está.
Fray Alonso asintió con un gesto
de comprensión; luego hizo sonar una campanilla que había sobre
la mesa y dijo:
—Muy bien; prosiga con la
lectura...
Se fue haciendo silencio entre
los presentes y el secretario obedeció:
—Desde
la llegada de los primeros miembros de esta secta en enero del
año 1609, no dejaron de practicarse nuevas detenciones en
Zugarramurdi y pueblos vecinos gracias a los buenos oficios del
abad del monasterio de Urdax, reverendo fray León de Araníbar,
nombrado recientemente comisario de su pueblo en pago por el
celo demostrado en la persecución de la herética pravedad y la
herejía, gesto que honra a su persona y a la generosidad del
reverendísimo señor don Juan del Valle Alvarado que es quien se
lo ha concedido...
—Este punto ya nos lo ha
confesado varias veces —añadió el de Salazar interrumpiendo
bruscamente la lectura, visiblemente molesto por los comentarios
repetitivos y untuosos del secretario respecto a las personas
citadas. El aludido, ajeno a la irritación de su colega, sonrió
beatíficamente al recordar los buenos días pasados en el Baztán
compartiendo mesa y mantel con su amigo el abad de Urdax durante
el mes de octubre último:
«Días
de mucho trabajo y buen yantar»
los había calificado—, convendría que fuera directamente a los
hechos sin apreciaciones personales—le reconvino don Alonso de
Salazar.
—Ésa es mi intención, reverendo señor —señaló el
secretario, violento—,
si se me permite continuar…
—añadió
juntando las manos como en actitud de orar.
—Por supuesto.
Tomó los papeles y prosiguió la
lectura:
—De
la cincuentena de pliegos que me han sido entregados por los
notarios y Alcaide de las cárceles secretas, fruto de las
declaraciones de los presos, y otros tantos anotados por
testigos consultados por don Juan, he hecho una síntesis que
refleja ampliamente las torpezas de esta peligrosísima secta,
torpezas que se repetían cada vez que los brujos se juntaban
para celebrar sus fiestas. Sorprendentemente, tanto los hechos
declarados por los reos, como los confesados por testigos ajenos
a esa comunidad, coinciden en ser ciertos los sucesos que paso a
leer acto seguido en carga cerrada y sin detenerme en los
detalles escabrosos para no herir susceptibilidades...
Don Ferrando se sentía
mortificado por las palabras de don Alonso y aprovechó el
momento para resarcir su deuda.
—Éstas son las confesiones...
Reagrupó los papeles. Bebió agua.
Se presumía que a continuación habría una larga y escabrosa
sesión de lectura. Sus reverencias relajaron el cuerpo. Hubo
murmullos y comentarios. Los que como yo estábamos de simples
oyentes al fondo de la sala, nos preparamos estoicamente para
recibir la mayor andanada de brutalidades que jamás hubiera
podido concebir mente humana en su sano juicio: las confesiones
de las gentes brujas fielmente relatadas por el secretario del
tribunal de Logroño, don Ferrando Molinero, pliegos cosidos por
Catalina que todavía conservo entre mis documentos más
preciados.