3.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo
3º
De mi condición y oficio de verdugo
Sin duda fue el año de 1596
el que trajo mejor fortuna a mi casa y se debió, en parte, a que corrían
malos tiempos para la Religión, dicho sea con todo respeto. La Suprema
¹
andaba como desbocada a la caza de herejes y eran muchos los llevados ante
los tribunales con acusaciones de blasfemos, bígamos, judaizantes y
luteranos, aunque en nuestros dominios también se conocieron no pocos
casos de brujería.
Como ya he contado a vuestras mercedes, me
llegué a las casas del Santo Oficio en busca de empleo siguiendo los
consejos de mi suegro. Su palabra y la carta de don Cosme fueron razones
suficientes ante el tribunal calificador para que me concedieran la plaza
de verdugo que solicitaba. Ellos me preguntaron:
—Diga su nombre.
—Pedro Larrea de Ayuso.
El escribano tomó nota.
—¿Dónde vive?
—Aquí, en la ciudad de Logroño;
provisionalmente acogido en la posada del Tío Lumbreras, al otro
lado del río, junto al cementerio.
El reverendo Gutiérrez, un avieso clérigo
del tribunal, notario de secuestros, me cortó tajante señalándome con su
dedo inquisidor:
—Mal lugar es ése para un buen cristiano,
señor mío; lo digo por la reputación que tiene de acoger a mujeres de vida
desairada...
—Tal vez
—me
atreví a responder con toda humildad—,
pero no es la reputación lo que me obliga a vivir en esa cueva, sino la
necesidad absoluta de poner bajo techo a mi familia, que bien sabe Dios...
—No mezcle a Dios en ese negocio
—me
interrumpió agriamente; y luego, como sorprendido—:
o sea, que usted está casado.
—Sí señor. Éste es el pliego de arras con
los nombres de mi mujer e hijos.
Les mostré un documento que me había
proporcionado el cura de Fuenmayor en el que se certificaba mi boda y la
fe de bautismos.
—Eso nos facilita mucho las cosas, señor
mío —insistió el reverendo Gutiérrez—. ¿Sois por ventura cristiano viejo?
Éste era el momento que estaba esperando
para hacer valer los buenos oficios de don Cosme y la magnífica reputación
que tenía mi suegro entre las autoridades del Santo Oficio de Logroño.
Entregué la carta que llevaba guardada en una especie de cartapacio a los
del tribunal, que inmediatamente se pusieron a leerla con avidez. En sus
gestos pude adivinar que daban por bueno lo que allí se decía. Esto me dio
valor para aclararles:
—Lo soy, como pueden ver sus ilustrísimas
y, además, tengo por suegro a Demetrio de Fuenmayor, familiar
notable.
Cuando oyeron el nombre de mi suegro,
levantaron la vista de la carta y clavaron sus ojos en mí: ojos pequeños,
acerados como leznas que lo penetraban todo, habituados a escudriñar
conciencias ajenas; curiosamente noté que de pronto mudaban la severidad
del principio para tornarse en zalamería. A partir de este punto el
interrogatorio se hizo blando, casi complaciente:
—Diga si sabe leer y escribir el
postulante... —se dirigió a mí don Ferrando, notario general del tribunal
de Logroño, haciendo un gesto ampuloso con la mano—: advierta, señor
Pedro, que ésta no es cosa obligatoria, aunque bueno sería que algún
miembro del brazo secular supiera leer por si ha de hacerlo con
algún acta de los reverendísimos inquisidores o calificadores. ¿Nos
comprende, verdad?
—Sé leer y escribir, señor; además conozco
el Miserere y el Tedéum que cantaba en la iglesia los días
de Oficios, las oraciones de la misa, los rudimentos de la lengua
latina y otro tanto de Gramática Castellana que me enseñó el dómine de mi
pueblo al que Dios tenga en su gloria.
—¡Excelente, excelente! —exclamó don
Ferrando—. Ya se echa de ver que sois letrado porque habláis muy bien. Je,
je, je... —y dejó caer de sus labios una beatífica sonrisa absolutamente
falsa. Recuperó la seriedad y me preguntó—: ¿Ha leído por casualidad el
Malleus Maleficarum?
Me quedé sorprendido por aquel nombre que
me sonaba a jerigonza clerical y ni por asomo alcanzaba a imaginar lo que
pudiera significar.
—No, sus ilustrísimas; bien sabe Dios que
desconozco el tal Malleus, porque hasta ahora he sido pastor y
vinatero. Lo que sí he leído con verdadero deleite han sido unas páginas
del Amadís y la vida del Lazarillo que tenía mi dueño de
Fuenmayor, porque yo no poseo dineros suficientes para comprar libros, ni
días de ocio que ocupar con la lectura de tratados o romances...
Los del tribunal rieron
de buena gana mi ocurrencia, sobre todo al comprobar la ignorancia que
delataba en punto a brujería, pues el Malleus citado no era sino un
compendio o tratado sobre las artes diabólicas de los discípulos de
Belcebú, de sus pompas y sus obras, y de cómo combatirlas eficazmente
mediante el fuego y el tormento; llegados a este punto, como vieran que
era hombre de bien, pariente
de un familiar famoso y más letrado
que el resto, bastó para que el secretario principal, don Ferrando
Molinero, me dijera con tono adulador:
—Señor don Pedro, vemos que reunís las
cualidades exigidas para cumplir con el empleo que solicitáis, por eso os
ofrecemos que paséis a formar parte del brazo secular de la Santa
Inquisición con todos los beneficios, privilegios y remuneraciones que
se le otorgan. Acercaos.
Me aproximé con torpe azoramiento al
estrado donde estaban sentados los reverendos señores del tribunal; don
Ferrando, con gesto de apremio, pidió al escribano que me entregara el
pliego en el que constaba mi nombramiento con los sellos y firmas
correspondientes. A continuación me aleccionó muy juiciosamente sobre las
ventajas de mi nueva situación por ser miembro de tan santo estamento e,
ipso facto, quedé citado para el día siguiente en los calabozos
inquisitoriales a fin de poner a prueba mis aptitudes para con el nuevo
oficio. Cuando acabó el sermón, hice una reverencia doblándome hasta las
rodillas y salí de la sala un poco aturdido por los acontecimientos, pero
radiante de felicidad. A este mismo lugar había de volver —ahora lo
recuerdo con cierta nostalgia— nueve años después por una razón muy
parecida, aunque de mejor catadura.
Ya en la calle, la vida me pareció muy
distinta a como la veía antes: brillaba un sol espléndido, el Ebro
semejaba una ancha cinta de plata, el aire olía como a campo en sementera
y todo en mi derredor era contento... La alegría hizo que me nacieran alas
en los pies y volara a la posada donde me esperaba la familia para darles
la buena nueva. Llegué dando voces:
—¡Catalina! ¡He conseguido el empleo!
—exclamé nada más toparme con mi mujer en el patio trasero de la posada.
Ella me miró con sorpresa y un punto de
resignación:
—¿Será para bien? A lo mejor nos apedrean
en cuanto se corra la voz de que eres verdugo…
—Que no, mujer; de momento podremos marchar
de esta pocilga y comer caliente. Verás como nos cambia el pelo.
Parece que se lo pensó mejor y con algo más
de convencimiento exclamó llegándose a mis brazos:
—¡Qué diablos, llevas razón: quebremos hoy
un ojo a Satanás!
Y nos abrazados sin reparar que las mozas
de la posada nos observaban divertidas desde las ventanas ante semejante
efusión de afecto.
—Y luego hablarán de nosotras: unas
llevamos la fama y otras cardan la lana... —escupió la más lenguaraz.
Mis hijos se alegraron mucho con la noticia
pues pensaban que por fin saldríamos de la pobreza, tendríamos casa propia
y dejaríamos de una vez por todas aquella maldita posada de nuestros
pecados, que era lo más parecido a una cueva de ladrones donde cada día se
ilustraban con la desvergüenza de las criadas, el mal hablar de los mozos
de cuadra y las procacidades de los pícaros que andaban de paso.
Cuando me preguntó la mujer por los
detalles del nuevo oficio, le dije que poco o nada sabía, salvo lo que
conoce todo el mundo y se ve por las calles cuando hay pregones y Edictos;
pero le aclaré que me habían citado para el día siguiente en los
calabozos a fin de aprender los rudimentos de la tarea.
A la hora de la comida vinieron las
reflexiones, y el chico mayor me dijo que para él eso de ser hijo de
boche no era ninguna fortuna pues suponía el estar marcado como
hideputa para los restos, igual que un hereje con su sambenito. Y que
si no había en la ciudad otros menesteres más dignos.
Aun reconociendo íntimamente que no le
faltaba razón, quise hacerle ver algunos aspectos del oficio que tal vez
desconocía:
—¿Y qué si te llaman hideputa?
Piensa que si eres honrado importa poco el oficio que tengas, sino la
voluntad que pones en desempeñarlo bien. Y por todos los diablos del
mundo, que miraré de ser el mejor verdugo de la ciudad. Porque mi trabajo
es como el de un cirujano que, aunque sea doloroso, ha de cortar los
miembros enfermos para evitar que gangrenen el resto del cuerpo,
¿comprendes? Esto es lo que pasa con los herejes, a quienes el tribunal
manda purificar para que no corrompan a los buenos creyentes. Y todo
funciona de igual manera. Dime: ¿qué hacen nuestros tercios en Flandes,
ésos que tú tanto admiras? ¿Acaso no luchan, mueren y matan por la
Religión? ¡Cuánto más nosotros que tenemos que prevenirnos de los brujos,
seres tan depravados que comen niños en sus aquelarres! Deberías sentirte
orgulloso de que tu padre trabaje en tan noble oficio y olvidarte de los
insultos y los hideputa que te digan por la calle. Y piensa en toda
esa gente honrada a la que tenemos que defender de los malos hombres como
hizo aquella Susana de Sevilla, que no dudó en acusar a su propio padre,
un rico judío, de no querer abrazar la verdadera religión..., lo denunció
y mandó a la hoguera: ¿quién es el malo: él o ella? —El muchacho me
escuchaba en silencio—: ¿Acaso no sabías que las brujas son mujeres
malvadas capaces de hacer caer pedrisco sobre una viña y arruinar a un
buen cristiano por el mero hecho de serlo, como le ocurrió a tu abuelo,
que por ser hombre del Santo Oficio alguna sorguiña le echó mal de
ojo a sus tierras y le sobrevino una ruina tremenda? Pues éstos son los
hechos cabales; ten en cuenta que hay gentes dadas al diablo que buscan
dañar a los demás de la forma que sea: con polvos, ponzoñas,
maldiciones... Pero ahí estamos nosotros, para poner coto a tales
desmanes.
Conseguí que acabáramos la comida en paz y
el chico olvidara sus recelos; Catalina, mi mujer, me miraba con una pizca
de compasión, lo que me dio en pensar que tal vez esto de ser verdugo no
era tan atractivo como había supuesto en un principio...
Empecé a frecuentar las mazmorras. Como a
todo buen novicio, el verdugo más antiguo y encanallado del grupo fue el
encargado de adoctrinarme sobre los detalles del oficio. Para comenzar con
buen pie, Calixto, que así se llamaba el sujeto —del que llegaría a ser
gran amigo—, me llevó directamente a la cámara de tormento:
—Mire vuestra merced —me dijo—, aquí están
las herramientas que solemos utilizar en nuestro trabajo. Esto es todo lo
que hay. Como podéis observar tenemos una gran variedad de métodos y
formas para que los más recalcitrantes encuentren en ellas el remedio
eficaz a su falta de voluntad o de memoria. Y así no hay condenado, por
desmemoriado que sea, que no recuerde todo lo que nosotros queremos que
recuerde en cuanto se le aplica cualquiera de estas artes. Vea, vea
vuestra merced.
Quien así me hablaba era un verdugo viejo
en apariencia, lleno de verrugas y con claros síntomas de ser buen amigo
del vino pues tenía la cara azulada y gesto como de hereje, aunque jurara
ser de limpia sangre.
—Sí, ya he visto unos letreros a la entrada
que hablan del tormento...
—Ah, ¿pero vuestra merced sabe leer?
—Como todo buen cristiano.
Calixto me miró como si viera un espanto y
me dijo con sorna:
—A fe que me tengo por buen cristiano,
pero... ¿leer yo?, ¿para qué quiere saber leer un boche ni meterse en
jerigonzas latinas? Me basta con saber tensar bien las sogas y los
garrotillos, que es lo que interesa a mi oficio. Lo demás son tonterías.
¿Conoce vuestra merced la garrucha y para qué sirve?
Me quedé perplejo por la pregunta:
—¿Garrucha? Confieso que no... —él rió con
aire de superioridad pretendiendo demostrarme que en esto, como en otras
muchas cosas, me llevaba gran aventaja.
—Pues la garrucha, hermano mío... —el de
la cara de hereje me agarró con una mano fuerte como cepo para lobos y me
arrastró hasta el centro de una habitación abovedada en piedra, semejante
a las antiguas mazmorras que solía haber en los castillos, sin ventanas y
con fuertes muros de sillería. En los rincones se veían hachones de cera
que servían para iluminar la estancia en caso de tener que trabajar hasta
el alba. El hombre tomó un hierro en forma de tridente y con él me señaló
la piedra clave de la bóveda empedrada—, mire usted: la garrucha es esa
rueda que hay allá arriba, y sirve para colgar a los condenados
teniéndolos como cerdo en matanza hasta que declaren, so pena de que se
les descoyunten los huesos. A los más recalcitrantes se les deja caer de
golpe para que se desgarren con su propio peso: la confesión entonces está
asegurada; pero si el sujeto es flaco, le colgamos estos plomos en los
pies para que el efecto sea el mismo que a los recios. Je, je, je,
¿qué os parece?
Calixto hablaba de garruchas y herramientas
de tortura como algo baladí, cotidiano; traté de aclararle un detalle:
—Esto es lo que en Soria llamamos simple y
llanamente polea... —le dije señalando al techo.
—¡Y aquí también se puede decir, voto a
Judas! Pero en nuestro oficio hablamos de garrucha, que es un nombre que
viene de Arabia, creo.
Mi maestro quería alardear de hombre
erudito aunque fuera analfabeto, lo que le hacía caer en el ridículo. A
medida que se explicaba, iba blandiendo el hierro delante de mi cara con
cortes y jeribeques, que a punto estuvo de metérmelo por la boca. Yo
andaba atento para esquivar el tridente que movía de forma azarosa y
enseguida me di cuenta de que estos sórdidos muros rezumaban una penosa
sensación de frío y soledad. Había oído decir que en temas de Inquisición
«nunca ganarás la partida aunque sea Dios tu compañero»,
y siempre lo había tenido por exagerado; pero a la vista de lo que
allí se escondía me parecía absolutamente cierto. No obstante, dado que
iba a ser mi futuro oficio, disimulé lo más que pude dejando los temores
para mi coleto. Me miró el de la cara de vino y me dijo:
—Noto que se os está demudando la color...
—Voto a Satanás —respondí reponiéndome—,
que será de andar aquí encerrado entre estas cuatro paredes, pero ya me
acostumbraré.
—¡Válgame Dios, que sois delicado! Así no
iréis a ninguna parte, señor mío. Y os voy a dar una advertencia: teneos
de decir votos y porvidas delante de los inquisidores, que se os
podría castigar severamente como le sucedió a un vecino de Haro que dijo:
«Por vida de Belcebú, que se me da una higa la Inquisición»,
y sólo por ello fue castigado a pagar cincuenta de vellón y la consabida
centena de azotes. Guardaos bien delante de esas bestias pardas...
—¿Pardas o negras? ¿pregunté tratando de
bromear con los colores de sus hábitos; Calixto no rió la burla, se limitó
a mirarme con ojos de escéptico—: pues sí me tendré
—le
dije—,
descuide vuestra merced. Desde luego, no me imaginaba que fueran tan
severos los reverendos señores con los buenos cristianos.
—Ya iréis aprendiendo con el tiempo,
hermano Pedro, hasta que os curéis de espanto y se os quede el ánima tiesa
como raspa de abadejo; después todo irá más a la pata la llana sin que se
os ampolle la conciencia...
Y así fuimos pasando la mañana entre
pláticas y buenas razones, al tiempo que me mostraba las herramientas de
tormento, sorprendiéndome Calixto a cada paso con historias y patrañas de
su vida pasada. De repente oyó las campanadas que tocaban en una iglesia
cercana y me dijo:
—¡Por vida del Cebedeo! Ya podéis marchar,
que es la hora de comer y eso yo no lo perdono aunque me lo pidiera el
mismísimo señor inquisidor en persona. Id con Dios.
Me quedé muy sorprendido de que me
despidira tan desairadamente y le respondí:
—Con Él quedad, caballero.
Echó una gruesa llave a la puerta con ruido
de herrajes y aldabas y cerró. Yo también me fui para mi casa con la
ilusión un poco marchita y el corazón encogido: me vencían las dudas.
Cada día, a primera hora de la mañana,
Calixto, gran madrugador, ya me esperaba para adoctrinarme.
—A la paz de Dios, hermano
Cle
dije nada más llegar, y luego en un tono más confidencial—: me espanta
este antro.
—Ja, ja, ja, —se rió el hombre—, eso os
pasa porque sois nuevo en la plaza. Dad tiempo al tiempo —me repitió su
consabida fórmula— y comprobaréis que no resulta tan malo, señor Pedro.
—¿Y vuestra merced cuántos años lleva en
este oficio?
—Veo que ya empezáis a interesaros por las
cosas: no está mal. Pues yo tuve mi bautismo de fuego, nunca mejor dicho,
en Calahorra va para diez años, mozo como vos y me estrené quemando unos
herejes luteranos extranjeros. Y puedo deciros, voto a tal, que aquello
del Auto de Fe todavía lo tengo aquí —señalaba dándose golpes en la
frente—, que no lo acabo de olvidar por los alaridos, las blasfemias que
decían en lengua extraña, el humo, el olor a carne quemada, en fin..., que
parece olerme la ropa a chamusquina cada vez que lo recuerdo...
—¡Diablos, diez años es tiempo más que
suficiente para olvidarse de unos pobres quemados!
—Eso mismo pensaba yo, pero no. No lo crea
vuestra merced. Todavía los veo retorcerse entre las llamas y se me quedan
ahí enredados en los ojos aunque intente apartarlos de mi pensamiento
—permaneció suspenso unos segundos mientras se rascaba la barba; al cabo,
reaccionó dando unos manotazos al aire espantando los malos recuerdos y
añadió—: pero dejémonos de hogueras pasadas que hoy quiero enseñarle a
vuestra merced cómo sacar una confesión de forma limpia, aunque el reo
jure y perjure no saber nada; venga, venga por aquí y vea esto.
Calixto me señaló una mesa de madera muy
sólida, larga, que ocupaba el lateral de la sala. Esta mesa estaba
recorrida por unos cordeles que arrancaban de una especie de rueda dentada
que había en la cabecera para poder tensarlos a voluntad, junto con unas
gruesas correas de cuero que servían para sujetar el cuerpo de una persona
echada a lo largo de ella.
—Esto es el potro, ¿lo ve? A esta mesa con
estos cordeles llamamos potro: ¿por qué?, pues porque cuando aprieta lo
hace con la fuerza de un caballo... —me dijo alardeando de falsa
erudición—. Y el manejo de todo ello es muy sencillo en apariencia, pues
consiste en poner al reo desnudo sobre la tabla y atarlo con...
—¿Ha dicho “desnudo” vuestra merced?
—le interrumpí bruscamente.
—Desnudo, sí señor: casi completamente
desnudo —matizó—; ¡por vida de mi abuela!, que os extrañáis de todo.
Quedé perplejo.
—¿Y a las mujeres también se las desnuda?
Clavó en mí sus ojos saltones, vidriosos y
me dijo como indignado:
—¡También!, porque si son brujas, ¿cómo
diablos queréis que les veamos las marcas?
—¿Las marcas? —a cada paso, cada comentario
de Calixto me resultaba una increíble sorpresa—. ¿A qué marcas se refiere
vuestra merced?
Calixto estalló tal como estaba previsto:
—¡A las que tienen las brujas en la piel: no me venga con
semejantes ignorancias a estas horas, por amor de Dios, que eso lo saben
hasta los niños de teta! —y se puso a hacer aspavientos en señal de
impotencia—:
así no hay quien pueda trabajar.
Yo traté de tranquilizarle diciéndole que
tuviera paciencia conmigo porque eran muchas cosas las que estaba
aprendiendo en muy poco tiempo, que pensara cuando él fue novicio que
también sería ignorante, etcétera, y que yo venía de un pequeño pueblo de
la montaña soriana donde las brujas no existían más que en los cuentos.
Estas buenas razones hicieron que serenase un poco el ánimo y volviera
la calma, lo que aproveché para preguntarle algo que me resultaba
verdaderamente extraño:
—Pero, explíqueme, señor Calixto: —quién
desnuda a las mujeres para ponerlas en el potro?, ¿hay alguno que se ocupa
de ello?
Calixto me miró con aquellos ojos de sapo
que tenía como dándome a entender que había llegado demasiado lejos con
aquella pregunta, y que si la hacía era porque resultaba ser tan depravado
como él, o más, al imaginar semejantes obscenidades en un lugar tan
respetable. Pero la verdad es que no podía creer que anduvieran por las
cárceles de la Inquisición mujeres tal como su madre las parió. Me agarró
con su zarpa de oso y dándome un codazo en las costillas me dijo:
—¡Ah, puto jayán, ya veo de qué pie cojea vuestra merced!
No..., no os hagáis ilusiones..., que ya hay quien se encarga de
desnudarlas. Irás al infierno con todas ellas por cabrón… Y no van
desnudas por la casa como decís, no; pero claro
—me
hizo un guiño cómplice—,
aunque les tapen las vergüenzas con un paño, nosotros nos encargamos de
dejárselas al aire de un simple manotazo, ja, ja, ja —y se puso a reír
como un poseso—, siempre que los reverendos no nos vean, claro está. Pero
olvidaos de esas guarrerías y permitid que os explique cómo se hace este
tormento, que es lo interesante y para lo que estamos aquí. Digo que
primero se las desnuda; luego se las ata de pies y manos con estas cuerdas
y correas, y a una orden del inquisidor se va dando mancuerda con buen
pulso para que aprieten y abran las carnes; cuando sienten el dolor, la
confesión está asegurada, no falla. Pero si no lo hacéis con tiento podéis
desmembrar al reo y ocasionarle la muerte, lo que puede traeros malas
consecuencias, incluso que se os acuse de asesino...
Reaccioné como si me hubieran pinchado:
—¿Asesino? ¿Cómo se puede acusar de asesino
a un verdugo que cumple con su oficio? No lo entiendo...
—Ni yo tampoco —me respondió abriendo de
par en par los brazos—, aunque se han dado casos de oficiales muy
malvados...
Traté de razonarle:
—Pero los reos siempre saldrán con los
huesos quebrados del potro...
Calixto volvió a soltar la risa floja como
si hubiera dicho una gracia:
—Desde luego, eso depende de ellos...; una
vez oí a un inquisidor que decía: «si en el tormento muere alguno o fuere
lisiado, que sea culpa del reo y no del verdugo por no haber querido decir
la verdad...», ¿lo ve?, eso mismo pienso yo; y lo de las mujeres desnudas,
no se lo digáis a nadie —Calixto bajó la voz—, pero algunos de los
nuestros han hecho con ellas verdaderas bestialidades, es decir: todas
esas guarrerías que estabais pensando antes...
Yo protesté de que se metiera con mis
pensamientos y los ensuciara:
—Voto a Judas que yo no pensaba sino...
—Bah, bah, bah..., tonterías —me dijo él
dándome unos golpes en la espalda—; sí, señor Pedro, se han dado casos de
verdugos que han fornicado con las mujeres cuando estaban atadas en el
tormento, y de frailes bujarrones que se aprovechaban de los niños presos
en los calabozos..., pero eso se oculta mucho, porque ya sabéis que está
muy penado el delito nefando y podrían acusaros de falso testimonio en
caso de que pensarais denunciarlo... De todo ha habido entre estos muros
que tanto os agobian, y con razón; a uno que hallaron culpable de violar
salvajemente a una niña que estaba detenida en los calabozos le
desterraron de por vida a las minas de Almadén, donde dicen que murió de
locura y sufrimientos, hará unos quince años; ya ve vuestra merced lo que
pasa cuando no se tiene la cabeza en su sitio...
Quedé espantado por las confesiones de
Calixto; todo ello no hacía sino confirmar lo que yo andaba pensando: que,
ciertamente, todo aquello era de una inmisericordia extrema. Él debió
notármelo en la cara y me dijo:
—Venid, venid, que os voy a enseñar otra
cosa más interesante para que se os quite el susto del cuerpo.
Entonces me llevó al otro extremo de la
sala donde había una sarta de herramientas de hierro colgadas de la pared,
todas muy bien ordenadas y con trazas de haber sido usadas. Entre ellas
destacaban unas enormes tenazas semejantes a las que se utilizaban en las
ferrerías para herrar caballos. Le pregunté:
—¿Y estos otros hierros?
Calixto tomó las tenazas en la mano:
—Estos hierros sirven, como todo lo que hay
aquí, para el tormento. Y éstas tan recias —hizo sonar las tenazas delante
de mi cara— son de gran utilidad para nuestro oficio. En cambio, las
argollas las usamos para agarrotar y romper el cuello a los que piden
misericordia antes de morir en la hoguera; es un gesto de piedad previo a
la quema: como ya están muertos, evitamos el tener que oír sus lamentos,
je, je, je —Calixto se reía con cara abotargada de verrugas y bolsas
violáceas—. Por cierto, hablábamos de las señales que suelen llevar las
brujas en el cuerpo, ¿verdad?; ¿sabe vuestra merced en qué se le nota,
nada más verla, a una mujer si es bruja o no? —me preguntó de sopetón
entornando sus ojos de batracio.
—No, pardiez, que me parece mucha temeridad
decir que una mujer es bruja con sólo verla.
—No, no lo crea vuestra merced —me
interrumpió negando con rotundidez—, que se les ve rápidamente en
desnudándolas y dejándolas como su madre las parió. Por eso las ponemos en
cueros —y se enredó en una sarta de carcajadas entrecortadas al ver mi
cara de sorpresa.
—¿En la desnudez se les nota la brujería?
—insistí afirmando mi absoluta incredulidad ante tamaña exageración—.
¡Santo Cristo, nunca me lo hubiera podido imaginar!
—No, hombre de Dios. Las desnudamos porque
así se ven claramente las marcas que deja Satanás sobre el cuerpo de las
brujas con las uñas y la lengua cuando las toma por esposas en los
aquelarres. Y os voy a decir una cosa muy secreta... —Calixto cerró los
ojos y me susurró al oído—, la marca que mejor esconden esas putas es la
que llevan debajo del pelo que les cubre las vergüenzas, y nuestro trabajo
consiste en arrancárselo para que la señal aparezca a la vista, que es la
prueba más clara de que son brujas de verdad, ¿comprende vuestra merced?
Para eso utilizamos las tenazas...
Confieso que me quedé de un aire:
—¿Pero, señor Calixto, tenazas para
arrancar el pelo? A fe que me espantáis. Creo que sería mejor emplear unas
tijeras...
—¡Pues no sois vos harto melindroso con
esas hijas de Satanás! —me respondió con un gesto de desprecio.
—Lo digo para que se vea mejor la señal...;
pienso que quedará más clara la marca si cortáis el pelo con unas tijeras
que si desolláis a tirones con las tenazas a esas pobres desgraciadas que
a lo mejor son inocentes.
—Un verdugo, hermano mío, ha de ser duro
con esa clase de alimañas... —me dijo tajante—. Ésa es la primera razón
de nuestro oficio.
Y cortó la conversación con gesto
destemplado.
El estómago se me iba encogiendo a medida
que me adentraba en este mundo oscuro y cruel, inquietante como un mal
sueño.
—Señor Calixto —le dije, acobardado—,
aunque sé que os repugna, os agradecería mucho que disimularais mis
miedos...
—No os preocupéis —me hizo un gesto de
confianza dando una palmada en el hombro—, que eso les pasa a casi
todos los nuevos como vos, que como no conocen este oficio por de dentro,
pues no lo aprecian —Calixto sonrió—. Ya veo que seguimos sin recobrar la
color..., y para que se os haga más liviano el trago, os voy a dar algo a
fin de que vayáis cogiendo práctica: una cosa que no tiene ningún riesgo,
que es distraída y que me agradeceréis más adelante. Tomad esto, que no
hay nada mejor para atar de pies y manos a un sospechoso que unas buenas
correas... Mirad: se hace así..., y así... —Calixto empezó a manipularlas
haciendo lazos y nudos correrizos con la agilidad de un experto; luego me
las tendió diciendo—: ¿Ha quedado claro?, pues ya podéis empezar a
practicar.
Y me entregó un manojo de correas de cuero
largas como de una vara
²
y finas como cordeles, que tenían la
virtud de que si se mojaban un poco hacían imposible el poder desatar los
nudos.
—Tenedlas bien sobadas y dispuestas para
cuando sea menester, que son muy útiles para todo y, en caso de
necesidad, atándolas a un mango de madera se puede hacer un látigo fino,
resistente y muy heridor...
—Gracias, señor Calixto —le dije—, no sé
cómo me voy a apañar cuando me toque actuar con algún reo.
—Tranquilo, que es muy fácil. Y venga: id
practicando que es hora de comer y tengo que cerrar.
Calixto me empujó hacia la salida al oír
las campanadas de mediodía que nos llamaban a colación. Echó la llave
como de costumbre y se despidió hasta el día siguiente porque, me dijo,
aquella tarde tenía que acompañar al alguacil Sotomayor en una pesquisa
contra un vecino de Clavijo:
—Con Dios, y no dejéis de hacer lo que os
he dicho.
Me detuve un momento para releer el
cartelón que adornaba el dintel de la puerta principal, aquel que Calixto
ignoraba por no saber leer:
El objeto de atormentar es hacer confesar lo que se niega o quiere
probar porque se tienen indicios de verdad. |
Y un poco más abajo, en latín:
Tormentum ad eruendam veritatem est
³. |
Hacía pocos días que habíamos abandonado la
posada del Tío Lumbreras, la que estaba junto al cementerio, y
alquilado una casita en la parroquia de Santa María de la Redonda con la
idea de fijar allí nuestra residencia, en un extremo de la calle
Ferrerías, junto a las murallas, donde pensamos que podríamos pasar
desapercibidos. La casa estaba medio derruida, pero con los primeros
sueldos, la ayuda de mi suegro Demetrio y los muchachos podríamos
levantarla y hacerla habitable arrimando piedras y barro. No era un
palacio, ciertamente, pero resultaba mucho más acogedora que la cueva del
Tío Lumbreras, sobre todo porque tenía un hermoso jardín a las
puertas donde crecían rosas y parras. Era una casita pobre pero llena de
sol.
Nada
más llegar, y para alejar los malos pensamientos, me apliqué a llevar a la
práctica lo de poner las correas a punto. Le dije a mi mujer que me
trajera sebo, aceite y cera; calenté las tres cosas en un cuenco y al cabo
de un rato tenía preparado un ungüento que me enseñó a hacer un viejo
pastor de cuando anduve con el ganado por la Sierra de Urbión, que me dijo
era bueno para proteger las polainas y lo llamaba “cerato”: tenía la
virtud de ablandar el cuero y curar las manos cuarteadas por el frío
dejando la piel fina, lustrosa y sin grietas. Empecé a darles a las
correas unas cuantas manos del ungüento aquel para que se pusieran suaves
como badanas tal como mi maestro me había pedido, y demostrarle de esta
manera que tenía interés por el oficio a pesar de mis prevenciones. Mi
mujer que me vio tan atareado, me dijo:
—Deja ya eso y ponte a la mesa...
Al día siguiente me preguntó Calixto en
tono irónico nada más verme:
—¿Cómo van esas correas, señor Pedro?
Yo le respondí con toda la candidez del
mundo:
—Muy bien, creo que ya las tengo a punto,
señor Calixto: se las mostraré para que vea que no miento.
—Buen trabajo —me dijo, burlón—, sí señor.
Pues nada, nada, a seguir sobando...
Y se le dibujó una media sonrisa triste en
su cara de sapo. Como este diálogo empezó a repetirse día sí y día también
en cuanto me ponía sus ojos encima, enseguida caí en la cuenta de que se
trataba de una broma, pues los más viejos del oficio, es decir, los más
osados, enseguida empezaron a llamarme Pedro el Correas a razón de
la pregunta de marras que cada mañana me hacía Calixto. De manera que
correas por aquí, correas por allá, me quedé con este apodo
hasta el día de hoy, que al principio llevaba con mal talante por ser
novato y tener mi orgullo intacto; ahora, con los años, hasta me resulta
gracioso el recordarlo. ¡Qué tiempos!
¹
En 1488 se creó el Consejo de la Suprema y General
Inquisición, que era el máximo órgano de gobierno eclesiástico cuyo poder
sólo dependía del rey. Popularmente se le conocía como
La Suprema.
²
La vara castellana tenía una longitud de
835 mm.
³
El tormento sirve para averiguar la verdad.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
3.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |