16.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo 16º
Edicto de Gracia
«Verdaderamente, con la llegada del
otoño a estos valles navarros uno
comprende en toda su profundidad lo que
el salmista quería decir cuando escribía
aquello de: El Señor es mi pastor,
nada me puede faltar», comentaba don
Alonso de Salazar al párroco de
Elizondo, don Juan de Etxebeste, en
amena charla al amor de la lumbre cuando
éste le preguntó si se encontraba a
gusto en las tierras del Baztán. El
inquisidor le respondió con convicción:
«Lo estoy, amigo Juan, lo estoy y me
costará marchar de ellas».
Atardecía. Sentado frente al amplio
ventanal del caserío blasonado que le
servía de residencia, el inquisidor se
detuvo a contemplar el paisaje que
empezaba a pintarse con los tonos
rojizos de los hayedos, los ocres de los
castaños y el verde intenso de los pinos
en un abanico de claroscuros que
delataban la llegada del tardío.
Envuelto
en la cálida penumbra de la sala
caldeada por el rescoldo del hogar,
recordó la promesa que hiciera a su
colega don Juan del Valle meses atrás
cuando le dijo que vendría a visitar
«más pronto que tarde» estas tierras,
y a fe que lo estaba cumpliendo con
creces, pues desde que saliera de
Logroño, allá por el mes de marzo,
todavía se veía ocupado en la penosa
tarea de tener que desenredar esta
turbia madeja de delaciones urdida
contra algunas gentes de estos valles
vecinos de la muga; quería tomar el hilo
por el cabo y llegar hasta al final para
desterrar las sombras de dudas que aún
pudieran quedar sobre la existencia de
brujos y brujerías, y demostrar que
todo era una maldita patraña sazonada
con mentiras y embelecos.
Pidió que
le trajeran luz y recado de escribir. Le
rondaban por la cabeza una serie de
conclusiones a las que había llegado
tras interrogar a un buen número de
aldeanos de aquellos pueblos y quería
ponerlas por escrito. Deseaba dar fe de
que todo ello no había sido sino un
enorme cúmulo de aberrantes
depravaciones tal como le apuntara su
amigo el letrado don Pedro de Valencia,
que discrepaba diametralmente de la
doctrina mantenida por don Alonso
Becerra, el inquisidor principal.
Tras
mucho insistir y soportar una sorda
oposición por parte de sus reverencias,
consiguió que La Suprema le
nombrara comisionado del Santo Oficio
para investigar en los valles de
Ezcurra, el Baztán, Xareta y Cinco
Villas, y estaba decidido a no marchar
de allí sin zanjar de forma definitiva
el problema de los brujos, pues a su
parecer se había cerrado en Logroño de
manera atropellada y mal.
Tenía
fijada su residencia en el palacete de
un ricohombre de Santesteban, Ignacio
Etxeberría, cuya fachada principal lucía
un hermoso escudo con cinco estrellas,
una cruz flordelisada y su lema
correspondiente: Signum fides,
detalle en el que reparó don Alonso
nada más llegar:
—¿Qué
mejor lugar para vivir que estar bajo el
signo de la fe? —le comentó al dueño
señalando el dintel de la puerta.
—Es el
lema de la casa—respondió él, viejo
familiar del Santo Oficio.
Y
ciertamente era un lugar envidiable
«porque reunía las condiciones idóneas
para la serena reflexión y el
recogimiento», decía don Alonso. Desde
Santesteban podía desplazarse con cierta
comodidad a lugares próximos como Vera,
Lesaka, Elizondo, o pasar el puerto de
Otsondo quedándole al abasto de las
caballerías los pueblos de Urdax,
Zugarramurdi y Ainhoa.
Fray
León, el abad del monasterio
premostratense de Urdax, se apresuró con
blanda zalamería a poner a disposición
del señor inquisidor todos los recursos
del cenobio, que no eran pocos, «para
facilitar la caza de brujas» explicaba
el abad, obsequio que don Alonso rehusó
amablemente deseoso de mantener su
propio criterio, su independencia.
—No he
venido a cazar bruja alguna, hermano
León —le atajó—, si no a buscar
argumentos sólidos en que cimentar un
Edicto de Gracia que repare, en la
medida de lo posible, las funestas
consecuencias del pasado Auto de Fe.
—La
caridad de vuestra merced es demasiado
benévola —le respondía el monje—, aquí
siempre ha habido brujas y las habrá,
señor inquisidor.
Don
Alonso le miraba con la serenidad de
quien se siente seguro de sí mismo. Su
objetivo era muy distinto del que
trajera meses atrás don Juan del Valle,
porque trataba de dilucidar lo que había
de cierto en las acusaciones leídas ante
el tribunal de Logroño, cuántas eran
burdas imaginaciones de mentes enfermas
u ocultos deseos de venganza en el mejor
de los casos, y si descubría que no se
ajustaban a la verdad, mandar
descolgar inmediatamente los
sambenitos que todavía pendían en las
iglesias de estos pueblos como
testimonio de «la conjura diabólica
contra la fe», como alguien había
escrito en grandes cartelones bajo los
siniestros colgajos que se veían en las
paredes junto con los nombres de sus
desdichados propietarios.
La
partida la preparó con sumo cuidado. En
los días previos convocó a sus
ayudantes; eligió a gente de absoluta
confianza y les puso al corriente de sus
intenciones: ir al norte de Navarra e
informar con toda veracidad de lo que
vieren u oyeren por aquellos pagos. Con
paciencia y comprensión. Ni siquiera
llevaría soldados, como era la
costumbre, porque ésta iba a ser una
comitiva discreta, corta en número de
hombres y carruajes. Cuando todo estuvo
listo, se pusieron en camino una
soleada mañana del 26 de marzo de 1611.
Yo les vi marchar con un poco de
nostalgia recordando las buenas
jornadas pasadas en Estella, o la
visita a las tierras de Ayala,
Nájera..., en fin: aquellos lugares que
había visitado en circunstancias muy
similares.
Por
aquellos días el campo empezaba a notar
el arrimo de la primavera; apuntaban los
primeros pámpanos en las vides, las
flores del espino se ribeteaban de rocío
por la mañana y el saludo de los pájaros
anunciaba que el frío daba paso al buen
tiempo. El cielo alto y sin nubes
parecía indicar que la marcha se haría
sin sobresaltos de lluvia o nieve,
fenómenos todavía posibles por estas
fechas. Así pues, cuando todo estuvo
listo, los caballos bien enjaezados y
los hombres pertrechados con sus
alforjas, la comitiva atravesó el puente
de piedra dejando atrás las murallas del
Revellín; ya a las afueras, el grupo
enfiló la antigua ruta jacobea, calzada
que resultaba cómoda para la marcha de
las caballerías y el alegre rodar de los
carruajes. En los lugares por donde
pasaban, las gentes se espantaban de
pronto al ver las enseñas de la Santa
Inquisición, pero recobraban la calma
cuando comprobaban que iban de paso.
Se había
empeñado don Alonso en llevar un Edicto
de Gracia a la zona alta de Navarra y no
iba a parar hasta conseguirlo. Pensaba
que ya era tiempo de demostrar que todo
lo dicho en Logroño no tenía nada que
ver con la apostasía de la religión ni
con la adoración del diablo como algunos
afirmaban. Todo era pura invención y
torpeza. Cosas como volar por los
aires, hacer polvos ponzoñosos, provocar
tormentas, darse al diablo, etcétera, no
eran más que sandeces.
—Que el
diablo existe, es muy cierto —comentaba
el inquisidor a su secretario don Lope
de Alfaro—, pero bien está donde está,
que es en los infiernos y no comiendo
huesos de muertos..., ¡por amor de
Dios!, que eso no se compadece con la
razón humana.
Don Lope,
hombre extremadamente sensato, sonreía y
callaba. Era muy posible que hubiera
gentes asustadizas que confundieran
una mula furiosa con un diablo
disfrazado y que, incluso, existieran
quiromantes con poderes para hacer
apariciones y trazas maravillosas, pero
nunca aquel sin número de despropósitos
que se habían dicho sobre unos pobres
pastores analfabetos cuyo mayor delito
era ése precisamente: su propia
ignorancia o su pobreza; y estaba
empeñado en demostrar que ni el Diablo
era tan poderoso como ellos pensaban, ni
los mal llamados brujos tan depravados
como decían serlo, que las más de las
veces todo era fruto de alucinaciones
colectivas o declaraciones bajo tortura.
Y la autoacusación, estaba convencido
de ello, no era sino una forma de cargar
con una falsa culpa a cambio de salvar
la vida, tal como muchos de los
condenados habían hecho y confesado
después.
A este
propósito recordó con pena a María de
Zozaya, una buena mujer capaz de sonreír
en medio del tormento; la pobre había
muerto meses atrás en la más absoluta de
las soledades olvidada en una sórdida
celda siendo como era una pobre anciana
analfabeta y, con toda seguridad,
inocente. A su parecer, la solución a
estos casos se reducía a dos palabras
muy sencillas de entender: comprensión y
caridad.
Se
aproximó a la chimenea de piedra para
avivar las ascuas ya mortecinas y pensó
que era triste tener que confesarlo,
pero en Logroño se habían equivocado
absolutamente. Le vinieron a las mientes
las recriminaciones que en alguna
ocasión le habían hecho los otros
inquisidores por su excesiva bondad y
condescendencia para con los réprobos:
—Don
Alonso, vuestra reverencia hace un uso
magnánimo de la caridad, y no ha de
olvidar que en las Sagradas Escrituras
se nos dice cómo Yahvé hizo perecer por
el fuego a los malos israelitas
adoradores de Baal; yo creo que debería
reflexionar sobre este punto y
aplicarlo a esos malvados herejes
devotos de Satanás.
Quedó con
la mirada fija en el rescoldo del hogar:
«¡Válgame Dios, y qué ciegos hemos
estado todos al no haber sabido
distinguir lo falso de lo verdadero, ni
separar el polvo de la paja!», pensó.
Nada más
llegar al Baztán empezó por recorrer los
pueblos y preguntar a los que figuraban
como testigos en las actas de acusación
sobre lo que habían visto y oído en
aquellas reuniones que decían haber
tenido con los llamados brujos; visitó
los lugares donde celebraban los
akelarres; mandó abrir tumbas y
desenterrar a los muertos supuestamente
comidos..., y después de examinarlo y
comprobarlo todo, los indicios le
llevaban a un mismo punto irreversible y
contundente: que aquello no era sino una
monstruosa mentira; allí no se habían
comido muerto alguno y los lugares de
reunión no eran sino hermosas campas
verdes llenas de chiribitas en esta
primavera que apuntaba.
Pasó el
verano entre idas y venidas y hoy se
sentía animoso para empezar a escribir
el borrador de su informe. Le trajo don
Lope un rico candelabro de plata que
dejó sobre la mesa junto con unas plumas
de ganso, tinteros, el frasco de la
ceniza y los pliegos de papel que había
pedido. Tomó uno de ellos y se dispuso a
hacer el esbozo de lo que sería el
escrito que pensaba elevar a La
Suprema. Se santiguó, como hacía
siempre antes de iniciar una tarea,
dibujó una cruz en la cabecera del papel
y comenzó:
†
En el
nombre del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo.
Yo, don
Alonso de Salazar y Frías, licenciado en
Teología, canónigo e Inquisidor del
Santo Oficio en la ciudad de Logroño, a
los miembros del Tribunal de La Suprema
Inquisición
Expongo:
Que
después de examinar in situ las
supuestas atrocidades atribuidas a la
peligrosa secta de los brujos, no he
hallado certidumbre ni indicios con qué
colegir que se haya hecho algún acto de
brujería real y corporalmente en estos
lugares. Sino que, como yo solía
sospechar de estas cosas, he añadido con
la visita por mí realizada un nuevo
desengaño: que las testificaciones de
los cómplices solas, sin ser coadyuvadas
de otros actos exteriores y comprobados
por personas de fuera de la complicidad,
no llegan a ser bastantes para proceder
por ellas a captura de persona alguna;
que las tres cuartas partes de los
testimonios, y aún más, se han delatado
a sí mismos como sospechosos de ser
absolutamente falsos.
También
tengo por cierto que en el estado
presente no sólo no conviene dar nuevos
Edictos de Delaciones, Entredichos y
prorrogaciones de los ya concedidos, o
cualquier intento de querer ventilar en
público estas cosas, porque con el
estado achacoso que ya tienen ellas
mismas, sería nocivo y el resultado
podría ser mucho peor del ya existente.
En
conclusión: que a mi entender no hubo
brujas ni embrujados en estos lugares
hasta que comenzó a tratarse y a
escribir sobre ellos; que todo son
invenciones y patrañas de gentes
ignorantes o de mentes enfermas...
Don
Alonso dejó de escribir; apoyó la pluma
en el tintero, se alisó las cejas en un
gesto mecánico para relajar la vista y
comenzó a leer pausadamente el pliego
que había escrito con pulcra caligrafía;
le pareció que quedaba bien como
preámbulo: claro y contundente, que no
daba opciones a la duda. Se dijo para sí
mismo que lo completaría con alguna de
las ideas sugeridas por la gente
razonable de estos pueblos a la que
había consultado, olvidando de momento
las actas del tribunal porque
seguramente estaban contaminadas por
mentiras y alguna oculta sed de
venganza.
—Se
debería examinar si los reos que fueron
sentenciados estaban en su sano
juicio, reverendismo señor
inquisidor —le dijo un día don Pedro
Abásolo, cura de Yanci, que solía
acompañarle en sus paseos matutinos por
al atrio de la iglesia cuando andaba de
visita por aquellos lugares—, porque su
conducta parece más bien de pobres locos
que de herejes; y si su enfermedad
es de la cabeza, eso lo pueden curar
los físicos y galenos más que las
torturas y los sambenitos...
La lógica
de don Pedro era absoluta; andaba
preocupado el cura porque varios de sus
parroquianos habían sido acusados de
brujería y sospechaba que su pecado era
más bien la falta de seso que otra cosa;
y no encontraba razón suficiente para
justificar su permanencia en las
cárceles secretas del tribunal de
Logroño habida cuenta de que estaban
completamente locos.
En las
correrías que hizo don Alonso por
Donamaría, Arrayoz, Elizondo, Etxalar,
Rentería y otros pueblos, se detuvo a
escuchar las declaraciones de más de un
centenar de vecinos sobre los
denunciados; y todos coincidían con el
párroco en que eran gentes de pocas
luces, cierto, pero incapaces de hacer
las majaderías que se decían en las
acusaciones; respecto a las enfermedades
del ganado, el mal tiempo que echaba a
perder las cosechas, etcétera, nada
podían decir, pues cuando granizaba o
helaba lo hacía en todos los campos por
igual: de los buenos y de los malos
cristianos indistintamente; y respecto a
volar, que eso era imposible, porque por
allí sólo lo hacían los pájaros...
Continuó
con el informe:
Que ellos
no habían visto a los brujos volar, ni
pueden decir si lo hacían como animales
o como personas, como moscas o como
cuervos. Piensan que esto es más bien
una ilusión.
Que lo
que se dice hechizos y pócimas no son
sino unos potajes que hacen ellos para
su cuidado siendo completamente
inofensivos, porque luego fueron
probados en animales y nada malo les
sucedió, al contrario, parecía sentarles
bien.
Que
algunas niñas que decían haber tenido
trato carnal con el demonio, fueron
examinadas por mujeres expertas y
halladas que todavía eran doncellas.
Que no se podía tener en
cuenta las delaciones hechas por menores
porque frecuentemente se dejan llevar
por sus fantasías, y que basta que
empiece uno mintiendo para que el resto
se sienta obligado a decir otra mentira
doblada...
En el
exterior ya era noche cerrada. El
rescoldo agonizaba bajo una gruesa capa
de ceniza; don Alonso llamó a su
secretario para que recogiera los
bártulos. Don Lope le aconsejó que
descansara pues ya era muy tarde.
—Vuestra
merced lleva razón —le respondió el
inquisidor—: «cada día tiene su afán»,
dice la Biblia; así que lo acabaremos en
Logroño.
Tomó el
último pliego y después de releerlo
atentamente lo guardó en el cartapacio
que había sobre la mesa. Se caló el
solideo de lana roja que pendía de un
perchero hecho con patas de corzo y se
volvió hacia el ventanal; el valle
estaba en calma. Se sentía bien, aunque
cansado, con esa paz de espíritu que
rara vez había podido disfrutar desde
que fuera nombrado inquisidor. Luego,
hablando como para sí mismo le dijo a su
secretario:
—Don
Lope, ¿no es cierto el dicho de que Dios
escribe recto con renglones torcidos?
—A fe mía
que así es — le
respondió.
—Yo soy
de vuestra misma opinión.
Y
quedaron en silencio.
Los días
pasaron casi sin darse cuenta. Pensó que
su investigación estaba prácticamente
concluida y que debía preparar la
vuelta; aprovecharía los últimos días de
permanencia en Santesteban para
dedicarse a la meditación y a la
lectura. Los tomaría como un retiro
espiritual que completaría con buenos
paseos por el campo y largas pláticas
con sus amigos los párrocos de aquellos
pueblos.
Pero lo
que no calculó don Alonso es que por
aquí con el mes de diciembre suelen
llegar las primeras nevadas y, aunque se
lo advirtieron, le sorprendió que de la
noche a la mañana apareciera una gruesa
capa de nieve cubriendo los campos y
caminos de la zona haciendo del todo
imposible el retorno a casa tal como lo
había previsto. El que nevara era una
pequeña contrariedad —«muy
bella, por cierto»,
comentó con cierta resignación— que
quedaba compensada con el gozo de ver
caer mansamente la nieve; esto haría que
alargara su estancia en el Baztán; la
única decepción en semejantes
circunstancias fue la de tener que oír
las quejas de algunos miembros de su
comitiva que se veían forzados a pasar
las Navidades lejos de la familia.
Don Alonso
disfrutó del calor de las gentes sencillas
de Santesteban, de sus fiestas y
villancicos, de celebrar la misa del
gallo como un parroquiano más; de sus
comidas copiosas hechas con el sosiego y el
gusto de la gente del campo; se sentía cura
de pueblo olvidando el odioso título de
“inquisidor” que tanto espantaba. Todo el
mundo le llamaba don Alonso a secas,
salvo don Pedro de Yanci que le seguía
titulando reverendismo señor.
Cuando el
temporal de nieve amainó y vino tiempo de
blandura, organizó la caravana de retorno.
Fueron jornadas lentas, agotadoras, por
caminos embarrados, soportando un intenso
frío que no permitía moverse con facilidad.
Buscaban refugio en los pueblos y posadas
del camino mientras se acercaban lentamente
a Logroño.
Don Alonso
sintió dejar este rincón de delicias, pero
le urgía la necesidad de completar el
informe y presentarlo cuanto antes a La
Suprema para que decidiera qué hacer con
los dieciocho reos que todavía penaban en
prisión, y con los trece muertos que tenían
sus sambenitos colgando en las paredes de
las iglesias de sus pueblos; además, ésta
era una buena ocasión para vaciar las
cárceles de una vez por todas que, como
siempre, estaban llenas a rebosar.
Me sorprendió
mucho cuando una mañana me dijo nada más
verme a poco de su llegada:
—Don Pedro
Larrea, tengo que darle una buena nueva...
Fue en la
escalinata de entrada al palacio
inquisitorial. Don Alonso gozaba de gran
predicamento entre la gente de las secretas
por ser un hombre de trato cordial alejado
de florituras palaciegas:
—Su
reverencia dirá...
—Pues que
pronto se van a ver aliviadas las cárceles
y, de paso, resuelto el problema de los
presos de Zugarramurdi —me aclaró
trasluciendo una mal disimulada
satisfacción; luego añadió—: “pronto” quiere
decir en unos meses...
Francamente,
no me esperaba tan magnífica noticia. Yo,
que guardaba una cierta familiaridad con él
fruto de los viajes hechos en su compañía
por los pueblos de la Rioja y Navarra, le
hice una pregunta que resultó a todas luces
absurda:
—¿Es que va a
venir de nuevo la peste, don Alonso?
Sonrió con
gesto de tristeza.
—No lo quiera
Dios, sino algo mucho mejor: va a llegar el
perdón.
—¡Voto a
Cristo que es una magnífica solución, don
Alonso!
—En su nombre
lo hacemos. Por cierto, evite vuestra merced
el usarlo en vano…
—Perdone su
reverencia—me disculpé torpemente.
Di un golpe
de chapeo en el aire en señal de saludo y él
me correspondió con una ligera inclinación
de cabeza desapareciendo acto seguido
escaleras arriba camino de sus aposentos.
Edicto de Gracia se llamaba lo que don
Alonso andaba tramitando. Pasados unos días
me volví a topar con él y le pregunté sin
rodeos:
—Don Alonso,
me habló vuestra reverencia de que iba a
haber un perdón...
—Ciertamente,
ya está solicitado —me atajó dibujando una
amplia sonrisa.
—¿Y cómo va
el proceso, si me permite la indiscreción?
—Lento
—respondió con cierta desilusión—, como
todas las cosas de palacio.
Me aclaró que
había elevado un escrito a La Suprema
y esperaba una respuesta que trajera la
amnistía a los culpados, porque ya era hora
de mostrar la cara benigna del Santo Oficio,
idea por la que siempre había batallado.
Pero aquellos meses de los
que me hablara don Alonso se dilataron más
de la cuenta pues pasaron dos años largos
hasta que recibiera respuesta oficial de
Toledo. Durante todo este tiempo, la
ilusión inicial de que las cárceles iban a
verse aliviadas se me fue marchitando,
aunque como decía don Juan Tenorio en una
comedia
¹
recién estrenada
en la corte: No hay plazo que no se
cumpla ni deuda que no se pague, de
manera que un día, de forma inesperada,
llegó un correo oficial con el lacre del
Santo Oficio que llevaba el pomposo título
de Cautela Inquisitorial; o dicho en
román paladino: Edicto de Gracia.
Recuerdo que
aquella tarde hubo convocatoria urgente en
el salón de audiencias. Se reunió el
tribunal en pleno: inquisidores, letrados,
notarios, calificadores, acusadores,
secretarios…; entre sus reverencias se
notaba un cierto desasosiego porque se iba a
dar lectura a los papeles venidos de Toledo
y se comentaba que traían fuertes
sorpresas…
Don Ferrando
fue el encargado de leer los pliegos del
perdón. Ciertamente, la sesión no fue tan
agitada como en otras ocasiones; más de uno
agradeció la ausencia de fray Veremundo —el
religioso que fuera agriamente reprendido la
vez anterior por don Alonso Becerra había
muerto hacía dos meses de unas tercianas en
su monasterio de Valvanera, descanse en
paz—, aunque a la salida, en torno al brocal
del pozo, resultó inevitable que se
enzarzaran en una acalorada disputa los
partidarios de fray Alonso y don Juan —“los
justicieros”, como les llamaba el vulgo—,
con los de don Alonso de Salazar —“el
canónigo”— por una cuestión de principios
que versaba sobre si el poder diabólico de
los brujos era real o se trataba de pura
ficción; y frente a la mayoría, don Alonso
de Salazar defendía rotundamente lo segundo.
Cuando
abandonaron el tribunal era ya noche
cerrada.
Don Alonso me
hizo llegar por manos de don Zacarías
Covaleda una copia de estos papeles para
que obrara en consecuencia, pues había una
parte muy importante en ellos que me
atañía. Cuando los tuve en mi poder, no
pude evitar el acordarme del resplandor de
aquellas malditas hogueras: «Todavía el aire
me huele a chamusquina —le dije mirándole a
los ojos—. ¿Y ahora quién va a devolver la
vida a los quemados, lo sabe vuestra
merced?»; don Zacarías me miró con cara de
pasmo y, tras saludarme cortésmente, se fue.
Esto decía la
famosa Cautela Inquisitorial:
¹
El burlador de Servilla y convidado de piedra. Tirso de
Molina
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
16.- EL
RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana |