17.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 17º

Conclusiones absolutorias

Don Zacarías Covaleda, el emisario que me envió don Alonso, traía bajo el brazo un voluminoso sobre lacrado en rojo con el sello inquisitorial; cuando le recordé lo de las hogueras pasadas, el hombre me miró con cara de pasmo y, sin mediar palabra, me entregó el encargo, saludó cortésmente y se alejó murmurando. No le hizo agracia mi comentario.

Abrí el sobre no sin cierta inquietud y me encontré con el siguiente texto. 

Cautela Inquisitorial

A los Reverendísimos Señores Inquisidores de Logroño:

Encarecidamente les rogamos que atiendan  a las siguientes conclusiones habidas en este  Tribunal,  dadas por fiscales y asesores del mismo, a la vista de las condenas hechas en el Auto de Fe acaecido en esa ciudad el año de 1610.

Por esto venimos a pronunciar y pronunciamos:

Que  los señores Inquisidores procederán en todo momento según los criterios  que  ordenare la Santa Madre Iglesia, las doctrinas de sus Pastores  y lo que corresponda a  la buena fama de sus fieles.

Que en las causas de brujos que se ofrecieren de aquí en adelante inquieran y se informen bien antes de denunciar los hechos que se les achacan:  si las  muertes de criaturas y personas que los brujos confiesan haber hecho sucedieron realmente  en  aquellas  noches como dicen, no sea que previamente  estuvieran enfermos, o que hubiera algún accidente o causa  para  que  murieran  de  muerte  natural  o  violentamente.  Que para ello examinen físicos y peritos en medicina si hallaron  señales  en  los  cuerpos  u otras circunstancias para saber de qué murieron.

Item, que recaben mejor información por donde entran y salen en las casas cuando dicen acudir a sus aquelarres. Que procuren saber si van realmente a hacer los daños que dicen,  y  si  hay  alguno que no sea de ellos que  los haya visto de  día o  de  noche en sus juntas o haciendo algún maleficio.

Item, que se informen de los dueños de ganados si es verdad que murieron y cómo fue lo de las reses, y qué señales hallaron en ellas.

Item, que anoten  las devastaciones  y daños que confiesan haber hecho en los trigos, frutos y campos, si los vieron o hallaron dañados, o si en aquellos tiempos vino piedra, niebla o algún mal aire o hielo que fuese causa de la perdición de dichos campos. Si esto sucedió en invierno,  en verano, o en el tiempo en que naturalmente suelen venir estos accidentes.

Item, que los Inquisidores adviertan a los predicadores y den a entender a las gentes, que  el perderse los panes u otros daños  en los frutos nos los envía Dios por nuestros pecados y por la disposición del tiempo, como acontece en otros lugares que no hay brujos, y que es grande inconveniente imaginarse que estas cosas y otras enfermedades las hagan solamente estas personas.

Item, que los Inquisidores hagan diligencias y averiguaciones para verificar si  estas gentes se juntan solos, o si en aquellas noches que confiesan ir a los aquelarres  van con el Demonio, o se quedan en sus casas sin salir de ellas, lo que se podrá saber por personas vecinas. Y si se untan algún ungüento,  saber si es para ir corporalmente a las reuniones o es para dormirse. O qué diferencia hay entre el unto para volar e ir al aquelarre y los polvos y el agua amarilla que usan para provocar los maleficios.

Item, que cuando uno acuda a declarar de sí o de otros, se escriba puntualmente lo que dijere y le pregunten qué causa le ha movido a hacer tal declaración. Si han sido forzados, persuadidos o atemorizados y si tienen enemistad con la tal persona denunciada.

Item, que estén advertidos si lo que confesaren y testificaren los de esta secta de brujos se puede comprobar con otras personas ajenas a los cómplices, o que las hayan hecho en diferente tiempo y lugar del que dicen haber ido y estado en sus juntas y aquelarres.

Item, que las revocaciones que hicieren los reos y testigos antes o después de ser reconciliados o sentenciados se consideren  con mucha puntualidad y se ponga en los procesos, recibiéndoles con toda blandura  para  que con más libertad puedan descargar sus conciencias, sin que les estorbe el miedo que comúnmente se tiene de ser castigado por semejantes revocaciones, y que  esta orden se dé a los Comisarios del Santo Oficio para que lo cumplan y remitan al Tribunal.

Item, que en viniendo cualquier persona, hombre o mujer, de edad legítima que según derecho en los hombres es de catorce años arriba, y de doce en las mujeres, según su propia y espontánea voluntad, sin haber precedido violencia, fuerza ni temor ninguno, sea acogida con palabras de amor y caridad, mostrando señales de dolor y arrepentimiento, confesando sus errores de haber ido a aquelarres, solos o acompañados y haber hecho reverencia y acatamiento del Demonio que aparecía en signos diferentes tomándole por señor, renegando de Dios, del Bautismo y de las creencias de todo buen cristiano.

A  tales personas se les preguntará cuántos años llevan en la apostasía y si fuera de las noches que van, si han perseverado de día, despiertos, en adorar al Demonio. Y si para ir a los aquelarres se han untado o hecho actos encaminados a ir a adorar al Demonio y mantenerse en la apostasía de la fe.

A los que hicieren espontáneas confesiones, se les reconciliará sin confiscación de bienes. Y a los que confesaren no haber perseverado después de despiertos en la herejía, se les medicine las almas absolviéndolos ad cautélam, tal como se hace con los extranjeros luteranos holandeses, escoceses e ingleses que están en algunos presidios por herejes.

Item, que aquellas Justicias seglares o eclesiásticas que hubieren conocido o comenzado un proceso, se lo remitan al Santo Oficio. Y estén muy advertidos los Inquisidores, si los tales reos o testigos fueron antes atormentados  por dicha Justicia y la manera del tormento, porque si los indicios no fueran bastantes, se vea cuánta fe se puede dar a tales confesiones forzosas.

Item, que todas las testificaciones y probanzas hechas se suspendan para que,  empezando unas nuevas, no se proceda contra ninguno por las testificaciones ni se tenga por anotado en el Santo Oficio. Si sobreviene otra testificación, que se acumule a las existentes para que  juntas se voten en el tribunal, excepto cuando se suspendiere la causa.

Item, y que cuanto a las personas que murieron en las cárceles o fuera de ellas estando pendientes sus causas, que no las prosiga el Fiscal y no les conste a sus descendientes para cosas y oficios honrosos.

Item, que las personas que en el Auto de Fe de 1610 fueron relajadas al brazo secular y de los que fueron reconciliados, no se pongan los sambenitos en ningún  tiempo o lugar, ni se les confisquen los bienes y se adicionen a sus procesos estas resoluciones para que no les obste a los hijos ni descendientes para un oficio de honra o del Santo Oficio.

Item, que los Inquisidores dejen libremente actuar a la Corte de Navarra y a cualesquiera otra  Justicia  proceder  y  castigar los delitos de brujería sin  impedírselo  por  ninguna vía judicial, ni medios particulares.

Item, que a los Confesores y Curas se les dé orden por medio de los Comisarios y se les advierta  de  palabra la moderación y templanza con que han de proceder sin excederse en  ninguna cosa más de lo que va puesto en estas Instrucciones, ordenándoles lo guarden  con toda  puntualidad. Que no prohíban la comunión de los Sacramentos a los que estuvieren anotados en esta secta de brujería hasta que por el Santo Oficio se mande otra cosa.

Item, que de todas las Cartas e Instrucciones del Santo Oficio se saque copia y cuaderno continuado para que así junto se halle a mano y estén advertidos para los casos que se ofrecieren en adelante.

Dado en Madrid, a 29 de Agosto de 1614

Quedaba claro como la luz del día que en el Santo Tribunal había prevalecido el criterio de don Alonso de Salazar por encima del de los indomables, el de los puros: «fomentar la moderación y templanza con que se ha de proceder sin excederse en ninguna cosa…», decía textualmente el escrito. Y éstas —lo recuerdo muy bien— eran palabras tomadas del informe que redactara don Alonso años atrás en su estancia por los valles navarros.

En los mentideros de la ciudad no se hablaba de otra cosa.

Me faltó tiempo para ir a darle las gracias en nombre de mis ayudantes y en el mío propio por el éxito de su gestión y por su empeño en favorecer a los más desgraciados. Llamé discretamente con los nudillos en la imponente puerta acuartelada de estilo castellano que daba acceso a los aposentos del inquisidor y me salió a recibir don Lope, su secretario.

—¡Don Pedro, a la paz de Dios! — me saludó, sorprendido.

Me destoqué con  gran aparato de plumas y chapeo:

—Querría ver a don Alonso, si no es mucha molestia, don Lope.

—¿Tiene vuestra merced concertada audiencia? —me preguntó, ceremonioso.

—No señor, es una simple cuestión de cortesía en esta ocasión.

—Pase señor Alcaide, le anunciaré a su reverencia.

Cuando entré en las habitaciones del palacio inquisitorial—paredes blancas de una sobriedad extrema decoradas con una simple cruz de palo, una estampa de la Virgen de Valvanera alumbrada por una sencilla lámpara de aceite, un óleo que representaba el martirio de San Lorenzo, un bargueño de roble que hacía las veces de librería, gran mesa atestada de papeles y documentos, recado de escribir con profusión de plumas y tinteros, luminarias, etcétera—, me acogió el inquisidor con la paternal sonrisa del hombre de bien, del que se consideraba a sí mismo «servus servorum Dei», como rezaba el lema del escudo que había hecho pintar en el dintel de su puerta.

—No he hecho más que lo que tenía que hacer —fue su sencilla respuesta al tratar de encomiarle su labor en el asunto de los brujos.

—De lo que todos estamos muy agradecidos, don Alonso, especialmente los condenados.

—De ahora en adelante todo será mucho más sencillo —me dijo como conclusión del saludo—, su merced habrá de comprobarlo. 

El revuelo que se produjo en las cárceles a resultas de la Cautela Inquisitorial no es para descrito: se daba por hecho que los condenados iban a ser perdonados en su totalidad y liberados de sus penas.

«Por fin nuestras ropas van a dejar de oler a chamusquina», le comenté de nuevo a don Zacarías cuando me lo tropecé al salir del palacio inquisitorial recordando una frase de mi viejo amigo Calixto con ocasión de una quema de herejes que tuvo lugar en Calahorra años atrás; por cierto, el pobre Verrugo acababa de fallecer llevado de la peste que tornaba a dejarse notar en nuestras tierras. La muerte de Calixto era algo que me tocaba muy de cerca, y es que en aquellos días menguados cualquier muerte resultaba ser algo tan vivo —¡qué ironía!—, tan real, que difícilmente podías zafarte de ella. 

Tan pronto como don Alonso estuvo de vuelta de la corte —viaje que realizó a instancias de don Bernardo de Sandoval y Rojas para aclarar ciertos extremos que parecían poco claros en su informe—, me hizo llegar una nota de su puño y letra con las oportunas observaciones y el comunicado oficial del perdón, papel que esperaba tener desde hacía tiempo para liberar a los presos  sobrevivientes del Auto de Fe, junto con otros varios que aguardaban juicio acusados de quiromantes, de forma que los unos salieran de inmediato a la calle y los otros fueran perdonados sin más considerandos.

Tomé el pliego que venía lacrado con los sellos del inquisidor y comencé a leerlo despacio para no perderme ni la más pequeña tilde.

Al Señor Alcaide de las Cárceles Secretas:

 Por el poder que me otorga la Suprema Inquisición, declaro nulas y sin ningún efecto las condenas publicadas con motivo del Auto de Fe del 7 de noviembre de 1610.

Procédase, de acuerdo con la Cautela Inquisitorial,  a liberar a los presos, levantar las penas y quitar los sambenitos que a ellas se debieren, y restitúyanse los bienes y haberes requisados como causa de las mismas. Y no se ponga impedimento alguno a los penados o a sus descendientes para ejercer oficio de honor, ni se considere excomulgado a ninguno de ellos.

Y en los pueblos cuyos miembros se vieron afectados por dicha condena, cualesquiera fueran sus causas, no se cuelguen nombres ni señales en las iglesias. Antes bien, restitúyanseles los honores perdidos, los bienes y la fama.

En Logroño a 30 de Septiembre de 1614.

  Don Alonso de Salazar y Frías, Inquisidor.

 

 Sentí una inmensa alegría al acabar de leerlo. Ya tardaba cuatro años en llegar a mis manos un papel como éste y casi desesperaba de que lo vieran mis ojos. El que yo fuera alcaide de las secretas no significaba que careciera de buenos sentimientos hacia los presos, máxime que con alguno de ellos —véase los de Zugarramurdi— me ataba una cierta obligación moral.  A veces, en la calma de las tardes de otoño dialogaba con los supervivientes:

—¿Cómo  es  posible que las personas vuelen, tal como afirman ustedes? —les preguntaba con intención averiguar la verdad— ¿acaso son pájaros? Los espíritus ciertamente  lo pueden hacer por carecer de materia, pero ustedes..., dudo mucho que  sean capaces de levantar del suelo diez arrobas de carne sin mayor esfuerzo; vamos, que la cosa se  me  antoja  harto difícil...

Ellos me escuchaban en silencio y reían para sus adentros.

Aquella misma mañana mandé llamar a los alguaciles y guardianes para informarles sobre la nueva suerte de los presos, porque la mismísima Inquisición había reconociendo oficialmente que se había equivocado condenando a aquellas personas mal llamadas brujas,  y que era llegado el tiempo del perdón, de quemar los sambenitos —«las túnicas de la vergüenza», como las llamaba la gente— horros de carne inocente como la que ya había ardido por culpa del fanatismo. De ahora en adelante, el trato con ellos había de ser exquisito encaminado a resarcir en lo posible el daño hecho; y que de inmediato iban a ser puestas en libertad de manera que debían ser considerados ciudadanos libres. Cuando acabé el breve discurso que improvisé allí mismo, uno de los alguaciles me preguntó:

—¿Y qué pasa con los muertos, señor Alcaide?  —era Sebastián, mi amigo, que se hacía eco de lo que rondaba por la mente de todos.

Le respondí con sinceridad:

—Eso mismo me pregunté yo cuatro años atrás cuando sospeché este final, justo en el momento en que don Alonso pidió que se revisara el proceso porque tenía la sospecha fundada de que se había obrado sin piedad.

—Malhaya la hora —exclamó.

Se produjo un profundo silencio entre los hombres. Luego añadí:

—Por lo que respecta a los muertos, no está en nuestras manos el devolverles a la vida: dejémosles que descansen en paz, pero ocupémonos con diligencia de los vivos, que son los que más nos necesitan ahora.

—Ciertamente —me respondió resignado—, ¿por dónde empezamos?

—Disponga lo que sea menester, señor Alcaide —añadió uno de los alguaciles presentes, Ignacio Zárraga, mozo  vasco venido de tierras de Ayala, hombre voluntarioso y de buen ver.

Como primera medida ordené que trajeran a los presos al patio de penados para notificarles  la grata nueva;  luego, todo sería según lo que acordaran los inquisidores.

Se dispersaron por las mazmorras los alguaciles y carceleros;  al cabo de un rato allí estaba la docena de condenados que seguían con vida; muchos de sus compañeros habían fallecido en tan larga espera y otros, que tenían penas más leves, habían sido puestos en libertad con el sambenito a las espaldas tras haber cumplido toda o buena parte de la condena.

Cuando salieron a la luz del patio andaban desorientados, temerosos, como gallinas en corral ajeno. Enseguida notaron que algo raro pasaba pues los guardianes eran más amables que de costumbre, que no les insultaban, ni llevaban a empellones; que había cesado la rudeza acostumbrada y se respiraba un aire nuevo;  tal vez hubiera muerto el rey o concedido una amnistía con la llegada del nuevo heredero, vete tú a saber, aunque no se habían oído en la ciudad los cañonazos y las salvas de ordenanza...

Formaron un grupo expectante, ansiosos por saber en qué paraba todo aquello. Se murmuraba que iba a haber un perdón general, pero ignoraban el cómo, el cuándo, ni en qué circunstancias se iba a dar. Me miraban con ojos atónitos pendientes de mis palabras, observando con inquietud el pliego que tenía en las manos; les saludé cortésmente y cuando todos estuvieron calmados, allí mismo sin más preámbulos empecé a leer las disposiciones del tribunal y las anotaciones que sobre cada uno de ellos venían  acompañando al oficio que don Alonso me había hecho llegar, para que quedara constancia de lo que correspondía a cada cual,  que se les había notificado públicamente el perdón de sus penas y que ellos aceptaban de buen grado.

En circunstancias similares, solía ser un señor inquisidor quien atendía a los penados en la sala del tribunal y allí, con toda solemnidad y plagado de invocaciones se comunicaba a los presos la conmutación de su pena por la libertad y circunstancias anejas para que comprendieran la benignidad y magnificencia de la Santa Inquisición; pero en este caso, por tratarse de la secta de los brujos y porque se refería a la rectificación de un cúmulo de errores del propio tribunal,  prefirió el inquisidor mayor que fuera yo quien lo hiciera, de tapadillo, sin ningún protocolo oficial aunque con carácter público, es decir: ante los guardianes, los presos y la soledad de los muros de la cárcel.

Empecé a leer: 

RESOLUCIÓN DE LAS PENAS:

Habida cuenta de la revisión de las sentencias y el consiguiente perdón de las penas, quedan como siguen los condenados:

A María de Jauretegia, que fue condenada por ser testigo principal y delatora de los otros brujos,  se le perdona la confiscación de bienes, el sambenito y un año de exilio a Urdax.

—Supongo que habrá vuelto a Zugarramurdi, su pueblo, por haber cumplido ya  el plazo, —traté de explicar.

Se oyeron algunas protestas mal amortiguadas aludiendo a lo tardío del remedio en este caso, como en otros muchos que ellos conocían perfectamente por tratarse de parientes o amigos; protestar era lo único que podía hacer aquel grupo de desesperados.

A Juana de Telletxea, que fue condenada a un año de cárcel ya cumplido, se le descarga de toda culpa y se le quita el sambenito.

Se repitió la salmodia de protestas y murmullos mezclados con  gestos de resignación. Intenté de nuevo que se tranquilizaran:

—Ya saben vuestras mercedes lo que dice el refrán: «Nunca es tarde si la dicha es buena...»

—Es que la dicha no es buena, señor Alcaide —gritó alguien del grupo.

Seguí con el escrito simulando no haber oído las quejas:

 Juan de Goiburu queda perdonado de la cárcel perpetua, siendo de igual suerte Juan de Sansín pues ambos tenían  culpas y cargos similares.

—¡Vive Dios que al fin se nos ha hecho justicia! —exclamó este último sin poder contenerse levantando los puños al cielo, al tiempo que le apoyaba  su primo Juan de Goiburu que hasta ahora había andado algo retraído.

Proseguí con la lectura:

Las presas María Presona, María Chipía y María de Etxegui, las tres quedan libres de la cárcel perpetua a que fueron condenadas y de la obligación de llevar el sambenito allá donde fueren. Además, se les restituyen los bienes incautados.

—¡No somos brujas, sabedlo bien:  no somos brujas! —gritaba como una posesa María Chipía alzando los brazos y la voz.

—¿Bienes? Nosotras no tenemos bien alguno... ¿Qué bienes puede tener una vieja como yo, sola en este mundo, que me ganaba la vida en el monte?—protestó María Presona, soltera y de más de setenta años cuya  hermana, Mari Juanto, también presa y acusada de bruja,  había muerto en la cárcel en agosto de 1610 cuando sobrevino la gran peste que diezmó la población. 

—¡Déjenme acabar, voto a Cristo! —tuve que interrumpir sus protestas de forma violenta.

—No se altere, señor Alcaide —sugirió María Chipía con gesto de aquiescencia, mujer de palabra fácil y ocurrencias graciosas—, no se altere vuestra merced, que harto alterados estamos nosotros.

A un gesto mío enmudecieron.

Juan de Lambert, se le perdona el destierro perpetuo. A Beltrana Fargue se le perdonan los  meses de cárcel que le quedan por cumplir.

—Beltrana —me dirigí a ella con especial atención— merece particular miramiento porque estuvo a punto de morir con ocasión de la última peste, como sucedió con sus compañeras de celda, de cuyas resultas ha quedado mal parada y achacosa; espero que viva muchos años para que pueda celebrarlo.

—Y vuestra merced que lo vea, señor Alcaide —dijo la aludida con resignación—. ¡Ay, no sé dónde daré con mis huesos baldados! ­—se le escapó un lamento.

A Juan de Iribarren le queda perdonado el destierro y el año de cárcel ya cumplido.

—Por esto mismo puede volver a Zugarramurdi si es su deseo —añadí.

A los clérigos: fray Pedro de Arburu y don Juan de la Borda, también se les perdonan los diez años de destierro a que estaban condenados en los monasterios riojanos y se les devuelven los honores y dignidades eclesiásticas perdidas sin ningún tipo de restricción para ocupar cargos dentro de la Iglesia.

—Quiero decir —aclaré— que la honra se vuelve a todos indistintamente: a ellos, a familiares y demás parientes afectados por la excomunión, de manera que pueden portar armas los hombres, las mujeres pueden llevar adornos, vestidos de colores y ponerse afeites si es de su gusto…

—¿Afeites nosotras?, —interrumpió una de las reclusas—. ¿Cómo podremos llevar vestidos de colores y dijes con setenta años a las espaldas?

Se oyeron risas apagadas entre los presos.

—Ya. También pueden montar a caballo —añadí con sorna—, entrar en las iglesias, recibir los sacramentos, ser enterrados en tierra santa y ejercer oficios de honra, como ser alcaide, por ejemplo…

Estallaron las risas. Se caldeaba el ambiente.

—Dios nos libre de esta u otra alcaldía —comentó Juan de Sansín, que parecía ser el más entero del grupo—, que como dice el refrán: «El gato escaldado, del agua fría huye...»

—¡Cuánto más de la Inquisición! —añadí siguiendo la broma.

Y andaba muy puesto en razón lo que decía el hombre. A pesar de que habían pasado tan sólo cuatro años desde aquellos infaustos días del Auto de Fe, algunos de ellos habían envejecido notablemente semejando ancianos decrépitos como consecuencia de la desesperación y el abandono en que habían vivido. Pero a medida que fueron aceptando su nueva condición, me di cuenta de que les volvía la alegría a la mirada hasta entonces apagada y turbia.

Acabada la lectura todo quedó como en suspenso; el grupo seguía allí, mirándose los unos a los otros como no creyéndose del todo lo que estaba pasando; las  mujeres se  abrazaron y lloraban en silencio. Mandé a los carceleros que se retiraran discretamente y que les dejaran a solas; después les acompañarían a recoger sus pertenencias y preparar el viaje de vuelta a sus hogares. Les hice pasar a la sala de guardia contigua al patio para que tomaran una colación que había preparado y pudieran reponer fuerzas en espera de que llegara don Alonso, al que aguardábamos a media mañana.

Cuando se vieron solos y libres, algunos cayeron en una especie de letargo después de reír como posesos; otros se arrodillaron y empezaron a dar grandes gritos diciendo: «¡Al fin se nos ha hecho justicia! ¡Nosotros no somos amigos de los sapos ni comemos a muertos, maldita sea! ¡No somos brujos!»

Los hubo que no reaccionaron pues habían sido tan humillados y tenían tan anulada su voluntad, que ya no eran capaces de reaccionar ante las emociones; a pesar de todo, les quedaba un resquicio para la esperanza en ese corazón que todos daban ya por muerto y enterrado.

Dejé que hablaran largamente entre ellos mientras devoraban unos torreznos y unos trozos de lardo regados con buen vino de mis bodegas que había mandado servir; yo les acompañaba discretamente para que se sintieran protegidos, y fue cuando uno de ellos me juró por todos los santos del cielo que ni eran brujos, ni maldita la hora en que alguien les había acusado de serlo. En buena parte culpaban a don Juan del Valle Alvarado por haber dado oídos a habladurías de mujeres sin escrúpulos.

Porque todo empezó con la locura de la malvada María de Ximildegui que, ella sí, había sido bruja en Francia y seguía siéndolo cuando volvió al pueblo después de su falsa conversión que la llevó a denunciar a sus vecinas; esto dio pie a que el abad del monasterio de Urdax, fray León de Araníbar,  desencadenara una descabellada caza de brujas apresando a la mitad del vecindario y castigando a la otra mitad; el odio de la gente hacia la Ximildegui fue tan grande que le resultó imposible el seguir viviendo en el pueblo, y acabó sus días ahorcándose en la soledad de una cueva de las muchas que por allí abundan; la gente atribuyó el suicidio de la moza a la desesperación que sentía por la infamia vertida contra sus parroquianos; en realidad, ellos no eran más que simples pastores,  labriegos, aldeanos que andaban la mayoría de los días por los montes con su ganado, haciendo carbón o cuidando la hacienda,  ajenos por completo a las componendas de la brujería. El hecho de que algunos vivieran en cabañas, lejos de los pueblos,  provocó que se imaginaran  cosas  extrañas sobre  su vida y milagros.

—Que éramos inocentes, bien lo sabía Dios.

—Brujas en Zugarramurdi, que yo sepa, nunca ha habido —así de rotundo se explicó Juan de Goiburu—; patrañas, muchas.

Al verlos allí, sumisos, agradecidos, fue cuando abrí los ojos definitivamente y empecé a aborrecer de veras mi profesión de carcelero, de alcaide, y de todo lo relacionado con este oficio, aunque ya era demasiado tarde para ello porque mis días estaban contados, próximo a ser visitado por la Parca.

Una de las mujeres se echó a mis pies dándome las gracias a grandes voces, cosa que me conmovió sobre manera; traté de ser respetuoso con  sus sentimientos:

—No, no; se equivocan vuestras mercedes —les dije —.  Yo no tengo nada que ver con todo esto, ha sido don Alonso el que ha conseguido vuestro perdón. Por cierto, espero que venga de un momento a otro. A él se deben dar las gracias...

—¿Van a venir también los otros inquisidores? —me  preguntó alarmada María de Etxegui.

—No, no —traté de tranquilizarles—, solamente don Alonso de Salazar, el que os ha logrado el perdón.

Juan de Goiburu, añadió:

—¡Lástima que no tenga vuacé un txistu para tocar un aurresku en honor del señor Inquisidor cuando venga!

Me hizo gracia la sugerencia del preso porque realmente era increíble que hubiera podido cambiar tan pronto de humor:

—¡Eso sí que sería un gran honor! —le respondí.

Y todos  rieron con ganas mientras comían con ferocidad los torreznos y el pan que se les había servido. Luego me dijo el hombre con voz templada:

—¡Pues permítanos cantar un zortziko, así,  a pelo, que alguno sabemos! —se levantó una pequeña algarabía de voces entre ellos que se podían oír al otro lado del patio.

—No, por Dios. Ténganse vuestras mercedes y coman, que les queda un largo camino hasta Zugarramurdi. Mientras tanto, les daremos vestidos y  calzados nuevos...

—Volveremos como grandes damas de la corte —decía María Chipía haciendo alarde de su buen humor.

—Y no como barraganas del señor obispo… —añadió una tercera entre risotadas.

—¡Bendito sea Dios, lo que hay que oír! —se santiguaron los dos religiosos que habían callado hasta este momento.

Hubo risas y gestos irreverentes hacia ellos por parte de las presas.

—Lo que me gustaría de verdad es volver en carreta, como cuando vinimos —dijo la Chipía—, pero acompañados de música en lugar de soldados..., que vean todos cómo somos las mujeres del Baztán y que tornamos con mucha honra.

—Eso es, con txistus y tamboriles —completó Juan de Sansín, el que fuera acusado de ser atabalero del akelarre.

Me sentía bien entre esta gente porque se les notaba que a pesar de lo mucho que habían sufrido no parecían guardar rencor. Y se reían con la boca llena. Era gente sencilla, sana.

—Hágase como dice el atabalero... —añadí para concluir la broma—: con txistus y tamboriles.

—Así se habla, rediós —alguien exclamó para escándalo de todos.

Y siguió la fiesta.

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

17.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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