13.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 13º

Concluyen las confesiones brujas

 Sabía que era tiempo de concluir la lectura de las confesiones brujas, pero algo se lo estaba entorpeciendo: «¿Será ésta una sutil artimaña del propio Satanás?», se preguntaba íntimamente inquieto don Ferrando mientras los miembros del tribunal se dedicaban a intercambiar opiniones en un pequeño receso. Desde lo alto del estrado podía observar con toda nitidez los rostros de los reverendos señores, y ya fuera por el calor, la congoja que provocaba el relato de los hechos, las expresiones blasfemas que contenían aquellas declaraciones, o por el ambiente enrarecido que flotaba en la sala de audiencias, lo cierto es que muchos de ellos aparecían abotargados, sanguinos, casi violáceos.

Sí, era tiempo de concluir de una maldita vez aquel relato para evitar mayores alborotos, actitudes rebeldes cuando no groseras, palabras fuera de tono... «Por los clavos de Cristo — se decía, mortificado—, que el talante jocoso de algunos miembros del tribunal es muy poco edificante; cabría pensar que se toman a chacota las declaraciones brujas».

Mientras reorganizaba los papeles y sus pensamientos, don Ferrando recordó, muy a su pesar, las recomendaciones que el inquisidor general, don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo, había enviado años atrás a todas las audiencias de su cargo exigiendo que fueran  extraordinariamente escrupulosos los miembros del tribunal a la hora de probar las malignidades y falsos poderes que se atribuían a la secta de los brujos. Y según él, estaba claro como la luz del día que las confesiones leídas —y las que faltaban por leer— probaban con holgura la gravedad de los hechos que allí se relataban; y, salvo los ciegos de corazón —entre los que incluía a su adversario canónico, el inquisidor don Alonso de Salar y Frías—, todo el mundo podía verlo.

No se explicaba que hombres tan sabios como don Pedro de Valencia, doctor en leyes  por la universidad de Salamanca, cronista real y consejero del rey don Felipe Tercero, pudiera alabar, traducir y aún publicar el Dictatum Christianum de Arias Montano —guía espiritual de muchos devotos y vademécum para prevenir las falsas herejías que se suelen dar en el Reyno Cathólico de su Magestad— por un lado, y hacer un Informe Censorio encargado por la Suprema en el que criticaba la ignorante credulidad de algunos jueces en materia de supercherías religiosas, por otro. No lo entendía y le avinagraba el espíritu, especialmente cuando supo que este don Pedro y don Alonso de Salazar eran íntimos amigos. Él no;  él era de la cuerda de don Juan de Alvarado: hombre sobrio, severo,  sincero. Y por encima de todo, piadoso.

Pero tenía que concluir la lectura. Algunos elementos del fondo de la sala mostraban una actitud francamente provocadora. Fray Alonso Becerra les estaba consintiendo demasiado con sus salidas de tono y sus interrupciones, pero poco más podía hacer contra ellos ya que su expulsión de la sala supondría la anulación de la audiencia con la consiguiente obligación de repetir todo el proceso. Y eso sería insoportable. Yo, por mi condición y oficio de Alcaide de las Secretas, me hallaba sentado al fondo como oyente, próximo a este grupo de frailes y canónigos vocingleros de los que don Blas y fray Veremundo eran las cabezas visibles y, francamente, me resultaba un poco violento permanecer a su lado; a fin de cuentas, mía era la responsabilidad última de que este informe se estuviera leyendo, teniendo en cuenta que hombres a mis órdenes habían sido quienes lo habían redactado y puesto en manos del tribunal, aunque yo no hubiera tenido parte directa en ello.

Así estaban las cosas cuando don Ferrando tomó aliento, abrió el cartapacio y se arrancó con un nuevo pliego:

—El diablo se les aparece también en sus casas y se mete en la cama con las brujas en figuras y formas distintas. Estebania de Petrisancea, de 37 años, casada con Juan de Azpilicueta, dice que casi todas las noches se le entraba el diablo en la cama para fornicar y que lo reconocía a oscuras porque tenía las carnes frías, como de pescado. Si estaba su marido al lado, lo dormía para que no se percatase y pudieran hacerlo sin temor de que  les oyera. «Lucifer —declara la acusada— es un amante muy ardoroso». A la pregunta de que si sentía algún placer carnal en sus relaciones con el diablo, ella respondió: «Muchísimo».

Otras veces, si alguien llamaba a la puerta de la casa y la bruja se hallaba en un akelarre, un diablo tomaba su forma y figura para que no se notara la ausencia. Esto le ocurrió a una mujer llamada Mari Juanto, que acudió una vecina para comprarle huevos y el diablo salió a recibirla  travestido de ella porque no estaba, y le dijo que no tenía. Cuando volvió del akelarre la Mari Juanto, el diablo le informó del suceso y ella le contestó que bien le podía haber dado los huevos a la vecina porque tenía tres docenas, y  que la próxima vez mirara detrás de la puerta, que era donde los guardaba dentro de una  cesta.

Miguel de Goiburu cuenta que él y las brujas más ancianas: Graciana, Estebania,  María Presona y Graciana Xarra, que trabajaba de hospitalera en el hospital de peregrinos de Urdax, todas ellas presas en las cárceles secretas y alguna ya fallecida, solían hacer al demonio una ofrenda que le era muy agradable. Para ello iban por la noche a los cementerios con una cestilla y desenterraban los cuerpos de los difuntos que estaban en trance de descomposición y de ellos sacaban los huesos más pequeños de los pies, las ternillas de las narices y todos los huesecillos que hay en las manos;  también cogían los sesos de las cabezas que se estaban pudriendo y las partes aquellas del cuerpo que son para el demonio muy sabrosas... Las recogían en la cestilla, las guardaban y volvían a cubrir las sepulturas con tierra para que no se notara la profanación. Dicen que para hacerlo llevaban una luz muy especial. Juan de Lambert, de Rentería, hijo de un famoso brujo quemado en Francia, declara que, cuando van por la noche sin el demonio a hacer estas tareas, toman el brazo de un niño muerto sin ser bautizado y fabrican con él una especie de antorcha que encienden por la parte donde están los dedos, y es de tal condición la luz que desprende que solamente pueden ver con ella los que son brujos, y por ende no han de temer ser vistos por gente extraña.

«¡Patrañas!» se oyó gritar desde el fondo de la sala. «¡No son más que patrañas!» Don Ferrando se detuvo un segundo. Esperó a que se apagaran las voces y siguió leyendo:

—Con los huesos guardados en la cesta van al akelarre y allí se los ofrecen al diablo diciendo: «Tomad señor este regalo que os traemos». Y el demonio se muestra por ello muy contento. Se sienta a la mesa y empieza a comerlos con unos dientes que tiene muy grandes, chascando y haciendo ruidos como los puercos. Y les invita a comer a todos que, aunque son duros, lo pueden hacer muy bien porque el demonio les da fuerza y gracia para ello. También les ofrece parte de los sesos hediondos que, a pesar de estar  llenos de gusanos, los comen con gusto por darle contento al diablo.

De nuevo volvió a oírse la misma voz: «¡Por Dios Santo, qué asco; dejad de leer semejantes porquerías y concluya de una vez!»

Fray Alonso agitó la campanilla para acallar al alborotador de manera que el secretario pudiera seguir con la lectura:

—Muchas veces al año, confesó Juan de Sansín, el joven cedacero de Zugarramurdi y atabalero en las fiestas, cuando los trigos y los frutos empiezan a florecer, hacen polvos y ponzoñas para estropearlos. Para ello salen al campo con azadas y sacos a buscar bichos; les suele acompañar el diablo que les ayuda a encontrarlos por las partes más húmedas, sacando gran cantidad de escuerzos, culebras, lagartos, limacos, caracoles, víboras... Unas veces los llevan a sus casas y otras a los akelarres; cuando están de vuelta, el demonio les echa su bendición y comienzan a desollar los escuerzos que han cogido mordiéndolos con los dientes y cortándoles el pellejo; luego descuartizan todas las sabandijas, culebras, etcétera, mezclándolas en una olla con los huesos y sesos de los difuntos que han guardado de la última vez, y con el agua verdinegra que tienen de los sapos vestidos; cuecen toda aquella pócima hasta quedar reducida a polvos, que son los que emplean para maldecir, destruir frutos, matar, dañar a personas y ganados...

«¡Patrañas, no son más que patrañas!», insistió tozudamente el mismo individuo. Algunos volvieron la cabeza para identificar al escandaloso; hubo unos segundos de estupor que ahondó aún más el silencio de la sala; fray Alonso reprochó con una severa mirada al autor de las interrupciones; don Ferrando esperó unos segundos a que volviera la calma sin levantar la vista de los papeles y continuó leyendo:

—Cuando quieren hacer algún mal de verdad, llaman a  Miguel de Goiburu que es el encargado de llevar la redoma donde guardan estos polvos malignos, salen al campo y citan a Belcebú para que acuda a ayudarlos;   llega el diablo y los arroja con la mano izquierda por el aire diciendo con voz ronca y tenebrosa: «Polvos, malos polvos, piérdase todo lo que haya en este campo, o en este pueblo, y que se salve lo mío» para aniquilar la cosecha de algún vecino; y dicen que al cabo de un tiempo se  malogra lo que haya en  aquel campo.  Si lo hacen sobre los castaños, los erizos se vuelven mustios, no llevan castañas sino sólo cáscaras. Si sobre los manzanos, la flor se marchita, enferma y seca para que no llegue el fruto. A los trigos suelen hacérselo cuando están en caña,  antes de que comiencen a granar, y  las espigas se quedan vanas o los granos son muy pobres. Las habas se llenan de pulgones, las berzas son comidas por los caracoles..., y ninguna planta queda salva. No obstante, confiesa  que no por eso sus heredades son de mejor condición que las otras, pues el mal se extiende por igual sin respetar las posesiones de los brujos, por eso cuidan mucho de hacer el daño lo más lejos posible de sus tierras.

Proceden de la misma forma con las personas que buscan arruinar,  matar o hacerles caer enfermas por indicación del demonio o por vengar viejas enemistades. Y así le piden que a tal o cual persona le dé un mal de muerte o una enfermedad, según las ganas que tenga de venganza. Satanás bendice unos pocos polvos y le concede la petición al brujo; luego le acompaña a casa de la persona que quiere dañar y, aprovechando que duerme, le abren la boca metiéndole un atadillo de aquellos polvos envueltos en piel de sapo, o le unta el hombro izquierdo, el cuello u otras partes diciendo: «El Señor de las Tinieblas te dé mal de muerte, o te dé tal enfermedad por tanto tiempo, etcétera». Y en acabando se van. En breve estas personas caen enfermas o comienzan a padecer muy grandes dolores y trabajos llegando, incluso, a morir en poco tiempo.

Y entre muertes, males y venganzas, más de veinte confiesa haber cometido Graciana de Barrenetxea. Dice que a poco de tener amores con el demonio y ser amante suya, le tuvo gran envidia y celos una tal Carmela de Odia, hermana de Juan de Odia, bruja como ella y también enamorada del diablo;  por esta competencia de amores empezaron a mirarse mal. Entonces “la reina” determinó acabar con ella. Y yendo una noche acompañada del diablo, porque ella era la principal, entró en el aposento de la otra mientras dormía y ejecutaron su deseo poniéndole un trozo de pellejo de sapo en la boca en el que iba envuelto un puñadito de polvos malignos;  Carmela los tragó y enseguida cayó enferma muriendo al tercer día de forma súbita. De la misma forma confiesa haber hecho gran número de muertes en personas y animales.

También dicen que a los niños pequeños les chupan la sangre cuando duermen; para ello les pinchan las sienes con alfileres y por allí se la van sacando, de lo cual mueren los infantes sin que los padres sepan el motivo. O los ahogan apretando la garganta, como confiesa Miguel de Goiburu, que dice mató a un sobrino suyo de esta manera.

Hubo murmullos de desaprobación por toda la sala. Muchos reverendos rebulleron en sus sitiales manifestando su más absoluta indignación por lo que acababan de oír: aquello dejaba de ser una mera confesión herética para entrar en el terreno de lo criminal, materia sobre la que entendía la justicia civil, el corregidor de la ciudad, no el Santo Oficio.

—Guarden el decoro que corresponde a este lugar, señores —rogó fray Alonso ante las expresiones estentóreas que se oían, e hizo sonar de nuevo la campanilla.

Las palabras del inquisidor lograron desvaír los rumores de sus reverencias como una tormenta que se aleja, y don Ferrando pudo volver a sus papeles:

—La dicha María de Iriarte cuenta cómo por las noches se metía en las casas y dio muerte a no menos de nueve criaturas... También su madre Graciana y su hermana Estebania confiesan muchas muertes de niños y de mayores, que por ser tantas no recuerdan el número.  Ésta última, concretamente, dice haber envenenado a una nieta suya echándole unos pocos polvos en las migas que le hizo para comer. Y que a un muchacho porque le dijo: «¡Puta vieja, el pescuezo se te tuerza!», lo esperó por donde solía pasar llevando la mano untada con ungüentos ponzoñosos; cuando lo vio, se la restregó por la cabeza haciendo como que le acariciaba y  le causó una grave enfermedad por la que al cabo de unos días el chico murió.

—¿Y todas estas muertes han sido demostradas fehacientemente, quiero decir: probadas  por físicos o cirujanos del lugar, o son supuestas? —preguntó don Alonso de Salazar, que empezaba a estar harto de semejante charlatanería.

Se volvió hacia él su compañero de cátedra, don Juan Alvarado:

—Desde luego que sí —le respondió—, yo mismo fui testigo de hechos parecidos cuando estuve de visita por Urdax y Zugarramurdi.

—Pero que yo sepa —le manifestó don Alonso— el físico más próximo a esos lugares vive en Vera, no en los pueblos brujos, y es un hombre de probada experiencia en materia de...

—Ahora que lo dice vuestra reverencia —le interrumpió—, no recuerdo haberlo visto por allí—se disculpó don Juan con tono humilde.

¿Entonces?

Fray Alonso Becerra trató de terciar:

—Perdonen sus reverencias, pero estamos esperando a que concluyan su discusión para acabar con la lectura.

El inquisidor joven insistió antes de callar:

—Habrá que ver más en detalle si eso de las muertes es cierto...

Don Juan dibujó un gurruño con la boca y se sumió en un silencio altivo. Don Ferrando continuó leyendo a una indicación del inquisidor mayor:

—Miguel de Goiburu y María de Zozaya  refieren  que también emponzoñaban manzanas, peras, nueces y otras frutas poniéndoles polvos venenosos por medio de un agujero sutil que les practicaban y disimulaban con cera; luego se las daban a las personas que querían hacerles  mal para procurar su desgracia...

El secretario se detuvo un momento, esta vez por necesidad, porque tenía que secarse el sudor que perlaba su espléndida calva. Sacó un pañuelo de lino y con toda parsimonia se lo fue pasando por la cara y  recovecos del cuello. Cuando hubo acabado con la ceremonia del secado, bebió un buche de agua y notó que empezaba a estar tibia. Aprovechó para observar a sus reverencias; don Alonso de Salazar apoyaba la cara, meditativa, sobre la mano derecha: sin duda seguía paladeando el sabor amargo que le había quedado en la boca a raíz de su discusión con don Juan; no podía admitir que su colega fuera tan ingenuo como demostraban sus palabras. El otro mantenía el gesto torcido de la boca. Don Ferrando volvió la vista al atril. Contó someramente los pliegos que le quedaban por leer y pensó: «ya se acaban, gracias a Dios». Se animó y arremetió de nuevo alzando la voz:

—Pero si todas estas maldades son repugnantes, supera a todas ellas el relato que cuentan de lo que hacen cuando muere un brujo.  Dicen que la primera noche que celebran el akelarre después del entierro, van con azadas a la tumba y sacan al muerto; le quitan la mortaja, le abren las tripas y lo descuartizan allí mismo, encima de la sepultura; luego vuelven a cubrir el hoyo con tierra y el diablo lo arregla dejándolo todo de manera que no se eche de ver que han profanado la tumba. Toman los restos del difunto los parientes más cercanos  y con mucho regocijo y contento van al akelarre;  allí lo dividen en tres montones: uno lo cuecen, otro lo asan y el tercero dejan crudo. Y sobre una mesa con manteles negros y sucios lo reparten entre los asistentes haciendo un gran banquete comiéndoselo crudo, asado o cocido, según les corresponda, llevándose el demonio el corazón, que es lo que le pertenece;  a los sapos vestidos también les dan su parte del muerto que la comen peleando entre ellos.  Afirman que cuanto más podridas y hediondas estén las carnes les saben mejor, y que les resultan más sabrosas que las de carnero...

Como era previsible, estalló un tropel de voces airadas:

«¡Sangre de Cristo: qué asco; acabad de una maldita vez!» «¡Estas patrañas sólo pueden ser fruto de mentes enfermas!» «¡No es posible que sea cierto: todo eso no son más que mentiras!» «¡A la hoguera con ellos!»

Frases inconexas y destempladas fruto del revuelo general que alborotó la sala. Los más próximos volvieron la cabeza hacia fray Veremundo, monje benedictino procedente del monasterio de Valvanera, que puesto en pie gritaba y gesticulaba desde el fondo de la sala como un poseso: «¡Por amor de Dios, ya estamos hartos de tanta patraña y tanta mentira: acabad con ellas de una puta vez!»

Ante tal desafuero la sala enmudeció. Fray Alonso agitó frenéticamente la campanilla con gesto indignado:

—¡Hermano —dijo dirigiéndose al monje en tono severo, rojo de ira—, no le permito semejantes groserías en este santo recinto. Pida perdón inmediatamente al resto de los presentes por palabras tan desairadas o será reconvenido de oficio!

El fraile, un hombrecillo mayor, menudo y vivaracho,  se sintió reprendido como si se tratara de un alocado novicio, humillado ante la asamblea inquisitorial en pleno. Agachó la cabeza en señal de aceptación mostrando una tonsura recién afeitada. Tal vez había ido demasiado lejos en su encendida defensa de la verdad. El adjetivo “puta” con que había calificado a la palabra “vez” era del dominio común, ciertamente, pero allí, en el seno de la audiencia, restallaba como una blasfemia. Se produjo un silencio tenso en la sala. Fray Veremundo se adelantó unos pasos hacia el centro, se puso de rodillas y dijo con escasa convicción:

—Pido perdón a sus reverencias por mi falta de respeto para con vuestras mercedes.

—Sea —respondió secamente fray Alonso— y enmudezca para lo que queda de audiencia. ¿Me ha entendido?

—Así lo haré.

Y se retiró a su escaño con gesto compungido, la cara encendida de un rojo granate.

—Y advierta que no son patrañas —añadió el inquisidor mayor tronando desde su cátedra— éstas que se leen. Son testimonios. Testimonios escritos. Ruego a vuestra reverencia y al resto de hermanos en caridad que se tengan de dar opiniones mientras lee el secretario. —Juntó las manos en actitud de orar y añadió en tono paternal—: mantengamos el orden, por Dios Santo, y no  hagamos de la casa del Señor un lugar de baja estofa. Prosiga, don Ferrando —le indicó con la mano.

La reprimenda logró unos efectos inmediatos pues hizo enmudecer a los más exaltados. El secretario se dispuso a leer:

—Y la tantas veces mentada Graciana de Barrenetxea declara que por ser reina del akelarre le correspondía lo sobrante de dichos banquetes, y que guardaba los restos en su casa dentro de un arcaz grande para consumirlos durante la semana.

Refieren que se llevaron a comer a los akelarres gran número de personas, niños y jóvenes muertos que descuartizaron, aderezaron y repartieron como solían hacer, declarando que hubo padres que comieron a sus propios hijos con el mayor regocijo del mundo. Y que para ablandar los huesos, a veces echaban una hierba al cocido que en vascuence se dice belarrona, que tiene la virtud de poner  los huesos blandos como si fueran nabos hervidos de manera que todos los podían comer.

El diablo también aprovechaba algunos huesos sobrantes para sacar de ellos un agua amarilla que guarda en una redoma y a los brujos más privados les daba unas gotas para animarles a cometer todo tipo de maldades. Y María de Etxalecu, que confiesa haber matado a cuatro personas, dijo que una vez no quiso beber del agua ponzoñosa y el diablo la maltrató dándole coces en forma de mulo. En cambio, María de Zozaya, que vivía amancebada con un pastor de Rentería, declara que para vengarse de las infidelidades de su barragán aprovechó un día que estaba friendo un huevo,  le echó una gota de este agua en la sartén y en cuanto terminó de comer luego padeció grandes retortijones y dolores hasta que por fin murió sin sentir ella ninguna pena.

Don Ferrando hizo otra pausa, la última. Empezaba a fatigarse de tanta lectura. Bebió un trago de agua que le supo amarga; carraspeó levemente y se dispuso a terminar el relato de las declaraciones:

—Y antes de concluir, les voy a contar una anécdota un tanto jocosa que confesó una de las mujeres presas para que vean sus reverencias hasta qué punto llegaba la burla de estas gentes, que no respetaban a nada ni a nadie, y menos si se trataba de un ministro del Señor, un hombre de iglesia, como es el caso.

Cuentan de María Chipía que una vez quiso vengarse del cura de Rentería, azote de la secta y gran aficionado a la caza, y de sus amigos,  porque cada vez que la veía por la calle le afeaba la mala vida que llevaba y porque en cierta ocasión le dijo en tono de chanza delante de ellos: «Bruja, ¿dónde guardas el sapo?», lo que la mujer tomó muy a mal.

Cuando volvió a su casa tramó vengarse para devolverle la pedrada y dejar en ridículo al reverendo.  Dicen que al pasar un día cerca de la rectoría le dijo a don Ponciano, que así se llamaba el presbítero:

—Señor cura, ¿va usted a salir de caza?

A lo que el párroco respondió:

—Seguramente. ¿Por qué?

La bruja le contestó:

—Pues porque me gusta la gente cazadora y para desearle buena suerte. Que vaya y mate vuestra merced muchas liebres, así tendremos lebrada para todos los parroquianos.

Entonces el sacerdote le dijo:

—Si Dios quiere habrá lebrada para los buenos feligreses, entre los que no os cuento, por cierto; si Dios quiere y las pone a tiro, claro está.

La mala bruja  tomó nota, volvió rápidamente a su casa, se untó con el agua de ir a los akelarres y por sus malas artes se transformó en liebre. Luego salió al campo disfrazada de esta guisa y se puso a corretear por donde sabía que andaban los cazadores dando grandes saltos y cabriolas, de forma que los galgos fueran contra ella corriendo como locos de un lado para otro, engañándolos con trucos y revueltas. El señor cura y los de su cuadrilla estaban pasmados al ver a los perros que andaban corriendo como desatinados detrás de una liebre muy extraña sin poder darle alcance. Cuando reventados de correr personas y animales volvieron a sus casas sin caza alguna, comentaron los hombres las inexplicables correrías de los perros, la agilidad de la libre que les había salido y lo maravillados que estaban todos de semejante suceso. Evidentemente, no cayeron  en la cuenta de que, en realidad, la liebre fingida era una bruja que buscaba  burlarse de ellos.

Cuando al cabo de unos días se topó otra vez la vieja con el presbítero, le recordó las palabras que le dijera en la vicaría:

—¿Qué, don Ponciano, era ágil la liebre del otro día? Ji, ji, ji —se rió la mala pécora—. Me parece a mí que no hubo lebrada... ¿eh, señor cura?

Entonces el reverendo cayó en la cuenta de la burla y exclamó:

—Ah, malhaya la bruja, hija de Satanás... ¡la liebre eras tú!

Y el cura se fue hacia ella con ganas de darle una puñada, a lo que la otra respondió saliendo de estampida mientras exclamaba:

—¡Anda cura, cázame!

Y dice que desapareció por el aire dejando un tufo infernal...

Cuando el secretario acabó de leer el suceso del clérigo y la bruja, toda la sala estalló en sonoras carcajadas que relajaron los ánimos. Don Blas y fray Veremundo —pese a la recriminatoria— seguían siendo los más escandalosos del grupo. Incluso don Alonso de Salazar esbozó una media sonrisa al tiempo que sacudía la cabeza en señal de desacuerdo. El inquisidor mayor se puso en pie, tomó la palabra y dio por concluida la lectura:

—Queridos hermanos, ahora no nos queda sino rezar por las ánimas de estos pobres desgraciados para que vuelvan al redil de los buenos creyentes,  si todavía es posible, y en caso de contumacia sean purificadas por un Auto de Fe que, Dios mediante, se convocará pasados los meses de estío... Mientras tanto, demos tiempo a la acción de la misericordia divina con estos corazones depravados para que vuelvan al redil de los elegidos...

«¡Amén!», se oyó decir con voz potente a don Blas de Alberite, el canónigo,  que ya iniciaba la salida hacia el patio de la fuente donde se formarían los corrillos de rigor para comentar las últimas anécdotas brujas: desde luego, había materia excelente para ello...

Y se levantó el tribunal.

© Pedro Sanz Lallana

 

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

13.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

FORMULARIO  esperamos vuestras Colaboraciones

© Aviso legal todos los textos de las secciones de Pueblos y Rutas, pertenecen a la obra general Paseando Soria de Isabel y Luisa Goig Soler y tienen su número de Registro General de la Propiedad Intelectual: 00/2003/9219.
Los trabajos originales de Etnología, Historia y Heráldica también están registrados por sus autores.
Así mismo los textos de los libros de las autoras están protegidos con su correspondiente ISBN

página principal soria-goig.com