Me pregunto, decía, por ese rizo vicioso
del diccionario bilingue que nos dice que "libro" es "book" y "book"
es "libro". Está bien, decimos. Bien para quienes hablan esos
idiomas, cada uno el suyo queremos decir. Porque para el que hable
los dos, bilingüe como el diccionario bilingue, sería el peor. El
descaro de sus círculos viciosos sería para él doblemente doloroso.
Para nosotros, hablantes llanos, está bien.
En el ámbito bilingüe (espacio de una
sola lengua, un habla enorme más que la suma de dos), el círculo
vicioso puede ser descomunal. Su radio se puede contar en miles de
millas o kilómetros y toda la superficie que abarca (la propia de
ambas lenguas) está manchada, es viciosa. Pero está bien, decimos a
pesar de todo los hablantes llanos.
Y me pregunto por qué.
Sobre todo al sentir malestar cuando el
diccionario de la real academia de la lengua, el nuestro, el de los
hablantes llanos, nos dice llanamente que la taina es un aprisco y
el aprisco es una taina.. Y sobre todo sentimos desasosiego cuando,
a solas con las cosas y con las palabras, recorriendo el territorio
en busca de algún tesoro vemos, comprobamos, adviertimos y no
podemos sino aguantar inermes, incapacitados para otra cosa
diferente a la que ahora intentamos decir, advertimos asombrados que
las cosas se nos marchan resbalando de sus nombres y los nombres se
nos van, se vuelan abandonando a sus cosas.
Para entender al que habla otro idioma me
basta el diccionario, pero para entender a mi vecino llegado el
caso, digamos al señor alcalde de un pueblo cercano, he dejado el
diccionario castellano en casa, he cogido una cosa (pequeña, la
llevo en el bolsillo, no puedo coger un aprisco, una casa, no puedo
coger el Moncayo) y con ella en el bolsillo y en la cabeza su
nombre, me largo a ese pueblo, al pueblo de al lado y pregunto por
el señor alcalde. Y ante la cosa que saco del bolsillo en su
presencia, el nombre que llevo en la cabeza y el que me da el señor
alcalde por llevarlo en la suya, lo tenemos todo al alcance de la
mano. Entre uno y otro lo tenemos claro. Sólo me falta un lapicero y
un papel. La memoria es frágil. En el otro bolsillo llevo ambos.
Ya de vuelta con mis notas intento
escribir un diccionario. Solemos olvidar que siempre, bilingüe o no,
el diccionario se integra en dos y solo en dos partes principales.
Una parte o puerta por la que si quieres entrar entras, y otra
puerta de salida por la que si puedes, sales. O con mayor precisión,
se integra o se compone de muchos pares y solo pares de partes
principales siendo la primera parte de cada par una sola palabra
que, bien ordenada entre sus pares según el orden de sus letras, te
invita cortés a entrar y pasar de vuelo a la segunda, texto libre
por el que cada uno sale como puede, atropellada o pausadamente. El
caso es que sales. Puede ser que complacido. Puede ser que
despechado. Pero sales. No sé de nadie que se haya quedado dentro
sin poder salir aún sin haber encontrado nada dentro. En el peor de
los casos sales como habías entrado, sin haber resuelto nada. Pero
lo normal es salir de alguna forma informado, es decir, de alguna
suerte infortunado.
Intento escribir un diccionario parco en
entradas. Incluso de una sola puerta, de una sola palabra. Ordenada
en sí misma. En su ortografía y alfabeto ensimismada y absorta.
Quiero escapar así de todo círculo vicioso.
Pero imposible. Olvidé algo, advertí que
olvidaba esto, aprendí esto: comprendí que cerrar el paso al círculo
maldito no era posible ni aún con esa poda salvaje. De momento pudo
parecer así, pero al precio de pagar por ello más de lo que vale.
Había que pagar más peaje. Todo tiene un precio. Había que pagar a
la salida, quiero decir, a la hora de dar fe, justificar, explicar
el sentido de dicha palabra, de abrir la puerta de salida. O me
rindo al círculo vicioso, que mira por dónde resulta no serlo tanto
ni tan así, o me resigno a salir no sé por dónde, a no saber quién,
quién no, quién a medias entiende, a no saber cómo decir ni esto ni
aquéllo, a perderme, literalmente perderme, rendirme, resignarme.
Así, cierro el diccionario y vuelvo a
coger la cosa y con ella en el bolsillo, pero ahora en dirección a
otro pueblo y en presencia de otro alcalde, vuelvo a tomar nota con
el mismo papel y el mismo lápiz. Vuelvo entonces al diccionario. De
una palabra o de muchas, vuelvo al diccionario de siempre y a sus
círculos viciosos, a esa maldita percha que soporta su prenda
sujetándose a ella, ese clavo en el aire al que me agarro.
Y así, pero tan solo después de así,
advierto que una especie de tela de araña, una suerte de tejido que
cubre de forma tan delicada como no es posible hacerlo más, cubre un
cierto territorio, un territorio muy cierto, lo único cierto, la
única percha, advierto entonces que un encaje delicado se ha posado
sobre unos valles pero no sobre otros, sobre unos cerros pero no
sobre otros, sobre un recién nacido país habitado. Gentes que
hablan. Hablando con las cuales escucho y entiendo.
¿Entender? ¿A qué se refiere usted?
Llevo conmigo un diccionario que consta
de una sola palabra. La voy diciendo a grandes voces y todo el mundo
la entiende. Poco es, pero más que nada y sin embargo menos aún de
lo que parece. Porque al punto de salir del país en el que todo el
mundo entiende la palabra que voceo, la única de mi diccionario,
éste me sirve de poco. Nadie la entiende. Pero entonces, y solo
entonces advierto que dentro me servía para menos. Si todo el mundo
la entendía, ¿para qué tantas voces? ¿para quién este diccionario?
No me sirve. O no hace falta por entenderse o sobra por lo
contrario.
Aún con estas gravísimas limitaciones
guardo reconocimiento y afecto por ese diccionario y, sobre todo,
por ese fruto suyo, por ese país cuyo fruto es a su vez tan
simplicísimo diccionario. Es más, intento levantar muchos
diccionarios de una sola palabra en su entrada, de una boca estrecha
como un embudo a la entrada y de un texto a la salida tan ancho como
el mundo, quiero decir como su mundo. Una especie de nasa pero no de
trampa sino abierta para su mundo, mundo que no es otro sino su
país. Cada palabra con su diccionario y en su "mundo – país", en su
"país – mundo". Tanto el uno como el otro responden a una sola,
inocente razón: dan fe de la diferencia entre dos clases de
fronteras. De un lado las que separan "países – países", "imperios –
imperios", "estados – estados", "provincias – provincias",
"municipios – municipiuos", "propiedades – propiedades". Del otro
las levísimas fronteras que, como el micelio de los hongos, se
trazan sobre la superficie de la tierra, calan por entre las grietas
de las rocas como el agua lo hace tan naturalmente y colonizan la
tierra fértil con la misma indiferente avidez con que lo hace una
lombriz de tierra.
Son dos cosas diferentes, dos clases de
fronteras dispares. Pero en esa diferencia se guarda un secreto, me
parece. La frontera de un país o de un imperio, dando a la palabra
"país" el sentido histórico de sus conquistas y de sus batallas,
dando el mismo sentido a la voz "imperio", esas fronteras que marcan
los confines de una leyes y de unas normas, son fronteras que se han
trazado con el filo de una espada, como la espada del conquistador
traza una raya en el suelo después de quemar las naves, como el
tablero del ajedrez traza una raya en el tablero, como el tratado de
paz traza una línea en el mapa, esas fronteras decía, marcan
también, como quien pone puertas al campo, marcan linderos al habla,
como quien pone barrotes al pájaro y, ya en la jaula, bien cerrada,
por entre los barrotes vertemos el agua para que beba, granos de
alpiste y a ver si canta. Y canta. Pese a todo canta.
A veces pienso que lo hace por estar en
la jaula, por estar dentro, encerrado. Por añoranza. Y con mayor
precisión pienso también que siempre, fuera o dentro, canta, pero
tan sólo podemos oírlo cuando lo hace metido en la jaula, como si
fuesen nuestros oídos los que, no sabiendo si el canto es para la
jaula o la jaula para el canto, fuesen ellos responsables de tanto
enredo.
Me interesa, siempre igual, y aprovecho
por eso la menor ocasión para decirlo, me interesa la diferencia
entre lengua y habla. Y esta es buena ocasión para ello. Yo creo que
las fronteras de los llamados paises y los imperios, las fronteras
que se trazan con el filo de una espada o con la tira de cuerdas o
con pintura en el suelo, con lápiz sobre un mapa y así, se imponen a
las palabras, pero solo por esto: porque toman a éstas como partes
de una lengua y nunca como elementos de un habla.
Para terminar, o mejor para empezar: el
diccionario bilingüe no incurre, según creo, en círculo vicioso
alguno. Una razón: es propio de las lenguas, se refiere a dos
lenguas, que no a dos hablas.
Por cierto, dicho sea de paso. Lenguas
hay muchas pero hablas, hablas..., solo una. Una que no está sola
pero, cosa curiosa, desconoce a las otras. Porque al punto de
conocerlas, tan solo con mirarlas, tal es su poder y su secreto, tan
solo con mirarse a sí misma en cualquier espejo, tan solo con
mirarse o mirarlas, las modifica, las cambia, incluso a sí misma se
cambia, se hace o las hace lenguas, esas lenguas que a su vez, malas
hijas, dan con ella en la jaula.
Pero la lengua, lo tengo por cierto, se
nutre, alimenta, vive y engorda de un manjar que no es el habla. La
lengua vive, como el imperio, del imperio de la norma. De trazar en
el suelo una raya, una frontera. No hay círculo vicioso que valga.
La lengua no se alimenta del habla sino que la coge, y como si fuese
lo que no es, como si fuese una hogaza de pan o un tablero de
ajedrez, la raya, la parte, ya lo hemos dicho, la mete dentro de la
jaula. Como si fuese un pájaro.
Hay pájaros que mueren al punto de ser
encerrados en la jaula. Pero el habla no. Aún dentro canta. El
diccionario, ahora lo sé, como si fuese una jaula, acoge dentro de
sí, para que cante, al habla.
En el mío, el diccionario de una sola
palabra, en cada uno de mis diccionarios de una sola palabra no
habrá lugar a círculo vicioso alguno. Pero en el texto asociado a
esa palabra... No es tan largo pero debería serlo más, más aún que
una enciclopedia, la de Francia ilustrada, la más famosa, la torre
de Babel más vanidosa, la de Diderot y demás enciclopedistas, la
Británica o la Espasa o todas las wikipedias y espacios web de la
lengua castellana. Y en ese texto, ¡Dios mío!, habría de todo como
en el arca de Noé. Porque ahí, excepto esa única palabra que habría
de ser la gran ausente del mismo por estar fuera, ella sola, puesta
en la entrada, en ese texto asociado a ella, justo ahí, en esa
selva, santo cielo, no quiero, no puedo ni pensarlo... Es
imposible. Ahí estarían todos los diccionarios con todos sus
círculos viciosos y todas las enciclopedias de la lengua, todo menos
esa mágica palabra.