14.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 14º

Vísperas de un auto de Fe

 

La llegada del estío de 1610 tuvo el saludable efecto de atemperar la agitada máquina inquisitorial, de suspender las comparecencias  solicitadas por el tribunal para poner en firme las sentencias de los treinta y un inculpados vistos en audiencia en el mes de mayo, y emplazarlas  hasta una próxima que incluyera la docena de brujos llegados últimamente de Zugarramurdi, los restos de la visita que don Juan del Valle hiciera a aquellas tierras en el ya lejano otoño de 1609.

Ciertamente, el verano nos sirvió de excusa para que cada uno volviera a sus quehaceres domésticos, a la blanda rutina del oficio diario y a las agradecidas siestas vespertinas...

Fray Alonso Becerra nos sorprendió una buena mañana anunciando que iba a ausentarse durante un tiempo pues tenía que consultar algunos puntos de las Instrucciones con los magistrados de La Suprema en Toledo, visitar a su íntimo amigo don Juan Ramírez que ejercía de acusador en este alto tribunal ―precisamente fue fray Alonso quien ocupó el cargo de inquisidor de Logroño cuando dejó la plaza vacante― y aprovecharía para llevarles copia de los últimos procesos vistos en nuestro tribunal, lo que nos hacía suponer que no volvería de la corte hasta pasado el mes de agosto, dejando en manos de don Juan del Valle todas las responsabilidades del Santo Oficio, ya que don Alonso de Salazar también emprendía viaje con destino a Roma  llamado por el cardenal Vorobio ―se comentaba que andaba de por medio el obispado de Jaén―,  y era cosa poco probable que tornase antes del mes de octubre, así que debíamos apañarnos sin ellos en caso de que surgiera algún problema urgente.

«Esto es lo más parecido a una desbandada―pensé―: tal vez ahora sean benévolos con los presos y abran un poco la mano antes de partir».

Y parece que hubieran leído mi pensamiento, porque don Alonso de Salazar consiguió que se pusieran de acuerdo los tres inquisidores para dar suelta a los detenidos más ancianos ya  reconciliados, concediéndoles la libertad bajo sospecha, de manera que pudieran vivir en sus casas vigilados por los familiares de sus pueblos, aliviando de paso la penuria de espacio que padecíamos en las cárceles, pues era más que probable que se repitiera la llegada de la peste que solía visitarnos cada verano causando gran mortandad entre los presos más achacosos, ya que el hacinamiento y el calor favorecían la insalubridad de las celdas, siendo de todo punto imposible que pudieran sobrevivir por lo malsano del ambiente y las enfermedades que allí se daban; a pesar del acuerdo tomado, a última hora don Juan se mostró recalcitrante con los acusados de brujería y a duras penas pudimos dar suelta a una docena de ellos, pese a lo razonable de la propuesta, señalándome con hiriente ironía otra solución:

―Procure vuestra merced que lleguen vivos hasta el próximo otoño y ya hablaremos después ―aludiendo, sin duda, a un más que probable Auto de Fe por aquellas fechas.

Yo pensé con un poco de amargura: «¡Este inquisidor  es un blasfemo: cree que yo soy Dios Todopoderoso y puedo librar a la gente de la muerte!»

Mis relaciones con don Juan eran formales y distantes: «Sí, reverendísimo señor; no, reverendísimo señor; lo que mande vuestra merced...», y poco más. Pero como era público y notorio, la actividad de los tribunales decaía mucho durante estos meses ya que los miembros se dispersaban y todo quedaba como en suspenso hasta pasado San Mateo; por eso don Juan y yo poco habríamos de vernos pues cada uno volvía a su careo, ya fueran las obligaciones propias del cargo, de la hacienda particular o, simplemente,  quitarse el calor y las moscas..., que ya era bastante en aquel bochornoso mes de julio de 1610.   

Por mi parte, aproveché la calma reencontrada para poner en orden algunas cosas que tenía un tanto abandonadas y, especialmente, el estudio de las famosas Nuevas Instrucciones del inquisidor sevillano don Fernando Valdés, del que había oído los más dispares comentarios a los reverendísimos señores que, junto con el Malleus Maleficarum ―texto que oportunamente traducido había llegado a mis manos por gentileza de don Alonso de Salazar― debían ser mis dos libros de cabecera: éste para las cosas de brujería, y el otro para saber cómo conducirme cuando llegara el momento de poner en marcha un  Auto de Fe,  como me advirtiera fray Alonso Becerra, pues en ellos se contenía el complejo ritual y los pormenores del evento.

A poco de meterme en su lectura, enseguida me di cuenta de que todo era excesivamente protocolario y ceremonioso, lo que me hizo pensar que si se llevaba a la práctica tal como allí se decía, el Auto de Fe suponía una pena añadida a los reos por la tardanza en saber el castigo  que pondría fin a sus padecimientos: galeras, destierro, azotes, hoguera..., sin contar  las procesiones humillantes portando cirios en las manos, sogas al cuello y sambenitos con llamas y luciferes dibujados en los pechos y espaldas, las efigies de los muertos que precedían a sus ataúdes con los huesos, las letanías, los sermones interminables, la santa misa cantada con las profesiones de fe incluidas, las lecturas de las sentencias y ejecutorias..., «¡Por los clavos de Cristo: es imposible acabar con todo este ceremonial en una sola jornada, ni en dos!», pensé; pero no quedaba más remedio que seguirlas al pie de la letra según el ejemplo del Auto de  Valladolid, que se había llevado a cabo nada menos que en presencia de sus majestades, que desde entonces servía de modelo y norma para el resto de los tribunales inquisitoriales.

Por cierto, el Auto al que me refiero fue sonado en verdad pues estuvo presidido por Don Felipe Segundo, y en su honor ―triste honor, fuerza es decirlo―, fueron quemados treinta y dos hombres y mujeres acusados de ser herejes por afirmar cosas como que el Papa era el Anticristo, o que la hostia sagrada no era el cuerpo de Cristo porque ―decían ellos― si Jesús ya fue sacrificado en Jerusalén, con una vez bastaba y no andar sacrificándolo cada día en la misa convertido en pan y vino, y otras herejías por el estilo.

Digo que tuvo gran resonancia el Auto castellano porque  entre  los condenados había gente de muy hidalgo apellido.  Uno de ellos dicen que le dijo al rey cuando se vio ante el brasero: «¿Cómo permitís, señor, que esto ocurra con unos buenos cristianos?» Y parece ser que su majestad le contestó: «A mi propio hijo quemara si fuera tan perverso como vos»,  quedándose  toda  la plaza muda de espanto por el atrevimiento del hereje y la severidad en la respuesta del monarca. Pues esas hogueras de Valladolid encendieron otras muchas en todo el país, cuyos rescoldos llegaron hasta nosotros; si bien es verdad que los  protestantes quemados  en  la  jurisdicción de Logroño fueron casi todos  extranjeros, franceses y flamencos sobre todo, ninguno de la tierra.

Mi familia repartió los calores estivales entre Logroño y Fuenmayor, el pueblo de mi suegro Demetrio que dista de la capital poco más de dos leguas; allí solíamos pasar algunas temporadas disfrutando de la vida del campo y echando una mano en el laboreo de las viñas; en una ocasión tuve el alto honor de ser recibido en la casa solariega de los Medrano, personajes ilustres del lugar, lo que hizo que el ascendiente de mi suegro subiera notablemente entre sus parroquianos, y que desde ese día  se nos considerara en el pueblo como hidalgos,  aunque  realmente no lo fuéramos.

Estaba disfrutando, digo, de la paz del campo, lejos de los tumultos de la ciudad, cuando una mañana de agosto me llegó un recado por boca de uno de los notarios del tribunal que se había desplazado desde Logroño para buscarme:

―Señor Alcaide, de parte de don Juan del Valle, que vuelva rápidamente pues se están muriendo algunos brujos por la peste y es necesario que ponga presto remedio.

Me indignaron las prisas del inquisidor por salvar de la muerte a los presos cuando  ya se lo había advertido de que esto iba a suceder si no se aligeraban las cárceles. Entonces me vino a las mientes aquello que dije en su día: «No hay peor cosa que un inquisidor testarudo: cree que puedo hacer milagros; lo malo es que si lo creyera yo, me mandaría de inmediato a la hoguera».

Con harto disgusto de mi familia torné lo más veloz que pude a la capital, aunque mi venida ya era en vano, pues  tan sólo me dio tiempo para anotar en el Libro del Alcaide el nombre de los brujos que habían fallecido y el de los agonizantes: María de Iriarte, María de Etxalecu, Estebania de Petrisancea, Martín Vizcar, Juan de Odia, María de Zozaya y Mari Juanto, la Aguirre. Había varios muertos más hasta llegar a la veintena entre herejes, blasfemos, judaizantes y otros acusados de delitos varios, que fueron todos ellos arrojados a la fosa común, fuera del Campo Santo; a los acusados de brujería guardábamos en la huesera a expensas de lo que se decidiera hacer con ellos en el Auto de Fe: si quemarlos, enterrarlos  definitivamente, o esparcirlos por el campo.

«Es la voluntad de Dios», me dijo don Juan poniendo cara de resignación, y se quedó tan ancho. Yo, que no lo estaba tanto, mandé a los carceleros que emplearan a fondo la cal, los sahumerios  de azufre, el agua y el esparto; que quemaran las ropas y enseres de los muertos; que limpiaran los rincones más inmundos y soltaran provisionalmente  a  una  treintena más de presos, de forma que quedaran sólo los negativos, recalcitrantes y escandalosos notorios, porque así podríamos atajar la peste  de una vez por todas. Cuando fui a dar cuenta al inquisidor de todo lo dispuesto  y que las cárceles  parecían mejor aviadas, me dijo por todo consuelo:

―No se preocupe vuestra merced por los muertos; ya sabe lo que dijo aquel famoso abad, don Arnaud Amairic, enviado del Papa contra los herejes: «Matadlos a todos que Dios reconocerá a los suyos»; pues déjelo todo tal como está, y ahora vaya pensando en lo que tenga que hacer, porque es seguro que a la vuelta de los otros señores inquisidores, si Dios  no lo remedia, tendremos un Auto de Fe y buena quema; entonces se aliviarán las cárceles de verdad... Los escribanos ya están trabajando en las actas. Por lo que respecta a los presos, no se inquiete: lo importante es que todo siga en paz.

«Sí, desde luego ―pensé yo―: no hay mejor paz que la de los cementerios...»

―Por cierto ―me preguntó de pronto el inquisidor con verdadero interés―, ¿qué ha sido del brujo de Bargota y su compañera?, ¿sabe vuestra merced si siguen vivos?

Me sorprendió que se interesara de pronto por estos dos individuos que estaban olvidados de Dios y de los hombres, presos mucho antes de que llegara yo al cargo y en unas condiciones verdaderamente lamentables.

―No señor, no han muerto. Pero poco les falta...

―Me alegro, me alegro mucho ―dijo sonriente, con aquella sonrisa malvada que le torcía la boca, me saludó con una leve inclinación de cabeza y se fue.

Supongo que se alegraba de que siguieran vivos porque esperaba verlos arder en la hoguera. El brujo al que se refería don Juan era un buen hombre, navarro de nacimiento y casa blasonada, que andaba preso en las secretas y estaba medio loco. Llevaba ya un par de años allí metido cuando tomé posesión y esperaba pacientemente que un Auto de Fe acabara con sus padecimientos. Al parecer, don Juan era de la misma opinión que el pobre demente. Su compañera de viaje era una viejecita ciega, renegrida y fea, también de Navarra y condenada al fuego sin remedio.

El hombre se llamaba Juan, bachiller en Teología y antiguo estudiante de Salamanca, del que se contaba que debió frecuentar con mejor provecho las famosas cuevas salmantinas que las aulas, donde aprendió todo tipo de enredos y supercherías, así como la magia y malas artes a las que nunca renunció a pesar de ejercer como párroco en Bargota, pueblo vecino de Viana, a orillas del Ebro. Enseguida se vio envuelto en turbios asuntos y dio con sus huesos en la cárcel acusado de brujería, nigromancia y ser amante de las ciencias ocultas que le habían llevado a la locura. Prueba de ello es que mantuvo ante el tribunal afirmaciones tan jocosas como que «era una persona sin sombra porque la había perdido tiempo atrás de una forma muy extraña...» Sus reverencias le preguntaron entre risas ante tamaño despropósito:

―¿Y cómo fue eso?

Él respondió con aplomo:

―Pues muy sencillo, señores inquisidores. Resulta que un joven con aspecto extranjero y vestido con gran elegancia se vino a mí y me la quitó un buen día que yo iba camino de Logroño...

―¿Y ese joven extranjero no sería Satanás? ―le replicaron.

―Seguramente ―respondió sin pestañear.

―¡Luego, sois su discípulo!

―Nooo, jamás lo he sido y jamás lo seré.

Y el pobre hombre no supo qué añadir en su defensa; al contrario, cavó más honda la fosa de sus miserias cuando dijo que podía viajar a lomos de las nubes haciendo invocaciones tales como: «Nubes del mes de abril, llevadme hasta Madrid».

―¿Y volabais en ellas? ―le preguntaron.

―¡Claro! ¿Hay algo malo en volar?

―Desde luego que no, señor mío, para las aves, pues Dios les ha dado alas para ello, pero los  brujos lo hacen con la ayuda de diablo...

Los del tribunal ya no tuvieron que indagar más en su vida porque él mismo se aferraba a detalles tan insólitos como querer poner por testigo de estos hechos al marqués de Villena, noble descendiente del famoso don Enrique, hombre culto y entendido en magias igual que su predecesor, que dice le descubrió una buena mañana revoloteando sobre la plaza de toros de Madrid y comentó a sus vecinos: «Mirad, en esa nube vuelan Juan de Bargota y su ama», a lo que uno de los presentes exclamó: «¡Dios bendito, que no puede ser cierto semejante prodigio!», palabras que hicieron desaparecer el encanto dando con los huesos de entrambos en tierra en medio de la plaza, por lo que fueron conducidos inmediatamente a prisión de donde les sacó el propio marqués, no sin llevarse la condena de un año de sambenito.

En posteriores comparecencias fue acusado de  brujería y otros delirios; pero el hecho de que estuviera preso en las secretas de Logroño se debía a que había sido inculpado de complicidad en el asesinato de un hombre junto con su amante “la ciega de Viana”. Él seguía en sus trece de que podría salir de allí volando si tuviera la oportunidad de ver una nube... Por esta razón mi predecesor en el cargo, don Luis de Castrejana, que pecaba de crédulo, le había mandado atar a una pared y metido en el fondo de un oscuro sótano sin ventanas. Yo ordené que le aligeraran el castigo poniéndolo en un lugar común, pues con el tiempo había llegado a comprender que lo de volar era pura fantasía de su mente enferma; ahora se manifestaba como un hombre pacífico aunque desaforado y divertido. Por eso no entendía por qué don Juan se interesaba por él, por su estado de salud, por su locura.

Endrogoto, nombre de su compañera de fechorías, o sea: “la ciega de Viana”, vieja hechicera que practicaba la magia y el curanderismo era su fiel amante. Cuando le interrogó el tribunal confesó tener facultades extraordinarias tales como la de poder tornar a las gentes la juventud perdida empleando hierbas y ungüentos. Y quiso llevarlo a la práctica en el cuerpo del conde de Aguilar, miembro de la rancia hidalguía navarra, a quien redujo a chuletas con la sana intención de restituirle la vida y la juventud aunque estuviera bien muerto... Pero no le fue posible acabar el experimento porque la Inquisición la detuvo acusándola de asesinato con fines brujos. Y ya que regresarlo al mundo de los vivos ahora le resultaba imposible, pedía, al menos, que la dejaran morir en paz para ir en su compañía.  El escándalo por el asesinato de este noble navarro fue notorio en toda la región, así que el tribunal la acusó de bruja y asesina, por lo tanto cabía pensar que la hoguera le andaba muy cerca. El de Bargota había sido su cómplice en la carnicería, «de manera que ambos correrán la misma suerte», me dijo don Juan al despedirse de mí.

Con estos presos, como con el resto, no podía hacer mucho más que el evitar que murieran por la peste, de forma que cuando todo quedó más o menos en orden, más o menos en paz ―según el gusto de don Juan―, me volví al pueblo dejando al teniente de alcaide, don Lope de Barbadillo, como responsable de las mazmorras y de la salud de los presos.

Lógicamente, con mi ida a Logroño hubo una quiebra en la armonía de la casa pues nos pilló justo cuando andábamos metidos en los preparativos de la vendimia, el arreglo de las prensas, la limpieza de cubas, toneles y lagares que habíamos heredado de mi suegro Demetrio: el pobre estaba  ya muy achacoso, casi ciego y no podía trabajar las tierras; por esta misma razón había dejado de ser familiar del Santo Oficio pasando el título a mi hijo Ángel que llevaba muchos años afincado en el pueblo  y  se había hecho con viña y casa propias, siendo vecino de Fuenmayor de pleno derecho.

De todas formas, mi presencia no era imprescindible en la casa porque mi mujer se bastaba ella sola para organizar las tareas y distribuir  los jornaleros. Siempre tuvo buena maña para eso de mandar y disponer, no habiendo mozo ni viejo que se resistiera a sus órdenes. Yo en este negocio quedaba un poco al margen dejándolo todo en sus manos expertas ―no en vano era hija de vinatero―, y en las de los aparceros; de manera que yo ayudaba en lo que podía, que no era mucho, pasando los más de los ratos libres ocupado en la caza,  la lectura y el buen yantar.

Tenía muy presente el aviso de don Juan y pensé que disponía de tiempo suficiente como para tener todo listo una vez pasadas las fiestas de San Mateo, esto es: hombres y papeles, así como las maderas para la hoguera y ataúdes de los muertos para ser llevados ante el tribunal cuando llegara el momento, caso de que se les condenara en efigie o que fueran reconciliados después de muertos.

―No hay por qué precipitarse ―le dije a mi mujer―, pues para cuando quieran llegar “los Alonsos” ―refiriéndome a los inquisidores que estaban fuera de Logroño― de sus respectivos viajes ya estaremos, como quien dice, metidos en los fríos del invierno o muy cerca de ellos ¿no crees?

―Tranquilo, Pedro ―me respondió con su habitual dominio de la situación―,  que  para  entrar  en  fatigas siempre estamos a tiempo. 

Catalina era una mujer fuerte. Nada le arredraba. Por eso dispuso que nos quedáramos disfrutando de la paz del campo una quincena más:

―Ya veremos después de las fiestas  y de los primeros mostos qué se hace ―añadió―. Que no cundan las prisas.

Pasaron los días de mayor ajetreo en la vendimia como son los del lagareo, prensado y demás. La cosecha prometía ser muy buena debido a lo seco del verano que trajo unos racimos de uvas maduras y prietas, conque los mostos prometían dar unos caldos excelentes para la próxima campaña.  Y ya me imaginaba a los pregoneros voceando por las plazas de Logroño los vinos del señor alcaide: «¡Vino tempranillo de Fuenmayor, a dos reales la cántara, de los lagares del señor alcaide!»

Pero llegó el momento de regresar a la ciudad.  Enseguida las cosas tomaron su rumbo cotidiano. A partir de mediados de octubre los acontecimientos se precipitaron de una forma  irremediable:  volvieron los inquisidores peregrinos de Roma y de Toledo, y sin solución de continuidad empezó el alboroto;  pocos días después, en la plaza de Santiago, justo frente al palacio de la Inquisición, un ejército de carpinteros empezó a montar la tramoya de algo que era lo más parecido al tablado de un inmenso teatro al aire libre; lo digo por las tarimas, púlpitos,  escaleras, celdas y pasillos subterráneos que empezaron a levantarse para lo que sería el escenario del Auto de Fe según órdenes del señor Inquisidor Mayor.

Cuando tuvieron noticia de ello, los reos cayeron en un  abatimiento terrible pues veían  tan próximo  su fin que ya no les valía más que la conversión o las llamas. Y este temor hizo que algunos de ellos, sobre todo los herejes que estaban aguardando desde hacía más de un año su condena, se lo pensaran mejor y renegaran de sus errores  volviendo a  la  fe  verdadera, reconciliándose in extremis ―a la fuerza ahorcan o, por mejor decir, queman―, tal como lo había predicho malévolamente don Ferrando el secretario. No obstante, hubo un grupo de brujos negativos que mantuvieron hasta el final su inocencia sin querer  saber nada de  reconciliaciones ni penitencias,  escupiendo e insultando a los frailes y religiosos cada vez que se acercaban a ellos con la intención de confesarlos.  A alguno de éstos no me quedó más remedio que apartarlos del resto de condenados pues era materialmente  imposible  salvarlos  de la chamusquina, aunque sí de las manos de otros presos que querían degollarlos  allí mismo sin esperar al Auto de Fe ni a procedimiento oficial alguno.

A medida que los fríos y las nieblas se agarraban a las riberas del Ebro, nos iban advirtiendo de que entrábamos en el mes de noviembre. Cayeron las hojas de los castaños, se despoblaron las viñas y el cielo se volvió plomizo y gris. En los altos de Montenegro y en el Urbión ya se veían blancos penachos de nieve. Los lobos andaban desatados buscando engordar para el invierno y todo era noche en cuanto se ponía el sol.

Sus reverencias celebraron de forma protocolaria un par de sesiones para confirmar las actas de los juicios tenidos en el mes de mayo, rubricar las sentencias y cerrar las causas de los últimos brujos; y con estas firmas se abría el pórtico a las solemnes celebraciones anunciadas para los días 7 y 8 de este mes de noviembre, tal como se había ido pregonado por la ciudad y colgado en las puertas de las iglesias: habría solemne Auto de Fe.

Si seguía el ritual, el espectáculo era realmente sobrecogedor, terrible; pero visto desde dentro, me invadía un desasosiego sordo por saber en qué paraba todo aquello, cómo se engrasaba y ponía en marcha la maquinaria inquisitorial para llevar al quemadero a un puñado de brujos junto con otros desgraciados, lo que me provocaba una desazón amarga cuando los veía deambular por la cárcel como espectros,  cuerpos sin alma, diablos en forma humana...

En esto, llegó el jueves día 4 de noviembre y uno de los notarios del tribunal, don Rafael Ruypérez, me trajo copia de las actas que, según él, iban a ser leídas el próximo domingo en el Auto de Fe: se citaban en ellas a cincuenta y tres procesados entre brujos y herejes, para que dijera si había algún nombre mal escrito, o algún muerto de última hora…

―Don  Alonso me envía para que le entregue copia de las actas y diga si hay error en los nombres de los vivos que aquí se citan. Mañana volveré a por ellas.

Yo siempre  tenía  una cierta prevención  puntillosa cuando me decían “don Alonso” sin especificar de qué inquisidor se trataba:

―¿De qué don Alonso se trata? ―le pregunté al notario.

El otro me miró con sorpresa:

―¿Y qué más os da si los van a quemar a todos?

―Vuestra merced no ha respondido a mi pregunta ―le insistí.

Me miró con cierto desdén:

―¡Cuerpo de Cristo! El  inquisidor  mayor: fray Alonso, ¿quién va a ser?

Parecía tener muy mal genio el hombre aquel, y me dio en pensar que tal vez fuera pariente de don Ferrando…

En cuanto se dio media vuelta, me puse a leer los nombres. Después de repasarlos concienzudamente, me pareció ver que todo estaba correcto y los devolví por medio de mi amigo y servidor Sebastián Duáñez sin esperar a que volviera por ellos. 

Precisamente, la lectura me solía ocupar buena parte de estas  largas  tardes  otoñales; acodado en la poltrona y al amor de la lumbre, disfrutaba hojeando alguno de los libros que llegaba a mis manos, ya fueran romances antiguos o novelas recientemente publicadas, como era el caso de  la historia de El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Primera Parte, escrito por el no menos ingenioso  caballero don Miguel de Cervantes Saavedra, que mi buen amigo  don Juan de Mongastón, editor, me trajo de Zaragoza en uno de sus múltiples viajes; también acostumbraba a dar paseos a caballo por las afueras de la ciudad acompañado de algún amigo gozando de la soledad del campo; pero ahora, con la que se nos venía encima,  no había lugar para el descanso ni para lecturas amenas...

A propósito de mi amigo y vecino Juan de Mongastón, recuerdo que en 1611 publicó un relato fidedigno del  Auto de Fe al que me estoy refiriendo desde las primeras líneas de esta historia, del que ambos fuimos testigos y yo participé por razón de mi cargo, y siempre que lo releo me trae  tristes recuerdos. Es otro de los muchos documentos que guardo entre mis papeles y ahora me sirve para dar testimonio a vuestras mercedes y refrescar la memoria de los hechos que acaecieron por aquellos días.

El escrito comenzaba así:

Relato verídico del Auto de Fe que aconteció en Logroño el año de 1610

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

14.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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