2.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 2º
De mis orígenes
A mí dicen Pedro Larrea de Ayuso apodado
el Correas, Alcaide de las Secretas, avecindado en la parroquia de
Santa María de la Redonda, calle de las Ferrerías, de la muy noble y leal
ciudad de Logroño, aunque soriano de nacimiento y cristiano viejo de
Montenegro, Tierra de Pinares.
En estos días menguados en que la peste
anda de nuevo desatada por nuestra ciudad y la muerte nos acecha en cada
esquina, trato de poner en claro estas memorias que me asaltan de aquellos
lejanos días, digo lejanos en el tiempo, que no en el recuerdo, mientras
acopio fuerzas bastantes para consolar a los que me rodean.
Yo, aunque vecino por muchos años de esta
ciudad de Logroño, procedo de las tierras altas de Urbión, lugar de mis
antepasados donde dejé casa grande de piedra, buena para soportar las
nevadas que por allí suelen suceder; sitio abundoso en caza y arroyos de
aguas claras, de truchas que acostumbran ser compañeras de ricas viandas
de jabalí, corzo y cochino negro criado con bellotas de los montes de
Viniegras.
Mi
padre, que Dios haya en su gloria, fue pastor. A fuerza de mucho trabajar,
se hizo con un hato de cabras que le sirvió de ayuda para trampear los
avatares de la vida curtiéndose como hombre de bien. Siendo mozo casó con
Cipriana, mi madre, que poco pudo aportar al matrimonio por ser hija de
pellejero, es decir: pobre, pues apenas si sacaban cuatro sueldos con las
pieles de lobos, corzos y demás presas que podían lograr en la Sierra de
Urbión en época de bonanza, pasando el resto del año casi de la caridad.
Nosotros
fuimos cinco hermanos, de los cuales tres varones y dos hembras. Yo nací
el segundo en el año de gracia de 1565, el día de San Blas, que a punto
estuvieron de nombrarme como el onomástico, pero terció mi abuelo para
que me llamara como él, y así fue: Pedro. De niños todos nos criamos
sanos y fuertes como suelen ser las gentes de esta tierra serrana. Pero
con la peste de 1580 llegó la desgracia: primero enfermó la hermana menor;
nuestra madre hizo votos a la Virgen de los Modorios de dar la hija al
convento de las descalzas si la salvaba de las fiebres; ofreció misas y
limosnas en cecinas y jamones a la iglesia para que Dios se sirviera
tenernos de su mano, pero fue otra la voluntad divina y ese mismo año
murió. Tras ella se fueron mis padres, mi hermano Rodrigo y la otra
hermana, Basilisa, todos llevados por la peste a lo largo de cuatro años,
de manera que nos quedamos solos y desamparados, aunque ya crecidos, mi
hermano mayor y yo. Hubo gran esquilma entre los vecinos, esa fue la
triste realidad, y nosotros salvamos el pellejo de milagro.
Fueron
malos tiempos los que vinieron después. Recuerdo que el invierno del 1585
fue muy duro. Las nieves se encaramaron en los picos de Urbión y Zurraquín
a primeros de noviembre siguiendo el dicho de que «para los Santos, nieve
en los altos», y no nos abandonaron hasta pasados los meses de primavera,
lo que hizo que la penuria de pastos diezmara los ganados y abortaran las
cabras primalas.
A raíz
de estos sucesos, tomé la determinación de aliviar nuestras penas
buscando otros caminos fuera del pueblo. Vendí la parte que me tocaba del
rebaño y con cuatro maravedíes en la bolsa me despedí de mi hermano
marchando a la ciudad de Logroño para probar fortuna y tratar de mejorar
mi suerte.
Aquella
buena disposición de mi familia para con la religión hizo que don Cosme
Villalobos, párroco de Montenegro, que me había cristianado, enseñado a
leer y escribir, así como algo de Latín y Gramática Castellana
-cosa que
me fue harto útil para la vida-, se acordara de nosotros y me diera un
escrito de su puño y letra para presentarlo donde fuera menester y
necesitaran un mozo sano, cristiano viejo de rancia familia, fuerte y
hábil para cualquier oficio.
Unas
veces a pie y otras en carreta de arrieros, llegué a la capital; al
principio todo me resultaba ajeno, enemigo. Con los pocos cuartos que
llevaba, pude alquilar un jergón en una posada de las afueras y dedicarme
a buscar amo a quien servir, contando con la recomendación de buen
cristiano que don Cosme había puesto en la carta.
Ya es
sabido que cuando el Diablo cierra una puerta Dios te abre una ventana, y
así fue; estando a punto de perder toda esperanza de encontrar trabajo,
con la bolsa vacía y las tripas llenas de aire, llegué a conocer en la
Plaza de los Francos a un buen hombre, vinatero, que me tomó a sus
expensas y dio empleo para trabajar en sus tierras de Fuenmayor, pueblo de
donde procedía y era propietario de varias fanegas de viñas, lugar rico
en vinos y mejores bodegas.
Allí me fui con él y de su
mano aprendí el oficio de vinatero, de cómo hacer tintos y curarlos,
labrar la viña, limpiar cubas, hacer sahumerios de azufre que evitaran el
vinagre, y cómo vender aquel líquido maravilloso que convierte en
alegría las penas, hace saltar a los cojos y cantar a los tristes. De
esta época me quedó el gusto por el buen vino hasta el día de hoy.
Con el tiempo, la buena
fortuna y el oficio aprendido, llegué a conocer una real moza,
Catalina, cuyo padre tenía una viña par de la del dueño para el que
trabajaba, que de vernos por las tierras cada mañana y cada tarde, irme
a las bodegas del vecino bajo cualquier pretexto y otras circunstancias
que me callo, hizo que de las palabras pasáramos a los amores, y de allí
a pedirle que fuera mi mujer, todo en uno. Y así fue que un día venturoso
de la primavera de 1586 nos casamos.
La familia, el primer hijo,
el trabajo en casa de mi suegro..., todo parecía irnos de maravilla.
Fueron años de bonanza y prosperidad. Ya nos veíamos en la cima de la
gloria con el nacimiento del segundo hijo, cuando la desgracia vino a
cebarse en nosotros, mejor dicho: en la hacienda de mi suegro, porque un
pedrisco le arruinó la cosecha y se vio en la absoluta necesidad de vender
sus tierras a un vecino y ponerse a trabajar con mi antiguo amo.
He de confesar que mi suegro llevó muy a mal aquello del
granizo, pues al ser familiar¹
del Santo Oficio pensó que tal vez alguna bruja se había vengado por el
celo que ponía en cumplir con su obligación de vigilante y defensor de la
fe en el pueblo, y sospechó que alguna de ellas había provocado la caída
de la piedra en sus tierras para arruinarle, maldad muy frecuente entre
los de esa abominable ralea, que no le quedó ni un maldito racimo en las
cepas.
El caso es que, y como
consecuencia de tal desgracia, tuve que empezar a buscar nuevo empleo
pues mi suegro no podía soportar las cargas de mi familia; me dijo que
mirase de encontrar algún trabajo en la Inquisición de Logroño, que como
llegara poco tiempo atrás de Calahorra, tal vez necesitaran gente; además,
que en atención a sus méritos me escucharían pues era harto conocido
entre las autoridades eclesiásticas de la comarca. «Vete y diles quién soy
-me dijo-, verás cómo te abren sus puertas...» Yo guardaba como oro en
paño aquella carta del cura de Montenegro y me vino que ni pintada la
ocasión para echar mano de ella.
En efecto, sucedió que
andaban buscando un hombre cristiano viejo, limpio y casado, que eran las
condiciones que pedían para acceder a la plaza de verdugo, que hacía poco
había quedado libre, pues uno de ellos había sido muerto de una
cuchillada en un callejón de la ciudad y todos lo achacaron a alguna
venganza oculta por razón de su oficio. Se hizo pesquisa entre los
zarracatines y jaques del lugar, pero nada se sacó en claro. El caso es
que el verdugo murió, la plaza estaba libre y yo la necesitaba más que el
comer: así que fui a por ella. Confieso que al principio me asusté lo
razonable al ver la cofradía en la que me iba a meter, pero luego pensé
que más puñaladas daba el hambre y, sin encomendarme a Dios ni al
Diablo, fui al palacio de la Inquisición a decirles: «Soy
el yerno de Demetrio, familiar de Fuenmayor, y pido la plaza de verdugo»;
luego presentaría la carta y mi disposición para ponerme a trabajar cuanto
antes, pues mi mujer estaba preñada del tercer hijo y nos encontrábamos,
como quien dice, a las puertas de la miseria.
Tal como había previsto mi
suegro, enseguida me aceptaron y ofrecieron el empleo cuando vieron que
se trataba de un familiar notable y, aunque ahora recuerde mis escrúpulos
de novicio, he de reconocer que me fue de gran ayuda para salir del
aprieto en que me hallaba. De manera que el día de San Cosme y San Damián
de 1596 tomé posesión de mi nuevo oficio, tan honrado de ello como el
señor inquisidor lo fuera del suyo, aunque con bastantes más riesgos y
muchos menos dineros.
Con los primeros cuartos que
me dieron pudimos alquilar una casucha medio hundida sita en un extremo
de la calle de las Ferrerías de esta ciudad, con la buena intención de
pasar lo más desapercibido que me fuera posible, aunque enseguida
supieron mis parroquianos quién era y a qué me dedicaba, de modo que
pronto noté cierta prevención hacia mi persona por aquello de que, como
dice el dicho, «hay que tener amigos hasta en el Infierno, cuánto más en
el Santo Oficio». Porque han de saber vuestras mercedes que esta condición
de verdugo suele ser odiada por maleantes, herejes y gentes de dudosa
reputación. Los hay que cuando me ven parece que vieran al gran turco: al
pronto comienzan a santiguarse y besar crucifijos para espantar de su
mente la visión de mi figura. Digo yo que sería por el respeto que
infundía mi persona al estar relacionado con las autoridades de la Santa
Madre Iglesia, porque más les valía andar a bien conmigo por si daban con
sus huesos ante el temible tribunal del que difícilmente se salía sin
dejar lana. Pero ¿qué podía hacer sino llevar estas cargas
como anexas a mi oficio? Como ejecutor de la ley no hacía sino cumplir con
las instrucciones que se nos daban en cada caso, de modo que castigando
los cuerpos pudiéramos llegar a la verdad, como decía un cartelón que
había a la entrada de la sala de tormento.
Mentiría si dijera que no me vino bien el empleo aquel para salir del
hambre, aunque íntimamente lo aborreciera porque me resultaba algo
infamante, y siempre aspiré a oficio mejor, máxime cuando supe la cantidad
de mentiras vergonzosas que se escondían tras las apariencias de buenos
cristianos y hombres respetuosos con que se pavoneaba alguno de sus
miembros; porque la gente les acusaba de ser crueles y de buscar no la
salvación del alma, sino los bienes de los reos, pareciendo ser cierto el
refrán aquel que decía:
«Si
el dinero del Santo Oficio sale de los condenados, cosa terrible es ésta,
vive Dios, que si no queman, no comen».
A
pesar de todo, yo traté de ser honrado y cumplidor, porque con ello me
compensaban los cuatro sueldos de paga que me daban para poder vivir de
olla podrida y calzas usadas, comprar una camisa para la Pascua y gracias,
teniendo en cuenta que casé con una mujer honrada, pero de escasa renta.
También es cierto que en el Santo Oficio a veces nos proveían de prendas
nuevas para los actos solemnes, sobre todo cuando acompañábamos a los
señores inquisidores por los pueblos de la comarca para pregonar Edictos.
Pero mi destino cambió radicalmente cuando me nombraron Alcaide de las
Cárceles Secretas, lo que me supuso un gran ascenso dentro del gremio y
ser considerado una autoridad respetable en toda la ciudad, con mejor
sueldo
-sin
llegar al de inquisidor-
y mayor miramiento que el de un simple verdugo.
Pues de esta manera que he contado a
vuestras mercedes nos avecindamos en Logroño mi familia y yo, va para
veinticinco años, que al principio fueron días de muchas privaciones y
pocas alegrías.
La vida y mi mujer diéronme siete hijos que
llenaron la casa y compensaron con sus risas las fatigas de cada día,
aunque tuvieron que soportar el estigma de ser hijos de verdugo, que en la
calle se traducía como: hideputa, lo que para ellos fue un
verdadero calvario. Pero poco a poco, con maña e industria, pude sacar a
flote tan numerosa prole dándoles un futuro mejor. Los dos mayores
tomaron los hábitos en el convento de los franciscanos, que fueron honra y
prez de mi casa por su saber y cargos que llegaron a ocupar en la Orden.
De los otros cinco, dos hembras, Marta y María casaron con sendos
vinateros de Cenicero y Laguardia formando dos familias honestas que me
dieron una buena gavilla de nietos; Ángel, el mejor dispuesto, se fue a
trabajar en las bodegas de su abuelo Demetrio que pudo, con no poco
esfuerzo, recuperar mediana hacienda; y los dos más pequeños, Cosme y
Graciano, se dieron a estudiar leyes con más pena que gloria, pues el
mundo de los estudiantes es harto inclinado a la golfería y bellaqueo,
conque después de dar tumbos por Alcalá y Salamanca, el uno se embarcó
para el Nuevo Mundo no teniendo nunca más noticias de él. El otro sentó
plaza de soldado en los Tercios de Flandes de nuestro rey Don Felipe
Tercero, que Dios guarde muchos años, y allí feneció como buen español,
luchando contra los herejes en los sitios de Breda, lo que me valió el
cobro de cien monedas de vellón que le adeudaban como soldada, cosa que
nos alivió en parte la pérdida del hijo. Vaya lo uno por lo otro y
bendito sea Dios...
Hechas estas consideraciones con el
único propósito de que vuestras mercedes tengan cabal idea de mi persona,
sepan de mis andanzas y no me juzguen con severidad, estando como estoy
con la salud quebrada por culpa de la enfermedad y presto ya para el
viaje definitivo, como dice mi admirado don Miguel de Cervantes, sólo
me resta poner mi alma en paz con Dios y esperar a que la muerte venga a
llamar a mi puerta.
¹
Los familiares eran civiles que colaboraban en las
pesquisas del Santo Oficio. Para ser familiar había que demostrar
limpieza de sangre, siendo un cargo muy codiciado; quienes lo conseguían
mandaban esculpir en las fachadas de sus casas la cruz flordelisada de los
dominicos (emblema inquisitorial), como si fuera un blasón semejante a las
cruces de las Órdenes Militares.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
2.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |