5.- EL RESPLANDOR DE LAS HOGUERAS, Pedro Sanz Lallana
Capítulo
5º
A la caza del pecador
Dicen que la vida es como un soplo, como un
sueño; lo cierto es que pasaron quince años desde mi llegada a Logroño en
un suspiro y casi sin darnos cuenta nos fuimos haciendo viejos.
Mis hijos medraron con salud, aunque la peste no
dejó de visitarnos cada año con su guadaña letal, tomando rumbos distintos
en la vida a medida que se enfrentaban a ella. Los dos mayores me fueron
de gran ayuda pues vistieron hábitos franciscanos en el convento de la
ciudad y pronto empezaron a destacar en teología de la mano del guardián
de aquella casa, el famoso calificador del Santo Oficio fray Gaspar de
Palencia, del que llegué a ser gran amigo y admirador. Con ellos discutía
sobre creencias y supercherías, o las últimas medidas decretadas por el
inquisidor Valdés para la prevención de la herejía y otros delitos
nefandos, cosa que ellos trataban de justificar apoyándose en la doctrina
de grandes teólogos:
«porque
la severidad no está reñida con la caridad cristiana»,
argüían llevados por su buena fe. Si se mostraban comprensivos con tales
decretos era, creo yo, para que dejara de mortificar a su madre con mis
continuas zozobras sobre la bondad o perversidad de mi oficio, y es que,
como decía don Alonso de Barros
—famoso
poeta que anduvo un tiempo por esta ciudad—:
«la
verdad, si es demasiado cruda, no puede darse a comer».
Pero mi mayor fortuna vino de la mano de Calixto
cuando me eligió para ir a Estella—como
ya he contado a vuestras mercedes—,
porque a partir de ese momento pasé a formar parte de un grupo de elegidos
que acompañábamos a los señores inquisidores en sus salidas por los
pueblos de su jurisdicción para hacer todo tipo de edictos,
reconciliaciones, relajamientos y demandas, lo que me suponía alejarme
temporalmente de la hediondez de las mazmorras. El hecho de codearme cada
día con los próximos al señor inquisidor hizo que mi nombre sonara en las
altas esferas y esto provocó no pocas envidias entre los colegas de
oficio.
Conseguí que no se apagara mi buena
estrella y así, durante más de diez años acompañé a don Juan del Valle
primero, y a don Alonso de Salazar después, en sus visitas a los pueblos y
comarcas de la zona ganando ascendiente sobre los otros verdugos a pesar
de ser más bisoño que muchos de ellos.
En la Cuaresma del año 1609, lo recuerdo
muy bien porque fue la última ocasión que tuve de hacerlo, fui requerido
para acompañar a don Alonso de Salazar, el nuevo inquisidor que hacía poco
había llegado al tribunal de Logroño procedente de Burgos, al objeto de
pregonar un Edicto de Delaciones en Nájera, pueblo importante de la Rioja,
que iba a ser una de sus primeras actuaciones como inquisidor oficial.
Preparamos la comitiva como de costumbre y muy de
mañana salimos por el puente de romeros siguiendo el camino que llevaba a
la calzada de peregrinos. En un par de jornadas nos plantamos en la
antigua corte de Navarra—como
también lo fuera Estella—,
cuya iglesia de Santa María la Real daba fe de su pasada nobleza por las
tumbas y mausoleos de reyes y príncipes que alberga su cripta. Los de la
comitiva nos aposentamos en unas dependencias del remozado hospital y
quedamos a disposición del señor inquisidor para lo que fuere menester.
Esta clase de edictos solían hacerse en
pueblos importantes de manera que predicándolos en ellos abarcábamos gran
multitud de pueblos pequeños; por cierto, Nájera incluía la tierra de
Cameros, por lo que era muy probable que me topara con algún paisano de
Montenegro, y esto me causaba un pequeño resquemor porque no sabía con qué
ojos verían los de mi pueblo que anduviera metido en este negocio.
Nada más llegar a la villa se echaron al
vuelo campanas y salieron los pregoneros publicando el Edicto para que
acudieran a delatar los actos contrarios a la fe que hubieran observado en
sus convecinos, contribuyendo a la digna tarea de purificar los pueblos de
pecadores, judaizantes, bígamos, herejes o brujos, en el plazo
improrrogable de una semana, oírles en audiencia y ponerles la penitencia
a que hubiere lugar; caso contrario, serían embargados sus bienes,
castigados con azotes, etcétera.
Enseguida acudieron algunas personas ante el
inquisidor y los notarios a las que escuchó con su acostumbrada infinita
paciencia, pues era hombre dado a la bondad, nada severo
—todo
lo contrario de su homónimo en el cargo, don Alonso Becerra, inquisidor
principal, temido por su acritud e intransigencia—.
Nosotros, es decir: los soldados, algún familiar que nos
acompañaba, los mozos de cuadra y sirvientes, quedábamos a la espera en el
caserón que habíamos ocupado por si debíamos intervenir, tal como sucedió
al cabo de unos días.
Recuerdo que vino don Ferrando y me dijo:
—Acuda
con sus herramientas porque tal vez sea necesaria su presencia.
Me preparé con toda diligencia y me fui a
la sala capitular del monasterio de Santa María, que era donde estaba
instalado el tribunal, con las alforjas llenas de argollas y correas.
Tuve ocasión de escuchar a un vecino de
Santo Domingo de la Calzada llamado Marcelo Céspedes que llegó con una
delación muy divertida. Acusaba a una tal Vicenta Canicosa, de su mismo
pueblo, de haber blasfemado muy villanamente de la siguiente manera:
estábase él un día en el mesón de peregrinos que hay a las afueras del
lugar, junto al río Oja, cuando vio pasar a Vicenta, moza de hermoso
gesto, y le dijo que se debería casar con él para llevar mejor vida que la
que ahora tenía como mesonera en casa del marrano¹ Toribio,
porque andaba todo el día expuesta a las miradas y a los deseos lascivos
de los gañanes que por allí pasaban, y oír las conversaciones obscenas de
los mozos. Vicenta, que era bella pero lenguaraz, le contestó:
—¿Casarme
con vos?, ¡mala liendre me mate!, que más me valdría estar amancebada con
el arcipreste de Berceo que casada con un tuerto...
Que éstos eran los hechos cabales tal como
los declaraba y que, según él, suponían un grave quebranto para su fama de
buen cristiano, además de las palabras blasfemas dichas contra un hombre
de iglesia al que acusaba de mujeriego..., por todo lo cual veíase
obligado a denunciarla para que no cundieran las malas dijendas.
Algunos de los presentes no pudimos
contener la risa por los argumentos del ojanco; don Alonso les aclaró que
aquello no era blasfemia propiamente dicha, sino escándalo de palabra, y
que a la tal Vicenta más le convenía buscar un buen mozo soltero para
cumplir como mujer y no andar citando a los clérigos, hombres de iglesia
obligados por ley al celibato. La mujer, avergonzada, pidió perdón
públicamente por las palabras que hubiera dicho de más, pues en su ánimo
no estaba la intención de provocar a clérigo alguno, sino la de alejar las
insinuaciones amorosas del tuerto; luego hizo confesión general de sus
pecados y prometió ir con buena voluntad al matrimonio con hombre soltero,
mirando más las cualidades de su alma que no las del cuerpo...
Y una disputa entre vecinos se sancionó con parecida
penitencia, pues había alguno que mantenía que
«si
se pagaba por fornicar, eso no era pecado». El escándalo llegó hasta el
tribunal, y don Alonso recriminó públicamente a los que mantenían tal
postura advirtiéndoles de que era
«una
gran
ofensa a Dios» pues se laceraba el santo matrimonio y que, además de
contribuir a la proliferación de rameras, cosa de suyo ya harto abundante
en todo el reino, era una costumbre pecaminosa castigada por la Santa
Religión. Por lo que a los fornicadores denunciados les mandó confesar,
guardar abstinencia carnal en lo que durase la Cuaresma como señal de
penitencia, y la obligación ad perpetuum de dejar a las putas en
paz.
El caso más severo acabó con una mano de
cien azotes que le di, bien a su pesar, porque se trataba de un escándalo
notorio. Se debió a la delación que hizo una mujer casada contra el
párroco de su pueblo acusándole de solicitante y de haberla sometido a
abusos deshonestos. Decía la acusadora que uno de los curas de su
parroquia, don Perseverando, le obligaba a confesarse con él cada semana
aunque no quisiera hacerlo ni tuviera falta grave que declarar; el hecho
es que mientras ella estaba a su lado le acariciaba la cara y los pechos
diciéndole palabras deshonestas y amorosas. Que, incluso, un día al darle
la penitencia la besó y le quiso tocar las partes pudendas, y aún procuró
pasar adelante si ella no gritara y se batiera contra el clérigo...; que
por eso le denunciaba, para que acabara aquel acoso cruel y vergonzante
que duraba ya más de dos años.
Recuerdo que ésta fue la primera vez que vi
a don Alonso encolerizado; paseábase arriba y abajo de la sala frotándose
vigorosamente las manos en espera de que le trajeran al culpado; cuando lo
tuvo ante sí, le reprochó muy ásperamente el mal ejemplo que había dado a
la feligresía con su lascivia siendo como era un ministro del Señor. El
presbítero, puesto de rodillas, temblaba como el azogue ante la ira del
inquisidor, incapaz de articular palabra, por lo que allí mismo fue
hallado culpable del delito de solicitud y violencia en la persona de su
feligresa. El pobre don Perseverando quedó como paralizado cuando oyó la
sentencia. Al cabo de un rato rompió a llorar pidiendo públicamente perdón
y clemencia para con un desgraciado pecador llevado de la lujuria,
haciendo votos a Cristo crucificado de que jamás volvería a intentarlo con
mujer alguna... Eran tan lastimeros sus gritos que don Alonso se vio
obligado a suavizar el castigo de destierro con que le amenazaba pues le
suponía sinceramente arrepentido; con todo, dispuso que se le aplicaran
cien azotes en las nalgas como penitencia por golosear con mujer ajena.
Hubo multitud de delaciones de poca monta
sin que aparecieran casos de herejía, brujería o falsos conversos, puesto
que en edictos anteriores ya se había limpiado pequeños brotes de estas
malas hierbas, y que las gentes de esta tierra eran buenos cristianos
aunque pecadores, como todo el mundo, por lo que unos días antes de la
Pascua nos volvimos para Logroño con harto contento de nuestras familias.
Sería mi último trabajo como verdugo.
¹
“Marrano”: aplicábase como despectivo al
converso que judaizaba ocultamente (Dic. RAE).
©
Pedro Sanz Lallana
• El resplandor de las hogueras - Prólogo • • Capítulo 1º: Yo, el verdugo • • Capítulo 2º: De mis orígenes • • Capítulo 3º: De mi condición y oficio de verdugo • • Capítulo 4º: De mazmorras y otros menesteres • • Capítulo 5º: A la caza del pecador • • Capítulo 6º: Alcaide de las Secretas • • Capítulo 7º: De nuevo ante el tribunal • • Capítulo 8º: El Cuaderno del Alcaide • • Capítulo 9º: Los presos de Zugarramurdi • • Capítulo 10º: Sobre brujos y brujerías • • Capítulo 11º: Muestrario de horrores • • Capítulo 12º: Las confesiones brujas • • Capítulo 13º: Concluyen las confesiones brujas • • Capítulo 14º: Vísperas de un Auto de Fe • • Capítulo 15º: Relato verídico del Auto de Fe • • Capítulo 16º: Edicto de Gracia • • Capítulo 17º: Conclusiones absolutorias • • Epílogo • • Adenda •
5.- EL
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