«Esto es lo más
parecido a una desbandada―pensé―: tal vez ahora sean
benévolos con los presos y abran un poco la mano
antes de partir».
Y parece que hubieran
leído mi pensamiento, porque don Alonso de Salazar
consiguió que se pusieran de acuerdo los tres
inquisidores para dar suelta a los detenidos más
ancianos ya reconciliados, concediéndoles la
libertad bajo sospecha, de manera que pudieran vivir
en sus casas vigilados por los familiares de
sus pueblos, aliviando de paso la penuria de espacio
que padecíamos en las cárceles, pues era más que
probable que se repitiera la llegada de la peste que
solía visitarnos cada verano causando gran mortandad
entre los presos más achacosos, ya que el
hacinamiento y el calor favorecían la insalubridad
de las celdas, siendo de todo punto imposible que
pudieran sobrevivir por lo malsano del ambiente y
las enfermedades que allí se daban; a pesar del
acuerdo tomado, a última hora don Juan se mostró
recalcitrante con los acusados de brujería y a duras
penas pudimos dar suelta a una docena de ellos, pese
a lo razonable de la propuesta, señalándome con
hiriente ironía otra solución:
―Procure vuestra
merced que lleguen vivos hasta el próximo otoño y ya
hablaremos después ―aludiendo, sin duda, a un más
que probable Auto de Fe por aquellas fechas.
Yo pensé con un poco de amargura:
«¡Este
inquisidor es un blasfemo: cree que yo soy Dios
Todopoderoso y puedo librar a la gente de la
muerte!»
Mis relaciones con don Juan eran
formales y distantes:
«Sí,
reverendísimo señor; no, reverendísimo señor; lo que
mande vuestra merced...», y poco más. Pero como era
público y notorio, la actividad de los tribunales
decaía mucho durante estos meses ya que los miembros
se dispersaban y todo quedaba como en suspenso hasta
pasado San Mateo; por eso don Juan y yo poco
habríamos de vernos pues cada uno volvía a su careo,
ya fueran las obligaciones propias del cargo, de la
hacienda particular o, simplemente, quitarse el
calor y las moscas..., que ya era bastante en aquel
bochornoso mes de julio de 1610.
Por mi parte,
aproveché la calma reencontrada para poner en orden
algunas cosas que tenía un tanto abandonadas y,
especialmente, el estudio de las famosas Nuevas
Instrucciones del inquisidor sevillano don
Fernando Valdés, del que había oído los más dispares
comentarios a los reverendísimos señores que, junto
con el Malleus Maleficarum ―texto que
oportunamente traducido había llegado a mis manos
por gentileza de don Alonso de Salazar―
debían ser mis dos libros de cabecera: éste para las
cosas de brujería, y el otro para saber cómo
conducirme cuando llegara el momento de poner en
marcha un Auto de Fe, como me advirtiera fray
Alonso Becerra, pues en ellos se contenía el
complejo ritual y los pormenores del evento.
A poco de meterme en su lectura,
enseguida me di cuenta de que todo era excesivamente
protocolario y ceremonioso, lo que me hizo pensar
que si se llevaba a la práctica tal como allí se
decía, el Auto de Fe suponía una pena añadida a los
reos por la tardanza en saber el castigo que
pondría fin a sus padecimientos: galeras, destierro,
azotes, hoguera..., sin contar las procesiones
humillantes portando cirios en las manos, sogas al
cuello y sambenitos con llamas y luciferes dibujados
en los pechos y espaldas, las efigies de los muertos
que precedían a sus ataúdes con los huesos, las
letanías, los sermones interminables, la santa misa
cantada con las profesiones de fe incluidas, las
lecturas de las sentencias y ejecutorias...,
«¡Por
los clavos de Cristo: es imposible acabar con todo
este ceremonial en una sola jornada, ni en dos!»,
pensé; pero no quedaba más remedio que seguirlas al
pie de la letra según el ejemplo del Auto de
Valladolid, que se había llevado a cabo nada menos
que en presencia de sus majestades, que desde
entonces servía de modelo y norma para el resto de
los tribunales inquisitoriales.
Por cierto, el Auto
al que me refiero fue sonado en verdad pues estuvo
presidido por Don Felipe Segundo, y en su honor
―triste honor, fuerza es decirlo―, fueron quemados
treinta y dos hombres y mujeres acusados de ser
herejes por afirmar cosas como que el Papa era el
Anticristo, o que la hostia sagrada no era el cuerpo
de Cristo porque ―decían ellos― si Jesús ya fue
sacrificado en Jerusalén, con una vez bastaba y no
andar sacrificándolo cada día en la misa convertido
en pan y vino, y otras herejías por el estilo.
Digo que tuvo gran resonancia el Auto
castellano porque entre los condenados había gente
de muy hidalgo apellido. Uno de ellos dicen que le
dijo al rey cuando se vio ante el brasero:
«¿Cómo
permitís, señor, que esto ocurra con unos buenos
cristianos?» Y parece ser que su majestad le
contestó:
«A
mi propio hijo quemara si fuera tan perverso
como vos», quedándose toda la plaza muda de
espanto por el atrevimiento del hereje y la
severidad en la respuesta del monarca. Pues esas
hogueras de Valladolid encendieron otras muchas en
todo el país, cuyos rescoldos llegaron hasta
nosotros; si bien es verdad que los protestantes
quemados en la jurisdicción de Logroño fueron
casi todos extranjeros, franceses y flamencos sobre
todo, ninguno de la tierra.
Mi familia repartió
los calores estivales entre Logroño y Fuenmayor, el
pueblo de mi suegro Demetrio que dista de la capital
poco más de dos leguas; allí solíamos pasar algunas
temporadas disfrutando de la vida del campo y
echando una mano en el laboreo de las viñas; en una
ocasión tuve el alto honor de ser recibido en la
casa solariega de los Medrano, personajes ilustres
del lugar, lo que hizo que el ascendiente de mi
suegro subiera notablemente entre sus parroquianos,
y que desde ese día se nos considerara en el pueblo
como hidalgos, aunque realmente no lo fuéramos.
Estaba disfrutando,
digo, de la paz del campo, lejos de los tumultos de
la ciudad, cuando una mañana de agosto me llegó un
recado por boca de uno de los notarios del tribunal
que se había desplazado desde Logroño para buscarme:
―Señor Alcaide, de
parte de don Juan del Valle, que vuelva rápidamente
pues se están muriendo algunos brujos por la peste y
es necesario que ponga presto remedio.
Me indignaron las
prisas del inquisidor por salvar de la muerte a los
presos cuando ya se lo había advertido de que esto
iba a suceder si no se aligeraban las cárceles.
Entonces me vino a las mientes aquello que dije en
su día: «No hay peor cosa que un inquisidor
testarudo: cree que puedo hacer milagros; lo malo es
que si lo creyera yo, me mandaría de inmediato a la
hoguera».
Con harto disgusto de
mi familia torné lo más veloz que pude a la capital,
aunque mi venida ya era en vano, pues tan sólo me
dio tiempo para anotar en el Libro del Alcaide
el nombre de los brujos que habían fallecido y
el de los agonizantes: María de Iriarte, María de
Etxalecu, Estebania de Petrisancea, Martín Vizcar,
Juan de Odia, María de Zozaya y Mari Juanto, la
Aguirre. Había varios muertos más hasta llegar a
la veintena entre herejes, blasfemos, judaizantes y
otros acusados de delitos varios, que fueron todos
ellos arrojados a la fosa común, fuera del Campo
Santo; a los acusados de brujería guardábamos en la
huesera a expensas de lo que se decidiera hacer con
ellos en el Auto de Fe: si quemarlos, enterrarlos
definitivamente, o esparcirlos por el campo.
«Es
la voluntad de Dios», me dijo don Juan poniendo cara
de resignación, y se quedó tan ancho. Yo, que no lo
estaba tanto, mandé a los carceleros que emplearan a
fondo la cal, los sahumerios de azufre, el agua y
el esparto; que quemaran las ropas y enseres de los
muertos; que limpiaran los rincones más inmundos y
soltaran provisionalmente a una treintena más de
presos, de forma que quedaran sólo los negativos,
recalcitrantes y escandalosos notorios, porque así
podríamos atajar la peste de una vez por todas.
Cuando fui a dar cuenta al inquisidor de todo lo
dispuesto y que las cárceles parecían mejor
aviadas, me dijo por todo consuelo:
―No se preocupe vuestra merced por
los muertos; ya sabe lo que dijo aquel famoso abad,
don Arnaud Amairic, enviado del Papa contra los
herejes:
«Matadlos a todos
que
Dios reconocerá a los suyos»; pues
déjelo todo tal como está, y ahora vaya pensando en
lo que tenga que hacer, porque es seguro que a la
vuelta de los otros señores inquisidores, si Dios
no lo remedia, tendremos un Auto de Fe y buena
quema; entonces se aliviarán las cárceles de
verdad... Los escribanos ya están trabajando en las
actas. Por lo que respecta a los presos, no se
inquiete: lo importante es que todo siga en paz.
«Sí,
desde luego ―pensé yo―: no hay mejor paz que la de
los cementerios...»
―Por cierto ―me
preguntó de pronto el inquisidor con verdadero
interés―, ¿qué ha sido del brujo de Bargota y su
compañera?, ¿sabe vuestra merced si siguen vivos?
Me sorprendió que se
interesara de pronto por estos dos individuos que
estaban olvidados de Dios y de los hombres, presos
mucho antes de que llegara yo al cargo y en unas
condiciones verdaderamente lamentables.
―No señor, no han
muerto. Pero poco les falta...
―Me alegro, me alegro
mucho ―dijo sonriente, con aquella sonrisa malvada
que le torcía la boca, me saludó con una leve
inclinación de cabeza y se fue.
Supongo que se
alegraba de que siguieran vivos porque esperaba
verlos arder en la hoguera. El brujo al que se
refería don Juan era un buen hombre, navarro de
nacimiento y casa blasonada, que andaba preso en las
secretas y estaba medio loco. Llevaba ya un par de
años allí metido cuando tomé posesión y esperaba
pacientemente que un Auto de Fe acabara con sus
padecimientos. Al parecer, don Juan era de la misma
opinión que el pobre demente. Su compañera de viaje
era una viejecita ciega, renegrida y fea, también de
Navarra y condenada al fuego sin remedio.
El hombre se llamaba Juan, bachiller
en Teología y antiguo estudiante de Salamanca, del
que se contaba que debió frecuentar con mejor
provecho las famosas cuevas salmantinas que las
aulas, donde aprendió todo tipo de enredos y
supercherías, así como la magia y malas artes a las
que nunca renunció a pesar de ejercer como párroco
en Bargota, pueblo vecino de Viana, a orillas del
Ebro. Enseguida se vio envuelto en turbios asuntos y
dio con sus huesos en la cárcel acusado de brujería,
nigromancia y ser amante de las ciencias ocultas que
le habían llevado a la locura. Prueba de ello es que
mantuvo ante el tribunal afirmaciones tan jocosas
como que
«era una persona sin
sombra porque la había perdido tiempo
atrás de una forma muy extraña...» Sus reverencias
le preguntaron entre risas ante tamaño despropósito:
―¿Y cómo fue eso?
Él respondió con
aplomo:
―Pues muy sencillo,
señores inquisidores. Resulta que un joven con
aspecto extranjero y vestido con gran elegancia se
vino a mí y me la quitó un buen día que yo iba
camino de Logroño...
―¿Y ese joven
extranjero no sería Satanás? ―le replicaron.
―Seguramente
―respondió sin pestañear.
―¡Luego, sois su
discípulo!
―Nooo, jamás lo he
sido y jamás lo seré.
Y el pobre hombre no supo qué añadir
en su defensa; al contrario, cavó más honda la fosa
de sus miserias cuando dijo que podía viajar a lomos
de las nubes haciendo invocaciones tales como:
«Nubes
del mes de abril, llevadme hasta Madrid».
―¿Y volabais en
ellas? ―le preguntaron.
―¡Claro! ¿Hay algo
malo en volar?
―Desde luego que no,
señor mío, para las aves, pues Dios les ha dado alas
para ello, pero los brujos lo hacen con la ayuda de
diablo...
Los del tribunal ya no tuvieron que
indagar más en su vida porque él mismo se aferraba a
detalles tan insólitos como querer poner por testigo
de estos hechos al marqués de Villena, noble
descendiente del famoso don Enrique, hombre culto y
entendido en magias igual que su predecesor, que
dice le descubrió una buena mañana revoloteando
sobre la plaza de toros de Madrid y comentó a sus
vecinos:
«Mirad,
en esa nube vuelan Juan de Bargota y su ama», a lo
que uno de los presentes exclamó:
«¡Dios
bendito, que no puede ser cierto semejante
prodigio!», palabras que hicieron desaparecer el
encanto dando con los huesos de entrambos en tierra
en medio de la plaza, por lo que fueron conducidos
inmediatamente a prisión de donde les sacó el propio
marqués, no sin llevarse la condena de un año de
sambenito.
En posteriores
comparecencias fue acusado de brujería y otros
delirios; pero el hecho de que estuviera preso en
las secretas de Logroño se debía a que había sido
inculpado de complicidad en el asesinato de un
hombre junto con su amante “la ciega de Viana”. Él
seguía en sus trece de que podría salir de allí
volando si tuviera la oportunidad de ver una nube...
Por esta razón mi predecesor en el cargo, don Luis
de Castrejana, que pecaba de crédulo, le había
mandado atar a una pared y metido en el fondo de un
oscuro sótano sin ventanas. Yo ordené que le
aligeraran el castigo poniéndolo en un lugar común,
pues con el tiempo había llegado a comprender que lo
de volar era pura fantasía de su mente enferma;
ahora se manifestaba como un hombre pacífico aunque
desaforado y divertido. Por eso no entendía por qué
don Juan se interesaba por él, por su estado de
salud, por su locura.
Endrogoto, nombre de su compañera de
fechorías, o sea: “la ciega de Viana”, vieja
hechicera que practicaba la magia y el curanderismo
era su fiel amante. Cuando le interrogó el tribunal
confesó tener facultades extraordinarias tales como
la de poder tornar a las gentes la juventud perdida
empleando hierbas y ungüentos. Y quiso llevarlo a la
práctica en el cuerpo del conde de Aguilar, miembro
de la rancia hidalguía navarra, a quien redujo a
chuletas con la sana intención de restituirle la
vida y la juventud aunque estuviera bien muerto...
Pero no le fue posible acabar el experimento porque
la Inquisición la detuvo acusándola de asesinato con
fines brujos. Y ya que regresarlo al mundo de los
vivos ahora le resultaba imposible, pedía, al menos,
que la dejaran morir en paz para ir en su compañía.
El escándalo por el asesinato de este noble navarro
fue notorio en toda la región, así que el tribunal
la acusó de bruja y asesina, por lo tanto cabía
pensar que la hoguera le andaba muy cerca. El de
Bargota había sido su cómplice en la carnicería,
«de
manera que ambos correrán la misma suerte», me dijo
don Juan al despedirse de mí.
Con estos presos,
como con el resto, no podía hacer mucho más que el
evitar que murieran por la peste, de forma que
cuando todo quedó más o menos en orden, más o menos
en paz ―según el gusto de don Juan―, me volví al
pueblo dejando al teniente de alcaide, don Lope de
Barbadillo, como responsable de las mazmorras y de
la salud de los presos.
Lógicamente, con mi
ida a Logroño hubo una quiebra en la armonía de la
casa pues nos pilló justo cuando andábamos metidos
en los preparativos de la vendimia, el arreglo de
las prensas, la limpieza de cubas, toneles y lagares
que habíamos heredado de mi suegro Demetrio: el
pobre estaba ya muy achacoso, casi ciego y no podía
trabajar las tierras; por esta misma razón había
dejado de ser familiar del Santo Oficio
pasando el título a mi hijo Ángel que llevaba muchos
años afincado en el pueblo y se había hecho con
viña y casa propias, siendo vecino de Fuenmayor de
pleno derecho.
De todas formas, mi
presencia no era imprescindible en la casa porque mi
mujer se bastaba ella sola para organizar las tareas
y distribuir los jornaleros. Siempre tuvo buena
maña para eso de mandar y disponer, no habiendo mozo
ni viejo que se resistiera a sus órdenes. Yo en este
negocio quedaba un poco al margen dejándolo todo en
sus manos expertas ―no en vano era hija de
vinatero―, y en las de los aparceros; de manera que
yo ayudaba en lo que podía, que no era mucho,
pasando los más de los ratos libres ocupado en la
caza, la lectura y el buen yantar.
Tenía muy presente el
aviso de don Juan y pensé que disponía de tiempo
suficiente como para tener todo listo una vez
pasadas las fiestas de San Mateo, esto es: hombres y
papeles, así como las maderas para la hoguera y
ataúdes de los muertos para ser llevados ante el
tribunal cuando llegara el momento, caso de que se
les condenara en efigie o que fueran reconciliados
después de muertos.
―No hay por qué
precipitarse ―le dije a mi mujer―, pues para cuando
quieran llegar “los Alonsos” ―refiriéndome a los
inquisidores que estaban fuera de Logroño― de sus
respectivos viajes ya estaremos, como quien dice,
metidos en los fríos del invierno o muy cerca de
ellos ¿no crees?
―Tranquilo, Pedro ―me
respondió con su habitual dominio de la situación―,
que para entrar en fatigas siempre estamos a
tiempo.
Catalina era una
mujer fuerte. Nada le arredraba. Por eso dispuso que
nos quedáramos disfrutando de la paz del campo una
quincena más:
―Ya veremos después
de las fiestas y de los primeros mostos qué se hace
―añadió―. Que no cundan las prisas.
Pasaron los días de mayor ajetreo en
la vendimia como son los del lagareo, prensado y
demás. La cosecha prometía ser muy buena debido a lo
seco del verano que trajo unos racimos de uvas
maduras y prietas, conque los mostos prometían dar
unos caldos excelentes para la próxima campaña. Y
ya me imaginaba a los pregoneros voceando por las
plazas de Logroño los vinos del señor alcaide:
«¡Vino
tempranillo de Fuenmayor, a dos reales la cántara,
de los lagares del señor alcaide!»
Pero llegó el momento
de regresar a la ciudad. Enseguida las cosas
tomaron su rumbo cotidiano. A partir de mediados de
octubre los acontecimientos se precipitaron de una
forma irremediable: volvieron los inquisidores
peregrinos de Roma y de Toledo, y sin solución de
continuidad empezó el alboroto; pocos días después,
en la plaza de Santiago, justo frente al palacio de
la Inquisición, un ejército de carpinteros empezó a
montar la tramoya de algo que era lo más parecido al
tablado de un inmenso teatro al aire libre; lo digo
por las tarimas, púlpitos, escaleras, celdas y
pasillos subterráneos que empezaron a levantarse
para lo que sería el escenario del Auto de Fe según
órdenes del señor Inquisidor Mayor.
Cuando tuvieron
noticia de ello, los reos cayeron en un abatimiento
terrible pues veían tan próximo su fin que ya no
les valía más que la conversión o las llamas. Y este
temor hizo que algunos de ellos, sobre todo los
herejes que estaban aguardando desde hacía más de un
año su condena, se lo pensaran mejor y renegaran de
sus errores volviendo a la fe verdadera,
reconciliándose in extremis ―a la fuerza
ahorcan o, por mejor decir, queman―, tal como lo
había predicho malévolamente don Ferrando el
secretario. No obstante, hubo un grupo de brujos
negativos que mantuvieron hasta el final su
inocencia sin querer saber nada de
reconciliaciones ni penitencias, escupiendo e
insultando a los frailes y religiosos cada vez que
se acercaban a ellos con la intención de
confesarlos. A alguno de éstos no me quedó más
remedio que apartarlos del resto de condenados pues
era materialmente imposible salvarlos de la
chamusquina, aunque sí de las manos de otros presos
que querían degollarlos allí mismo sin esperar al
Auto de Fe ni a procedimiento oficial alguno.
A medida que los
fríos y las nieblas se agarraban a las riberas del
Ebro, nos iban advirtiendo de que entrábamos en el
mes de noviembre. Cayeron las hojas de los castaños,
se despoblaron las viñas y el cielo se volvió
plomizo y gris. En los altos de Montenegro y en el
Urbión ya se veían blancos penachos de nieve. Los
lobos andaban desatados buscando engordar para el
invierno y todo era noche en cuanto se ponía el sol.
Sus reverencias
celebraron de forma protocolaria un par de sesiones
para confirmar las actas de los juicios tenidos en
el mes de mayo, rubricar las sentencias y cerrar las
causas de los últimos brujos; y con estas firmas se
abría el pórtico a las solemnes celebraciones
anunciadas para los días 7 y 8 de este mes de
noviembre, tal como se había ido pregonado por la
ciudad y colgado en las puertas de las iglesias:
habría solemne Auto de Fe.
Si seguía el ritual,
el espectáculo era realmente sobrecogedor, terrible;
pero visto desde dentro, me invadía un desasosiego
sordo por saber en qué paraba todo aquello, cómo se
engrasaba y ponía en marcha la maquinaria
inquisitorial para llevar al quemadero a un puñado
de brujos junto con otros desgraciados, lo que me
provocaba una desazón amarga cuando los veía
deambular por la cárcel como espectros, cuerpos sin
alma, diablos en forma humana...
En esto, llegó el
jueves día 4 de noviembre y uno de los notarios del
tribunal, don Rafael Ruypérez, me trajo copia de las
actas que, según él, iban a ser leídas el próximo
domingo en el Auto de Fe: se citaban en ellas a
cincuenta y tres procesados entre brujos y herejes,
para que dijera si había algún nombre mal escrito, o
algún muerto de última hora…
―Don Alonso me envía
para que le entregue copia de las actas y diga si
hay error en los nombres de los vivos que aquí se
citan. Mañana volveré a por ellas.
Yo siempre tenía
una cierta prevención puntillosa cuando me decían
“don Alonso” sin especificar de qué inquisidor se
trataba:
―¿De qué don Alonso
se trata? ―le pregunté al notario.
El otro me miró con
sorpresa:
―¿Y qué más os da si
los van a quemar a todos?
―Vuestra merced no ha
respondido a mi pregunta ―le insistí.
Me miró con cierto
desdén:
―¡Cuerpo de Cristo!
El inquisidor mayor: fray Alonso, ¿quién va a ser?
Parecía tener muy mal
genio el hombre aquel, y me dio en pensar que tal
vez fuera pariente de don Ferrando…
En cuanto se dio media vuelta, me
puse a leer los nombres. Después de repasarlos
concienzudamente, me pareció ver que todo estaba
correcto y los devolví por medio de mi amigo y
servidor
Sebastián Duáñez sin esperar a que
volviera por ellos.
Precisamente, la
lectura me solía ocupar buena parte de estas
largas tardes otoñales; acodado en la poltrona y
al amor de la lumbre, disfrutaba hojeando alguno de
los libros que llegaba a mis manos, ya fueran
romances antiguos o novelas recientemente
publicadas, como era el caso de la historia de
El ingenioso hidalgo don Quijote de la
Mancha, Primera Parte, escrito por el no menos
ingenioso caballero don Miguel de Cervantes
Saavedra, que mi buen amigo don Juan de Mongastón,
editor, me trajo de Zaragoza en uno de sus múltiples
viajes; también acostumbraba a dar paseos a caballo
por las afueras de la ciudad acompañado de algún
amigo gozando de la soledad del campo; pero ahora,
con la que se nos venía encima, no había lugar para
el descanso ni para lecturas amenas...
A propósito de mi
amigo y vecino Juan de Mongastón, recuerdo que en
1611 publicó un relato fidedigno del Auto de Fe al
que me estoy refiriendo desde las primeras líneas de
esta historia, del que ambos fuimos testigos y yo
participé por razón de mi cargo, y siempre que lo
releo me trae tristes recuerdos. Es otro de los
muchos documentos que guardo entre mis papeles y
ahora me sirve para dar testimonio a vuestras
mercedes y refrescar la memoria de los hechos que
acaecieron por aquellos días.
El escrito comenzaba
así: