11.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 11º

Muestrario de horrores

Cueva de Zugarramurdi

Como estaba previsto, el 4 de mayo se reunió el alto tribunal en pleno. La víspera quedé citado con el secretario para entregarle las actas que había de leer ante sus ilustrísimas:

—Da gusto trabajar con vuestra merced, —me dijo don Ferrando al verme con los papeles en la mano—, que todo queda claro y  pronto con su ayuda. A eso llamo yo diligencia, señor mío. Creo que no nos equivocamos al elegirle como Alcaide... —añadió en tono zalamero.

Yo me quedé un tanto retraído por tan efusiva felicitación, pues venida de semejante individuo era como para echarse a temblar, habida cuenta de la sinuosa personalidad del secretario y de su inveterada fama de hombre rencoroso; con él me cumplía estar siempre avizor, es decir, saber templar y bailar al mismo tiempo, como dice el refrán.

—No soy más que un humilde miembro del brazo secular, reverendo —le contesté tratando de escurrir el bulto.

Ya ve vuestra meced, a eso llamo yo falsa modestia me dijo, mordaz. 

Las autoridades fueron tomando asiento. Se hicieron las oraciones del ritual y  cuando todo estuvo en su sitio, fray Alonso Becerra —le llamaban “fray” o “don”, indistintamente,  por su doble condición de inquisidor y monje— cedió  la  palabra a don Ferrando Molinero para que leyera las actas de las declaraciones.

Había un aparatoso atril de latón dorado rematado con una hermosa cabeza de águila a la derecha de la mesa del tribunal sobre un pequeño estrado que servía de tribuna para oradores y lectores, acompañado de una jarra de agua y un vaso de cristal guardados en un bargueño de nogal. A ambos lados del atril, sendos hachones de cera. Tomó don Ferrando los pliegos que le entregara el día anterior bien cosidos con hilo de seda a modo de cuadernillo, hecho con el esmero que Catalina solía poner en estos menesteres; carraspeó levemente, bebió  un buche de agua y empezó la lectura:

Reverendísimos señores inquisidores, miembros del tribunal del Santo Oficio de Logroño, hermanos en religión y personas de calidad. Hoy, cuatro de mayo de mil y seiscientos diez, ante la presencia de Dios Todopoderoso, procedemos a leer en  audiencia general  las  declaraciones libremente hechas por los acusados presos en las cárceles secretas de nuestra ciudad...

Levantó la vista para comprobar que todo seguía en orden y que cada cual ocupaba su sitio; sacudió los hombros en un gesto de relajo; volvió a carraspear. Se disponía a reemprender la lectura, cuando don Alonso de Salazar que alza la mano haciendo señas de disconformidad:

—Perdone su reverencia un inciso se puso en pie: ha dicho “declaraciones libremente hechas”, y yo quisiera saber qué grado de libertad han tenido los acusados para poder declarar los delitos que ahí constan...

Se produjo un silencio extremo en la sala. El secretario enrojeció visiblemente; miró de soslayo a los otros inquisidores; carraspeó con insistencia tratando de suavizar una supuesta aspereza en la garganta; alineó los folios golpeando suavemente  el borde inferior contra el atril  y al fin dijo con un hilo de voz:

—El  habitual en estos casos, reverendísimo señor...

Y don Alonso, un poco más incisivo:

—¿Quiere decir que han sido torturados?

Se sentó el inquisidor recogiendo la sotana sobre las rodillas. El secretario deshizo la aspereza de la garganta con resolución; a fin de cuentas él era un simple delegado del tribunal y no tenía por qué dar explicaciones ni  sentirse culpable de nada:

—No necesariamente. El señor Alcaide no me comunicó cosa alguna al respecto. Tal vez con algunos sujetos haya  sido necesario recurrir a presentarlos in conspectu tormentorum, porque me consta que había algún recalcitrante al que no ha habido más remedio que sonsacar, pero el notario de las cárceles da fe de que los detenidos lo hicieron libremente  —recalcó la palabra—, es decir, sin coacción...

Fray Alonso Becerra, como inquisidor mayor, terció para atajar el enfrentamiento porque tenía visos de prolongarse indefinidamente, y el asunto era lo bastante escabroso como para no debatirlo en público:

—Dejemos ese tema para más adelante, señores. Ahora atengámonos al texto señaló autoritario. Prosiga con la lectura reverendo... —y le hizo un gesto al secretario para que continuara. Obedeció don Ferrando al tiempo que lanzaba una mirada encendida a don Alonso de Salazar el cual,  contrariamente a lo que cabía esperar,  le correspondió con una leve sonrisa.

A continuación se detallan los nombres, oficios y confesiones de los principales responsables de la secta de los brujos de Zugarramurdi.

Prado del Akelarre

Señalemos en primer lugar a Miguel de Goiburu, de 66 años de edad, pastor de oficio, natural del pueblo antedicho, que fue detenido en febrero del año pasado por ser considerado el rey del akelarre, palabra que en vascuence significa campa del cabrón, lengua comúnmente hablada en esos pagos como tengo explicado a sus reverencias, y que en parla llana podría traducirse por lugar de encuentro con el Diablo. Éste era el mayor responsable de todo lo que allí  acontecía por ser el principal  y caudatorio de las colectas que se hacían para el culto demoníaco. También dice que era el encargado de animar las fiestas que tenían lugar los días de reunión, que solían hacer coincidir con el sabbat hebraico... Este tal Miguel, fallecido de peste desgraciadamente el verano pasado,  era padre de otro  detenido: Juan de Goiburu, pastor como él, casado con Estebania de Iriarte, hija y hermana, respectivamente, de Graciana de Barrenetxea, anciana de 80 años y María de Iriarte, soltera de 40 años que, junto con su primo Juan de Sansín, de 20 años, atabalero del grupo, animaban los akelarres tocando el txistu y el tamboril. Como pueden ver sus reverencias, se trata de una familia al completo, y en este caso vale aplicar el refrán de las cerezas que dice que tirando de una, luego se vienen todas detrás... añadió el lector con cierto gracejo que arrancó algunas sonrisas entre los miembros del tribunal.

Decía que, desafortunadamente, algunos de ellos han fenecido en prisión como consecuencia de la peste desatada el año pasado en la comarca y que causó tanta mortandad en  nuestra ciudad, pero ya hemos hecho previsión para que puedan ser juzgados en efigie, si fuera necesario, y  sus huesos guardados en sacas fuera del campo santo por si son condenados a la hoguera. Sus confesiones, como pueden comprobar sus reverencias,  constan en las actas que se guardan fehacientemente en el Libro de Votos de este tribunal.

Cueva de Zugarramurdi

Por ejemplo, declararon que la citada Graciana de Barrenetxea era la reina del akelarre, la que organizaba las actividades de las mujeres en sus reuniones y distribuía los cargos entre ellas, siendo la segunda en estos malvados honores Estebania de Navarcorena, bruja de más de 80 años, madre de Juana de Telletxea, que guardamos en nuestras cárceles secretas a la espera de lo que decida este tribunal hacer con ellas. La tercera en el rango brujeril era María Pérez de  Barrenetxea, de 46 años, familiar de la reina, a la que había prometido ser su sucesora en el cargo, promesa que no pudo cumplir porque fue apresada junto con las anteriores a comienzos del pasado año, 1609. Fue María de Arburu quien heredó el triste reinato hasta ser detenida en septiembre, coincidiendo con la última ocasión en que el reverendísimo inquisidor don Juan del Valle visitó las tierras  zuamurdiarras, —don Ferrando no pudo evitar el dirigir una mirada furtiva al aludido que le correspondió con una levísima inclinación de cabeza. Se llevaban bien: era su protegido—. Martín  Bizcar —prosiguió el secretario—, labrador, confiesa que hacía los oficios como alcalde de los niños y jóvenes que acudían por primera vez al akelarre. Por su avanzada edad, era maestro y protector de los novicios. Les enseñaba los rudimentos y razones de sus maldades y creencias, así como el compromiso de guardar secreto de todo lo que vieran u oyeran en las ceremonias y encuentros con el Maligno. Al principio se mostró muy recalcitrante negándose a declarar y reconocer sus delitos ante el tribunal, rechazando su pertenencia a la secta y ser miembro activo de la misma; pero ablandado por el tormento se avino a reconciliarse haciéndose confitente, renunciando motu proprio a Satanás, a sus pompas y a sus obras... —Miró sesgadamente  a don Alonso de Salazar al advertir que aparecía de nuevo el tema de las torturas, aunque dicho de forma retórica, estilo habitual del reverendo Gutiérrez que gustaba de emplear florituras verbales y metáforas ornamentales en sus escritos, grande admirador sin duda del denostado poeta don Luis de Góngora y Argote. Pero don Alonso se mantuvo indiferente ante semejante alusión y don Ferrando prosiguió con la lectura—:

—Juan de Iribarren, alias Juan de Etxalar, era un herrero natural de este villorrio, verdugo ejecutor de las penas que dictaba el Demonio,  las más de las veces azotando con espinos, golpes y patadas a los que no se sometían a las leyes de la brujería. Era muy violento; incluso insultó repetidas veces a los que le castigaban amenazándoles con llamar al Diablo para que se los llevara al Infierno si no le soltaban de inmediato: Alde hemendik, deabrukumeok¹ —les decía en su lengua nativa—. Al cabo, aconsejado por el viejo Martín, se arrepintió de sus pecados, reconoció su pertenencia a la secta y se hizo confitente también.

María de Zozaya, bruja de 80 años, de Rentería; María de Chipía, de 52 años,  tía de María de Jaureteguía —una de las primeras detenidas a raíz de las denuncias hechas por María de Ximildegui— y  Beltrana Fargue, mendiga francesa afincada en Vera, eran las maestras que enseñaban y convencían a otras mujeres para que se hicieran brujas. Dicen que eran conocedoras de trucos de magia y que tenían poderes para hacer aparecer y desaparecer las cosas. También se dedicaban a embaucar a las gentes afirmando que poseían el don de la profecía porque se lo había dado el Diablo, su señor... Las cuatro eran muy charlatanas y mentirosas —aclaró el secretario—.  Todas han reconocido su culpabilidad y se muestran bien dispuestas a ser penitenciadas, lo que será tenido en cuenta por el tribunal para dulcificar su condena. No obstante, hay motivos para pensar que algunas han podido confesar en falso para salvar la vida siendo dudosa la veracidad de su arrepentimiento, como es el caso de María Chipía y su sobrina...

Don Alonso de Salazar no pudo contenerse y de nuevo alzó la voz:

—Ruego a su reverencia que nos explique este último extremo —le interrumpió en un tono exigente, justo cuando don Ferrando levantaba la vista.

—No entiendo a qué “extremo” se refiere, reverendísimo señor —añadió el secretario mostrando una desafiante soberbia.

—Pues es muy sencillo  —replicó don Alonso—. Pregunto en qué se fundamentan los que han interrogado a las acusadas para dudar de la veracidad de un arrepentimiento... ¿Acaso leen las conciencias ajenas?

Se produjo un silencio espeso en la sala sólo roto por el rebullir de los cuerpos en sus asientos. Para romper el hielo, fray Alonso, el viejo, intervino apoyando la tesis de su cofrade:

—Lleva razón su reverencia: nadie sino sólo Dios puede saber lo que se esconde en la conciencia de cada cual. Ruego que se revise ese párrafo y se compruebe que las detenidas declaran libremente y de buena fe...

—Como ordenen sus reverendísimas —añadió el secretario tragándose la bilis y el orgullo que tenía acumulados en la boca—, pero permítanme que cuente una anécdota que explica por qué se duda de la veracidad de la confesión de estas brujas.  Resulta que —don Ferrando adoptó un tono narrativo, circunstancial— uno de los carceleros que las vigilaba oyó cómo antes de pasar al interrogatorio la vieja María Chipía adoctrinaba a su sobrina sobre lo que había que declarar para que no la quemaran, y que lo primero y principal era reconocerse culpable de todo lo que se dijera contra ellas, que les impondrían una dura penitencia, eso sí, pero que se salvarían de la quema...; tal vez sea ésta la razón que sus reverencias andaban buscando... —apostilló irónico. Fray  Alonso  trató de disimular el giro mordaz de estas últimas palabras y añadió afirmando su autoridad:

—Muy bien; de todas formas, que se repita el interrogatorio de estas detenidas como habíamos quedado.  Prosiga.

—De acuerdo, reverendísimo señor. Quedan otros muchos nombres de presos que, entre vivos y muertos suman  hasta un total de treinta y uno...

Don Ferrando se detuvo durante unos segundos para consultar la lista que tenía sobre el atril y confirmar el número. Se produjo un momento de relajo entre los asistentes que fue aprovechado para intercambiar impresiones entre ellos. Fray Alonso Becerra le preguntó  a don Juan del Valle:

—Es decir, que los citados hasta ahora son únicamente los principales de la secta, ¿no es eso?

—Exactamente, señor; hay muchos más, pero éstos son los señalados por la gente del pueblo como los brujos más importantes del Baztán, Vera, Xareta…, los mismos que acudían  todos los viernes y sábados  a los akelarres para dirigir sus fiestas demoníacas. El resto resultan ser de poca monta, aunque brujos todos ellos, claro está.

Fray Alonso asintió con un gesto de comprensión; luego hizo sonar una campanilla que había sobre la mesa y dijo:

—Muy bien; prosiga con la lectura...

Se fue haciendo silencio entre los presentes y el secretario obedeció:

Desde la llegada de los primeros miembros de esta secta en enero del año 1609, no dejaron de practicarse nuevas detenciones en Zugarramurdi y pueblos vecinos gracias a los buenos oficios del abad del monasterio de Urdax, reverendo fray León de Araníbar, nombrado recientemente comisario de su pueblo en pago por el celo demostrado en la persecución de la herética pravedad y la herejía, gesto que honra a su persona y a la generosidad del reverendísimo señor don Juan del Valle Alvarado que es quien se lo ha concedido...

—Este punto ya nos lo ha confesado varias veces —añadió el de Salazar interrumpiendo bruscamente la lectura, visiblemente molesto por los comentarios repetitivos y untuosos del secretario respecto a las personas citadas. El aludido, ajeno a la irritación de su colega, sonrió beatíficamente al recordar los buenos días pasados en el Baztán compartiendo mesa y mantel con su amigo el abad de Urdax durante el mes de octubre último: «Días de mucho trabajo y buen yantar» los había calificado—, convendría que fuera directamente a los hechos sin apreciaciones personales—le reconvino don Alonso de Salazar.

—Ésa es mi intención, reverendo señor —señaló el secretario, violento, si se me permite continuar… añadió juntando las manos como en actitud de orar.

—Por supuesto.

Tomó los papeles y prosiguió la lectura:

De la cincuentena de pliegos que me han sido entregados por los notarios y Alcaide de las cárceles secretas, fruto de las declaraciones de los presos,  y otros tantos anotados por testigos consultados por don Juan, he hecho una síntesis que refleja ampliamente las torpezas de esta peligrosísima secta, torpezas que se repetían cada vez que los brujos se juntaban para celebrar sus fiestas. Sorprendentemente, tanto los hechos declarados por los reos, como los confesados por testigos ajenos a esa comunidad, coinciden en ser ciertos los sucesos que paso a leer acto seguido en carga cerrada y sin detenerme en los detalles escabrosos para no herir susceptibilidades...

Don Ferrando se sentía mortificado por las palabras de don Alonso y aprovechó el momento para resarcir su deuda.

—Éstas son las confesiones...

Reagrupó los papeles. Bebió agua. Se presumía que a continuación habría una larga y escabrosa sesión de lectura.  Sus reverencias relajaron el cuerpo. Hubo murmullos y comentarios. Los que como yo estábamos de simples oyentes al fondo de la sala, nos preparamos estoicamente para recibir la mayor andanada de brutalidades que jamás hubiera podido concebir mente humana en su sano juicio: las confesiones de las gentes brujas fielmente relatadas por el secretario del tribunal de Logroño, don Ferrando Molinero, pliegos cosidos por Catalina que todavía conservo entre mis documentos más preciados.

¹ Fuera, marchaos hijos del Diablo.

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

11.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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