Don Alonso Becerra Holguín, inquisidor mayor del
tribunal de Logroño, hombre con fama de atrabiliario, gesto
áspero y rictus amargo, solía decir para su descargo a quien le
quisiera escuchar: «no soy mejor ni peor que mis cofrades de
oficio, aunque vuestras mercedes piensen lo contrario: tan sólo
trato de cumplir con celo exquisito mis deberes pastorales y
mantener aparejada la máquina de este santo tribunal», del que
dependían, por cierto, las cárceles secretas cuyas llaves
acababan de poner en mis manos. Por eso se tomó la molestia de
redactar muy por menudo en un Cuaderno las obligaciones que
conllevaba el cargo, inspiradas en las famosas Instrucciones
que enviara en su día don Fernando de Valdés, el que fuera
presidente de la Chancillería de Valladolid, del Consejo de
Castilla y del Reino e Inquisidor General, obstinado enemigo de
sus enemigos, a propósito de publicar su Índice de Libros
prohibidos,
del que no se libró ni el famoso Lazarillo de Tormes.
El Cuaderno de don Alonso me había sido entregado, para
entendernos, como si se tratara de una pragmática real de
obligado cumplimiento.
La noche la había pasado entre
pesadillas y desvelos. Catalina me dejó dormir hasta bien
entrada la mañana porque me suponía cansado de tanta celebración
y parabienes:
—¿No tienes que acudir a palacio?
—me preguntó casi a la hora del Ángelus.
—No, hoy no; es mi día de asueto
—le dije.
Aquella expresión “ir a palacio”
me sonaba de perlas porque halagaba mi vanidad y me hacía
recordar que yo era alguien importante en el núcleo de poder de
la ciudad; estar cerca del poder eclesiástico en aquellos días
de la España clerical y oscura era un salvoconducto para vivir
sin temor; con el tiempo llegaría a resultarme cosa familiar. No
es que en Logroño hubiera corte, ¡ni falta que nos hacía, vive
Dios!, para lindos y camuesos ya teníamos bastante con los que
frecuentaban la del tercer Felipe en Madrid; en este caso se
trataba del palacio inquisitorial.
Recostado contra los almohadones
de la cama tomé el Cuaderno que había dejado junto a la cabecera
y me dispuse a leer algunos párrafos.
§ Ante todo, el Alcaide será
hombre piadoso, cristiano viejo de probada virtud, valer,
letrado y haber pertenecido antes a algún cuerpo de este Santo
Oficio.
§ No será mayor de cincuenta
años, ni padecer defecto o enfermedad notables que le impidan
desempañar eficazmente su ministerio.
§ Otrosí, cuidará de las
prisiones y prisioneros con celo y dignidad, evitando cualquier
desatino en las cosas y en las personas que ellas guardan.
§ Item más, su obligación
principal será la de tener a buen recaudo los penados del Santo
Oficio y a disposición de quien los requiera. Para ello, llevará
un Libro que llamará Cuaderno del Alcaide en el que
asentará el día y la hora en que entra cada preso, así como las
ropas que trajere y todas las cosas que recibiere, aunque sean
de comer, mirándolo todo detenidamente y tentándolo bien para
que no lleve dentro algún aviso, dinero u otra cosa que pueda
quebrantar su estancia como preso.
§ Tenga el Alcaide como libro de
consulta el Malleus Maleficarum, en latín o traducido al
castellano por persona autorizada, en especial el tratado en que
se enseña cómo descubrir, examinar, interrogar y castigar a los
miembros de la secta de los brujos para obtener sus confesiones.
Así como los Libros, Actas e Instrucciones que vengan de los
señores Inquisidores.
§ El Alcaide acudirá donde
quiera que sea requerido por los miembros del Tribunal y cuidará
de los presos que vayan con él poniendo guardas, cepos o vigías
de forma que no puedan escapar.
§ Item, que ni la mujer del
Alcaide, ni del Alguacil o Carcelero, hable con los presos que
tiene a su guarda, ni con persona alguna de los que anden por
las cárceles, salvo los que tuvieren el cargo de darles de comer
o tormento. En esta circunstancia estriba que sean “secretas”.
§ Otrosí, que dentro de la cárcel
de hombres no entren mujeres, y lo mismo en las cárceles de
mujeres que no haya hombres pues podría perderse todo respeto a
la santa institución y ser ocasión de pecado.
§ El Alcaide puede ayudar a los
presos cuando no supieren escribir a asentar sus defensas,
poniendo todo de la manera que el preso diga, sin añadir algo de
propio o comentario ajeno que favorezca o estorbe la declaración
del preso.
§ Otrosí, en las cárceles no se
permitirá tener armas, caballos ni gallinas, pero sí cosas de
comer con que alivien los gastos y necesidades los presos.
§ El Alcaide debe avisar cuando
los presos estén enfermos para que los visite el físico, médico
o sangrador, y velar por que el mal que padece no sea motivo de
muerte. Advierta que ésta es una grave responsabilidad.
§ Ha de saber que el mandamiento
de prisión lo firman los Inquisidores y entregan al Alguacil
para llevarlo al Alcaide. En cada mandamiento de captura no se
pondrá más de un nombre. Cuando se le lleve a las prisiones,
estará presente el Notario y el Receptor de bienes que tomará de
los del detenido los que le parezca sean menester, y diez o
quince ducados más para la despensa del preso. Y si no hallare
dineros, venderá lo menos perjudicial para el acusado hasta
alcanzar dicha suma.
§ Item más, cuando el preso esté
ante el Alcaide, mirará detenidamente las ropas para que no
lleve joyas, dineros, armas ocultas ni escrituras, y lo pondrá a
buen recaudo para que no hable con nadie.
§ Item más, cuando haya de
practicarse la tortura, desnuden primero al prisionero, no sea
que lleve cosido en la ropa algún remedio de brujería. Luego se
les dirá que confiesen la verdad y si no lo hicieren de grado,
sea preparado para el castigo.
Presénteles en primer lugar “in
conspectu tormentorum” y por amor de Dios se les ruegue que
digan la verdad. Después, ante la fingida súplica de un verdugo
bueno, se le desatará y llevará aparte para que confiese
haciéndole creer que eso le salvará la vida. A lo que el Notario
escribirá: “ha confesado sin tortura”. Luego se le obligará a
dar otros nombres; si no lo hace, que se le dé una pasada por la
garrucha o mancuerda, con cuidado de no matarlos ni provocar
efusión de sangre para que puedan citar nombres y hechos. Por
último, y si es muy reacio, se le hará la “toca” con la amenaza
de muerte si no confiesa.
§ A las acusadas de brujería,
hágaseles la prueba del agua atándoles la mano derecha al pie
izquierdo, y la izquierda al derecho. Arrójeseles a un pilón a
ver si flotan. Si lo hacen, se les considerará como brujas sin
más pruebas. Esta operación se repetirá tres veces e
incontinenti se les castigará con cien azotes por ser mujeres
dadas al diablo.
§ Estas son las preguntas que se
harán en caso de acusación de brujería:
¿Qué diablo has elegido como
protector?
¿Qué juramento le has hecho?
¿Fornicas con él?
¿Qué marcas te hace o llevas en
la piel?
¿Cómo fabricas el ungüento para
volar?
¿Provocas tormentas, tempestades,
granizos y heladas?
¿Quiénes son tus cómplices?
¿Matas niños y mayores?
¿Tienes un sapo vestido en tu
casa?
Si calla ante alguna de las
preguntas, désele una vuelta en el potro o aplíquesele un hierro
candente.
§ Anótese a los que confiesen sus
crímenes para perdonarles la vida y llevarlos como confidentes
ante el tribunal.
§ Otrosí, el Alcaide llevará a
misa en reata a los presos de cárcel perpetua para que gocen de
los beneficios del oficio divino...
Andaba ocupado en la lectura de
estos papeles, cuando llegaron unas voces del exterior que
rompieron el silencio de la mañana.
—¡Señor
Correas, don Pedro, asómese vuestra merced que vengo a
despedirme!
No era posible que alguien
anduviera provocando semejante alboroto con excusa de mi persona
de forma tan desairada y menos ir pregonando mi apodo a los
cuatro vientos. Francamente, era algo intolerable. Dejé a un
lado el Cuaderno y me asomé por un balconcillo que daba a la
parte trasera de la casa para ver qué pasaba.
—¡Por
vida del rey! —me dije al verlo; allí plantado, en medio de la
calle, como un estafermo, se veía la figura oronda e
inconfundible de Calixto, el Verrugo, que a aquella hora
de la mañana ya venía ajumado como una cuba.
—Me
licencio señor don Pedro, me voy, dejo las cárceles… —fue lo
primero que me espetó. No salía de mi asombro. Traté de
disimular siguiendo la broma.
—Y
lo está ahogando en vino vuestra merced…
—Hombre,
«con buen vino y ocasión a mano, cualquiera se pone calamocano»,
dice el refrán.
—Ya.
Pero podría ser un poco más discreto a estas horas de la mañana
—Calixto
me miraba bobalicón, violáceo e inexpresivo—.
Esperad a que me vista. Ahora bajo.
Mientras me ponía el jubón y las
calzas, oí cómo mi mujer le reprendía por su falta de
consideración y su mala cabeza. Calixto aguantaba a pie firme la
regañina sin decir palabra. Catalina entró en la casa echando
maldiciones y porvidas, al tiempo que se lamentaba de que
hubiera hombres tan descorteses que ni siquiera respetaban la
autoridad del nuevo señor alcaide. A Calixto eso le importaba un
ceutí, y nada más verme en el patio se vino a mis brazos para
hacerme los cumplidos y felicitarme por el nombramiento:
—Sea
muy enhorabuena, señor Correas, mi discípulo aventajado;
y que conste —me dijo haciendo gran acopio de razón, vacilante
el cuerpo, tartaja la lengua— que ésta será la última vez que
utilice el apodo a su excelencia, pues desde ahora y en lo
sucesivo ya me cuidaré muy mucho de llamar como no deba a la
máxima autoridad carcelaria, es decir, a vuacé, no sea que dé
con mis huesos en la trena...
Y las carcajadas se le oían a dos
tiros de bombarda. El bueno de Calixto dejaba el oficio por su
mala salud y a fe que lo sentía mucho porque había sido mi
maestro y buen consejero en los días malos. En este momento le
perdoné su falta de cortesía y le dije:
—Gracias,
señor Calixto, y cuídese ese mal trago que vuestra merced lleva
encima, no sea que vaya a dar con su cuerpo en el Ebro: ¡sería
una verdadera pena!