EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Muchos murieron quemados
y tanto gusto me daba
verlos arder, que decía,
atizándoles la llama:

¡Perros herejes, ministro
soy de la Inquisición Santa!

El sitio de Breda

 Pedro Calderón de la Barca

 

 

Memorias de Pedro Larrea de Ayuso, apodado “el Correas”,
Alcaide y verdugo que fue del Santo Oficio.

A modo de prólogo:

En 1608 el tribunal inquisitorial de Logroño abarcaba tan amplias tierras que era necesario andar cinco jornadas a uña de caballo para poder recorrerlas de punta a cabo: toda la Navarra, el territorio vascongado, la diócesis de Calahorra, de Santo Domingo de la Calzada, parte de Osma y algo del Arzobispado de Burgos; pero si grandes eran las tierras de su encomienda, mayor era su poder, cuyos tentáculos alcanzaban más allá de Ainhoa y Sare aldeas pertenecientes a la diócesis de Bayona.

Por esas fechas, en un pequeño rincón de este vasto territorio, rayano con la frontera francesa, un clérigo de mirada torva y delirios de santidad: fray León de Araníbar, abad del monasterio premostratense de Urdax, desató la más descabellada  caza de brujas que jamás se haya conocido en tierras navarras.

La cosa empezó con veladas amenazas entre vecinos por rencillas de herencias o lindes mal trazados; luego vinieron las denuncias ante el abad por blasfemias dichas al calor de una disputa: blasfemias tan comunes como darse al Diablo, mandar a alguien a las llamas del Infierno, dudar de que Dios pudiera salvar boca tan mentirosa o llamar a un cristiano viejo “marrano comedor de niños”, para pasar a acusaciones formales de haber visto a gentes del pueblo en celebraciones salvajes las vísperas de San Juan y fechas parejas, lo que llevó al reverendo a encaramarse en el púlpito y clamar contra el Maligno, contra sus amantes y lacayos a los que sacralizó con una terrible palabra: brujos; y esto no fue más que el comienzo de una espantosa locura colectiva.

Pero los hechos se precipitaron definitivamente cuando a primeros de enero de 1609,  don Juan de Monterola, comisario de la Inquisición en el pueblo de Arano, asistido de un notario y seis hombres armados, se presentó a instancias de fray León en el pueblo de Zugarramurdi para levantar acta de las declaraciones hechas por ocho feligreses, testigos de la confesión pública que hicieran cuatro mujeres del lugar en la iglesia, de haber practicado las malas artes de la brujería  y haberse dado al Diablo por aquellos montes y aquellas cuevas en fechas recientes.

El día 27 del mismo mes ingresaron las acusadas en las cárceles secretas de la Inquisición de Logroño y, a partir de este momento, todo fue rodando hasta acabar en un solemne Auto de Fe que tuvo lugar el 7 de noviembre de 1610 donde fueron condenados una cincuentena de personas acusadas de la más variopinta sarta de maldades.

Desde los altos de Otsondo, en un día claro, casi puede verse el mar si la selva de hayas y robles que lo visten te permiten otear el horizonte. A sus pies, tras una endiablada pendiente, salen al paso Urdax y Zugarramurdi, dos pueblecitos que saben de leyendas, cuevas y conjuros, sambenitos y otros misterios que se dieron hace cuatrocientos años, cuando empezó a hablarse de brujas y demonios por aquellos caseríos. Desde entonces parece que el aire huele a azufre...

Las sorguiñas, mujeres de aspecto huraño, traje negro y mirada siniestra por la fuerza del odio, iban y venían de uno al otro lado de la muga en un tránsito de pueblos vecinos para acudir a esas reuniones que pronto los inquisidores conocieron como akelarres: fiestas a campa abierta sin otra pretensión que bailar y danzar hasta el amanecer al son del txistu, los atabales y el tamboril. Fiestas antiquísimas en las que el fuego tomaba cuerpo de dios.

Pero todo se torció cuando la Inquisición pretendió ver un culto al Diablo  en esas celebraciones nocturnas que reunían a gentes venidas de los alrededores en torno a una hoguera, en las que se comía, se bebía y fornicaba a pierna suelta con la sana intención de olvidarse por una noche del duro trabajo de cada día.

«El Diablo en forma de macho cabrío se les aparece para sodomizarlas y hacer escarnio en nuestra santa religión -rugía fray León de Araníbar desde su abadía de Urdax-, y ellas se complacen en ofrecer los cuerpos para satisfacer sus deseos nefandos».

Pronto  se corrió la voz de que la Inquisición necesitaba nuevas brujas para las hogueras de Logroño y los párrocos de la ribera del Baztán, desde Elizondo a Vera de Bidasoa, se  aprestaron  a complacerla predicando rigurosos edictos que pusieran coto a una depravación imaginada, porque nadie tenía noticia de que realmente existieran las mal llamadas sorguiñas.

Aquella locura fue el comienzo, el Auto de Fe, la quema y todo lo demás vino después.

¿Existieron realmente las brujas en Zugarramurdi, o todo fue fruto de una maldita invención para reconfortar las conciencias vesánicas de algunos inquisidores, o el ansia de la villanía por vengar sus miserias en los cuerpos de unas pobres víctimas?

Lo cierto es que, a lo largo y ancho de una Europa obsesionada por la salvaguarda de unos valores religiosos fanatizados, fueron quemados cientos de pobres hombres y mujeres cuyo mayor delito era, precisamente, ése: ser pobres.

En medio de esta orgía descabellada de sangre y fuego que llamaban Auto de Fe, aparecen unos protagonistas involuntarios y malquistos: los verdugos; gente del pueblo mal pagada y aborrecida que se limitaban a cumplir con su cruel cometido: el de ajusticiar a otros cristianos en nombre de la Religión.

Éste es el testimonio fiel de uno de ellos, soriano por más señas, nacido en esa parte de la Sierra de Urbión que se asoma a la Rioja. Mi tierra.

Por cierto, yo, que soy bastante escéptico en todo eso que se ha dado en llamar heterodoxo, esotérico o hermético, guardo como fruto de mis viajes por aquellos pueblos y valles de la región de Xareta una reliquia muy singular: una astilla del viejo estrado de la iglesia de Zugarramurdi, lugar donde fueron colgados los sambenitos de los ajusticiados en aquel Auto de Fe del que da testimonio esta novela; ¿qué me movió a guardar semejante reliquia?, no lo sé; tal vez ese temor oculto, reverencial e irredento que todos guardamos hacia lo desconocido, hacia lo siniestro...

 © Pedro Sanz Lallana
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• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

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