FILOSOFÍA DE LAS PALABRAS
por Ángel Coronado

El Diccionario

 

 

Me pregunto a veces por ese círculo vicioso en el que se deja enredar el diccionario. Y también, con mayor interés, la razón por la cual el bilingüe se defiende mejor que los otros del engaño. Y aún con más interés observo el garabato, garabato más que círculo, pervertido más que vicioso, de los diccionarios locales que de forma minuciosa y delicada se nutren de las palabras que nosotros vamos recogiendo por ahí, como quien recoge diamantes en bruto, mena que parece ganga, fósiles que parecen vivos, muertos a los que resucitamos. Cuando recojo una palabra perdida en el último rincón de una senda que a su vez se pierde, siento la misma cosa que presiento sentiría Cristo al decirle a Lázaro, muerto: ¡Levántate y anda!

Bendito el afán de recoger del arroyo palabras medio muertas. Pero cuidado. El chiste nos dice que Lázaro "andó" pero nadie nos dice si lo hizo tocado, cojo, todavía medio muerto. El origen de algo se nos hurta siempre. Y a su fin queremos casi siempre hurtarle también otro algo, como queriendo desquitarnos de aquél expolio primero. Estorbamos su tranquilo fin, su muerte, sin advertir que la eutanasia es más clemente que los cuidados a destiempo, más acorde y respetuosa con la Naturaleza y con el tiempo. Cuidado con esto.

Me pregunto, decía, por ese rizo vicioso del diccionario bilingue que nos dice que "libro" es "book" y "book" es "libro". Está bien, decimos. Bien para quienes hablan esos idiomas, cada uno el suyo queremos decir. Porque para el que hable los dos, bilingüe como el diccionario bilingue, sería el peor. El descaro de sus círculos viciosos sería para él doblemente doloroso. Para nosotros, hablantes llanos, está bien.

En el ámbito bilingüe (espacio de una sola lengua, un habla enorme más que la suma de dos), el círculo vicioso puede ser descomunal. Su radio se puede contar en miles de millas o kilómetros y toda la superficie que abarca (la propia de ambas lenguas) está manchada, es viciosa. Pero está bien, decimos a pesar de todo los hablantes llanos.

Y me pregunto por qué.

Sobre todo al sentir malestar cuando el diccionario de la real academia de la lengua, el nuestro, el de los hablantes llanos, nos dice llanamente que la taina es un aprisco y el aprisco es una taina.. Y sobre todo sentimos desasosiego cuando, a solas con las cosas y con las palabras, recorriendo el territorio en busca de algún tesoro vemos, comprobamos, adviertimos y no podemos sino aguantar inermes, incapacitados para otra cosa diferente a la que ahora intentamos decir, advertimos asombrados que las cosas se nos marchan resbalando de sus nombres y los nombres se nos van, se vuelan abandonando a sus cosas.

Para entender al que habla otro idioma me basta el diccionario, pero para entender a mi vecino llegado el caso, digamos al señor alcalde de un pueblo cercano, he dejado el diccionario castellano en casa, he cogido una cosa (pequeña, la llevo en el bolsillo, no puedo coger un aprisco, una casa, no puedo coger el Moncayo) y con ella en el bolsillo y en la cabeza su nombre, me largo a ese pueblo, al pueblo de al lado y pregunto por el señor alcalde. Y ante la cosa que saco del bolsillo en su presencia, el nombre que llevo en la cabeza y el que me da el señor alcalde por llevarlo en la suya, lo tenemos todo al alcance de la mano. Entre uno y otro lo tenemos claro. Sólo me falta un lapicero y un papel. La memoria es frágil. En el otro bolsillo llevo ambos.

Ya de vuelta con mis notas intento escribir un diccionario. Solemos olvidar que siempre, bilingüe o no, el diccionario se integra en dos y solo en dos partes principales. Una parte o puerta por la que si quieres entrar entras, y otra puerta de salida por la que si puedes, sales. O con mayor precisión, se integra o se compone de muchos pares y solo pares de partes principales siendo la primera parte de cada par una sola palabra que, bien ordenada entre sus pares según el orden de sus letras, te invita cortés a entrar y pasar de vuelo a la segunda, texto libre por el que cada uno sale como puede, atropellada o pausadamente. El caso es que sales. Puede ser que complacido. Puede ser que despechado. Pero sales. No sé de nadie que se haya quedado dentro sin poder salir aún sin haber encontrado nada dentro. En el peor de los casos sales como habías entrado, sin haber resuelto nada. Pero lo normal es salir de alguna forma informado, es decir, de alguna suerte infortunado.

Intento escribir un diccionario parco en entradas. Incluso de una sola puerta, de una sola palabra. Ordenada en sí misma. En su ortografía y alfabeto ensimismada y absorta. Quiero escapar así de todo círculo vicioso.

Pero imposible. Olvidé algo, advertí que olvidaba esto, aprendí esto: comprendí que cerrar el paso al círculo maldito no era posible ni aún con esa poda salvaje. De momento pudo parecer así, pero al precio de pagar por ello más de lo que vale. Había que pagar más peaje. Todo tiene un precio. Había que pagar a la salida, quiero decir, a la hora de dar fe, justificar, explicar el sentido de dicha palabra, de abrir la puerta de salida. O me rindo al círculo vicioso, que mira por dónde resulta no serlo tanto ni tan así, o me resigno a salir no sé por dónde, a no saber quién, quién no, quién a medias entiende, a no saber cómo decir ni esto ni aquéllo, a perderme, literalmente perderme, rendirme, resignarme.

Así, cierro el diccionario y vuelvo a coger la cosa y con ella en el bolsillo, pero ahora en dirección a otro pueblo y en presencia de otro alcalde, vuelvo a tomar nota con el mismo papel y el mismo lápiz. Vuelvo entonces al diccionario. De una palabra o de muchas, vuelvo al diccionario de siempre y a sus círculos viciosos, a esa maldita percha que soporta su prenda sujetándose a ella, ese clavo en el aire al que me agarro.

Y así, pero tan solo después de así, advierto que una especie de tela de araña, una suerte de tejido que cubre de forma tan delicada como no es posible hacerlo más, cubre un cierto territorio, un territorio muy cierto, lo único cierto, la única percha, advierto entonces que un encaje delicado se ha posado sobre unos valles pero no sobre otros, sobre unos cerros pero no sobre otros, sobre un recién nacido país habitado. Gentes que hablan. Hablando con las cuales escucho y entiendo.

¿Entender? ¿A qué se refiere usted?

Llevo conmigo un diccionario que consta de una sola palabra. La voy diciendo a grandes voces y todo el mundo la entiende. Poco es, pero más que nada y sin embargo menos aún de lo que parece. Porque al punto de salir del país en el que todo el mundo entiende la palabra que voceo, la única de mi diccionario, éste me sirve de poco. Nadie la entiende. Pero entonces, y solo entonces advierto que dentro me servía para menos. Si todo el mundo la entendía, ¿para qué tantas voces? ¿para quién este diccionario? No me sirve. O no hace falta por entenderse o sobra por lo contrario.

Aún con estas gravísimas limitaciones guardo reconocimiento y afecto por ese diccionario y, sobre todo, por ese fruto suyo, por ese país cuyo fruto es a su vez tan simplicísimo diccionario. Es más, intento levantar muchos diccionarios de una sola palabra en su entrada, de una boca estrecha como un embudo a la entrada y de un texto a la salida tan ancho como el mundo, quiero decir como su mundo. Una especie de nasa pero no de trampa sino abierta para su mundo, mundo que no es otro sino su país. Cada palabra con su diccionario y en su "mundo – país", en su "país – mundo". Tanto el uno como el otro responden a una sola, inocente razón: dan fe de la diferencia entre dos clases de fronteras. De un lado las que separan "países – países", "imperios – imperios", "estados – estados", "provincias – provincias", "municipios – municipiuos", "propiedades – propiedades". Del otro las levísimas fronteras que, como el micelio de los hongos, se trazan sobre la superficie de la tierra, calan por entre las grietas de las rocas como el agua lo hace tan naturalmente y colonizan la tierra fértil con la misma indiferente avidez con que lo hace una lombriz de tierra.

Son dos cosas diferentes, dos clases de fronteras dispares. Pero en esa diferencia se guarda un secreto, me parece. La frontera de un país o de un imperio, dando a la palabra "país" el sentido histórico de sus conquistas y de sus batallas, dando el mismo sentido a la voz "imperio", esas fronteras que marcan los confines de una leyes y de unas normas, son fronteras que se han trazado con el filo de una espada, como la espada del conquistador traza una raya en el suelo después de quemar las naves, como el tablero del ajedrez traza una raya en el tablero, como el tratado de paz traza una línea en el mapa, esas fronteras decía, marcan también, como quien pone puertas al campo, marcan linderos al habla, como quien pone barrotes al pájaro y, ya en la jaula, bien cerrada, por entre los barrotes vertemos el agua para que beba, granos de alpiste y a ver si canta. Y canta. Pese a todo canta.

A veces pienso que lo hace por estar en la jaula, por estar dentro, encerrado. Por añoranza. Y con mayor precisión pienso también que siempre, fuera o dentro, canta, pero tan sólo podemos oírlo cuando lo hace metido en la jaula, como si fuesen nuestros oídos los que, no sabiendo si el canto es para la jaula o la jaula para el canto, fuesen ellos responsables de tanto enredo.

Me interesa, siempre igual, y aprovecho por eso la menor ocasión para decirlo, me interesa la diferencia entre lengua y habla. Y esta es buena ocasión para ello. Yo creo que las fronteras de los llamados paises y los imperios, las fronteras que se trazan con el filo de una espada o con la tira de cuerdas o con pintura en el suelo, con lápiz sobre un mapa y así, se imponen a las palabras, pero solo por esto: porque toman a éstas como partes de una lengua y nunca como elementos de un habla.

Para terminar, o mejor para empezar: el diccionario bilingüe no incurre, según creo, en círculo vicioso alguno. Una razón: es propio de las lenguas, se refiere a dos lenguas, que no a dos hablas.

Por cierto, dicho sea de paso. Lenguas hay muchas pero hablas, hablas..., solo una. Una que no está sola pero, cosa curiosa, desconoce a las otras. Porque al punto de conocerlas, tan solo con mirarlas, tal es su poder y su secreto, tan solo con mirarse a sí misma en cualquier espejo, tan solo con mirarse o mirarlas, las modifica, las cambia, incluso a sí misma se cambia, se hace o las hace lenguas, esas lenguas que a su vez, malas hijas, dan con ella en la jaula.

Pero la lengua, lo tengo por cierto, se nutre, alimenta, vive y engorda de un manjar que no es el habla. La lengua vive, como el imperio, del imperio de la norma. De trazar en el suelo una raya, una frontera. No hay círculo vicioso que valga. La lengua no se alimenta del habla sino que la coge, y como si fuese lo que no es, como si fuese una hogaza de pan o un tablero de ajedrez, la raya, la parte, ya lo hemos dicho, la mete dentro de la jaula. Como si fuese un pájaro.

Hay pájaros que mueren al punto de ser encerrados en la jaula. Pero el habla no. Aún dentro canta. El diccionario, ahora lo sé, como si fuese una jaula, acoge dentro de sí, para que cante, al habla.

En el mío, el diccionario de una sola palabra, en cada uno de mis diccionarios de una sola palabra no habrá lugar a círculo vicioso alguno. Pero en el texto asociado a esa palabra... No es tan largo pero debería serlo más, más aún que una enciclopedia, la de Francia ilustrada, la más famosa, la torre de Babel más vanidosa, la de Diderot y demás enciclopedistas, la Británica o la Espasa o todas las wikipedias y espacios web de la lengua castellana. Y en ese texto, ¡Dios mío!, habría de todo como en el arca de Noé. Porque ahí, excepto esa única palabra que habría de ser la gran ausente del mismo por estar fuera, ella sola, puesta en la entrada, en ese texto asociado a ella, justo ahí, en esa selva, santo cielo, no quiero, no puedo ni pensarlo... Es imposible. Ahí estarían todos los diccionarios con todos sus círculos viciosos y todas las enciclopedias de la lengua, todo menos esa mágica palabra.

RESUMEN

Sospecho haber dicho todo lo que sé acerca de tan espinoso asunto como es el círculo vicioso de los diccionarios, pero sin haber rozado siquiera la pregunta inicial. Porque ni es la diferencia entre habla y lengua lo que lo explica todo, ni al revés, nada explica esa diferencia en verdad inexplicable.

Parece haber un tipo de fronteras sobre las que, o gracias a ellas, suceden cosas extraordinarias

UN DIÁLOGO

No sé de ningún gorrión que se pose tan solo en mi ventana. Tampoco de ninguna voz, palabra o dicho de mi uso, de mi exclusiva expresión. Siendo mía esa voz, y por esa razón, no es tan sólo mía sino también de otros.

No suelo hablar conmigo mismo. Tengo poco que decirme y cuando necesito hacerlo utilizo algo que no es la lengua. Quizá sea el habla, pero no lo sé. Con el pensamiento me basta.

- "Voces y palabras que pienso mías, digo mías siendo también de otros".

- "De otros pero no de todos".

- "Así es, mías y de los míos tan solo".

- "¿Y quiénes son los tuyos, y quiénes los otros?"

- "Buena pregunta. Me la vengo haciendo desde hace tiempo."

© Ángel Coronado, 2013

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