7.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 7º
De nuevo ante el tribunal
Madrugué aquella mañana más que de
costumbre; me lavé en la pila del patio como solía hacer los días
festivos, esto es: cabeza, pies y manos —“manos limpias” me había dicho
insidiosamente don Ferrando—, con la ilusión de que éste podría ser un
gran día.
De amanecida, Catalina ya me había
preparado el jubón negro con la valona blanca, planchado las calzas de
domingo, alisado los gregüescos finos y cepillado el sombrero de
cordobán con cintilla morada. Los zapatos y las hebillas brillaban como
jamás los había visto brillar; sólo me faltaba una buena toledana la
cinto, aunque todo llegaría, porque ciertamente era la primera vez que
me veía aforrado de hidalgo.
—Cuida las apariencias, buenos tiempos
—me dijo asomándose a la puerta cuando ya marchaba—, que si no, no
medrarás; sé educado: no escupas al hablar y hazlo con mesura delante de
las autoridades, que se note que vales para mandar...
—Descuida mujer —le respondí mientras me
ajustaba el herreruelo y me calaba el chapeo—, que cuidaré los modales.
Ah, y vete pensando en comprar ropas de alcaldesa...
—Bien puedes jurar que lo haré, por los
huesos de mi abuela que ya me veo de señora. Camina despacio y ve con
Dios —fue su última recomendación.
—Queda con Él.
Catalina, mujer corajuda, fiel compañera,
siempre estaba atenta a los detalles. Lo primero que hice fue ir a la
parroquia para oír la santa misa como buen cristiano y ponerme a bien
con el Altísimo, pues pensé que la ocasión lo requería, no se fueran a
torcer las cosas por culpa de Satanás y diera con mi ilusión al traste;
así que empecé haciendo confesión general con el reverendo don Julián
Encabo, canónigo penitenciario de Santa María de la Redonda que, desde
que supo que yo trabajaba para el Santo Oficio, siempre me trató con
deferencia y dio buenos consejos.
—Os
noto algo cambiado esta mañana
—me
dijo irónicamente al encontrarnos en el atrio de la iglesia.
—Será
el hábito con que me han disfrazado
—le
seguí la broma.
—Yo diría que os espera
alguien
importante, ¿me equivoco?
—Pudiera ser…
—No digáis más: el inquisidor.
«Voto a Cristo —pensé—, a este cura no se
le escapa una».
Acabada la misa me fui directamente al palacio de la plaza de Santiago
que quedaba a unas manzanas de la parroquia. Era éste un sólido edificio
de piedra labrada con amplia escalinata guardada por hombres de armas.
Tenía en la fachada un amplio portalón que daba acceso a un patio
interior espacioso, porticado, con una fuente cantarina en el centro y
un pozo de aguas claras que abastecía a sus reverencias; en cada
esquina, un ciprés recto como una vela daba una nota de color a la
piedra; desde este patio se llegaba al resto de las estancias y
mediante una soberbia escalera de roble, ancha y señorial, se accedía a
los aposentos de los inquisidores en el piso de arriba. A la izquierda
de la fuente quedaba la sala del tribunal: un gran salón con artesonado
de madera historiada y baldosas rojas de estilo castellano, lugar que se
utilizaba para recepciones y citas importantes. Sobre su puerta de doble
hoja lucía un enorme letrero que ocupaba todo el dintel:
Haeretici, tanquam animalia venenosa et
pestifera sunt¹
que con el poco latín que sabía me
bastaba para comprender su significado.
Allí estaba el insigne don Ferrando
esperándome, que al verme me saludó con una sonrisa helada:
—A la paz de Dios, caballero.
—Él sea con vuestra merced —le dije con
una leve reverencia al tiempo que me destocaba. Me fijé en sus zapatos
que brillaban de una forma insultante y recordé el consejo de Catalina:
«habla con mesura, buenos tiempos».
—Pase, pase que le aguarda don Alonso.
Entré con cierta turbación en la sala del
tribunal seguido del secretario. Aquella situación era para mí
extraordinariamente importante y no quería malograrla por nada del
mundo. Al fondo del salón, sentado detrás de una gruesa mesa de roble en
un rico sillón sobre el estrado, estaba el señor inquisidor ojeando unos
papeles.
Por un instante recordé mi primera
entrada en aquel mismo lugar años atrás, y a pesar del tiempo
transcurrido todavía me imponía un miedo reverencial:
«será
que me voy haciendo viejo»,
pensé. Don Ferrando se adelantó para advertir a don Alonso de mi
presencia.
—Acercaos caballero —me dijo con una
amabilidad exquisita; luego fijó sus ojos en mí y dijo—: yo os conozco
de algo...
—Sí, reverendísimo señor —le aclaré
adelantándome a sus pensamientos—, le acompañé en su última visita a
Nájera.
Recapacitó un momento el inquisidor:
—Exactamente, ahora lo recuerdo —y sonrió
con beatitud.
Me coloqué discretamente al lado de un
gran crucifijo de metal que estaba sobre la mesa mientras extraía un
pliego de un cartapacio que había frente a él y se puso a ojearlo con
parsimonia.
—Os llamáis Pedro Larrea de Ayuso ¿no es
así?
—De Ayuso, sí señor, vuestro humilde
servidor —le respondí.
—Pues veréis, don Pedro, este pliego que
tengo aquí dice que se os nombra Alcaide de las Cárceles Secretas del
Santo Oficio de Logroño...
Tenía el sombrero estrujado entre las
manos y empecé a notar un calor extraño que me subía pescuezo arriba.
Don Alonso me miró complacido, dejó el papel sobre la mesa y pasó a
hacerme una pequeña reflexión sobre el nuevo cargo, la hombría de bien
que se me suponía, el compromiso de todos los que estábamos allí en
defender la fe verdadera contra la herética pravedad, el valor de la
caridad con los descarriados para traerlos al buen camino y toda una
serie de considerandos sobre la mesura y el buen gobierno. A
continuación me hizo ver que aquel nombramiento suponía un ascenso
notable en mi carrera dentro del brazo secular del Santo Oficio pues
pasaba de ser un simple verdugo, muy honrado, eso sí, a jefe de todos
ellos y responsable de las cárceles secretas.
—Decidme, ¿estáis dispuesto a desempeñar
con honor vuestro cargo? —me preguntó solemnemente.
—Lo estoy, reverendísimo señor... —le
dije con humildad.
Don Alonso asintió complacido con un leve
gesto de cabeza, se despojó del solideo granate que solía llevar por su
condición de canónigo y se puso a rezar el Veni Creátor para
invocar la protección divina sobre mi persona; después me dio su
bendición; don Ferrando le trajo una especie de pergamino atado con una
cinta roja que llevaba el sello de lacre con la cruz del Santo Oficio,
lo desplegó y comenzó a leer...; yo escuchaba arrobado sin darme cuenta
exacta de lo que se me decía, aunque era consciente de que allí se
estaba fraguando mi futuro inmediato y el de mi familia. Cuando lo hubo
leído, tomó una especie de cuadernillo cosido con hilo que tenía sobre
la mesa y me lo entregó diciendo que eran las instrucciones del
reverendísimo inquisidor mayor, don Alonso Becerra, escritas de su puño
y letra para el buen gobierno de las cárceles; normas que debería tener
muy presentes en todo tiempo y lugar:
—Son como los Mandamientos del Buen
Alcaide —me dijo, repitiendo las palabras del otro inquisidor.
Se levantó, vino de detrás de la mesa y a
un gesto del secretario me puse de rodillas para recibir el nombramiento
de sus manos mientras besaba el anillo de zafiro rojo que me ofreció a
los labios; al recoger los papeles sólo pude decir de forma caótica:
—Gra... gracias, reverendísimo señor, no
soy merecedor de la merced que vuestra merced...
Don Alonso me dio unos golpecitos en el
hombro:
—Levantaos, don Pedro, no estéis más de
rodillas porque a Dios sólo se debe adorar, y no es necesario que haga
discursos de agradecimiento...
Don Ferrando me susurró:
—Vamos, vamos, que vuestra merced exagera
un poco en las cortesías...
Don Alonso abandonó la sala por una
puerta lateral; yo me levanté, sacudí las calzas, saludé con el chapeo y
salí de la estancia diciendo a todo el mundo:
—Gracias, señores, muchas gracias.
Atravesé el patio, fui hacia la entrada y
comencé a descender lentamente la escalinata. Llevaba el pergamino y el
cuadernillo contra el pecho como quien llevara un tesoro, algo digno de
ser guardado en cofre de siete llaves. Curiosamente, cuando me acarició
el aire de la mañana tuve la sensación de liberarme de una pesada carga
aunque fuera grande la responsabilidad que acababa de contraer; la
algarabía de las golondrinas revoloteando por los aleros de la plaza
hizo que volviera a la realidad y que mi corazón se sintiera liviano,
como ellas.
Sin pérdida de tiempo tomé el camino de
casa decidido a contarle a Catalina el final del suceso, pues era seguro
que estaba sobre ascuas. Iba tan fuera de mí, que ni caí en la cuenta
de que me llamaba a voces un tal Sebastián Duáñez, uno de los viejos
compañeros de oficio, más antiguo que yo, que me preguntó que si con
aquel andar tan decidido iba a alguna ejecución o había algún incendio.
—¿Incendio? —le pregunté sorprendido y
mostré el pergamino—. Pues decís verdad, porque esto está que arde…
—Qué es eso, si puede saberse —insistió.
—Papeles: unos hermosos papeles. Mirad.
—Ya, no soy ciego; pero voto a Judas que
os burláis de mí porque sabéis que no sé leer...
—Pues yo os creía letrado...
—No, no he tenido la misma suerte que
vuestra merced. ¿No será ese el nombramiento de nuevo Alcaide? —añadió
intrigado.
—¡Por las barbas de mi abuela, Sebastián,
que aquí todo el mundo tenía noticia del asunto menos yo!
—Era cosa hecha lo de vuestro
nombramiento, señor Correas, en cuanto empezó vuestra merced a
acompañar a los inquisidores. ¡No son nadie esos marrajos!
Me hizo gracia la animosidad repentina
que manifestaba el tal Sebastián.
—¡Pardiez! —prosiguió el hombre como
sorprendido—, tenéis más suerte que Julián el de Cidones, como se dice
en mi pueblo, que se fue a por higos y trajo capones…
—Por vida de, que ese refrán parece
soriano —le hice notar.
—Claro, como yo, de Fuentelsauce.
—No lo sabía, paisano.
—Pues así es.
Cuando llegué a casa y le conté a
Catalina todo el ceremonial y mi azoramiento frente al inquisidor, las
risas podían oírse a dos tiros de arcabuz. Luego le mostré el pergamino
que traía enrollado con su cinta roja y casi se echa a llorar: la pobre
estaba emocionada. Ella, que era una mujer sencilla, de muchos trabajos
y pocas holganzas, también tenía derecho a soñar para olvidar los
tiempos difíciles de cuando llegamos a Logroño sin más bolsa que
nuestras manos, ni más bienes que nuestras ilusiones y los hijos
pequeños.
Era casi medio día y ya se había enterado
todo el vecindario de la noticia, de forma que hubo una incesante
procesión de conocidos y amigos que vinieron a darme parabienes y
felicitaciones. Ella había hecho matar un par de gallos e invitamos a
algunos vecinos a compartir con nosotros la alegría del ascenso, de
manera que daba la impresión de estar celebrando San Mateo aunque
faltaran unos meses para ello. A las azumbres de vino de mi suegro les
dimos buena cuenta y todo se fue en porvidas y votos para que
disfrutara con salud el nombramiento.
Un vecino muy mayor de tez cuarteada y
pelo blanquísimo se acercó y me dijo algo que me hizo pensar:
—Con vuestra merced de alcaide todo irá
más a pie llano, que sois hombre del pueblo y eso se nota en la nobleza
del carácter. Y además me he enterado de que sois de mi tierra...
—¿Soriano?
—Pues claro: yo nací en Covaleda, de
profesión carretero; y vos sois del otro lado de Urbión, así que
entrambos pinariegos. Recordad que en vuestro cargo no es mejor el que
más aprieta, sino el que lo hace con mayor justicia, señor.
«Eso es bien cierto
—pensé— y en ello estamos: buena gente, esta de Covaleda. Pero, voto a
Bríos, hoy me llueven los paisanos».
Cuando acabó la fiesta, la casa quedó en silencio y
Catalina se fue a descansar porque estaba agotada, tomé el pergamino que
había guardado en la arqueta de los documentos y al amor de la lumbre me
dispuse a leerlo con calma. Era un hermoso ejemplar bellamente
caligrafiado:
Releí un par de veces el texto; luego
me quedé contemplándolo durante un buen rato y, al cabo, lo guardé
en un canuto de latón que tenía para estos asuntos dejando el
cuadernillo para estudiarlo más detenidamente en otro momento,
porque como dice el Libro de la Sabiduría: cada día tiene su afán,
y por hoy ya era bastante. Así que me fui a dormir.
¹
Los herejes son como animales venenos y pestíferos.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
7.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |