17.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 17º
Conclusiones absolutorias
Don
Zacarías Covaleda, el emisario
que me envió don Alonso, traía
bajo el brazo un voluminoso
sobre lacrado en rojo con el
sello inquisitorial; cuando le
recordé lo de las hogueras
pasadas, el hombre me miró con
cara de pasmo y, sin mediar
palabra, me entregó el encargo,
saludó cortésmente y se alejó
murmurando. No le hizo agracia
mi comentario.
Abrí el sobre no sin cierta
inquietud y me encontré con el
siguiente texto.
Cautela Inquisitorial
A
los Reverendísimos Señores
Inquisidores de Logroño:
Encarecidamente les rogamos que
atiendan a las siguientes
conclusiones habidas en este
Tribunal, dadas por fiscales y
asesores del mismo, a la vista
de las condenas hechas en el
Auto de Fe acaecido en esa
ciudad el año de 1610.
Por esto venimos a pronunciar y
pronunciamos:
Que los señores Inquisidores
procederán en todo momento según
los criterios que ordenare la
Santa Madre Iglesia, las
doctrinas de sus Pastores y lo
que corresponda a la buena fama
de sus fieles.
Que en las causas de brujos que
se ofrecieren de aquí en
adelante inquieran y se informen
bien antes de denunciar los
hechos que se les achacan: si
las muertes de criaturas y
personas que los brujos
confiesan haber hecho sucedieron
realmente en aquellas noches
como dicen, no sea que
previamente estuvieran
enfermos, o que hubiera algún
accidente o causa para que
murieran de muerte natural
o violentamente. Que para ello
examinen físicos y peritos en
medicina si hallaron señales
en los cuerpos u otras
circunstancias para saber de qué
murieron.
Item, que recaben mejor
información por donde entran y
salen en las casas cuando dicen
acudir a sus aquelarres. Que
procuren saber si van realmente
a hacer los daños que dicen, y
si hay alguno que no sea de
ellos que los haya visto de
día o de noche en sus juntas o
haciendo algún maleficio.
Item, que se informen de los
dueños de ganados si es verdad
que murieron y cómo fue lo de
las reses, y qué señales
hallaron en ellas.
Item, que anoten las
devastaciones y daños que
confiesan haber hecho en los
trigos, frutos y campos, si los
vieron o hallaron dañados, o si
en aquellos tiempos vino piedra,
niebla o algún mal aire o hielo
que fuese causa de la perdición
de dichos campos. Si esto
sucedió en invierno, en verano,
o en el tiempo en que
naturalmente suelen venir estos
accidentes.
Item, que los Inquisidores
adviertan a los predicadores y
den a entender a las gentes,
que el perderse los panes u
otros daños en los frutos nos
los envía Dios por nuestros
pecados y por la disposición del
tiempo, como acontece en otros
lugares que no hay brujos, y que
es grande inconveniente
imaginarse que estas cosas y
otras enfermedades las hagan
solamente estas personas.
Item, que los Inquisidores hagan
diligencias y averiguaciones
para verificar si estas gentes
se juntan solos, o si en
aquellas noches que confiesan ir
a los aquelarres van con el
Demonio, o se quedan en sus
casas sin salir de ellas, lo que
se podrá saber por personas
vecinas. Y si se untan algún
ungüento, saber si es para ir
corporalmente a las reuniones o
es para dormirse. O qué
diferencia hay entre el unto
para volar e ir al aquelarre y
los polvos y el agua amarilla
que usan para provocar los
maleficios.
Item, que cuando uno acuda a
declarar de sí o de otros, se
escriba puntualmente lo que
dijere y le pregunten qué causa
le ha movido a hacer tal
declaración. Si han sido
forzados, persuadidos o
atemorizados y si tienen
enemistad con la tal persona
denunciada.
Item, que estén advertidos si lo
que confesaren y testificaren
los de esta secta de brujos se
puede comprobar con otras
personas ajenas a los cómplices,
o que las hayan hecho en
diferente tiempo y lugar del que
dicen haber ido y estado en sus
juntas y aquelarres.
Item, que las revocaciones que
hicieren los reos y testigos
antes o después de ser
reconciliados o sentenciados se
consideren con mucha
puntualidad y se ponga en los
procesos, recibiéndoles con toda
blandura para que con más
libertad puedan descargar sus
conciencias, sin que les estorbe
el miedo que comúnmente se tiene
de ser castigado por semejantes
revocaciones, y que esta orden
se dé a los Comisarios del Santo
Oficio para que lo cumplan y
remitan al Tribunal.
Item, que en viniendo cualquier
persona, hombre o mujer, de edad
legítima que según derecho en
los hombres es de catorce años
arriba, y de doce en las
mujeres, según su propia y
espontánea voluntad, sin haber
precedido violencia, fuerza ni
temor ninguno, sea acogida con
palabras de amor y caridad,
mostrando señales de dolor y
arrepentimiento, confesando sus
errores de haber ido a
aquelarres, solos o acompañados
y haber hecho reverencia y
acatamiento del Demonio que
aparecía en signos diferentes
tomándole por señor, renegando
de Dios, del Bautismo y de las
creencias de todo buen
cristiano.
A tales personas se les
preguntará cuántos años llevan
en la apostasía y si fuera de
las noches que van, si han
perseverado de día, despiertos,
en adorar al Demonio. Y si para
ir a los aquelarres se han
untado o hecho actos encaminados
a ir a adorar al Demonio y
mantenerse en la apostasía de la
fe.
A
los que hicieren espontáneas
confesiones, se les reconciliará
sin confiscación de bienes. Y a
los que confesaren no haber
perseverado después de
despiertos en la herejía, se les
medicine las almas
absolviéndolos ad cautélam, tal
como se hace con los extranjeros
luteranos holandeses, escoceses
e ingleses que están en algunos
presidios por herejes.
Item, que aquellas Justicias
seglares o eclesiásticas que
hubieren conocido o comenzado un
proceso, se lo remitan al Santo
Oficio. Y estén muy advertidos
los Inquisidores, si los tales
reos o testigos fueron antes
atormentados por dicha Justicia
y la manera del tormento, porque
si los indicios no fueran
bastantes, se vea cuánta fe se
puede dar a tales confesiones
forzosas.
Item, que todas las
testificaciones y probanzas
hechas se suspendan para que,
empezando unas nuevas, no se
proceda contra ninguno por las
testificaciones ni se tenga por
anotado en el Santo Oficio. Si
sobreviene otra testificación,
que se acumule a las existentes
para que juntas se voten en el
tribunal, excepto cuando se
suspendiere la causa.
Item, y que cuanto a las
personas que murieron en las
cárceles o fuera de ellas
estando pendientes sus causas,
que no las prosiga el Fiscal y
no les conste a sus
descendientes para cosas y
oficios honrosos.
Item, que las personas que en el
Auto de Fe de 1610 fueron
relajadas al brazo secular y de
los que fueron reconciliados, no
se pongan los sambenitos en
ningún tiempo o lugar, ni se
les confisquen los bienes y se
adicionen a sus procesos estas
resoluciones para que no les
obste a los hijos ni
descendientes para un oficio de
honra o del Santo Oficio.
Item, que los Inquisidores dejen
libremente actuar a la Corte de
Navarra y a cualesquiera otra
Justicia proceder y castigar
los delitos de brujería sin
impedírselo por ninguna vía
judicial, ni medios
particulares.
Item, que a los Confesores y
Curas se les dé orden por medio
de los Comisarios y se les
advierta de palabra la
moderación y templanza con que
han de proceder sin excederse
en ninguna cosa más de lo que
va puesto en estas
Instrucciones, ordenándoles lo
guarden con toda puntualidad.
Que no prohíban la comunión de
los Sacramentos a los que
estuvieren anotados en esta
secta de brujería hasta que por
el Santo Oficio se mande otra
cosa.
Item, que de todas las Cartas e
Instrucciones del Santo Oficio
se saque copia y cuaderno
continuado para que así junto se
halle a mano y estén advertidos
para los casos que se ofrecieren
en adelante.
Dado en Madrid, a 29 de Agosto
de 1614
Quedaba claro
como la luz del día que en el
Santo Tribunal había prevalecido
el criterio de don Alonso de
Salazar por encima del de los
indomables, el de los puros:
«fomentar la moderación y
templanza con que se ha de
proceder sin excederse en
ninguna cosa…», decía
textualmente el escrito. Y éstas
—lo recuerdo muy bien— eran
palabras tomadas del informe que
redactara don Alonso años atrás
en su estancia por los valles
navarros.
En los mentideros de la ciudad
no se hablaba de otra cosa.
Me faltó tiempo para ir a darle
las gracias en nombre de mis
ayudantes y en el mío propio por
el éxito de su gestión y por su
empeño en favorecer a los más
desgraciados. Llamé
discretamente con los nudillos
en la imponente puerta
acuartelada de estilo castellano
que daba acceso a los aposentos
del inquisidor y me salió a
recibir don Lope, su secretario.
—¡Don Pedro, a la paz de Dios! —
me saludó, sorprendido.
Me destoqué con gran aparato de
plumas y chapeo:
—Querría ver a don Alonso, si no
es mucha molestia, don Lope.
—¿Tiene vuestra merced
concertada audiencia? —me
preguntó, ceremonioso.
—No señor, es una simple
cuestión de cortesía en esta
ocasión.
—Pase señor Alcaide, le
anunciaré a su reverencia.
Cuando entré en las habitaciones
del palacio
inquisitorial—paredes blancas de
una sobriedad extrema decoradas
con una simple cruz de palo, una
estampa de la Virgen de
Valvanera alumbrada por una
sencilla lámpara de aceite, un
óleo que representaba el
martirio de San Lorenzo, un
bargueño de roble que hacía las
veces de librería, gran mesa
atestada de papeles y
documentos, recado de escribir
con profusión de plumas y
tinteros, luminarias, etcétera—,
me acogió el inquisidor con la
paternal sonrisa del hombre de
bien, del que se consideraba a
sí mismo «servus servorum Dei»,
como rezaba el lema del escudo
que había hecho pintar en el
dintel de su puerta.
—No he hecho más que lo que
tenía que hacer —fue su sencilla
respuesta al tratar de
encomiarle su labor en el asunto
de los brujos.
—De lo que todos estamos muy
agradecidos, don Alonso,
especialmente los condenados.
—De ahora en adelante todo será
mucho más sencillo —me dijo como
conclusión del saludo—, su
merced habrá de comprobarlo.
El revuelo que se produjo en las
cárceles a resultas de la
Cautela Inquisitorial no es
para descrito: se daba por hecho
que los condenados iban a ser
perdonados en su totalidad y
liberados de sus penas.
«Por fin nuestras ropas van a
dejar de oler a chamusquina», le
comenté de nuevo a don Zacarías
cuando me lo tropecé al salir
del palacio inquisitorial
recordando una frase de mi viejo
amigo Calixto con ocasión de una
quema de herejes que tuvo lugar
en Calahorra años atrás; por
cierto, el pobre Verrugo
acababa de fallecer llevado de
la peste que tornaba a dejarse
notar en nuestras tierras. La
muerte de Calixto era algo que
me tocaba muy de cerca, y es que
en aquellos días menguados
cualquier muerte resultaba ser
algo tan vivo —¡qué ironía!—,
tan real, que difícilmente
podías zafarte de ella.
Tan pronto como don Alonso
estuvo de vuelta de la corte
—viaje que realizó a instancias
de don Bernardo de Sandoval y
Rojas para aclarar ciertos
extremos que parecían poco
claros en su informe—, me hizo
llegar una nota de su puño y
letra con las oportunas
observaciones y el comunicado
oficial del perdón, papel que
esperaba tener desde hacía
tiempo para liberar a los
presos sobrevivientes del Auto
de Fe, junto con otros varios
que aguardaban juicio acusados
de quiromantes, de forma que los
unos salieran de inmediato a la
calle y los otros fueran
perdonados sin más
considerandos.
Tomé el pliego
que venía lacrado con los sellos
del inquisidor y comencé a
leerlo despacio para no perderme
ni la más pequeña tilde.
Al Señor Alcaide de las Cárceles
Secretas:
Por el poder que me otorga la
Suprema Inquisición, declaro
nulas y sin ningún efecto las
condenas publicadas con motivo
del Auto de Fe del 7 de
noviembre de 1610.
Procédase, de acuerdo con la
Cautela Inquisitorial, a
liberar a los presos, levantar
las penas y quitar los
sambenitos que a ellas se
debieren, y restitúyanse los
bienes y haberes requisados como
causa de las mismas. Y no se
ponga impedimento alguno a los
penados o a sus descendientes
para ejercer oficio de honor, ni
se considere excomulgado a
ninguno de ellos.
Y
en los pueblos cuyos miembros se
vieron afectados por dicha
condena, cualesquiera fueran sus
causas, no se cuelguen nombres
ni señales en las iglesias.
Antes bien, restitúyanseles los
honores perdidos, los bienes y
la fama.
En Logroño a 30 de Septiembre de
1614.
Don Alonso de Salazar y Frías,
Inquisidor.
Sentí una inmensa alegría al
acabar de leerlo. Ya tardaba
cuatro años en llegar a mis
manos un papel como éste y casi
desesperaba de que lo vieran mis
ojos. El que yo fuera alcaide de
las secretas no significaba que
careciera de buenos sentimientos
hacia los presos, máxime que con
alguno de ellos —véase los de
Zugarramurdi— me ataba una
cierta obligación moral. A
veces, en la calma de las tardes
de otoño dialogaba con los
supervivientes:
—¿Cómo es posible que las
personas vuelen, tal como
afirman ustedes? —les preguntaba
con intención averiguar la
verdad— ¿acaso son pájaros? Los
espíritus ciertamente lo pueden
hacer por carecer de materia,
pero ustedes..., dudo mucho que
sean capaces de levantar del
suelo diez arrobas de carne sin
mayor esfuerzo; vamos, que la
cosa se me antoja harto
difícil...
Ellos me escuchaban en silencio
y reían para sus adentros.
Aquella misma mañana mandé
llamar a los alguaciles y
guardianes para informarles
sobre la nueva suerte de los
presos, porque la mismísima
Inquisición había reconociendo
oficialmente que se había
equivocado condenando a aquellas
personas mal llamadas brujas, y
que era llegado el tiempo del
perdón, de quemar los sambenitos
—«las túnicas de la vergüenza»,
como las llamaba la gente—
horros de carne inocente como la
que ya había ardido por culpa
del fanatismo. De ahora en
adelante, el trato con ellos
había de ser exquisito
encaminado a resarcir en lo
posible el daño hecho; y que de
inmediato iban a ser puestas en
libertad de manera que debían
ser considerados ciudadanos
libres. Cuando acabé el breve
discurso que improvisé allí
mismo, uno de los alguaciles me
preguntó:
—¿Y qué pasa con los muertos,
señor Alcaide? —era Sebastián,
mi amigo, que se hacía eco de lo
que rondaba por la mente de
todos.
Le respondí con sinceridad:
—Eso mismo me pregunté yo cuatro
años atrás cuando sospeché este
final, justo en el momento en
que don Alonso pidió que se
revisara el proceso porque tenía
la sospecha fundada de que se
había obrado sin piedad.
—Malhaya la hora —exclamó.
Se produjo un profundo silencio
entre los hombres. Luego añadí:
—Por lo que respecta a los
muertos, no está en nuestras
manos el devolverles a la vida:
dejémosles que descansen en paz,
pero ocupémonos con diligencia
de los vivos, que son los que
más nos necesitan ahora.
—Ciertamente —me respondió
resignado—, ¿por dónde
empezamos?
—Disponga lo que sea menester,
señor Alcaide —añadió uno de los
alguaciles presentes, Ignacio
Zárraga, mozo vasco venido de
tierras de Ayala, hombre
voluntarioso y de buen ver.
Como primera medida ordené que
trajeran a los presos al patio
de penados para notificarles la
grata nueva; luego, todo sería
según lo que acordaran los
inquisidores.
Se dispersaron por las mazmorras
los alguaciles y carceleros; al
cabo de un rato allí estaba la
docena de condenados que seguían
con vida; muchos de sus
compañeros habían fallecido en
tan larga espera y otros, que
tenían penas más leves, habían
sido puestos en libertad con el
sambenito a las espaldas tras
haber cumplido toda o buena
parte de la condena.
Cuando salieron a la luz del
patio andaban desorientados,
temerosos, como gallinas en
corral ajeno. Enseguida notaron
que algo raro pasaba pues los
guardianes eran más amables que
de costumbre, que no les
insultaban, ni llevaban a
empellones; que había cesado la
rudeza acostumbrada y se
respiraba un aire nuevo; tal
vez hubiera muerto el rey o
concedido una amnistía con la
llegada del nuevo heredero, vete
tú a saber, aunque no se habían
oído en la ciudad los cañonazos
y las salvas de ordenanza...
Formaron un grupo expectante,
ansiosos por saber en qué paraba
todo aquello. Se murmuraba que
iba a haber un perdón general,
pero ignoraban el cómo, el
cuándo, ni en qué circunstancias
se iba a dar. Me miraban con
ojos atónitos pendientes de mis
palabras, observando con
inquietud el pliego que tenía en
las manos; les saludé
cortésmente y cuando todos
estuvieron calmados, allí mismo
sin más preámbulos empecé a leer
las disposiciones del tribunal y
las anotaciones que sobre cada
uno de ellos venían acompañando
al oficio que don Alonso me
había hecho llegar, para que
quedara constancia de lo que
correspondía a cada cual, que
se les había notificado
públicamente el perdón de sus
penas y que ellos aceptaban de
buen grado.
En circunstancias similares,
solía ser un señor inquisidor
quien atendía a los penados en
la sala del tribunal y allí, con
toda solemnidad y plagado de
invocaciones se comunicaba a los
presos la conmutación de su pena
por la libertad y circunstancias
anejas para que comprendieran la
benignidad y magnificencia de la
Santa Inquisición; pero en este
caso, por tratarse de la secta
de los brujos y porque se
refería a la rectificación de un
cúmulo de errores del propio
tribunal, prefirió el
inquisidor mayor que fuera yo
quien lo hiciera, de tapadillo,
sin ningún protocolo oficial
aunque con carácter público, es
decir: ante los guardianes, los
presos y la soledad de los muros
de la cárcel.
Empecé a leer:
RESOLUCIÓN DE LAS PENAS:
Habida cuenta de
la revisión de las sentencias y
el consiguiente perdón de las
penas, quedan como siguen los
condenados:
A María de
Jauretegia, que fue
condenada por ser testigo
principal y delatora de los
otros brujos, se le perdona la
confiscación de bienes, el
sambenito y un año de exilio a
Urdax.
—Supongo que habrá vuelto a
Zugarramurdi, su pueblo, por
haber cumplido ya el plazo,
—traté de explicar.
Se oyeron algunas protestas mal
amortiguadas aludiendo a lo
tardío del remedio en este caso,
como en otros muchos que ellos
conocían perfectamente por
tratarse de parientes o amigos;
protestar era lo único que podía
hacer aquel grupo de
desesperados.
A
Juana de Telletxea, que
fue condenada a un año de cárcel
ya cumplido, se le descarga de
toda culpa y se le quita el
sambenito.
Se repitió la salmodia de
protestas y murmullos mezclados
con gestos de resignación.
Intenté de nuevo que se
tranquilizaran:
—Ya saben vuestras mercedes lo
que dice el refrán: «Nunca es
tarde si la dicha es buena...»
—Es que la dicha no es buena,
señor Alcaide —gritó alguien del
grupo.
Seguí con el escrito simulando
no haber oído las quejas:
Juan de Goiburu
queda perdonado
de la cárcel perpetua, siendo de
igual suerte Juan de Sansín
pues ambos tenían culpas y
cargos similares.
—¡Vive Dios que al fin se nos ha
hecho justicia! —exclamó este
último sin poder contenerse
levantando los puños al cielo,
al tiempo que le apoyaba su
primo Juan de Goiburu que hasta
ahora había andado algo
retraído.
Proseguí con la lectura:
Las presas
María Presona, María
Chipía y María de Etxegui,
las tres quedan libres de la
cárcel perpetua a que fueron
condenadas y de la obligación de
llevar el sambenito allá donde
fueren. Además, se les
restituyen los bienes
incautados.
—¡No somos brujas, sabedlo
bien: no somos brujas! —gritaba
como una posesa María Chipía
alzando los brazos y la voz.
—¿Bienes? Nosotras no tenemos
bien alguno... ¿Qué bienes puede
tener una vieja como yo, sola en
este mundo, que me ganaba la
vida en el monte?—protestó María
Presona, soltera y de más de
setenta años cuya hermana, Mari
Juanto, también presa y acusada
de bruja, había muerto en la
cárcel en agosto de 1610 cuando
sobrevino la gran peste que
diezmó la población.
—¡Déjenme acabar, voto a Cristo!
—tuve que interrumpir sus
protestas de forma violenta.
—No se altere, señor Alcaide
—sugirió María Chipía con gesto
de aquiescencia, mujer de
palabra fácil y ocurrencias
graciosas—, no se altere vuestra
merced, que harto alterados
estamos nosotros.
A
un gesto mío enmudecieron.
A Juan de
Lambert, se le perdona el
destierro perpetuo.
A
Beltrana Fargue se le
perdonan los meses de cárcel
que le quedan por cumplir.
—Beltrana —me dirigí a ella con
especial atención— merece
particular miramiento porque
estuvo a punto de morir con
ocasión de la última peste, como
sucedió con sus compañeras de
celda, de cuyas resultas ha
quedado mal parada y achacosa;
espero que viva muchos años para
que pueda celebrarlo.
—Y vuestra merced que lo vea,
señor Alcaide —dijo la aludida
con resignación—. ¡Ay, no sé
dónde daré con mis huesos
baldados! —se le escapó un
lamento.
A
Juan de Iribarren le
queda perdonado el destierro y
el año de cárcel ya cumplido.
—Por esto mismo puede volver a
Zugarramurdi si es su deseo
—añadí.
A
los clérigos: fray Pedro de
Arburu y don Juan de la
Borda, también se les
perdonan los diez años de
destierro a que estaban
condenados en los monasterios
riojanos y se les devuelven los
honores y dignidades
eclesiásticas perdidas sin
ningún tipo de restricción para
ocupar cargos dentro de la
Iglesia.
—Quiero decir —aclaré— que la
honra se vuelve a todos
indistintamente: a ellos, a
familiares y demás parientes
afectados por la excomunión, de
manera que pueden portar armas
los hombres, las mujeres pueden
llevar adornos, vestidos de
colores y ponerse afeites si es
de su gusto…
—¿Afeites nosotras?,
—interrumpió una de las
reclusas—. ¿Cómo podremos llevar
vestidos de colores y dijes con
setenta años a las espaldas?
Se oyeron risas apagadas entre
los presos.
—Ya. También pueden montar a
caballo —añadí con sorna—,
entrar en las iglesias, recibir
los sacramentos, ser enterrados
en tierra santa y ejercer
oficios de honra, como ser
alcaide, por ejemplo…
Estallaron las risas. Se
caldeaba el ambiente.
—Dios nos libre de esta u otra
alcaldía —comentó Juan de
Sansín, que parecía ser el más
entero del grupo—, que como dice
el refrán: «El gato escaldado,
del agua fría huye...»
—¡Cuánto más de la Inquisición!
—añadí siguiendo la broma.
Y
andaba muy puesto en razón lo
que decía el hombre. A pesar de
que habían pasado tan sólo
cuatro años desde aquellos
infaustos días del Auto de Fe,
algunos de ellos habían
envejecido notablemente
semejando ancianos decrépitos
como consecuencia de la
desesperación y el abandono en
que habían vivido. Pero a medida
que fueron aceptando su nueva
condición, me di cuenta de que
les volvía la alegría a la
mirada hasta entonces apagada y
turbia.
Acabada la lectura todo quedó
como en suspenso; el grupo
seguía allí, mirándose los unos
a los otros como no creyéndose
del todo lo que estaba pasando;
las mujeres se abrazaron y
lloraban en silencio. Mandé a
los carceleros que se retiraran
discretamente y que les dejaran
a solas; después les
acompañarían a recoger sus
pertenencias y preparar el viaje
de vuelta a sus hogares. Les
hice pasar a la sala de guardia
contigua al patio para que
tomaran una colación que había
preparado y pudieran reponer
fuerzas en espera de que llegara
don Alonso, al que aguardábamos
a media mañana.
Cuando se vieron solos y libres,
algunos cayeron en una especie
de letargo después de reír como
posesos; otros se arrodillaron y
empezaron a dar grandes gritos
diciendo: «¡Al fin se nos ha
hecho justicia! ¡Nosotros no
somos amigos de los sapos ni
comemos a muertos, maldita sea!
¡No somos brujos!»
Los hubo que no reaccionaron
pues habían sido tan humillados
y tenían tan anulada su
voluntad, que ya no eran capaces
de reaccionar ante las
emociones; a pesar de todo, les
quedaba un resquicio para la
esperanza en ese corazón que
todos daban ya por muerto y
enterrado.
Dejé que hablaran
largamente entre ellos mientras
devoraban unos torreznos y unos
trozos de lardo regados con buen
vino de mis bodegas que había
mandado servir; yo les
acompañaba discretamente para
que se sintieran protegidos, y
fue cuando uno de ellos me juró
por todos los santos del cielo
que ni eran brujos, ni maldita
la hora en que alguien les había
acusado de serlo. En buena parte
culpaban a don Juan
del Valle
Alvarado
por haber dado oídos a
habladurías de mujeres sin
escrúpulos.
Porque todo empezó con la locura
de la malvada María de
Ximildegui que, ella sí, había
sido bruja en Francia y seguía
siéndolo cuando volvió al pueblo
después de su falsa conversión
que la llevó a denunciar a sus
vecinas; esto dio pie a que el
abad del monasterio de Urdax,
fray León de Araníbar,
desencadenara una descabellada
caza de brujas apresando a la
mitad del vecindario y
castigando a la otra mitad; el
odio de la gente hacia la
Ximildegui fue tan grande que le
resultó imposible el seguir
viviendo en el pueblo, y acabó
sus días ahorcándose en la
soledad de una cueva de las
muchas que por allí abundan; la
gente atribuyó el suicidio de la
moza a la desesperación que
sentía por la infamia vertida
contra sus parroquianos; en
realidad, ellos no eran más que
simples pastores, labriegos,
aldeanos que andaban la mayoría
de los días por los montes con
su ganado, haciendo carbón o
cuidando la hacienda, ajenos
por completo a las componendas
de la brujería. El hecho de que
algunos vivieran en cabañas,
lejos de los pueblos, provocó
que se imaginaran cosas
extrañas sobre su vida y
milagros.
—Que éramos inocentes, bien lo
sabía Dios.
—Brujas en Zugarramurdi, que yo
sepa, nunca ha habido —así de
rotundo se explicó Juan de
Goiburu—; patrañas, muchas.
Al verlos allí,
sumisos, agradecidos, fue cuando
abrí los ojos definitivamente y
empecé a aborrecer de veras mi
profesión de carcelero, de
alcaide, y de todo lo
relacionado con este oficio,
aunque ya era demasiado tarde
para ello porque mis días
estaban contados, próximo a ser
visitado por la Parca.
Una de las mujeres se echó a mis
pies dándome las gracias a
grandes voces, cosa que me
conmovió sobre manera; traté de
ser respetuoso con sus
sentimientos:
—No, no; se equivocan vuestras
mercedes —les dije —. Yo no
tengo nada que ver con todo
esto, ha sido don Alonso el que
ha conseguido vuestro perdón.
Por cierto, espero que venga de
un momento a otro. A él se deben
dar las gracias...
—¿Van a venir también los otros
inquisidores? —me preguntó
alarmada María de Etxegui.
—No, no —traté de
tranquilizarles—, solamente don
Alonso de Salazar, el que os ha
logrado el perdón.
Juan de Goiburu, añadió:
—¡Lástima que no tenga vuacé un
txistu para tocar un aurresku
en honor del señor
Inquisidor cuando venga!
Me hizo gracia la sugerencia del
preso porque realmente era
increíble que hubiera podido
cambiar tan pronto de humor:
—¡Eso sí que sería un gran
honor! —le respondí.
Y
todos rieron con ganas mientras
comían con ferocidad los
torreznos y el pan que se les
había servido. Luego me dijo el
hombre con voz templada:
—¡Pues permítanos cantar un
zortziko, así, a pelo, que
alguno sabemos! —se levantó una
pequeña algarabía de voces entre
ellos que se podían oír al otro
lado del patio.
—No, por Dios. Ténganse vuestras
mercedes y coman, que les queda
un largo camino hasta
Zugarramurdi. Mientras tanto,
les daremos vestidos y calzados
nuevos...
—Volveremos como grandes damas
de la corte —decía María Chipía
haciendo alarde de su buen
humor.
—Y no como barraganas del señor
obispo… —añadió una tercera
entre risotadas.
—¡Bendito sea Dios, lo que hay
que oír! —se santiguaron los dos
religiosos que habían callado
hasta este momento.
Hubo risas y gestos irreverentes
hacia ellos por parte de las
presas.
—Lo que me gustaría de verdad es
volver en carreta, como cuando
vinimos —dijo la Chipía—, pero
acompañados de música en lugar
de soldados..., que vean todos
cómo somos las mujeres del
Baztán y que tornamos con mucha
honra.
—Eso es, con
txistus y tamboriles —completó
Juan de Sansín, el que fuera
acusado de ser atabalero del
akelarre.
Me
sentía bien entre esta gente porque
se les notaba que a pesar de lo
mucho que habían sufrido no parecían
guardar rencor. Y se reían con la
boca llena. Era gente sencilla,
sana.
—Hágase como dice el atabalero...
—añadí para concluir la broma—: con
txistus y tamboriles.
—Así
se habla, rediós —alguien exclamó
para escándalo de todos.
Y
siguió la fiesta.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
17.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |