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Hay quien dice haber palabras o
expresiones imposibles de utilizar literariamente y en determinados
contextos. Por ejemplo: “ácido acetil salicílico” en un soneto,
“ecuación de segundo grado” en el momento tenso en que se masca la
tragedia, o “pato Donald” en la boca del héroe que muere como Romeo,
pero no “que muere” sino muriendo, loco de amor, muerta Julieta (o
al revés, da igual, ya no recuerdo). Otros dirán que no, que la
imposibilidad es supuesta y quien la supone, incapaz de superarla. Y
otros navegarían entre dos aguas confesando inpotencia de hacerlo
pero reconociendo la posibilidad de que alguien venga, bienvenido, y
lo haga. Y siempre habrá un resto que le importe un pimiento saber
nada con respecto a esta cuestión. Y entre dicho resto, que será
mucho mayor de lo supuesto (siendo entonces una immensa mayoría más
que resto), distinguiremos entre aquéllos que les parezca cosa
tonta, sin interés, interesante pero inútil, gana de marear la
perdiz, no tengo tiempo y lo pensaré mañana, o aquéllos otros de los
que dicen siempre tendré algo más importante que pensar aunque me
parece interesantísimo esto.
Puesto que consideramos toda
este abanico, ¡qué abanico!, cola de pavo real de posibilidades,
será porque de alguna forma pensamos en lo más o menos plausible de
cada una.
Por nuestra parte afirmamos no
poder garantizar nada en tal sentido. Porque nunca se nos ha
ocurrido pensar en esto al mismo tiempo de que un violento dolor de
muelas o alguna pena grande arreciase, ni tampoco nunca, en ese
trance, se nos ha ocurrido decir “pato Donald”. En todo caso haber
dicho :“¡aspirina, por favor!”, que tampoco es lo mismo a estos
efectos que pedir “ácido acetil salicílico”.
De cualquier forma ocurre que, a
cuenta de todo esto, podemos señalar una diferencia notable. Una
diferencia más que notable, una diferencia profunda, una diferencia
(que voy a llamar sin dudarlo) abisal.
Padecer un violento dolor, una
pena excesiva, el merodeo de una muerte próxima es lo que es. En el
fondo algo indecible, incomparable, indescriptible, único. Indecible
porque la pena o el dolor se imponen. Y se imponen impidiendo el
habla. Cuando el poeta no encuentra su palabra, me río yo del mal
inefable que le aqueja. No me río del mal inefable que aqueja cuando
la muerte, la pena o el dolor se hacen presentes o acechan. En este
sentido, y sólo en éste, digo que no sé, porque no puedo saber
aunque me interese, si a la vista del dolor, de la pena o de la
muerte se puede o no decir “pato Donald”. Yo creo que no. Y si
asistiendo al último suspiro de alguien le oyese decir algo así como
pato Donald o incluso buenas noches, pensaría que bendito de Dios,
ni se ha dado cuenta.
Pero si no tengo a la vista ni
dolor ni pena ni muerte ni pena de muerte, y estoy escribiendo
novela, ensayo, memorias, diario, teatro, poesía o simple
correspondencia, entonces sí, creo que se puede decir que se dice
“pato Donald” en cualquier otra circunstancia excepto esa: la de
tener a la vista la cosa tenebrosa, el tenebro. Habrá que ser
Faulkner para decirlo, pero se puede decir. Imagino a cualquier
hombre o mujer del condado de “Yoknapatawpha”
diciendo lo que fuere que Faulkner dice que dijo.
Y me pregunto:
¿Cómo se mide la estatura de un
escritor?
Pues sabiendo escribir que
alguien dice “pato Donald” en el momento en que tenebro acecha, no
siendo el acechado (esto es esencial) el escritor puesto a prueba.
Estoy seguro deque se mide así, o de que dicha medida no puede
faltar entre otras.
El caso es que, aprendices en
esto de la escritura, y hablando de los corrales, encontramos
dificultad en emplear expresiones propias de una disciplina
escabrosa y árida que se llama “geometría analítica” en la cual se
cruzan entre sí conceptos tan áridos como el de “punto”, “recta”,
“plano” (o espacio de dos dimensiones), “volumen” (espacio de tres),
incluso espacios de “n” dimensiones, se cruzan con otras cosas a las
que ya no sé si llamar conceptos o qué, con otras cosas como
sistemas de ecuaciones de primer, segundo y más grados.
O mejor dicho, no se cruzan
entre sí estos conceptos sino que los mismos se dejan expresar de
diferentes maneras.
Sea la superficie del mar. Sea
el plano. Y sea lo mismo pero dicho en términos de geometría: sea el
cruce de dos rectas, o más aún, dicho en términos de geometría
analítica: sean dos sistemas de ecuaciones de primer grado. Se trata
siempre de lo mismo. De un espacio plano. Se trata siempre casi de
lo mismo. Decimos “casi” porque nunca la superficie del mar carece
de olas.
Sea una estrella. Sea un punto.
Sea el cruce de dos rectas. Sea la solución de un sistema de dos
ecuaciones de primer grado. Se trata siempre de casi lo mismo,
porque nunca una estrella dejará de tintinear y distinguirse por eso
del punto que nunca tintinea.
Recuerdo las inmensas pizarras
de la universidad llenas de signos que salían de la punta de la tiza
del cura Botella, clérigo exhuberante de signos algebráicos y sabio
de cátedra, de grata pero temible memoria, con gafas.
Encuentro dificultades en decir
que los corrales son plano y los edificios volúmen. Porque nunca la
superficie del mar carece de olas ni los corrales de ovejas carecen
de ovejas o los corrales de trastos y gallinas carecen de trastos y
de gallinas.
Encuentro dificultad en decir
que ni el corral es puro plano ni arquitectura volumen puro,
encuentro dificultad en decir las diferentes razones por las cuales
sucede que corral no es arquitectura ni arquitectura corral, o por
las cuales sucede una especie de curiosa dependencia entre una cosa
y otra.
Encuentro dificultades en saber
la razón por la cual se considera (o considero) al corral como algo
independiente y dependiente a la vez de arquitectura, pero siempre
supeditado a ella, y me intriga de forma singular el hecho de que
los corrales de ovejas del sistema ibérico desdicen esa primacía de
arquitectura con respecto a corral para establecerla justo al revés.
En el corral ibérico de ovejas es arquitectura la supeditada o
dependiente con respecto al corral.
En pocas palabras, a propósito
de hablar sobre los corrales de ovejas del sistema ibérico encuentro
las dificultades que por otra parte ya se habían encontrado,
advertido desde siempre, desde los dos “siempres” que siempre se
confunden en uno. El “siempre” de la historia que nos habla de los
afanes de tantos pensadores durante tantos siglos para poner acuerdo
entre cabeza y corazón, y el “siempre” nuestro que tan sólo alcanza,
y ni aún eso, la fecha de nuestro nacimiento y que tan solo llegará
hasta la fecha de nuestra muerte. Este último “siempre”, el más
nuestro, el más personalmente nuestro, el que parece más humilde y
discretamente dispuesto siempre a dejarle a usted, tiempo de la
historia de los hombres, a dejarle a usted pasar primero, es a la
postre principal, primero, primero aunque solo fuese por esa primera
fecha, la de nuestro nacimiento, y definitivo también, gozosa o
dramáticamente último aunque solo fuese por la segunda.
Hablar de los corrales, en
consecuencia, se presenta como una empresa difícil, comprometida,
destinada según parece a moverse sobre arenas movedizas, a ser ella
misma considerada sospechosa de darse importancia sin tenerla.
Correspondiendo al corral el
paradigma del plano y siendo el volumen paradigma de arquitectura,
resulta que la dependencia del plano con respecto al volumen viene a
denunciar un error de perspectiva que conviene señalar. Porque ni el
volumen depende del plano ni al revés, como el dos no depende del
tres aunque la sucesión natural de los números pretenda imponer su
criterio. Ni el dos depende del tres ni el tres del dos, como el
corral no depende de arquitectura ni arquitectura de corral. El
misterio radica en el “uno”, me parece. Me parece que no en el
único. Y en esto, en la diferencia entre “uno” y “único” la
geometría analítica (definiendo el punto como la intersección de dos
rectas) nos da una lección, una lección a la que no sé cómo llamar,
pero que de alguna forma viene a querer colmar esa grieta que se
abre negra entre cabeza y corazón. Porque ni una ni otro rechazan
esta máxima que tengo por fundamental:
Sea lo “uno” pero nunca lo
“único”.
Y ahora una historieta que nos
gusta recordar, sobre todo cuando la grave cuestión de la que
hablamos de alguna forma lo impone.
Érase una vez en la que todos
los dioses del Olimpo estaban reunidos en el Olimpo. Y de pronto uno
alza la voz (yo creo que Júpiter) y puesto en pié y dándose golpes
de pecho pero no contrito sino con otra cosa, como afirmándose a sí
mismo, como hacen siempre los gorilas, va y dice: ¡Yo soy el más
poderoso! ¡Soy el Dios de todos los dioses, el amo de todos
vosotros! ¡Yo soy el único Dios!
A lo cual, de pronto con
atención y luego con risas. responden todos a una. Risas y más
risas. Luego más. Unas risas riéndose de las otras. Puro contagio
entre risas. Y a tanto llegaron las risas, a tanto y tanto que
todos, todos menos el gorila cayeron primero rendidos y luego
muertos. Muertos de risa pero muertos. Y el gorila seguía cabezón
dándose golpes de pecho de un lado para otro, pisando cadáveres.
Sea lo “uno” pero nunca lo
“único”. Cabeza y corazón nunca se podrían integrar.
La primacía de plano sobre
volumen solo descansa en nustra doméstica y particular manera en la
que nuestros primeros afanes y nuestos intentos iniciales de conocer
el mundo así lo disponen.
La magnitud “volumen” parece
superior a la magnitud “plano”. Pero solo lo parece. Como el espacio
de más de tres dimensiones parece superior al espacio nuestro, al
familiar de tres.
Hablando de los corrales y
pensando en los corrales hemos aprendido que no. Pero no que no,
sino que hablando de los corrales no lo parece o lo parece al revés.
O también que una cosa es “superior” y otra es “anterior”, aunque
nadie sabrá nunca si “superior” es más o menos que “anterior”, como
nadie sabrá nunca si “más” es mejor que “menos” o al revés, o
incluso si “bien” es mejor que “mal”, porque “bien mal” es peor sin
duda que “mal que bien”. Ni lo sabremos nunca ni nunca podremos
integrar mal y bien, o más y menos.
Y ya está bien. Corral es plano
pese a sus muros. Y arquitectura volumen aunque no los tenga. Su
historia es la de cómo se acercan uno y otra, otra y uno. Para el
uno, para el corral, esta historia es dramática. Para la otra es
lúdica, gozosa. No hay nada más enternecedor que ver arquitectura
merodeando y acercándose a corral, incorporando y asimilando suelo
sin techar, haciendo patios, claustros, atrios, anexionando
corrales, luciendo jardines, vallas, queriéndonos engañar con
pérgolas, quioscos, parterres, y sobre todo verla jugar con algo de
lo que no puede prescindir: la cubierta. No hay nada más
enternecedor que ver a un niño jugando con sus muñecos, nada más
encantador que ver la suprema gracia con que la cella de un
templo rompe su cubierta para que asome sobre la misma la cabeza de
la diosa.
Para el corral, sin embargo,
esta historia es dramática. Lo que comienza siendo también un juego
acaba siendo letal. Ya lo veremos más tarde.
Esta es la historia que ahora
interesa contar. Y lo haremos de trecho en trecho, de allá para
cuando, de forma recurrente y acaso repetitiva, más acorde con
Sherezade noche a noche o con el Decamerón, que con ese ladrillo al
que Tomás, el santo, quiso poner tan grave nombre: la
Summa Telógica de Santo Tomás.
©
Ángel Coronado,
2014
El
Corral
"VECERA"
Cayendo "PICES"
El sonido y el sentido. "CALLÍN"
Entre Almazán y Tajueco
El
libro de citas
"ALAR"
"CARACOLERA"
"TEDA"
Sinonimia
El Diccionario
Lengua
y Habla
Vocabulario de la MATANZA
Sobre
la palabra "LUGAR" en el Quijote
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