9.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

Capítulo 9º

Los presos de Zugarramurdi

—Por aquí andan guardados los presos de Zugarramurdi —me dijo don Luis de Castrejana cuando llegamos al fondo de la escalinata de piedra que moría frente a una verja de hierro escasamente iluminada por un candil de aceite—, en esas mazmorras de ahí abajo están—señaló unos huecos oscuros y malolientes de los que salía un murmullo de maldiciones y blasfemias—; los trajeron desde la muga, como recordarán vuestras mercedes —añadió el Alcaide viejo, que se había empeñado en mostrarnos los últimos recovecos de las cárceles antes de entregarme las llaves, y había hecho bajar a toda la comitiva hasta lo más profundo de las galerías secretas; les dicen brujos, aunque para mí no son más que unos pobres locos», aclaró con malicia, levantando la voz para ser oído; y reemprendimos la subida hacia la sala de recepciones que quedaba dos plantas más arriba; se refería a un grupo de hombres y mujeres de aspecto tétrico, greñudos y sucios que se pudrían en aquel lugar, «donde habita toda tristeza» comentó el ilustre don Ferrando, el secretario, que nos acompañaba en la visita, sacando a relucir la rara habilidad que tenía para inventarse citas que atribuía al Dante, o a cualquier otro autor pagano o cristiano según se aparejara la ocasión. Habitualmente usaba el latín, lo que le hacía parecer más fatuo todavía. Se volvió hacia mí de pronto con ojos encendidos:

—Que conste que tienen abierto proceso por brujería —se apresuró a corregir la observación de don Luis, de manera que pronto habremos de vérnoslas con ellos en un juicio que, probablemente, acabará en hoguera...

Don Luis le miró con desprecio. Siempre había odiado al secretario. Le resultaba mezquino y cruel. No era la primera vez que yo visitaba aquellas mazmorras desde luego, aunque siempre salía de ellas impresionado por la hediondez y la miseria que rezumaban. Una de las primeras cosas que dispuse, cuando tuve autoridad para ello, fue la de cerrar aquella galería subterránea para que nunca más  sirviera como lugar de prisión.

—Seguro que habrá quema —dije, lacónico, retomando las palabras del reverendo mientras subíamos.

Seguro —reafirmó don Luis.

—Pues que Dios nos pille confesados —remató don Ferrando. 

Don Juan de Monterola, comisario del Santo Oficio en Arano, Navarra, había apresado a cuatro mujeres a instancias de fray León de Araníbar, abad del monasterio de Urdax, por haber confesado públicamente en la iglesia de Zugarramurdi «que se habían dado al Diablo y celebrado depravados akelarres en presencia del Cabrón». Los motivos parecían más que suficientes para ser encerradas en lo más profundo de aquellas cárceles secretas cargadas de cadenas, aunque ellas desmentían semejantes acusaciones, protestando de que se les culpara sin prueba alguna y que, si habían dicho lo que los inquisidores querían oír, se debía únicamente a que habían padecido tormento.

Por aquellos días finales de enero de 1609 andaba yo ocupado en preparar un viaje con don Alonso Becerra, aderezando los aperos de la caballería, correas y demás zarandajas del oficio, cuando  vino Calixto todo desarbolado con la noticia:

—Acuda vuestra merced rápidamente, que nos reclaman en las cárceles: se han amotinado los presos.

Luego supe que el motivo del alboroto era debido a que los encerrados no querían verse mezclados con las brujas recién llegadas, pues pensaban que con sus malas artes y poderes diabólicos podrían mandarlos a los mismísimos infiernos con sólo mirarlos. La solución que adoptó don Luis fue la de arrojar a aquellas desgraciadas en estos calabozos oscuros, que más parecían oseras que celdas de presos, pero de esta forma pudo evitar que se soliviantara el resto del personal y ahí seguían, olvidadas del mundo. 

El pueblo de Zugarramurdi se halla próximo a la frontera con Francia, vecino de Sare y cercano al monasterio de San Salvador de Urdax, tributario de la diócesis de Bayona, con párrocos en su mayoría franceses, lo que encendía agrias protestas entre los parroquianos contra el obispo pues los curas que les enviaban no conocían el euskera y provocaban que, además de no entenderse, fueran malquistos. Por aquellos días contaba con doscientas almas. Queda a unas doce leguas de Pamplona, junto al valle del río Baztán, pasado el puerto de Otsondo: lugar salvaje, con barrancos brumosos, tupidos robledales y hayedos, desde cuyas cumbres en día claro puede verse el mar.

Eran tierras navarras, por lo tanto sujetas al tribunal de Logroño, y a él pertenecían las causas abiertas contra algunos vecinos de estos hermosos montes y valles. Las primeras brujas llegadas a las cárceles secretas defendían con ahínco su inocencia, y decían que si habían reconocido públicamente en la iglesia zuamurdiarra su pertenencia a la secta brujeril lo habían hecho bajo tortura y amenazas, porque ellas no eran sino gentes sencillas, pastoras y carboneras en su mayoría, y que sólo la envidia de María de Ximildegui, “la Francesa”,  y otras como ella —que sí eran sorguiñas de verdad— les habían traído hasta aquí. A finales de febrero de 1609 llegaron seis nuevos brujos, parientes de las anteriores,  sumando un total de diez los miembros de esta secta que andaban por las cárceles de don Luis.

Una de las recomendaciones que me hizo antes de marchar fue que tuviera sumo cuidado en salvaguardar la vida de estas gentes, porque los inquisidores tenían verdadero interés en que comparecieran ante el tribunal a fin de esclarecer todo lo que se decía sobre ellas y que, debido al hacinamiento en que estaban, los achaques de la edad y las malas condiciones de las mazmorras, eran presas fáciles de la peste que cada año nos visitaba con los calores del estío, llevándose varias docenas de presos por delante, brujos, herejes y cristianos indistintamente, tal como sucedió entre los meses de agosto y septiembre de 1609 que murieron seis de ellos, lo que fue una gran contrariedad para todos, aunque la pena duró poco a los del tribunal porque enseguida los repusieron con nuevas detenciones.

Siendo yo Alcaide de las secretas, don Juan del Valle Alvarado partió de nuevo hacia tierras de Zugarramurdi, Vera, Etxalar, Ainhoa...,  buscando cercenar de cuajo los brotes de brujería que por allí se estaban dando, al tener noticia de que muchos brujos franceses empujados por las hogueras de allende la frontera se habían pasado a tierras navarras para escapar de la quema, y  era hora de poner coto a semejante atropello.

Parece ser que el juez de Burdeos, un tal Pierre de Lancre, dio la voz de alarma al declarar que de un tiempo a esta parte se habían detectado legiones de diablos y espíritus malignos volando por los cielos de su jurisdicción, demonios venidos de China seguramente, pues los jesuitas habían levantado la Cruz de Cristo en aquella tierra y, en buena lógica, Satanás se había visto obligado a emigrar al sur de Francia donde tenía multitud de enamorados. Y era necesario liberar los campos y los aires de estas alimañas —decía el juez secundado por clérigos lunáticos— porque el número de adoradores del Demonio estaba aumentando escandalosamente, y el método más eficaz para purificarlo era pasarlo todo por el fuego.

Ante semejante despropósito, numerosas gentes francesas decidieron pasar la muga y venirse a tierras de España buscando refugio en la creencia de que la locura persecutoria aquí no tendría lugar... Pero estaban muy equivocados, porque don Juan del Valle les estaba esperando. Llevaba el inquisidor una exhaustiva labor de pesquisa entre los pueblos, por los caseríos y anteiglesias más remotas, asistido por fray León, grande amigo y admirador suyo, al que había solicitado repetidas veces su nombramiento como comisario de Urdax, y le había facilitado enormemente la tarea de busca presentándole un buen número de gentes sospechosas de brujería, sodomía y nigromancia.

Los frutos de semejante cosecha estaban a la vista: una carreta llena de deshechos humanos se acercaba  renqueante por los caminos de Viana dirección a Logroño. Total, una veintena de presos. Yo fue prevenido de su inminente llegada por un mozo de la compañía del inquisidor que se adelantó para decirme que les fuera buscando acomodo, y que prestara mucha atención a estos nuevos detenidos pues la mayoría de ellos eran de una calaña brujeril muy dañina; que anduviera con ojo porque entre ellos había dos frailes y éstos solían tener mucho poder recibido del mismísimo Satanás...

Ante semejante anuncio sólo pude preguntar sorprendido:

¿Una veintena de presos dice vuestra merced, adónde vamos a ir con tantos?

El mozo se encogió de hombros, montó a caballo,  dio media vuelta y me dijo al tiempo que espoleaba:

Así están las cosas, señor Alcaide. Disponed como mejor os plazca. 

Una enorme polvareda delataba en el horizonte el paso de la comitiva. Avanzaban muy lentamente, a uña de buey, por culpa de la  carreta. A la caída de la tarde se plantaron a las puertas de la ciudad, por el puente viejo. Allí venían los presos,  gentes de toda edad y condición en un lastimoso estado: sucios y harapientos, enjaulados como bestias. Formaban un grupo de hombres y mujeres con caras de facinerosos, acusados de haberse dado al diablo y no había delito mayor  ni de peor traza para la gente del pueblo que éste, pues brujos y diablos eran considerados todos una  misma cosa maligna y dañina que había que erradicar por todos los medios. Efectivamente, entre ellos se veían dos clérigos tonsurados que traían los hábitos hechos jirones.

¡Ya vienen los brujos! ¡Ya se llegan por el puente! gritaba la gente atropellándose en un desorden infinito de voces y juramentos.

¡Que los quemen! ¡A la hoguera con ellos! era el coro más oído.

¡Los traen en jaula, como a las fieras!

La multitud se apoderó de las calles. Todos querían estar en primera línea para ver de cerca a aquellos monstruos a los que estaba permitido escupir, azuzar y lanzar todo tipo de improperios.

¡A la hoguera! ¡Que no quede ni uno! ¡Hijos de Satanás! rugía la multitud.

Venía a la cabeza del cortejo una docena de soldados  con armas de fuego y cartuchos en bandolera abriendo paso; detrás, seguía la carreta de los presos rodeada por familiares del Santo Oficio a caballo que se habían ido agregando al paso de la comitiva por los pueblos del camino; luego, el resto de acompañantes que cerraba el coche del señor inquisidor con el escudo de la Cruz Verde bien visible. Cuando llegaron a la plaza de Santiago, los soldados se dispusieron en círculo protegiendo el carromato para que el público no se acercara en exceso, pues seguían gritando desaforadamente como una jauría de perros y les tiraban piedras, que a punto estuvieron de dar en el colodrillo al señor inquisidor al bajar de su carroza. Los familiares hicieron recular a la multitud a sablazos. Una vez controlada la situación, descendieron tambaleándose los detenidos que apenas si podían tenerse en pie por la fatiga y el hambre; y tal como iban saliendo, en reata, fueron llevados con sogas y grillos a las cárceles donde les estaba esperando para proceder a tomar nota de su entrega  y darles en prisión.

Uno a uno pasaron delante de mí diciendo su nombre, procedencia y oficio; algunas de las mujeres eran ancianas de más de setenta años, y un tal Martín Vizcar, labrador, creo que me dijo pasaba de los ochenta...  Ahora que lo recuerdo con calma, puedo decir que daba pena verlos.

Gentes sencillas, pastores, labriegos, herreros..., excepción hecha de los dos clérigos: fray Pedro de Arburu, premostratense del monasterio de Urdax y don Juan de la Borda, de Fuenterrabía, cuyas madres: María de Arburu y María Baztán de la Borda venían también detenidas;  bastaba con fijarse un poco en su vestimenta para adivinar su condición.

Las cárceles estaban a rebosar, vive Dios, y se lo comenté a Sebastián, mi paisano:

—¡Por vida del rey!, soltad otros tantos presos —me dijo—, y tendréis hueco de sobra.

No era mala la idea. Y así lo hice: les busqué rápido acomodo dando suelta a una veintena de blasfemos, perjuros y profanadores que andaban en semi libertad con la promesa de presentarse cada mañana al toque de Ángelus.

Cuando cada cual estuvo en su sitio, les dimos de cenar: un trozo de pan, un arenque en salazón y media cebolla; me lo agradecieron como si usase con ellos de una gran liberalidad; pobres gentes; luego se mandó silencio, cesó el alboroto de los otros presos que protestaban con toda suerte de ruidos al saber  que había llegado nueva remesa de brujos, vino la calma y pudimos ir a descansar.

—Mañana, vuelta a empezar —les dije a mis ayudantes.

—¡Qué remedio! —fue el comentario más socorrido.

Se pondría de nuevo en marcha la pesada máquina inquisitorial con los nuevos presos, y nosotros éramos su brazo secular, su fuerza.

 © Pedro Sanz Lallana

• El resplandor de las hogueras - Prólogo •
• Capítulo 1º: Yo, el verdugo •
• Capítulo 2º: De mis orígenes •
• Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo •
• Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres •
• Capítulo 5º: A la caza del pecador •
• Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas •
• Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal •
• Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide •
• Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi •
• Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías •
• Capítulo 11º: Muestrario de horrores •
• Capítulo 12º: Las confesiones brujas •
• Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas •
• Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe •
• Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe •
• Capítulo 16º: Edicto de Gracia •
• Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias •
• Epílogo •
• Adenda •

9.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana

 

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