10.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 10º

Sobre brujos y brujerías

Un goteo incesante de hombres y mujeres fue llegando a las cárceles de Logroño durante  todo el otoño de 1609 y hasta bien entrada la primavera del año siguiente, como tengo dicho a vuestras mercedes.

¡A fe que son en extremo celosos de su grey los párrocos de Vera, Lesaka y el abad de Urdax comentaba don Juan del Valle a su cofrade don Alonso Becerra con mal disimulada satisfacción: no desmayan en dar caza esa maldita secta de brujos entre la gente de sus  pueblos!

Deo gratias.

Nunc et semper¹, reverendo.

Dijo parodiando un proverbio latino aunque, en el fondo, su comentario era la pura verdad. 

Las cárceles engrosaban sin cesar, ciertamente: ya sumaban una cincuentena los presos procedentes de tierras zuamurdiarras.  Y mientras tanto, «la máquina inquisitorial no ceja en su empeño de perseguir el mal», como decía el abate Gutiérrez con gozosa malicia, sintiéndose uno de los principales engranajes de la tal maquinaria. Porque todo preso era objeto, al menos,  de tres audiencias preliminares antes de ser juzgado: procedimiento habitual que abocaba en Auto de Fe, si llegaba el caso,  a tenor de las actas reflejadas en el llamado Libro de Votos, del que el notario Gutiérrez era celoso guardián, pues en su texto se apoyaban los encausadores para dictar sentencia.

Cada audiencia estaba presidida por un inquisidor con su secretario y demás parafernalia tribunalicia, que iban indicando lo que era menester preguntar para obtener las confesiones que se buscaba de los reos, ayudándoles en las respuestas o animándoles con falsas promesas de libertad, facilitando las delaciones de otros nombres, aplicando torturas y otros métodos que los del oficio como el viejo Calixto y yo mismo conocíamos muy bien. Porque como dijo en cierta ocasión el inquisidor don Francisco Peña, vengativo y mordaz, «el juicio y las ejecuciones no se hacen con la intención de salvar el alma del condenado, sino para escarmiento de los que se atrevan a desafiar al Santo Oficio». Y escarmentados andábamos el resto de los cristianos, vive Dios. 

 El 3 de abril de 1610 se congregó el tribunal presidido por fray  Alonso Becerra para oír el  informe redactado por don  Juan, repuesto ya del largo viaje que hiciera a Toledo para aclarar ciertos extremos que había planteado en materia de brujería a los altos jurisconsultos de La Suprema, donde se encontraba, por cierto, el famoso don Juan Ramírez, antiguo inquisidor de Logroño y amigo personal suyo.

Allí estaban los reverendos señores reunidos en la sala de audiencias: secretarios, calificadores, notarios, escribanos, don Ferrando, etcétera;  don Alonso de Salazar, por ser el inquisidor más joven,  hizo las plegarias del ritual y tras invocar la asistencia del Espíritu Santo con el Veni creátor tomaron asiento dispuestos a escuchar el relato de los hechos.

Don Juan carraspeó esperando a que se hiciera silencio en la sala; cuando lo consiguió, se arrancó señalando que en el último otoño se había entregado a publicar Edictos de Fe por los pueblos del Baztán, «y que entre los acontecimientos más notable de mi misión me cupo la suerte de toparme con cinco chicas jóvenes que se declararon brujas, hijas de algunas de las que estaban ya presas en nuestras cárceles secretas, por lo que procedí, inmediatamente, a su examen e indagación. Pregunté a ellas en primer lugar, y a trescientas personas después hombres y mujeres indistintamente, que me señalaran las malas artes que conocían de los brujos, así como los lugares donde acostumbraban celebrar sus akelarres; afortunadamente, los consultados reconocieron haber visto fabricar ponzoñas a las acusadas, guardar sapos vestidos en sus casas, adorar al diablo en misas negras y volar por los aires..., mas yo no he  encontrado  pruebas  tangibles con qué culparles por ser estas cosas muy ocultas, aunque ciertas, y lo siento de verdad, porque quisiera mostrarlas a sus reverencias para poder convencer a los escépticos que aún se sientan entre nosotros...»; don Juan dejó caer estas últimas palabras con sibilina insinuación al tiempo que clavaba su mirada acusadora sobre don Alonso de Salazar, que se mantenía sereno, indiferente.

«Por cierto —añadió el inquisidor—, prohibí tajantemente que las mujeres llevaran la cabeza cubierta con ese gorro puntiagudo de tela que suelen usar, porque por la forma y el tamaño más bien parece un miembro erecto —«¡Qué dice este hombre, se ha vuelto loco!» se oyó de pronto entre los asistentes seguido por un murmullo de desaprobación, lo que le obligó a don Juan a suavizar la expresión—, quiero decir un falo o pene, señores, y pido excusas por utilizar semejantes palabras, que reconozco no son adecuadas para este santo recinto, que para mi escándalo no me explico cómo no se había prohibido antes tamaña inmoralidad. Que se cubran con pañuelos indica modestia, pero que vayan provocando la lascivia con semejantes atuendos, es un pecado mortal», bramó el inquisidor.

Del total de brujos delatados, que eran muchos, por esta vez había traído únicamente a quince de ellos, junto con dos bígamos y tres acusados de blasfemos: veinte en total, una carretada de presos; la llegada periódica de estas carretas era todo un acontecimiento en la ciudad que las acogía con una manifestación tumultuaria y exacerbada de fervientes defensores de la fe; los primeros eran gente muy significativa dentro de la secta,  culpables, sin duda, de  un  delito  continuado de brujería;  respecto de los otros, quedaba a la discreción del tribunal aceptar su culpabilidad o inocencia.

Así pues,  procedería a leer sin más preámbulos el informe de denuncias que traía anotadas, junto con las últimas sugerencias recibidas de La Suprema sobre pruebas y testimonios. En la lista que iba a presentar a los reverendos señores estaban incluidos todos los presos brujos, nuevos y viejos indistintamente.

Comenzó su exposición citando los hechos más comunes confesados por los vecinos de Zugarramurdi, Etxalar, Urdax y Sare. Era una letanía interminable de horrores supuestamente cometidos por los detenidos: relatos de sadismo, de necrofagia, de envenenamientos, de crimem pessimum, de sacrilegios y burla de lo sagrado que, a medida que avanzaba en la lectura, iban minando la conciencia pudorosa de los oyentes; sartas de pecados contra la  fe, la moralidad  y el sentido común, dichos por boca de don Juan y creídos con la fe del carbonero por la mayoría de los miembros del tribunal.  La cosa llegó a resultar insoportable. Algunos gesticulaban indicando que aquello no podía ser cierto.  Otros parecían sumamente abatidos, y los más se mantenían con los ojos clavados en el artesonado del techo a la espera de que concluyera semejante escarnio para sus oídos, aunque nada de lo dicho les era desconocido: «¿quién en la España de su católica majestad don Felipe Tercero ignora que los brujos comen cadáveres?», preguntó don Juan tronando desde su cátedra.

Cuando acabó la lectura, el ambiente era denso  como de plomo; tomó la palabra el inquisidor mayor, fray Alonso Becerra, que lucía en el pecho su flamante escudo de Alcántara, hizo una reflexión sobre la brujería, sus métodos y el sarcasmo que hacían de la religión;  crímenes horrendos y torpísimos delitos. Para  relajar  los  ánimos, don Alonso de Salazar pidió que se hiciera  un  receso de  manera que los del  tribunal pudieran tomar un refrigerio servido por ministriles de un figón próximo, o aprovecharan para  intercambiar opiniones y hacerse una cabal idea de lo que iban a juzgar.

Salieron  sus reverencias al  patio de la  fuente que había a la entrada para gustar el tibio sol de la mañana y se formaron los corrillos habituales según afinidades, amistades o cargos eclesiásticos.  Algunos parecían seriamente afectados, no por la novedad de los pecados expuestos, sino por la impunidad con que eran llevados a la práctica por los brujos en sus akelarres.  Al cabo de una media hora de asueto sonó una campanilla, volvieron a la sala de audiencias, tomaron asiento sus reverencias  y se reanudó la sesión.

Antes de entrar en debate, don Alonso Becerra pidió que le fuera presentada la lista de los presos para conocer nombres y detalles de los mismos. Don Juan sacó unos pliegos de un cartapacio que tenía sobre la mesa junto con una copia de las anotaciones del Cuaderno del Alcaide que yo le había hecho llegar días atrás, a fin de que  el tribunal  tuviera noticia de los personajes citados y los delitos que se  les imputaban, los cargos que ocupaban en la secta  y su antigüedad en la misma, de forma que pudieran comenzar las audiencias preliminares con ellos, si lo consideraban oportuno. Dudó por un instante entre repartir los pliegos a sus reverencias o dirigirse previamente al tribunal para aclarar el contenido de los mismos; optó por lo segundo:

—Reverendísimos señores, creo que sería muy penoso relatar los delitos en detalle de cada uno de los detenidos que cito, pues  resultaría  harto prolijo  y  redundante; en su lugar, yo mismo me he permitido hacer un resumen de sus confesiones, así como de sus perversiones y ceremonias que suelen tener en las cuevas que circundan al pueblo, muy abundantes, por cierto, y magníficas. Si les parece bien,  deberíamos examinar previamente a los últimos llegados por ver si ofrecen novedades; interroguemos a los principales antes de perdernos en nombres y anécdotas de menor cuantía, que tiempo tendremos de sondear y juzgar al resto...

La idea pareció buena y oportuna a la mayoría del tribunal, por lo que hubo un murmullo de aprobación, pensando que así se aligerarían enormemente las sesiones y evitaban tediosas repeticiones de actas. Inmediatamente  tomó la palabra el  inquisidor mayor:

—¡Ha tenido su reverencia una excelente idea! Procedamos  contra éstos en primer lugar, porque empezando por la cabeza será más fácil llegar a los pies... —y esbozó una beatífica sonrisa de circunstancias.

Don Juan agradeció el cumplido con una inclinación de cabeza y mandó al reverendo Gutiérrez repartir las listas con los nombres de los presos, algunos de los cuales aparecían señalados con una cruz roja al costado: hombres y mujeres marcados que pronto iban a sentir en sus carnes todo el peso inmisericorde de la ley en un juicio inapelable...

Acto seguido, don Alonso Becerra anunció con toda solemnidad:

—Muy bien; ordénese al señor Alcaide que haga todo lo que fuere menester para completar las declaraciones de los presos: nuevos y viejos, especialmente los que vienen señalados con esa cruz, antes de que la peste nos deje sin culpados —aludiendo, sin duda, a los fallecidos el verano pasado—. Sus reverencias quedan emplazadas, Deo volente,  dentro de un mes, que tendremos las primeras vistas orales antes de que se nos vengan los calores del estío...

Se pusieron en pie para rezar el Ángelus pues acababan de sonar las campanadas en la torre de la catedral; concluida la oración, dieron por finalizada la audiencia y poco a poco fueron saliendo al patio en corrillos dispares aprovechando para saludarse los viejos conocidos, hablar de sus chismes clericales, de nombramientos y prebendas,  de cátedras y oficios, etcétera, en torno a la fuente y el pozo. Los menos sacaron a relucir las Novísimas Instrucciones de La Suprema que hacía poco habían llegado al tribunal de Logroño para casos de brujería y no les juzgaban del todo mal, aunque les resultaban excesivamente protocolarias:

—¿Se ha dado cuenta su reverencia de que no aparece citada la palabra “caridad” en ninguno de los artículos de La Suprema? —comentó don Alonso de Salazar a fray Gaspar de Palencia, guardián del convento de los frailes descalzos y amigo suyo, en el umbral de la puerta.

—No me extraña —respondió el religioso recogiéndose el cordón franciscano que le pendía de la cintura—, la venalidad es lo único que interesa a muchos de nuestros queridos jerarcas...  

Era mediodía; lucía un sol primaveral, pálido y frágil. El de Salazar fue de los últimos en salir al patio; la claridad le cegó por un instante y se cubrió los ojos con la mano al tiempo que se calaba el solideo color grana que solía usar como canónigo que era en su tierra burgalesa; se apoyó en el brocal del pozo y se  detuvo a contemplar el espejo del agua mientras se perdía en reflexiones sobre el caso que ocupaba al tribunal en estos momentos. Tal vez por ser un poco más joven que los otros dos inquisidores, por sus  viajes  y  estancia en Roma,  por su formación humanística y estudios de teología, discrepaba en la forma y en el fondo de la cuestión: «todo lo referente a la brujería no era cosa tan evidente y real como se pensaba, sino que en buena parte dependía  de la malsana imaginación de gentes enfermas», pues estaba claro como el sol que les alumbraba que muchas de las cosas dichas eran absolutamente increíbles o, cuando menos, refutables, como eso de que los brujos  volasen por  los  aires, chupasen la sangre de los niños o comieran cadáveres...,  máxime que la mayoría de las delaciones presentadas eran  hechas por menores ansiosos de notoriedad, o de venganza, que las declaraciones de los reos se obtenían bajo amenazas o torturas, y que no estaba en absoluto de acuerdo con eso de que «las actas que se presentaban ante el tribunal reflejaban la verdad, toda la verdad  y  nada más que la verdad...»

Perdido como andaba en estos  pensamientos,  sintió de repente que alguien le estaba observando. Volvió la cabeza y se tropezó con los ojos grises de don Juan que se acercó y le dijo con una sonrisa helada:

—Ya sé que discrepáis de nuestros métodos, don Alonso...,  pero yo no me aparto un ápice de las Instrucciones del  inquisidor Valdés en materia de brujería... Es más, me gustaría que su  reverendísima  fuera por allí, por las tierras de Navarra,  para que viera la clase de  crímenes  que son capaces  de cometer  esos  monstruos, las cuevas donde habitan y sus depravaciones.

Don Alonso de Salazar le miró  con  calma  y con un poco de compasión porque  veía en él  a un hombre  tal vez con buenas  intenciones,  pero ahogado en un mar de odio; por esto le dijo sin alterar la voz:

—Pues allí pienso volver más pronto que tarde, descuide su reverencia... Y cuando esté en aquellas tierras, que me han dicho son extraordinariamente bellas,  no espero ver volar sino a los pájaros del cielo...

Su frase quedó como suspensa en el aire. Luego dio media vuelta y, al alejarse, notó que entre ellos empezaba a alzarse un muro de frialdad, de reproche.

Por cierto, fue muy comentado el gélido encuentro de los dos inquisidores y pronto por los mentideros de la ciudad se extendió el comentario de que había una  más que evidente  rivalidad entre ambos; por otro lado, las palabras  sosegadas  de don Alonso empezaban a escandalizar a más de uno que veía con la llegada de los brujos poco menos que un aviso del cielo previo a un castigo divino mucho más severo que el de la peste, que ya se andaba cebando entre la población, y  que  ya no era cuestión de discutir si  volaban o no volaban estos hijos de Satanás, sino de quemarlos  todos juntos o de uno en uno... 

Al día siguiente, don Alonso Becerra ordenó a don Ferrando que me buscara para que cumpliera inmediatamente el encargo del tribunal. Envió a un tal Llorente, un mozo navarro recién incorporado al grupo de verdugos que se llegó a mi casa a la hora de la siesta para decirme:

—De parte del señor inquisidor, que disponga vuestra merced lo necesario para interrogar a las personas que vienen aquí señaladas —y me mostró el pliego—.Y que antes de un mes esté todo concluido. Dice su reverencia que es muy urgente.

—¿Tanto como para interrumpir la siesta a un buen cristiano? —le dije contrariado.

—Tal vez, señor —respondió él; me saludó con mucha cortesía y se fue—: quede vuestra merced con Dios.

Enseguida  me di  cuenta de que, con aquellas prisas, las cosas iban completamente desbocadas y tenía que actuar de manera rápida. Mandé a los alguaciles que convocaran  a los implicados en la tarea, de  forma  que a la mañana siguiente estuviera todo el mundo en la sala de interrogatorios, aquella de mis primeros días de oficio, para informarles de los detalles del procedimiento que habían de seguir. 

Yo fui el primero en llegar, y al poco rato empezaron a aparecer caras conocidas como la de Sebastián Duáñez, mi paisano, al que prometí hacer hombre de mi confianza a poco de mi nombramiento, y  otros nuevos como el propio Llorente, amén de los alguaciles, notarios, el delegado del obispo de Calahorra, y  hasta el médico  que, contrariamente a las normas del Santo Oficio, era de familia de conversos porque no se había encontrado en toda la ciudad otro cirujano que fuera cristiano viejo; algunos le miraban con desprecio, pero a él se le daba una higa  que le llamaran marrano, protegido como estaba bajo el manto de la Inquisición; también acudieron algunos  familiares  que colaboraban en  traer  y  llevar  los  presos  de las  celdas a la sala de interrogatorios a fin de que la cosa se hiciera de  una forma fluida y  sin pérdidas de tiempo.

Les hice una pequeña reflexión recordando sus obligaciones, que fueran benignos  con los acusados y firmes en sacarles la verdad, sin excederse  en  torturas innecesarias, que muchos de ellos eran gente mayor y podían morir si se les castigaba con dureza. Que  respetaran a las mujeres en su condición y no abusaran de ellas  so pena de ser castigados con azotes y envidados a galeras, y que me advirtieran en todo tiempo y lugar de cómo  iban las  declaraciones. Les  entregué los nombres que traía anotados en la lista para empezar con los  interrogatorios, emplazándoles a que de aquí a veinte días estuviera todo listo, trabajando día y  noche  si fuere preciso para poder presentar las declaraciones al tribunal en la fecha convenida.

—Si tienen  alguna cosa que preguntarme, háganlo  vuestras mercedes  ahora mismo  —les dije.

—¿Y esas cruces rojas que se ven junto a los nombres?

—Son los primeros que deben ser interrogados, caballeros.

—Pues no se preocupe vuestra merced, señor Alcaide, que yo me encargaré de que todo vaya como Dios manda —puntualizó el reverendo Gutiérrez, con su risa de zorro y cara de viruelas—. Ya sabe vuestra merced que si algo me sobra en estas cosas es experiencia...

—Lo dicho, señores, queden con Dios —y marché a mis obligaciones.  

Yo no asistí a las sesiones de interrogatorios porque mi presencia allí no era imprescindible  ya que los notarios se encargaban de reflejar fielmente el devenir de los hechos, y a fe que el reverendo Gutiérrez lo hizo a conciencia, pues llenó no menos de cincuenta pliegos que, puestos a limpio, trasladé al tribunal tal como me había pedido don Ferrando. 

Lo cierto es que todos parecían satisfechos con su trabajo: víctimas y verdugos; los interrogatorios fueron fluidos pues no hubo que emplear tortura con ninguno de ellos, ya que reconocieron pláticamente lo confesado en la iglesia de Zugarramurdi o en la audiencia, muchos de ellos contra su voluntad, es cierto, pues aún considerándose inocentes en su fuero interno, se declaraban culpables para salvar la vida, tal como confesó María Chipía a su sobrina María de Jaureteguía —una bella muchacha de veintidós años que fue  de las primeras en llegar a las cárceles de Logroño—:  «Mira, hija, ni soy bruja, ni sé qué cosa sea eso, ni tengo nada que decir al tribunal cuando me pregunten, pero responderé a todo que sí para que no me quemen...», le  dijo; y María le respondió: «Pues yo haré lo mismo si puedo, tía».

Mi obligación, de todas formas, era mantenerlos vivos y en buen estado el mayor tiempo posible frente a la amenaza de los otros presos, la peste, la vejez...

De aquellos famosos papeles que me dieron los notarios mandé hacer  copia,  que todavía conservo  entre mis mamotretos y, ¡por San Judas Tadeo!, que después de haberlos leído docenas de veces  todavía me da un repeluzno cuando los veo,  porque cada  vez  estoy más convencido de que todo aquello  no fue sino  un maldito embrollo en el que pagaron justos por pecadores.

¹ Ahora y siempre

© Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

10.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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