Un goteo incesante de hombres y
mujeres fue llegando a las cárceles de Logroño durante todo el
otoño de 1609 y hasta bien entrada la primavera del año siguiente,
como tengo dicho a vuestras mercedes.
—¡A
fe que son en extremo celosos de su grey los párrocos de Vera,
Lesaka y el abad de Urdax
—comentaba
don Juan del Valle a su cofrade don Alonso Becerra con mal
disimulada satisfacción—:
no desmayan en dar caza esa maldita secta de brujos entre la gente
de sus pueblos!
—Deo gratias.
—Nunc
et semper¹,
reverendo.
Dijo parodiando un proverbio latino
aunque, en el fondo, su comentario era la pura verdad.
Las cárceles engrosaban sin cesar,
ciertamente: ya sumaban una cincuentena los presos procedentes de
tierras zuamurdiarras. Y mientras tanto, «la máquina inquisitorial
no ceja en su empeño de perseguir el mal», como decía el abate
Gutiérrez con gozosa malicia, sintiéndose uno de los principales
engranajes de la tal maquinaria. Porque todo preso era objeto, al
menos, de tres audiencias preliminares antes de ser juzgado:
procedimiento habitual que abocaba en Auto de Fe, si llegaba el
caso, a tenor de las actas reflejadas en el llamado Libro de
Votos, del que el notario Gutiérrez era celoso guardián, pues en
su texto se apoyaban los encausadores para dictar sentencia.
Cada audiencia estaba presidida por un inquisidor con
su secretario y demás parafernalia tribunalicia, que iban indicando
lo que era menester preguntar para obtener las confesiones que se
buscaba de los reos, ayudándoles en las respuestas o animándoles con
falsas promesas de libertad, facilitando las delaciones de otros
nombres, aplicando torturas y otros métodos que los del oficio como
el viejo Calixto y yo mismo conocíamos muy bien. Porque como dijo en
cierta ocasión el inquisidor don Francisco Peña, vengativo y mordaz,
«el
juicio y las ejecuciones no se hacen con la intención de salvar el
alma del condenado, sino para escarmiento de los que se atrevan a
desafiar al Santo Oficio». Y escarmentados andábamos el resto de los
cristianos, vive Dios.
El 3 de abril de 1610 se congregó el
tribunal presidido por fray Alonso Becerra para oír el informe
redactado por don Juan, repuesto ya del largo viaje que hiciera a
Toledo para aclarar ciertos extremos que había planteado en materia
de brujería a los altos jurisconsultos de La Suprema, donde se
encontraba, por cierto, el famoso don Juan Ramírez, antiguo
inquisidor de Logroño y amigo personal suyo.
Allí estaban los reverendos señores
reunidos en la sala de audiencias: secretarios, calificadores,
notarios, escribanos, don Ferrando, etcétera; don Alonso de
Salazar, por ser el inquisidor más joven, hizo las plegarias del
ritual y tras invocar la asistencia del Espíritu Santo con el
Veni creátor tomaron asiento dispuestos a escuchar el relato de
los hechos.
Don Juan carraspeó esperando a que se hiciera
silencio en la sala; cuando lo consiguió, se arrancó señalando que
en el último otoño se había entregado a publicar Edictos de Fe por
los pueblos del Baztán,
«y
que entre los acontecimientos más notable de mi misión me cupo la
suerte de toparme con cinco chicas jóvenes que se declararon brujas,
hijas de algunas de las que estaban ya presas en nuestras cárceles
secretas, por lo que procedí, inmediatamente, a su examen e
indagación. Pregunté a ellas en primer lugar, y a trescientas
personas después
—hombres
y mujeres indistintamente—,
que me señalaran las malas artes que conocían de los brujos, así
como los lugares donde acostumbraban celebrar sus akelarres;
afortunadamente, los consultados reconocieron haber visto fabricar
ponzoñas a las acusadas, guardar sapos vestidos en sus casas, adorar
al diablo en misas negras y volar por los aires..., mas yo no he
encontrado pruebas tangibles con qué culparles por ser estas cosas
muy ocultas, aunque ciertas, y lo siento de verdad, porque quisiera
mostrarlas a sus reverencias para poder convencer a los escépticos
que aún se sientan entre nosotros...»; don Juan dejó caer estas
últimas palabras con sibilina insinuación al tiempo que clavaba su
mirada acusadora sobre don Alonso de Salazar, que se mantenía
sereno, indiferente.
«Por cierto —añadió el inquisidor—,
prohibí tajantemente que las mujeres llevaran la cabeza cubierta con
ese gorro puntiagudo de tela que suelen usar, porque por la forma y
el tamaño más bien parece un miembro erecto —«¡Qué dice este hombre,
se ha vuelto loco!» se oyó de pronto entre los asistentes seguido
por un murmullo de desaprobación, lo que le obligó a don Juan a
suavizar la expresión—, quiero decir un falo o pene, señores, y pido
excusas por utilizar semejantes palabras, que reconozco no son
adecuadas para este santo recinto, que para mi escándalo no me
explico cómo no se había prohibido antes tamaña inmoralidad. Que se
cubran con pañuelos indica modestia, pero que vayan provocando la
lascivia con semejantes atuendos, es un pecado mortal», bramó el
inquisidor.
Del total de brujos delatados, que
eran muchos, por esta vez había traído únicamente a quince de ellos,
junto con dos bígamos y tres acusados de blasfemos: veinte en total,
una carretada de presos; la llegada periódica de estas carretas era
todo un acontecimiento en la ciudad que las acogía con una
manifestación tumultuaria y exacerbada de fervientes defensores de
la fe; los primeros eran gente muy significativa dentro de la
secta, culpables, sin duda, de un delito continuado de
brujería; respecto de los otros, quedaba a la discreción del
tribunal aceptar su culpabilidad o inocencia.
Así pues, procedería a leer sin más
preámbulos el informe de denuncias que traía anotadas, junto con las
últimas sugerencias recibidas de La Suprema sobre pruebas y
testimonios. En la lista que iba a presentar a los reverendos
señores estaban incluidos todos los presos brujos, nuevos y viejos
indistintamente.
Comenzó su exposición citando los
hechos más comunes confesados por los vecinos de Zugarramurdi,
Etxalar, Urdax y Sare. Era una letanía interminable de horrores
supuestamente cometidos por los detenidos: relatos de sadismo, de
necrofagia, de envenenamientos, de crimem pessimum, de
sacrilegios y burla de lo sagrado que, a medida que avanzaba en la
lectura, iban minando la conciencia pudorosa de los oyentes; sartas
de pecados contra la fe, la moralidad y el sentido común, dichos
por boca de don Juan y creídos con la fe del carbonero por la
mayoría de los miembros del tribunal. La cosa llegó a resultar
insoportable. Algunos gesticulaban indicando que aquello no podía
ser cierto. Otros parecían sumamente abatidos, y los más se
mantenían con los ojos clavados en el artesonado del techo a la
espera de que concluyera semejante escarnio para sus oídos, aunque
nada de lo dicho les era desconocido: «¿quién en la España de su
católica majestad don Felipe Tercero ignora que los brujos comen
cadáveres?», preguntó don Juan tronando desde su cátedra.
Cuando acabó la lectura, el ambiente
era denso como de plomo; tomó la palabra el inquisidor mayor, fray
Alonso Becerra, que lucía en el pecho su flamante escudo de
Alcántara, hizo una reflexión sobre la brujería, sus métodos y el
sarcasmo que hacían de la religión; crímenes horrendos y torpísimos
delitos. Para relajar los ánimos, don Alonso de Salazar pidió que
se hiciera un receso de manera que los del tribunal pudieran
tomar un refrigerio servido por ministriles de un figón próximo, o
aprovecharan para intercambiar opiniones y hacerse una cabal idea
de lo que iban a juzgar.
Salieron sus reverencias al patio
de la fuente que había a la entrada para gustar el tibio sol de la
mañana y se formaron los corrillos habituales según afinidades,
amistades o cargos eclesiásticos. Algunos parecían seriamente
afectados, no por la novedad de los pecados expuestos, sino por la
impunidad con que eran llevados a la práctica por los brujos en sus
akelarres. Al cabo de una media hora de asueto sonó una
campanilla, volvieron a la sala de audiencias, tomaron asiento sus
reverencias y se reanudó la sesión.
Antes de entrar en debate, don Alonso
Becerra pidió que le fuera presentada la lista de los presos para
conocer nombres y detalles de los mismos. Don Juan sacó unos pliegos
de un cartapacio que tenía sobre la mesa junto con una copia de las
anotaciones del Cuaderno del Alcaide que yo le había hecho
llegar días atrás, a fin de que el tribunal tuviera noticia de los
personajes citados y los delitos que se les imputaban, los cargos
que ocupaban en la secta y su antigüedad en la misma, de forma que
pudieran comenzar las audiencias preliminares con ellos, si lo
consideraban oportuno. Dudó por un instante entre repartir los
pliegos a sus reverencias o dirigirse previamente al tribunal para
aclarar el contenido de los mismos; optó por lo segundo:
—Reverendísimos señores, creo que
sería muy penoso relatar los delitos en detalle de cada uno de los
detenidos que cito, pues resultaría harto prolijo y redundante;
en su lugar, yo mismo me he permitido hacer un resumen de sus
confesiones, así como de sus perversiones y ceremonias que suelen
tener en las cuevas que circundan al pueblo, muy abundantes, por
cierto, y magníficas. Si les parece bien, deberíamos examinar
previamente a los últimos llegados por ver si ofrecen novedades;
interroguemos a los principales antes de perdernos en nombres y
anécdotas de menor cuantía, que tiempo tendremos de sondear y juzgar
al resto...
La idea pareció buena y oportuna a la
mayoría del tribunal, por lo que hubo un murmullo de aprobación,
pensando que así se aligerarían enormemente las sesiones y evitaban
tediosas repeticiones de actas. Inmediatamente tomó la palabra el
inquisidor mayor:
—¡Ha tenido su reverencia una
excelente idea! Procedamos contra éstos en primer lugar, porque
empezando por la cabeza será más fácil llegar a los pies... —y
esbozó una beatífica sonrisa de circunstancias.
Don Juan agradeció el cumplido con
una inclinación de cabeza y mandó al reverendo Gutiérrez repartir
las listas con los nombres de los presos, algunos de los cuales
aparecían señalados con una cruz roja al costado: hombres y mujeres
marcados que pronto iban a sentir en sus carnes todo el peso
inmisericorde de la ley en un juicio inapelable...
Acto seguido, don Alonso Becerra
anunció con toda solemnidad:
—Muy bien; ordénese al señor Alcaide
que haga todo lo que fuere menester para completar las declaraciones
de los presos: nuevos y viejos, especialmente los que vienen
señalados con esa cruz, antes de que la peste nos deje sin culpados
—aludiendo, sin duda, a los fallecidos el verano pasado—. Sus
reverencias quedan emplazadas, Deo volente, dentro de un
mes, que tendremos las primeras vistas orales antes de que se nos
vengan los calores del estío...
Se pusieron en pie para rezar el
Ángelus pues acababan de sonar las campanadas en la torre de la
catedral; concluida la oración, dieron por finalizada la audiencia y
poco a poco fueron saliendo al patio en corrillos dispares
aprovechando para saludarse los viejos conocidos, hablar de sus
chismes clericales, de nombramientos y prebendas, de cátedras y
oficios, etcétera, en torno a la fuente y el pozo. Los menos sacaron
a relucir las Novísimas Instrucciones de La Suprema que hacía
poco habían llegado al tribunal de Logroño para casos de brujería y
no les juzgaban del todo mal, aunque les resultaban excesivamente
protocolarias:
—¿Se ha dado cuenta su reverencia de
que no aparece citada la palabra “caridad” en ninguno de los
artículos de La Suprema? —comentó don Alonso de Salazar a fray
Gaspar de Palencia, guardián del convento de los frailes descalzos y
amigo suyo, en el umbral de la puerta.
—No me extraña —respondió el
religioso recogiéndose el cordón franciscano que le pendía de la
cintura—, la venalidad es lo único que interesa a muchos de nuestros
queridos jerarcas...
Era mediodía; lucía un sol
primaveral, pálido y frágil. El de Salazar fue de los últimos en
salir al patio; la claridad le cegó por un instante y se cubrió los
ojos con la mano al tiempo que se calaba el solideo color grana que
solía usar como canónigo que era en su tierra burgalesa; se apoyó en
el brocal del pozo y se detuvo a contemplar el espejo del agua
mientras se perdía en reflexiones sobre el caso que ocupaba al
tribunal en estos momentos. Tal vez por ser un poco más joven que
los otros dos inquisidores, por sus viajes y estancia en Roma,
por su formación humanística y estudios de teología, discrepaba en
la forma y en el fondo de la cuestión: «todo lo referente a la
brujería no era cosa tan evidente y real como se pensaba, sino que
en buena parte dependía de la malsana imaginación de gentes
enfermas», pues estaba claro como el sol que les alumbraba que
muchas de las cosas dichas eran absolutamente increíbles o, cuando
menos, refutables, como eso de que los brujos volasen por los
aires, chupasen la sangre de los niños o comieran cadáveres...,
máxime que la mayoría de las delaciones presentadas eran hechas por
menores ansiosos de notoriedad, o de venganza, que las declaraciones
de los reos se obtenían bajo amenazas o torturas, y que no estaba en
absoluto de acuerdo con eso de que «las actas que se presentaban
ante el tribunal reflejaban la verdad, toda la verdad y nada más
que la verdad...»
Perdido como andaba en estos
pensamientos, sintió de repente que alguien le estaba observando.
Volvió la cabeza y se tropezó con los ojos grises de don Juan que se
acercó y le dijo con una sonrisa helada:
—Ya sé que discrepáis de nuestros
métodos, don Alonso..., pero yo no me aparto un ápice de las
Instrucciones del inquisidor Valdés en materia de brujería...
Es más, me gustaría que su reverendísima fuera por allí, por las
tierras de Navarra, para que viera la clase de crímenes que son
capaces de cometer esos monstruos, las cuevas donde habitan y sus
depravaciones.
Don Alonso de Salazar le miró con
calma y con un poco de compasión porque veía en él a un hombre
tal vez con buenas intenciones, pero ahogado en un mar de odio;
por esto le dijo sin alterar la voz:
—Pues allí pienso volver más pronto
que tarde, descuide su reverencia... Y cuando esté en aquellas
tierras, que me han dicho son extraordinariamente bellas, no espero
ver volar sino a los pájaros del cielo...
Su frase quedó como suspensa en el
aire. Luego dio media vuelta y, al alejarse, notó que entre ellos
empezaba a alzarse un muro de frialdad, de reproche.
Por cierto, fue muy comentado el
gélido encuentro de los dos inquisidores y pronto por los mentideros
de la ciudad se extendió el comentario de que había una más que
evidente rivalidad entre ambos; por otro lado, las palabras
sosegadas de don Alonso empezaban a escandalizar a más de uno que
veía con la llegada de los brujos poco menos que un aviso del cielo
previo a un castigo divino mucho más severo que el de la peste, que
ya se andaba cebando entre la población, y que ya no era cuestión
de discutir si volaban o no volaban estos hijos de Satanás, sino de
quemarlos todos juntos o de uno en uno...
Al día siguiente, don Alonso Becerra
ordenó a don Ferrando que me buscara para que cumpliera
inmediatamente el encargo del tribunal. Envió a un tal Llorente, un
mozo navarro recién incorporado al grupo de verdugos que se llegó a
mi casa a la hora de la siesta para decirme:
—De parte del señor inquisidor, que
disponga vuestra merced lo necesario para interrogar a las personas
que vienen aquí señaladas —y me mostró el pliego—.Y que antes de un
mes esté todo concluido. Dice su reverencia que es muy urgente.
—¿Tanto como para interrumpir la
siesta a un buen cristiano? —le dije contrariado.
—Tal vez, señor —respondió él; me
saludó con mucha cortesía y se fue—: quede vuestra merced con Dios.
Enseguida me di cuenta de que, con
aquellas prisas, las cosas iban completamente desbocadas y tenía que
actuar de manera rápida. Mandé a los alguaciles que convocaran a
los implicados en la tarea, de forma que a la mañana siguiente
estuviera todo el mundo en la sala de interrogatorios, aquella de
mis primeros días de oficio, para informarles de los detalles del
procedimiento que habían de seguir.
Yo fui el primero en llegar, y al
poco rato empezaron a aparecer caras conocidas como la de Sebastián
Duáñez, mi paisano, al que prometí hacer hombre de mi confianza a
poco de mi nombramiento, y otros nuevos como el propio Llorente,
amén de los alguaciles, notarios, el delegado del obispo de
Calahorra, y hasta el médico que, contrariamente a las normas del
Santo Oficio, era de familia de conversos porque no se había
encontrado en toda la ciudad otro cirujano que fuera cristiano
viejo; algunos le miraban con desprecio, pero a él se le daba una
higa que le llamaran marrano, protegido como estaba bajo el
manto de la Inquisición; también acudieron algunos familiares
que colaboraban en traer y llevar los presos de las celdas a
la sala de interrogatorios a fin de que la cosa se hiciera de una
forma fluida y sin pérdidas de tiempo.
Les hice una pequeña reflexión
recordando sus obligaciones, que fueran benignos con los acusados y
firmes en sacarles la verdad, sin excederse en torturas
innecesarias, que muchos de ellos eran gente mayor y podían morir si
se les castigaba con dureza. Que respetaran a las mujeres en su
condición y no abusaran de ellas so pena de ser castigados con
azotes y envidados a galeras, y que me advirtieran en todo tiempo y
lugar de cómo iban las declaraciones. Les entregué los nombres
que traía anotados en la lista para empezar con los
interrogatorios, emplazándoles a que de aquí a veinte días estuviera
todo listo, trabajando día y noche si fuere preciso para poder
presentar las declaraciones al tribunal en la fecha convenida.
—Si tienen alguna cosa que
preguntarme, háganlo vuestras mercedes ahora mismo —les dije.
—¿Y esas cruces rojas que se ven
junto a los nombres?
—Son los primeros que deben ser
interrogados, caballeros.
—Pues no se preocupe vuestra merced,
señor Alcaide, que yo me encargaré de que todo vaya como Dios manda
—puntualizó el reverendo Gutiérrez, con su risa de zorro y cara de
viruelas—. Ya sabe vuestra merced que si algo me sobra en estas
cosas es experiencia...
—Lo dicho, señores, queden con Dios
—y marché a mis obligaciones.
Yo no asistí a las sesiones de
interrogatorios porque mi presencia allí no era imprescindible ya
que los notarios se encargaban de reflejar fielmente el devenir de
los hechos, y a fe que el reverendo Gutiérrez lo hizo a conciencia,
pues llenó no menos de cincuenta pliegos que, puestos a limpio,
trasladé al tribunal tal como me había pedido don Ferrando.
Lo cierto es que todos parecían satisfechos con su
trabajo: víctimas y verdugos; los interrogatorios fueron fluidos
pues no hubo que emplear tortura con ninguno de ellos, ya que
reconocieron pláticamente lo confesado en la iglesia de Zugarramurdi
o en la audiencia, muchos de ellos contra su voluntad, es cierto,
pues
aún
considerándose inocentes en su fuero interno, se
declaraban culpables para salvar la vida, tal como confesó María
Chipía a su sobrina María de Jaureteguía —una bella muchacha de
veintidós años que fue de las primeras en llegar a las cárceles de
Logroño—: «Mira, hija, ni soy bruja, ni sé qué cosa sea eso, ni
tengo nada que decir al tribunal cuando me pregunten, pero
responderé a todo que sí para que no me quemen...», le dijo; y
María le respondió: «Pues yo haré lo mismo si puedo, tía».
Mi obligación, de todas formas, era
mantenerlos vivos y en buen estado el mayor tiempo posible frente a
la amenaza de los otros presos, la peste, la vejez...
De aquellos famosos papeles que me
dieron los notarios mandé hacer copia, que todavía conservo entre
mis mamotretos y, ¡por San Judas Tadeo!, que después de haberlos
leído docenas de veces todavía me da un repeluzno cuando los veo,
porque cada vez estoy más convencido de que todo aquello no fue
sino un maldito embrollo en el que pagaron justos por pecadores.