Con estas
expresivas palabras encabezaba mi amigo Juan de
Mongastón el relato que publicó a su costa en
cuatro pliegos de a cuatro, haciendo crónica
fiel de unos hechos acerbos que ocuparon aquel
malhadado Auto de Fe que, entre unas cosas y
otras, se nos prolongó durante tres días con sus
noches; acontecimiento que proporcionó espanto
grande para todos, sea por las sentencias que
allí se pronunciaron, por la gran multitud de
gentes que acudieron, o por su aciago final.
Recuerdo que el
sábado 6 de noviembre comenzó la ceremonia con
una lucida y devotísima procesión de la Santa
Cruz. Las campanas empezaron a voltear a eso de
medio día dando aviso por calles y plazas de que
la procesión penitencial iba a comenzar de
inmediato, y a su voz, hombres y mujeres dejaron
sus quehaceres para agolparse a lo largo del
recorrido procesional. Era éste el preludio de
una solemnidad que tenía lugar cada cierto
tiempo y ningún buen cristiano podía perdérselo
si ser tachado de desafecto a la santa religión.
La procesión
salió puntualmente de Santa María siguiendo a un
rico pendón de la cofradía del Santo Oficio al
que acompañaban un centenar de familiares,
comisarios, notarios, gentes de la casa
vestidos con sus mejores galas y escudos al
pecho: alcántaras, calatravas, santiagos y gran
profusión de cruces verdes. Detrás de ellos
marchaban grupos de religiosos según sus
cofradías y credos: dominicos con hábitos
blancos y capas negras; franciscanos de sayales
pardos y cíngulos de cordel ―en la que iban mis
dos hijos profesos, como recordarán vuestras
mercedes―, trinitarios, carmelitas, Societatis
Iesu, frailes benitos..., todas aquellas
órdenes que tenían conventos abiertos en la
ciudad o monasterios de la comarca. Les seguía
una enorme Cruz Verde de madera llevada por
varios hombres, signo que lucía en balcones
y gallardetes por las calles en que habíamos de
pasar; coreaban la enseña músicos y ministriles
con salmos y motetes que solemnizaban el
cortejo; a cierta distancia seguía la cofradía
de San Pedro Mártir, comunidad a la que
pertenecíamos los miembros del brazo secular y
yo presidía muy honradamente con espada al cinto
y cruz verde en el pecho; el resto de mis
hombres vestía humildes hábitos pardos con
esclavina negra, sin cíngulo; cerraban la
procesión una compañía de soldados armados de
arcabuces y tras ellos, las dignidades
eclesiásticas en pleno.
La plaza de
Santiago aparecía abarrotada de gentes mucho
antes de que empezaran a sonar las campanas,
avisados como estaban por los pregoneros del
concejo que habían ido dando voces una semana
antes por pueblos y plazas en diez leguas a la
redonda; allí se levantaba el imponente tinglado
de madera. Se accedía por cuatro bocacalles
tomadas por curiosos y mercaderes de toda laya
que recreaban un ambiente entre festivo y
macabro. Lentamente la procesión fue avanzando
hasta alcanzar el enorme escenario levantando
frente al palacio inquisitorial. Los que
llevaban la Cruz la plantaron en lo alto del
cadalso para que todos pudieran contemplarla;
hubo una explosión de entusiasmo entre el
populacho al verla aparecer como si se tratara
de una visión sobrenatural, de un portento; se
entonaron himnos litúrgicos, se hicieron las
oraciones del ritual y, acto seguido, el señor
inquisidor fue impartiendo la bendición a los
fieles congregados para que volvieran a sus
casas hasta el día siguiente reconfortados con
la señal de la cruz. A toda esta parafernalia
previa al día principal el manual denominaba
“Procesión de la Enseña o Entronización de la
Santa Cruz”.
Poco a poco se
fue diluyendo la multitud. Allá en lo alto quedó
erguido el madero devotamente guardado por
familiares con luminarias y vistosos faroles
durante toda la noche, frailes de la Merced y
beatas de oficio hicieron turnos de adoración
ininterrumpida hasta el alba en que de nuevo el
pueblo empezó a congregarse en torno a la plaza
justo al romper el día.
El domingo día 7 de noviembre, y
casi sin tiempo para dormir, salimos de nuevo en
procesión hacia el cadalso, pero esta vez
acompañados por los reos que formaban una reata
triste y tumultuosa, siendo insultados y
escupidos por la gente a su paso, ensordeciendo
el aire con gritos como:
¡Castigo a los brujos putos!
¡Muerte a los hijos de Satanás! ¡En la hoguera
os veáis, esclavos del demonio!, y otras
lindezas de este tenor que iban creciendo como
una marea incontenible a medida que avanzaba la
comitiva.
Llevábamos
cincuenta y tres reos distribuidos en tres
grupos. El primero lo componían veintiún presos
con vestimenta de penitentes y una vela en la
mano, tal como mandaba el ritual, de los cuales
seis con sogas al cuello, lo que significaba que
iban a ser azotados por haber cometido delito
nefando o de sodomía. Seguía otro grupo igual en
número con sus sambenitos, velas y corozas en
las que se veían dibujadas las aspas de los
reconciliados: esto es, que salvaban la vida a
cambio de cadena perpetua porque se les había
hallado culpables, pero habían pedido perdón y
confesado sus crímenes. Cinco figuras de madera
venían después a manera de estatuas que
representaban a los fallecidos en el proceso sin
haberse reconciliado, por lo que aparecían
cubiertas con sambenitos de relajados
acompañados de otras tantas cajas de madera que
contenían sus huesos para ser quemados en la
hoguera; por último marchaban seis reos ―dos
hombres y cuatro mujeres― con sambenitos y
corozas llenas de diablos y llamas, lo que
indicaba claramente que estaban predestinados
al fuego. Estos últimos no gritaban ni decían
nada, sólo miraban con ojos vacuos a las gentes
que les seguían insultando y profiriendo
amenazas. A fe mía que parecían cadáveres
vivientes. Cerraban esta parte de la comitiva
dos alguaciles de a caballo: don Lucio Domínguez
y don Saturio Esteban, hombres de nuestra
cofradía. A cierta distancia seguía una mula
guiada por un mozo que llevaba en un cofre
guarnecido de terciopelo rojo las sentencias del
tribunal que iban a ser leídas en público, y
cerraban esta larga procesión los señores
inquisidores en caballerías ricamente
enjaezadas: el doctor fray Alonso Becerra
Holguín luciendo su cruz de Alcántara al pecho,
escoltado por los licenciados don Juan del Valle
Alvarado y don Alonso de Salazar y Frías,
acompañados, a su vez, por el estado
eclesiástico en pleno y una compañía de
alabarderos, todo ello con gran pompa y
gravedad.
Llegados al
cadalso, los reos fueron puestos en unas gradas
a un lado de la Santa Cruz; en primer lugar los
once relajados: seis vivos y cinco muertos;
luego los reconciliados, y más abajo los
penitenciados. Al otro lado estaban los señores
inquisidores, junto con la clerecía y los
caballeros, entre los que me encontraba yo,
discretamente sentado en un lateral. En el
centro de este tinglado se levantaba una
especie de púlpito cuadrado donde se ponía a los
condenados mientras les eran leídas las
sentencias por los secretarios, que andaban
subidos en un estrado de forma que todos
pudieran oírles. Al fondo, llenando la plaza, la
compacta multitud rebullidora, morbosa y
vocinglera.
A un toque de clarín se hizo
silencio. Comenzó la ceremonia con un sermón que
predicó el prior del convento de los
dominicos, fray Bartolomé de Osma, calificador
del Santo Oficio, que fue muy emotivo y levantó
lágrimas entre la gente devota; habló del cielo
y del infierno, de la condenación eterna y de la
necesidad de creer sin sombra de duda en todo lo
que mandaba la Santa Madre Iglesia so pena de
padecer los fuegos del Averno, como sin duda
sufrirían los que iban a ser entregados a las
llamas inquisidoras:
«...pero
este fuego terrenal que veis no es ni sombra del
que padecerán estos malditos réprobos en el seno
de Lucifer, sí, hermanos, donde espero que ardan
por los siglos de los siglos, amén», dijo
concluyendo su arrebatado sermón que los fieles
escucharon sobrecogidos; a continuación se
ofició una santa misa solemne acompañada de
salmos e himnos cantados por los coros de la
concatedral. Una vez acabada la misa, don Alonso
Becerra mandó hacer pública profesión de fe a
todos los presentes como preludio del Auto que
estaba a punto de comenzar, para que los
reconciliados pudieran recibir con mayor ánimo
las sentencias que se les avecinaban y
reconocieran sus pecados a cambio de salvar la
vida.
Cuando quiso acabar esta parte
previa, ya era medio día. Don Alonso Becerra
sintió una punzada en el estómago y esto fue
excusa bastante para que rogara a los presentes
que se fueran a comer, que descansaran y
repusieran fuerzas para poder continuar con la
ceremonia por la tarde
«en
que se leerán las sentencias
definitivas», aclaró.
―Ite in pace
―entonó la salmodia gregoriana al tiempo que
trazaba en el aire una amplia bendición.
―Laus Deo
―respondió el coro.
Y la multitud se
dispersó. A los que guardábamos los penados se
nos sirvió un plato de fiambres allí mismo,
servido por el mesonero que solía atender a sus
reverencias en ocasiones similares, en un
cuerpo de guardia construido junto a las celdas
donde se guardaban los presos que esta vez, los
pobres, quedaron ayunos.
A las dos en
punto voltearon las campanas de Santa María para
advertir al pueblo de Logroño de que se
reemprendía el ceremonial del Auto de Fe.
Sorprendentemente la plaza ya estaba llena media
hora antes, y es que mucha gente venida de fuera
había comido sobre el duro suelo para no
perderse el singular espectáculo. Había una
ansiedad morbosa por ver el final de la
ceremonia con la quema de los brujos.
Don Alonso, el
mayor, entonó las letanías de los santos con
gran solemnidad desde su sitial y los fieles
congregados coreaban el ora pro nobis a
cada versículo que el eco multiplicaba
por los aledaños de la plaza; cuando llegaron a
los kirie eléison finales,
autorizó a los secretarios con una leve
inclinación de cabeza para que iniciaran la
lectura de las sentencias; se había acordado
previamente que, para evitar que se
soliviantaran los ánimos y se originara un
tumulto debido a la fatiga y al escándalo
crecientes, comenzaran por las acusaciones más
graves: las de aquellos que iban a ser relajados
al brazo secular, de modo que la ansiedad del
pueblo quedara satisfecha quemándolos esa misma
tarde sin tener que esperar al día siguiente;
subido en el púlpito, don Ferrando fue
desgranando las aberraciones y tropelías de cada
uno de aquellos desgraciados: los crímenes,
actos de necrofagia, ofensas a Dios…,
calamidades que algunos ya conocíamos porque
eran repetición de las leídas ante el tribunal
cuatro meses atrás. La muchedumbre se mantuvo
sosegada porque muchas de aquellas nefandades
eran de dominio público: que comían cadáveres,
que envenenaban a infantes, destruían las
cosechas, fornicaban con el diablo...
No obstante,
había un temor infundado entre la gente de que
Satanás en persona pudiera venir con todo su
poder para liberar a los suyos de las garras de
la Iglesia, y esto hacía que la mayoría tuviera
permanentemente los ojos vueltos hacia la Cruz,
porque sabían que de esta forma nada malo les
podía ocurrir.
La lectura se
alargó una enormidad y poco a poco fue cayendo
la tarde. Cuando don Ferrando acabó con el
relato se encendieron antorchas y el señor
inquisidor ordenó que los reos fueran entregados
inmediatamente al brazo secular y conducidos al
brasero que ya ardía en la mal llamada “Plaza de
los Fuegos”, luminarias siniestras que
resplandecían en la fría noche riojana: seis
culpados en persona y cinco estatuas con sus
cajas de huesos serían quemados de forma
inmisericorde por ser declarados brujos
recalcitrantes, negativos, culpables de todo
tipo de maldades.
Y allí fui con
ellos camino de la hoguera: ¡qué griterío, santo
Dios!, ¡qué alaridos!, ¡qué locura más inmensa!
Yo abría la comitiva a caballo seguido por una
docena de soldados armados con mosquetes y
alabardas; pero ni mi presencia, ni la de los
mosqueteros hizo que disminuyera la ferocidad de
la multitud que azuzaba como una jauría rabiosa
a los reos. Se nos prometía una noche terrible,
¡vive Dios!, como así fue.
Cuando llegamos
con la procesión de los relajados al quemadero,
las hogueras ya estaban alumbrando la placeta
con no menos de quince palos enhiestos, tal como
había ordenado el señor inquisidor, con sus
haces de leña a un lado y las argollas listas
para dar garrote a aquellos que lo pidieran en
el último momento; comenzaron a sonar los
tambores; los frailes entonaron las salmodias
del oficio de difuntos y todo se desbocó
irremediablemente:
Dies irae, dies
illa,
solvet
saeculum in favilla…
Gritaban las
gentes, chisporroteaba la leña verde y el humo
se arremolinaba en densos torbellinos que
asfixiaba e irritaba los ojos de los testigos:
verdaderamente entre unas cosas y otras aquello
era lo más parecido al infierno que describe el
Dante en su Divina Comedia.
La muerte por el
fuego es algo tan horrible, tan inhumano, que
excuso dar detalles a vuestras mercedes para
evitarles un mal sueño. El olor nauseabundo a
vísceras chamuscadas resulta tan mefítico que
traspasa ropas y paredes impregnándolo todo
durante días. Es, ciertamente, difícil de
olvidar.
Sólo añadiré que
al amanecer del día 8 aún quedaban rescoldos
humeando y huesos a medio calcinar de estos
pobres desgraciados; los mismos hombres que
atendían las hogueras recogían con palas y
badiles los restos para arrojarlos en los
caminos que fueran pisoteados y devorados por
las alimañas, como era la costumbre... Para los
réprobos no había tregua ni descanso eterno.
Pero el Auto de
Fe no había concluido con la quema. Cuando Dios
amaneció aquel lunes, el cielo estaba encapotado
con negros nubarrones de luto; persistía un
olor acre en el aire que apelmazaba las miradas
de los vecinos. De los nuestros ninguno había
tenido descanso, y ya a primera hora de la
mañana estábamos listos para llevar al cadalso
el resto de los presos que habían de ser
condenados. Fuimos directamente del quemadero a
las cárceles, y de allí, a la plaza de Santiago
para continuar con el Auto del día anterior que
ofreció un notable descenso en cuanto al número
de curiosos ya que la ansiedad por ver la quema
de los reos estaba satisfecha, y los que
quedaban no provocaban la misma excitación
morbosa que los anteriores.
Fray Gaspar de
Palencia, mi amigo franciscano, predicó un
sencillo sermón hablando muy cuerdamente sobre
la caridad y el perdón «tal como Jesucristo hizo
con la Magdalena», que arrancó lágrimas a buena
parte de la concurrencia, en especial entre los
reos. Luego tomó la palabra uno de los
secretarios, don Zacarías de Covaleda, y comenzó
a leer las sentencias de los reconciliados
principiando por unos embusteros y estafadores
que habían ganado muchos dineros engañando a los
fieles diciendo que podían curar y hacer
milagros en nombre de Cristo, y se les condenó
a cinco años de galeras junto con doscientos
azotes que recibieron en los calabozos. También
fueron condenados una veintena de brujos que
reconocían sus pecados y habían abjurado
públicamente de Satanás, por lo que se les
consideró reconciliados castigándoles a cadena
perpetua, cien azotes por haberse dado al
Diablo y destierro según su grado o afincamiento
en la secta. A unos cristianos nuevos se les
acusó de que eran judíos mal conversos porque
seguían guardando los sábados, ponían manteles
al comer, usaban camisas limpias y cuellos
blancos con sus mejores vestidos en días
señalados y parecían guardar la ley de Moisés.
También se aprovechó para juzgar a un luterano
francés que se reconcilió en el último momento y
salvó la vida.
De entre los brujos condenados
había dieciocho mujeres a las que el teólogo
Martín de Castañeda defendía diciendo que
«había
que perdonar porque las mujeres son propensas a
la brujería por ser de natural enredadoras y
mentirosas, y que no saben guardar fidelidad ni
a los maridos ni a la Santa Religión», cosa que
escandalizó a más de uno.
A María Chipía,
reconciliada in extremis, el señor inquisidor
quitó allí mismo el sambenito en señal de perdón
para que el resto de los fieles viera la
magnanimidad que usaba el tribunal para con
estas reconciliadas de Zugarramurdi; ella
respondió dando gracias a Dios entre grandes
lágrimas y aspavientos, haciendo pública
confesión de su fe y prometiendo un sin fin de
limosnas y penitencias en cuanto se viera libre
de toda sospecha. A todos ellos don Alonso
Becerra dio la bendición, levantó la excomunión
y felicitó por haber vuelto al seno de la Santa
Madre Iglesia.
Para finalizar el acto, ya casi
de noche, el chantre de la iglesia colegial y
un grupo de hombres tomaron la Cruz y la
volvieron en procesión con hachas, faroles y
acompañamiento de música por las calles de
Logroño, entonando un solemne Tedeum
cuando se llegó a Santa María la Redonda.
A los
penitenciados tornamos a las cárceles para que
empezaran a cumplir sus penas; y con esto quedó
concluido el Auto de Fe que en muchos años no
habría de repetirse, a Dios gracias.