6.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 6º
Alcaide de las secretas
Una mañana, a poco de mi vuelta de
Nájera, justo a las puertas del palacio inquisitorial, me tropecé con
Calixto que me dijo nada más verme:
—Dichosos
los ojos, señor Correas, que no habéis hecho más que llegar y ya
me he enterado de que os reclaman las altas instancias: bien se nota que
zangoloteáis con provecho las haldas inquisidoras…
Me quedé sorprendido por saludo tan
desairado siendo que hacía más de dos meses que no nos veíamos.
—¡Voto
a Judas, señor Calixto, que ni tiempo dan a uno para cumplir con los
amigos!, ¿se puede saber a qué viene semejante atropello?
—Tengo entendido que os andan buscando los de
arriba —me dijo señalando el piso superior de la audiencia—; por lo
demás, se me da una higa que os busquen o no; —luego, mirándome
fijamente con sus ojos de batracio me preguntó—: ¿no habréis hecho nada
inconveniente en los días que habéis estado fuera?
—¿Qué
queréis decir?
—protesté
indignado.
—Pues eso: que no os habréis pasado de la raya...
—¿Yo?
—le
dije con sorpresa.
Allí nos encontró don
Ferrando discutiendo como dos cotorreras capuchinas¹,
el cual sin más preámbulos me ordenó —según me había prevenido Calixto—
que me presentara al día siguiente ante la autoridad eclesiástica pues
se trataba de un negocio de gran importancia que en ese momento no me
podía desvelar:
—Señor
Larrea, mañana pásese vuestra merced por la secretaría del tribunal a
las diez en punto. Allí le esperará don Alonso y le dirá lo que haya de
ser: no lo olvide. Traiga ropas nuevas y manos limpias...
—me
dijo con la sequedad propia de su carácter atrabiliario. Acto seguido,
hizo ademán de marcharse pero se volvió bruscamente como si olvidara un
detalle—:
¿es cierto que vuestra merced sabe latín?
No le respondí a la pregunta, aturdido
como estaba por semejante asalto en plena calle.
—¿Dice
vuestra reverencia que acuda ante el señor inquisidor con las “manos
limpias”?
—añadí
sin salir de mi estupor.
—Exactamente
—me
respondió cortante.
—¡Santo
Cristo!, ¿para qué cosa, si puede saberse, don Ferrando?
El secretario debió notar que se me
descomponía la cara y sonrió con una mueca majadera. La sola idea de
tener que presentarme ante el Santo Oficio me imponía un temor
razonable, máxime que no sabía si me llamaba don Alonso de Salazar, al
que conocía de la última salida por las tierras de Nájera, o don Alonso
Becerra el severo, que tenía fama de no conocer ni a su propia madre...
—¿Por
qué se os ha demudado el rostro, caballero? —me dijo mordaz—, ¿es que
teméis algo de los reverendísimos señores?, je, je, je.
Lo peor de este encuentro —calculé con
disgusto— no era el susto que se me había metido en el cuerpo, sino
aquella risa burlona del secretario que coincidía más o menos con la de
Calixto... “Manos limpias” me había insinuado el muy cretino y eso, para
un cristiano viejo como yo, era algo más que un insulto si trataba de
poner en duda mi buena fama. Pero me armé de valor y le respondí con
resolución:
—No señor; no es el temor de lo que haya
podido hacer mal o bien, que Dios es testigo de que tengo la conciencia
tranquila, sino el ignorar para qué se me quiere.
El secretario levantó los ojos al cielo
como haciendo acopio de paciencia y me dijo fríamente:
—Cuando
vayáis, ya se os notificará el motivo; y perded todo cuidado, ¡por
Dios!, que su reverendísima es persona muy bondadosa, ya lo conocéis
bien...
—No
tanto como yo quisiera —respondí
tratando de ser sarcástico—,
pero descuide vuestra merced, que no faltaré.
Calixto me miraba atónito; su cerebro
verrugoso empezaba a ver con sorpresa la imagen inédita de alguien que
era capaz de responder a don Ferrando sin que le temblara la voz. Lo
cierto es que yo trataba de revestirme con una coraza de indiferencia
frente a aquella amenaza que había hecho saltar todas mis alarmas,
aunque tal vez me estaba preocupando en exceso, y en el mejor de los
casos podría tratarse de don Alonso de Salazar, el inquisidor nuevo,
canónigo y bonachón, que quería premiar mis servicios prestados por los
días pasados en su compañía...; el que me inquietaba era el otro don
Alonso, el principal, cacereño, de ojos acerados y tez cetrina que
ceceaba una cosa mala al hablar.
—¿Me
gustaría saber de qué don Alonso se trata, reverendo señor?
—le
pregunté a voces cuando él ya había iniciado el descenso de la escalera.
Calixto me dio un codazo en las costillas
indicándome que había traspasado con mi pregunta indiscreta la barrera
de la cortesía que se debe a un superior. Don Ferrando volvió sobre sus
pasos como si le hubiera picado un áspid:
—¡Por
el Santísimo Sacramento del altar!
—ascendió
a grandes zancadas los seis escalones que nos separaban—:
¿cómo os atrevéis? —me
dijo escupiendo salivillas—.
¡El de Salazar, el burgalés!, ¿quién diablos iba a ser?; ya os he dicho
que se os comunicará todo a su debido tiempo
—parecía
quererme devorar con los ojos; pero algo debió frenar su furia porque
cambió el gesto súbitamente: tal vez cayó en la cuenta de que yo en
breve sería una autoridad en la institución y tenía que tratarme con
mayor respeto—:
perdonad mi enojo, caballero, a veces no puedo contenerme, pero bien
sabe Dios que hago esfuerzos para...
—de
pronto se llevó la mano a la boca como queriendo recordar algo que tenía
pendiente—,
no habéis respondido a mi pregunta anterior: ¿vos sabéis latín, verdad?
—Sí,
sí —reconocí más calmado—, conozco los rudimentos de la lengua latina:
aunque no con tanta solvencia como vuestra merced, don Ferrando —el
reverendo me sonrió halagado—, es una de las pocas cosas buenas que
guardo de mi infancia...
Tras aquella aclaración, el secretario
del tribunal asintió con una leve inclinación de cabeza, se caló el
solideo rojo que había mantenido plegado en la mano, dio media vuelta y
comenzó a descender las escaleras con gesto taciturno. De pronto se
volvió para decirme como si fuera una amenaza:
—Pues
tendréis que leeros el Malleus Maleficarum, don Pedro...
Y se alejó definitivamente perdiéndose
por una de las callejuelas que bordeaban la plaza embozado en su manteo
ribeteado de grana. Calixto, testigo mudo del encuentro, me dijo como
saliendo de un encierro:
—A fe mía que mucho habéis cambiado en
los últimos tiempos, señor Correas: hoy he aprendido la lección
de mi vida, y es que uno nunca llega a conocer del todo a otra persona
por mucho que se esfuerce en hacerlo; por cierto, os ha llamado “don
Pedro”, ¿verdad?; ¡pues eso es mucho llamar venido de ese cuervo!
—A este don Ferrando no hay quien lo
entienda —le dije mientras le golpeaba amistosamente en el hombro.
—Ojo con él, “don Pedro” —me respondió
con sorna—, que es un lobo disfrazado de cordero. Si a mí me llega a
decir que no tengo las “manos limpias”, lo rajo, ¡como hay Dios!
Miré con sorpresa a mi amigo:
—Hoy andamos todos con los cuchillos muy
prestos, señor Calixto —le dije para tranquilizarle porque su
indignación iba en aumento—: entiendo que ha querido decir que vaya
limpio, aseado, no que sea un converso. Tampoco yo le hubiera tolerado
un insulto de ese tipo a mi honra. Ambos sabemos que somos cristianos
viejos, lindos, como dicen los de la farándula —añadí tratando de
hacer una gracia para quitar hierro al asunto—. ¿Y no se imagina vuestra
merced para qué me querrá don Alonso?
—Ahora
que recuerdo, el otro día me dijo don Luis, aquel que una vez te llamó
Correas
—me
aclaró Calixto—,
que iba a haber renuevo en las Secretas; puede que sea por ese motivo,
pero yo no sé nada en firme.
Tanto Calixto como don
Ferrando, aunque decían no saber nada, estaban insinuando que me iban a
nombrar Alcaide de las Cárceles Secretas²:
un gran honor, sin duda, en sustitución del actual titular, don Luis de
Castrejana, hombre ya mayor para estos menesteres, que andaba achacoso y
con la salud desmejorada, confirmándose la mala impresión que me causó
su aspecto cuando le vi por primera vez en las mazmorras antes de partir
para Estella.
De nuevo salía a relucir el famoso
Malleus Maleficarum de mis pecados.
—Por eso quería saber si vuestra merced
entendía los latines —señaló Calixto—: para que se vaya leyendo el libro
de los Inquisidores y autoridades del Oficio.
Sentado en el poyo de piedra que había
junto a la entrada, me vinieron a las mientes aquellas palabras
proféticas de don Cosme que siendo niño me decía:
—Aprende, gozquezuelo; estudia, no
quieras ser un asno como tus amigos, que sin estudios no llegarás a ser
hombre de provecho y el latín es la piedra angular de todo conocimiento;
quienquiera que se precie de ser caballero honrado tiene que saber
latín; y tú estás en el buen camino, jovenzuelo. Venga, traduce estos
versos...
Y vive Dios que era bien cierto todo lo
que me decía el dómine en aquellos días adolescentes, ahora lo
comprendo. A veces añadía sentencioso blandiendo las Catilinarias
que tenía en la mano:
—Porque has de tener en cuenta, amigo
Pedro, que ars longa, vita brevis, ¿comprendes?
Yo le respondía en una compungida
confusión:
—No
señor; no entiendo nada.
—Bueno,
pues es igual: traduce.
De vuelta a casa se me fue caldeando el
corazón. Cuando llegué, encontré a mi mujer trajinando en el corral con
las gallinas.
—Oye,
Catalina, ¿quieres oír una buena nueva de verdad?
—le
dije nada más verla.
Ella se volvió hacia mí sosteniendo media
docena de huevos en las manos que acababa de recoger en los nidales.
—¿Qué?
¿Otra sorpresa? ¿No será que vas a dejar el oficio?
—No,
mujer. Pierde ya ese temor. Escúchame bien: me ha dicho el secretario
del inquisidor que me van a nombrar Alcaide de las...
Catalina no me dejó terminar la frase;
soltó los huevos que tenía en las manos y comenzó a dar saltos de
alegría haciendo una tortilla en el duro suelo: media docena de huevos
bien valía la pena ser pisoteada a cambio de tan excelente noticia.
Enseguida empezó a hacer planes de
potentada imaginando cosas tales como que deberíamos comprar una casa
nueva, que había que buscar criados, tener caballerizas, mozos de
cuadra..., y todo lo propio de un hidalgo, honra a la que sería
inmediatamente elevado por los honorables de la ciudad; ella usaría
finas telas de Holanda, terciopelos y tafetanes..., nada de sayas o
ropas plebeyas, porque pensaba que habíamos pasado de villanos a
hidalgos en un santiamén por virtud y gracia del Santo Oficio, y que
debíamos mantener el decoro que nos correspondía como nuevos ricos.
—¡Viva
la Inquisición! —se
puso a gritar como una loca dando unas voces que se oían a dos tiros de
arcabuz.
La verdad es que no era para tanto, pero
la pobre también tenía derecho a soñar pensando que iba a salir
definitivamente de la pobreza. Yo me reía para mis adentros al ver
cómo le brillaban los ojillos mientras hablaba y hablaba sin parar...;
luego dije para mi coleto: «Mudanzas de la fortuna que, a veces, aunque
sean las menos, muda para bien».
Todos se holgaron muy mucho con mi
ascenso, y cuando se corrió la noticia por el barrio enseguida acudieron
algunos vecinos para darme los parabienes y felicitaciones
correspondientes, con lo que pronto se organizó una pequeña fiesta
frente a mi casa que se vio completada con la venida de mi suegro
Demetrio, que llegó casualmente aquel día con unos azumbres de su
cosecha, vino que pronto empezamos a trasegar con la algazara
consiguiente.
Gracias a Dios, con la noche llegó la
calma, la paz al espíritu. Mañana iba a ser un gran día.
¹
Expresión popular que se aplicaba a mujeres casquivanas o de vida alegre.
²
Las cárceles del Santo Oficio se llamaban secretas porque en ellas se
guardaban los presos acusados de actividades contra la religión de forma
casi incomunicada, a veces sin juicio y por una simple denuncia o
sospecha. Al preso que salía de ellas se le obligaba, bajo pena de
volver a la cárcel, a no revelar nada de lo que se hacía en ellas, de
esta forma se mantenía ese temor secreto hacia todo lo inquisitorial.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
6.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |