13.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 13º
Concluyen las confesiones brujas
Sabía que era tiempo de
concluir la lectura de las confesiones brujas, pero algo
se lo estaba entorpeciendo: «¿Será ésta una sutil
artimaña del propio Satanás?», se preguntaba íntimamente
inquieto don Ferrando mientras los miembros del tribunal
se dedicaban a intercambiar opiniones en un pequeño
receso. Desde lo alto del estrado podía observar con
toda nitidez los rostros de los reverendos señores, y ya
fuera por el calor, la congoja que provocaba el relato
de los hechos, las expresiones blasfemas que contenían
aquellas declaraciones, o por el ambiente enrarecido que
flotaba en la sala de audiencias, lo cierto es que
muchos de ellos aparecían abotargados, sanguinos, casi
violáceos.
Sí, era tiempo de
concluir de una maldita vez aquel relato para evitar
mayores alborotos, actitudes rebeldes cuando no
groseras, palabras fuera de tono... «Por los clavos de
Cristo — se decía, mortificado—, que el talante jocoso
de algunos miembros del tribunal es muy poco edificante;
cabría pensar que se toman a chacota las declaraciones
brujas».
Mientras reorganizaba los
papeles y sus pensamientos, don Ferrando recordó, muy a
su pesar, las recomendaciones que el inquisidor general,
don Bernardo de Sandoval y Rojas, arzobispo de Toledo,
había enviado años atrás a todas las audiencias de su
cargo exigiendo que fueran extraordinariamente
escrupulosos los miembros del tribunal a la hora de
probar las malignidades y falsos poderes que se
atribuían a la secta de los brujos. Y según él, estaba
claro como la luz del día que las confesiones leídas —y
las que faltaban por leer— probaban con holgura la
gravedad de los hechos que allí se relataban; y, salvo
los ciegos de corazón —entre los que incluía a su
adversario canónico, el inquisidor don Alonso de Salar y
Frías—, todo el mundo podía verlo.
No se explicaba que
hombres tan sabios como don Pedro de Valencia, doctor en
leyes por la universidad de Salamanca, cronista real y
consejero del rey don Felipe Tercero, pudiera alabar,
traducir y aún publicar el Dictatum Christianum
de Arias Montano —guía espiritual de muchos devotos y
vademécum para prevenir las falsas herejías que se
suelen dar en el Reyno Cathólico de su Magestad— por
un lado, y hacer un Informe Censorio encargado
por la Suprema en el que criticaba la ignorante
credulidad de algunos jueces en materia de supercherías
religiosas, por otro. No lo entendía y le avinagraba
el espíritu, especialmente cuando supo que este don
Pedro y don Alonso de Salazar eran íntimos amigos. Él
no; él era de la cuerda de don Juan de Alvarado: hombre
sobrio, severo, sincero. Y por encima de todo, piadoso.
Pero tenía que concluir
la lectura. Algunos elementos del fondo de la sala
mostraban una actitud francamente provocadora. Fray
Alonso Becerra les estaba consintiendo demasiado con sus
salidas de tono y sus interrupciones, pero poco más
podía hacer contra ellos ya que su expulsión de la sala
supondría la anulación de la audiencia con la
consiguiente obligación de repetir todo el proceso. Y
eso sería insoportable. Yo, por mi condición y oficio de
Alcaide de las Secretas, me hallaba sentado al fondo
como oyente, próximo a este grupo de frailes y canónigos
vocingleros de los que don Blas y fray Veremundo eran
las cabezas visibles y, francamente, me resultaba un
poco violento permanecer a su lado; a fin de cuentas,
mía era la responsabilidad última de que este informe se
estuviera leyendo, teniendo en cuenta que hombres a mis
órdenes habían sido quienes lo habían redactado y puesto
en manos del tribunal, aunque yo no hubiera tenido parte
directa en ello.
Así estaban las cosas
cuando don Ferrando tomó aliento, abrió el cartapacio y
se arrancó con un nuevo pliego:
—El diablo se les aparece
también en sus casas y se mete en la cama con las brujas
en figuras y formas distintas. Estebania de Petrisancea,
de 37 años, casada con Juan de Azpilicueta, dice que
casi todas las noches se le entraba el diablo en la cama
para fornicar y que lo reconocía a oscuras porque tenía
las carnes frías, como de pescado. Si estaba su marido
al lado, lo dormía para que no se percatase y pudieran
hacerlo sin temor de que les oyera. «Lucifer —declara
la acusada— es un amante muy ardoroso». A la pregunta de
que si sentía algún placer carnal en sus relaciones con
el diablo, ella respondió: «Muchísimo».
Otras veces, si alguien
llamaba a la puerta de la casa y la bruja se hallaba en
un akelarre, un diablo tomaba su forma y figura
para que no se notara la ausencia. Esto le ocurrió a una
mujer llamada Mari Juanto, que acudió una vecina para
comprarle huevos y el diablo salió a recibirla
travestido de ella porque no estaba, y le dijo que no
tenía. Cuando volvió del akelarre la Mari Juanto,
el diablo le informó del suceso y ella le contestó que
bien le podía haber dado los huevos a la vecina porque
tenía tres docenas, y que la próxima vez mirara detrás
de la puerta, que era donde los guardaba dentro de una
cesta.
Miguel de Goiburu cuenta
que él y las brujas más ancianas: Graciana, Estebania,
María Presona y Graciana Xarra, que trabajaba de
hospitalera en el hospital de peregrinos de Urdax, todas
ellas presas en las cárceles secretas y alguna ya
fallecida, solían hacer al demonio una ofrenda que le
era muy agradable. Para ello iban por la noche a los
cementerios con una cestilla y desenterraban los cuerpos
de los difuntos que estaban en trance de descomposición
y de ellos sacaban los huesos más pequeños de los pies,
las ternillas de las narices y todos los huesecillos que
hay en las manos; también cogían los sesos de las
cabezas que se estaban pudriendo y las partes aquellas
del cuerpo que son para el demonio muy sabrosas... Las
recogían en la cestilla, las guardaban y volvían a
cubrir las sepulturas con tierra para que no se notara
la profanación. Dicen que para hacerlo llevaban una luz
muy especial. Juan de Lambert, de Rentería, hijo de un
famoso brujo quemado en Francia, declara que, cuando van
por la noche sin el demonio a hacer estas tareas, toman
el brazo de un niño muerto sin ser bautizado y fabrican
con él una especie de antorcha que encienden por la
parte donde están los dedos, y es de tal condición la
luz que desprende que solamente pueden ver con ella los
que son brujos, y por ende no han de temer ser vistos
por gente extraña.
«¡Patrañas!» se oyó
gritar desde el fondo de la sala. «¡No son más que
patrañas!» Don Ferrando se detuvo un segundo. Esperó a
que se apagaran las voces y siguió leyendo:
—Con los huesos guardados
en la cesta van al akelarre y allí se los ofrecen
al diablo diciendo: «Tomad señor este regalo que os
traemos». Y el demonio se muestra por ello muy contento.
Se sienta a la mesa y empieza a comerlos con
unos dientes que tiene muy grandes, chascando y haciendo
ruidos como los puercos. Y les invita a comer a todos
que, aunque son duros, lo pueden hacer muy bien porque
el demonio les da fuerza y gracia para ello. También les
ofrece parte de los sesos hediondos que, a pesar de
estar llenos de gusanos, los comen con gusto por darle
contento al diablo.
De nuevo volvió a oírse
la misma voz: «¡Por Dios Santo, qué asco; dejad de leer
semejantes porquerías y concluya de una vez!»
Fray Alonso agitó la
campanilla para acallar al alborotador de manera que el
secretario pudiera seguir con la lectura:
—Muchas veces al año,
confesó Juan de Sansín, el joven cedacero de
Zugarramurdi y atabalero en las fiestas, cuando los
trigos y los frutos empiezan a florecer, hacen polvos y
ponzoñas para estropearlos. Para ello salen al campo con
azadas y sacos a buscar bichos; les suele acompañar el
diablo que les ayuda a encontrarlos por las partes más
húmedas, sacando gran cantidad de escuerzos, culebras,
lagartos, limacos, caracoles, víboras... Unas veces los
llevan a sus casas y otras a los akelarres;
cuando están de vuelta, el demonio les echa su bendición
y comienzan a desollar los escuerzos que han cogido
mordiéndolos con los dientes y cortándoles el pellejo;
luego descuartizan todas las sabandijas, culebras,
etcétera, mezclándolas en una olla con los huesos y
sesos de los difuntos que han guardado de la última vez,
y con el agua verdinegra que tienen de los sapos
vestidos; cuecen toda aquella pócima hasta quedar
reducida a polvos, que son los que emplean para
maldecir, destruir frutos, matar, dañar a personas y
ganados...
«¡Patrañas, no son más
que patrañas!», insistió tozudamente el mismo individuo.
Algunos volvieron la cabeza para identificar al
escandaloso; hubo unos segundos de estupor que ahondó
aún más el silencio de la sala; fray Alonso reprochó con
una severa mirada al autor de las interrupciones; don
Ferrando esperó unos segundos a que volviera la calma
sin levantar la vista de los papeles y continuó leyendo:
—Cuando quieren hacer
algún mal de verdad, llaman a Miguel de Goiburu que es
el encargado de llevar la redoma donde guardan estos
polvos malignos, salen al campo y citan a Belcebú para
que acuda a ayudarlos; llega el diablo y los arroja
con la mano izquierda por el aire diciendo con voz ronca
y tenebrosa: «Polvos, malos polvos, piérdase todo
lo que haya en este campo, o en este pueblo, y que se
salve lo mío» para aniquilar la cosecha de algún vecino;
y dicen que al cabo de un tiempo se malogra lo que haya
en aquel campo. Si lo hacen sobre los castaños, los
erizos se vuelven mustios, no llevan castañas sino sólo
cáscaras. Si sobre los manzanos, la flor se marchita,
enferma y seca para que no llegue el fruto. A los trigos
suelen hacérselo cuando están en caña, antes de que
comiencen a granar, y las espigas se quedan vanas o los
granos son muy pobres. Las habas se llenan de pulgones,
las berzas son comidas por los caracoles..., y ninguna
planta queda salva. No obstante, confiesa que no por
eso sus heredades son de mejor condición que las otras,
pues el mal se extiende por igual sin respetar las
posesiones de los brujos, por eso cuidan mucho de hacer
el daño lo más lejos posible de sus tierras.
Proceden de la misma
forma con las personas que buscan arruinar, matar o
hacerles caer enfermas por indicación del demonio o por
vengar viejas enemistades. Y así le piden que a tal o
cual persona le dé un mal de muerte o una enfermedad,
según las ganas que tenga de venganza. Satanás bendice
unos pocos polvos y le concede la petición al brujo;
luego le acompaña a casa de la persona que quiere dañar
y, aprovechando que duerme, le abren la boca metiéndole
un atadillo de aquellos polvos envueltos en piel de
sapo, o le unta el hombro izquierdo, el cuello u otras
partes diciendo: «El Señor de las Tinieblas te dé mal de
muerte, o te dé tal enfermedad por tanto tiempo,
etcétera». Y en acabando se van. En breve estas personas
caen enfermas o comienzan a padecer muy grandes dolores
y trabajos llegando, incluso, a morir en poco tiempo.
Y entre muertes, males y
venganzas, más de veinte confiesa haber cometido
Graciana de Barrenetxea. Dice que a poco de tener amores
con el demonio y ser amante suya, le tuvo gran envidia y
celos una tal Carmela de Odia, hermana de Juan de Odia,
bruja como ella y también enamorada del diablo; por
esta competencia de amores empezaron a mirarse mal.
Entonces “la reina” determinó acabar con ella. Y yendo
una noche acompañada del diablo, porque ella era la
principal, entró en el aposento de la otra mientras
dormía y ejecutaron su deseo poniéndole un trozo de
pellejo de sapo en la boca en el que iba envuelto un
puñadito de polvos malignos; Carmela los tragó y
enseguida cayó enferma muriendo al tercer día de forma
súbita. De la misma forma confiesa haber hecho gran
número de muertes en personas y animales.
También dicen que a los
niños pequeños les chupan la sangre cuando duermen; para
ello les pinchan las sienes con alfileres y por allí se
la van sacando, de lo cual mueren los infantes sin que
los padres sepan el motivo. O los ahogan apretando la
garganta, como confiesa Miguel de Goiburu, que dice mató
a un sobrino suyo de esta manera.
Hubo murmullos de
desaprobación por toda la sala. Muchos reverendos
rebulleron en sus sitiales manifestando su más absoluta
indignación por lo que acababan de oír: aquello dejaba
de ser una mera confesión herética para entrar en el
terreno de lo criminal, materia sobre la que entendía la
justicia civil, el corregidor de la ciudad, no el Santo
Oficio.
—Guarden el decoro que
corresponde a este lugar, señores —rogó fray Alonso ante
las expresiones estentóreas que se oían, e hizo sonar de
nuevo la campanilla.
Las palabras del
inquisidor lograron desvaír los rumores de sus
reverencias como una tormenta que se aleja, y don
Ferrando pudo volver a sus papeles:
—La dicha María de
Iriarte cuenta cómo por las noches se metía en las casas
y dio muerte a no menos de nueve criaturas... También su
madre Graciana y su hermana Estebania confiesan muchas
muertes de niños y de mayores, que por ser tantas no
recuerdan el número. Ésta última, concretamente, dice
haber envenenado a una nieta suya echándole unos pocos
polvos en las migas que le hizo para comer. Y que a un
muchacho porque le dijo: «¡Puta vieja, el pescuezo se te
tuerza!», lo esperó por donde solía pasar llevando la
mano untada con ungüentos ponzoñosos; cuando lo vio, se
la restregó por la cabeza haciendo como que le
acariciaba y le causó una grave enfermedad por la que
al cabo de unos días el chico murió.
—¿Y todas estas muertes
han sido demostradas fehacientemente, quiero decir:
probadas por físicos o cirujanos del lugar, o son
supuestas? —preguntó don Alonso de Salazar, que empezaba
a estar harto de semejante charlatanería.
Se volvió hacia él su
compañero de cátedra, don Juan Alvarado:
—Desde luego que sí —le
respondió—, yo mismo fui testigo de hechos parecidos
cuando estuve de visita por Urdax y Zugarramurdi.
—Pero que yo sepa —le
manifestó don Alonso— el físico más próximo a esos
lugares vive en Vera, no en los pueblos brujos, y es un
hombre de probada experiencia en materia de...
—Ahora que lo dice
vuestra reverencia —le interrumpió—, no recuerdo haberlo
visto por allí—se disculpó don Juan con tono humilde.
—¿Entonces?
Fray Alonso Becerra trató
de terciar:
—Perdonen sus
reverencias, pero estamos esperando a que concluyan su
discusión para acabar con la lectura.
El inquisidor joven
insistió antes de callar:
—Habrá que ver más en
detalle si eso de las muertes es cierto...
Don Juan dibujó un
gurruño con la boca y se sumió en un silencio altivo.
Don Ferrando continuó leyendo a una indicación del
inquisidor mayor:
—Miguel de Goiburu y
María de Zozaya refieren que también emponzoñaban
manzanas, peras, nueces y otras frutas poniéndoles
polvos venenosos por medio de un agujero sutil que les
practicaban y disimulaban con cera; luego se las daban a
las personas que querían hacerles mal para procurar su
desgracia...
El secretario se detuvo
un momento, esta vez por necesidad, porque tenía que
secarse el sudor que perlaba su espléndida calva. Sacó
un pañuelo de lino y con toda parsimonia se lo fue
pasando por la cara y recovecos del cuello. Cuando hubo
acabado con la ceremonia del secado, bebió un buche de
agua y notó que empezaba a estar tibia. Aprovechó para
observar a sus reverencias; don Alonso de Salazar
apoyaba la cara, meditativa, sobre la mano derecha: sin
duda seguía paladeando el sabor amargo que le había
quedado en la boca a raíz de su discusión con don Juan;
no podía admitir que su colega fuera tan ingenuo como
demostraban sus palabras. El otro mantenía el gesto
torcido de la boca. Don Ferrando volvió la vista al
atril. Contó someramente los pliegos que le quedaban por
leer y pensó: «ya se acaban, gracias a Dios». Se animó y
arremetió de nuevo alzando la voz:
—Pero si todas estas
maldades son repugnantes, supera a todas ellas el relato
que cuentan de lo que hacen cuando muere un brujo.
Dicen que la primera noche que celebran el akelarre
después del entierro, van con azadas a la tumba y
sacan al muerto; le quitan la mortaja, le abren las
tripas y lo descuartizan allí mismo, encima de la
sepultura; luego vuelven a cubrir el hoyo con tierra y
el diablo lo arregla dejándolo todo de manera que no se
eche de ver que han profanado la tumba. Toman los restos
del difunto los parientes más cercanos y con mucho
regocijo y contento van al akelarre; allí lo
dividen en tres montones: uno lo cuecen, otro lo asan y
el tercero dejan crudo. Y sobre una mesa con manteles
negros y sucios lo reparten entre los asistentes
haciendo un gran banquete comiéndoselo crudo, asado o
cocido, según les corresponda, llevándose el demonio el
corazón, que es lo que le pertenece; a los sapos
vestidos también les dan su parte del muerto que la
comen peleando entre ellos. Afirman que cuanto más
podridas y hediondas estén las carnes les saben mejor, y
que les resultan más sabrosas que las de carnero...
Como era previsible,
estalló un tropel de voces airadas:
«¡Sangre de Cristo: qué
asco; acabad de una maldita vez!»
«¡Estas patrañas sólo pueden ser fruto de
mentes enfermas!»
«¡No es posible que sea cierto: todo eso no
son más que mentiras!»
«¡A la hoguera con ellos!»
Frases inconexas y
destempladas fruto del revuelo general que alborotó la
sala. Los más próximos volvieron la cabeza hacia fray
Veremundo, monje benedictino procedente del monasterio
de Valvanera, que puesto en pie gritaba y gesticulaba
desde el fondo de la sala como un poseso: «¡Por amor de
Dios, ya estamos hartos de tanta patraña y tanta
mentira: acabad con ellas de una puta vez!»
Ante tal desafuero la
sala enmudeció. Fray Alonso agitó frenéticamente la
campanilla con gesto indignado:
—¡Hermano —dijo
dirigiéndose al monje en tono severo, rojo de ira—, no
le permito semejantes groserías en este santo recinto.
Pida perdón inmediatamente al resto de los presentes por
palabras tan desairadas o será reconvenido de oficio!
El fraile, un hombrecillo
mayor, menudo y vivaracho, se sintió reprendido como si
se tratara de un alocado novicio, humillado ante la
asamblea inquisitorial en pleno. Agachó la cabeza en
señal de aceptación mostrando una tonsura recién
afeitada. Tal vez había ido demasiado lejos en su
encendida defensa de la verdad. El adjetivo “puta” con
que había calificado a la palabra “vez” era del dominio
común, ciertamente, pero allí, en el seno de la
audiencia, restallaba como una blasfemia. Se produjo un
silencio tenso en la sala. Fray Veremundo se adelantó
unos pasos hacia el centro, se puso de rodillas y dijo
con escasa convicción:
—Pido perdón a sus
reverencias por mi falta de respeto para con vuestras
mercedes.
—Sea —respondió secamente
fray Alonso— y enmudezca para lo que queda de audiencia.
¿Me ha entendido?
—Así lo haré.
Y se retiró a su escaño
con gesto compungido, la cara encendida de un rojo
granate.
—Y advierta que no son
patrañas —añadió el inquisidor mayor tronando desde su
cátedra— éstas que se leen. Son testimonios. Testimonios
escritos. Ruego a vuestra reverencia y al resto de
hermanos en caridad que se tengan de dar opiniones
mientras lee el secretario. —Juntó las manos en actitud
de orar y añadió en tono paternal—: mantengamos el
orden, por Dios Santo, y no hagamos de la casa del
Señor un lugar de baja estofa. Prosiga, don Ferrando —le
indicó con la mano.
La reprimenda logró unos
efectos inmediatos pues hizo enmudecer a los más
exaltados. El secretario se dispuso a leer:
—Y la tantas veces
mentada Graciana de Barrenetxea declara que por ser
reina del akelarre le correspondía lo sobrante de
dichos banquetes, y que guardaba los restos en su casa
dentro de un arcaz grande para consumirlos durante la
semana.
Refieren que se llevaron
a comer a los akelarres gran número de personas,
niños y jóvenes muertos que descuartizaron, aderezaron y
repartieron como solían hacer, declarando que hubo
padres que comieron a sus propios hijos con el mayor
regocijo del mundo. Y que para ablandar los huesos, a
veces echaban una hierba al cocido que en vascuence se
dice belarrona, que tiene la virtud de poner los
huesos blandos como si fueran nabos hervidos de manera
que todos los podían comer.
El diablo también
aprovechaba algunos huesos sobrantes para sacar de ellos
un agua amarilla que guarda en una redoma y a los brujos
más privados les daba unas gotas para animarles a
cometer todo tipo de maldades. Y María de Etxalecu, que
confiesa haber matado a cuatro personas, dijo que una
vez no quiso beber del agua ponzoñosa y el diablo la
maltrató dándole coces en forma de mulo. En cambio,
María de Zozaya, que vivía amancebada con un pastor de
Rentería, declara que para vengarse de las infidelidades
de su barragán aprovechó un día que estaba friendo un
huevo, le echó una gota de este agua en la sartén y en
cuanto terminó de comer luego padeció grandes
retortijones y dolores hasta que por fin murió sin
sentir ella ninguna pena.
Don Ferrando hizo otra
pausa, la última. Empezaba a fatigarse de tanta lectura.
Bebió un trago de agua que le supo amarga; carraspeó
levemente y se dispuso a terminar el relato de las
declaraciones:
—Y antes de concluir, les
voy a contar una anécdota un tanto jocosa que confesó
una de las mujeres presas para que vean sus reverencias
hasta qué punto llegaba la burla de estas gentes, que no
respetaban a nada ni a nadie, y menos si se trataba de
un ministro del Señor, un hombre de iglesia, como es el
caso.
Cuentan de María Chipía
que una vez quiso vengarse del cura de Rentería, azote
de la secta y gran aficionado a la caza, y de sus
amigos, porque cada vez que la veía por la calle le
afeaba la mala vida que llevaba y porque en cierta
ocasión le dijo en tono de chanza delante de ellos:
«Bruja, ¿dónde guardas el sapo?», lo que la mujer tomó
muy a mal.
Cuando volvió a su casa
tramó vengarse para devolverle la pedrada y dejar en
ridículo al reverendo. Dicen que al pasar un día cerca
de la rectoría le dijo a don Ponciano, que así se
llamaba el presbítero:
—Señor cura, ¿va usted a
salir de caza?
A lo que el párroco
respondió:
—Seguramente. ¿Por qué?
La bruja le contestó:
—Pues porque me gusta la
gente cazadora y para desearle buena suerte. Que vaya y
mate vuestra merced muchas liebres, así tendremos
lebrada para todos los parroquianos.
Entonces el sacerdote le
dijo:
—Si Dios quiere habrá
lebrada para los buenos feligreses, entre los que no os
cuento, por cierto; si Dios quiere y las pone a tiro,
claro está.
La mala bruja tomó nota,
volvió rápidamente a su casa, se untó con el agua de ir a
los akelarres y por sus malas artes se transformó en
liebre. Luego salió al campo disfrazada de esta guisa y se
puso a corretear por donde sabía que andaban los cazadores
dando grandes saltos y cabriolas, de forma que los galgos
fueran contra ella corriendo como locos de un lado para
otro, engañándolos con trucos y revueltas. El señor cura y
los de su cuadrilla estaban pasmados al ver a los perros que
andaban corriendo como desatinados detrás de una liebre muy
extraña sin poder darle alcance. Cuando reventados de correr
personas y animales volvieron a sus casas sin caza alguna,
comentaron los hombres las inexplicables correrías de los
perros, la agilidad de la libre que les había salido y lo
maravillados que estaban todos de semejante suceso.
Evidentemente, no cayeron en la cuenta de que, en realidad,
la liebre fingida era una bruja que buscaba burlarse de
ellos.
Cuando al cabo de unos días
se topó otra vez la vieja con el presbítero, le recordó las
palabras que le dijera en la vicaría:
—¿Qué, don Ponciano, era ágil
la liebre del otro día? Ji, ji, ji —se rió la mala pécora—.
Me parece a mí que no hubo lebrada... ¿eh, señor cura?
Entonces el reverendo cayó en
la cuenta de la burla y exclamó:
—Ah, malhaya la bruja, hija
de Satanás... ¡la liebre eras tú!
Y el cura se fue hacia ella
con ganas de darle una puñada, a lo que la otra respondió
saliendo de estampida mientras exclamaba:
—¡Anda cura, cázame!
Y dice que desapareció por el
aire dejando un tufo infernal...
Cuando el secretario acabó de
leer el suceso del clérigo y la bruja, toda la sala estalló
en sonoras carcajadas que relajaron los ánimos. Don Blas y
fray Veremundo —pese a la recriminatoria— seguían siendo los
más escandalosos del grupo. Incluso don Alonso de Salazar
esbozó una media sonrisa al tiempo que sacudía la cabeza en
señal de desacuerdo. El inquisidor mayor se puso en pie,
tomó la palabra y dio por concluida la lectura:
—Queridos hermanos, ahora no
nos queda sino rezar por las ánimas de estos pobres
desgraciados para que vuelvan al redil de los buenos
creyentes, si todavía es posible, y en caso de contumacia
sean purificadas por un Auto de Fe que, Dios mediante, se
convocará pasados los meses de estío... Mientras tanto,
demos tiempo a la acción de la misericordia divina con estos
corazones depravados para que vuelvan al redil de los
elegidos...
«¡Amén!», se oyó decir con
voz potente a don Blas de Alberite, el canónigo, que ya
iniciaba la salida hacia el patio de la fuente donde se
formarían los corrillos de rigor para comentar las últimas
anécdotas brujas: desde luego, había materia excelente para
ello...
Y se levantó el tribunal.
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
13.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |