Tengo una caracolera de barro con
agujeros. Tiene tapa, está hecha en Quintana Redonda y es de color
negro. Negra más que de color. El barro es negro. Lo sé aunque nunca
la rompería para ver el color de su barro por dentro. Hay cosas que
sin haberlas visto las crees. Ésta es una. Pero no porque, hombre de
poca fe, se tenga poca. Es que lo sé y por lo menos a mí me basta
con eso.
Además hay un refrán que lo dice. No lo
repetiré porque todos lo saben. Y además los refranes, que son
siempre verdad, nunca están solos. Nunca les falta otro refán a su
lado que, mirando para el otro, para el otro lado, va diciendo lo
contrario y siempre también con verdad.
Se han hecho varios intentos de superar
esa contradicción. Pero en vano. La tradición es correosa y nunca
choca de frente. Resiste sin solidez. Ciega, pero ve. Todo en la
tradición es obvio, pero siempre cautelosa, no se cansa de obviar
aquello que se le pregunta. Nunca sabe ni contesta.
¿Por qué los cantareros de Quintana
Redonda, con el barro colorado hacen los cántaros negros?
En primer lugar diremos que ni solo allí
se hacen cántaros sino que también se hacen otros cacharros, ni
tampoco allí se hacen todos los cántaros del mundo. Y si no a ver
que pasa con mi caracolera. Y además hay cacharros de Quintana
Redonda que no son negros.
La tradición elude siempre cualquier
pregunta.
Pero vamos a ver. ¿Por qué negros y
precisamente allí, en Quintana Redonda?
La tradición elude las preguntas como el
conductor de un camión elude un pedrusco en la carretera.
Eludir, obviar, esquivar, evitar. Verbos
que conciernen a lo mismo. Y a lo mismo también sus formas
nominales, derivadas, trasformadas en frases hechas o en dichos...
Elusivo, esquivo, me llamo Lucas, no hago caso.
Pero hay una excepción que, colmo del
disimulo y el engaño, hace frente a todas esas mañas y así, de forma
despachada y casi procaz dice: ¡esto es obvio!
Obvia, esquiva, elude, rodea, merodea,
pero diciendo a diestro y siniestro que si esto es claro, que si es
obvio, y a esto contesto yo diciendo tan solo: ¡esto es obvio!
Merodeo sin mirar de frente pero hago como que sí. Amago. Digo:
¡esto es obvio!
Es obvio que la mayoría de los cacharros
que se hacen en Quintana Redonda son negros, pero no hace falta
obviarlo. Es así. Obviemos el decir, por ejemplo, que todo es así
porque son mejores, mejores así, más negros...
La tradición contesta cualquier pregunta
diciendo lo que le da la gana pero siempre le da la gana decir:
¡esto es obvio!
Siendo esto así, no sé por qué tengo que
inventar una palabra para decir a ustedes que tengo una caracolera.
Lo digo y ya está. He comprobado que "caracolera" en el Diccionario
de la Real Academia (de aquí en adelante DRAE) no figura.
- Sí figura.
- No figura.
Y es que hablando ambos del sentido de
unas cuantas letras puestas en un orden determinado no han caído en
la cuenta de que ponerlas así, en ese orden, justo como las pone
quien sabe ponerlas así, eso no garantiza nada. Eso es como una
especie de molde o vacía o cuenco vacío en el que se puede verter
cuaquier cosa, en este caso cualquier sentido.
¿Qué es el sentido? Preguntó un día el
profesor de sentidos.
Y el alumno más listo, el primero de la
clase dijo que cualquier cosa. Luego ya todo se vino a enredar un
poco. Porque otro dijo, y con razón, que ningún sentido podía
vagabundear por ahí de cualquier manera, y el profesor de sentidos
dijo que naturalmente que no, que no solo determinado subconjunto de
letras o voz perteneciente a cualquier otro superconjunto de voces o
idioma podía tener cualquier sentido dentro, sino que para poder
explicar ese sentido hacían falta de nuevo más voces, pero que a
esas voces hacían falta más sentidos.
Nadie, ni el profesor ni ninguno de los
alumnos pudo poner en claro si el continente de los sentidos eran
las letras o las letras continente de los sentidos.
El caso es que la voz "caracolera" figura
en el Diccionario de la Lengua pero no lo hace con el sentido que
necesito darle para explicar a ustedes que tengo un cacharro de
barro negro con tapa y con agujeros, grande como un cántaro, mayor,
que sirve para meter caracoles dentro. A ese cacharro llamo
"caracolera" mientras que el Diccionario de la Lengua dice que
caracolera o caracolero es todo aquél que se dedica a vender o coger
caracoles.
Y en esto hemos tropezado con una
cuestión que interesa, si es que hay cosas interesantes en este
bendito mundo, porque de tantas como hay parece que no hay ninguna.
A esa cuestión interesante se llama, según los peritos, "acepción".
Y a la pregunta del profesor sobre tan
delicado tema hubo quien dijo que "acepción" era como el vino que se
vertía dentro de una jarra de agua. O al revés. O como el saco de
las patatas en el que se vertía otra cosa diferente a las patatas.
Una especie de polisemia, como diferentes sentidos para una misma
palabra.
El profesor dijo que ¡hum!... Yo creo que
para despistar, como si hubiese alguien que no estuviese todavía
despistado.
Parece que "acepción" es un sentido como
de menor categoría. Y lo es. El problema está en saber en qué
consiste tener mayor o menor categoría cuando hablamos del sentido
de las palabras. En el ejército está claro. En la universidad o la
escuela también. En la familia está el pater familia y en cualquier
sitio está el mandón. Pero amigo mío, en el dominio de la lengua los
linguistas no se ponen de acuerdo.
El caso de mi caracolera es, sin embargo,
claro. Como no me gustan los caracoles ni tengo ni nunca tendré
caracoles para meterlos allí, bajo mi entera y única responsabilidad
he vertido en mi caracolera el sentido de ser y servir para meter en
ella los caracoles previamente recogidos por el campo. Y como esto
coincide precisamente con lo que se hacía con ese cacharro y con
otros parecidos a él, no solo en Quintana Redonda sino vaya usted a
saber por dónde, o también por otros sitios menos en Quintana
Redonda quizá (lo que no creo porque me parece recordar que me
dijeron que sí, que también en Quintana Redonda se recogían y se
comían caracoles), pues me ha parecido natural verter dentro de mi
caracolera el sentido ese. Y solo después aludir al mismo
recurriendo al dibujo y a la imagen.
Tendré que volver a Quintana Redonda para
preguntar sobre si ese cacharro tiene allí algún nombre propio, de
si lo tiene pero tan solo genérico, quizá descriptivo como por
ejemplo el "cacharro de los caracoles" o el "cántaro de los
agujeros" o la "orza de los caracoles grandes" porque si los metes
pequeños se escapan por los agujeros. O simplemente solicitar
informe acerca de si ese cacharro carece allí de nombre. En el mundo
hay muchísimas más cosas que nombres. Hay, debe haber entonces,
muchísimas cosas que no lo tienen. ¿Será posible que mi caracolera
no lo tenga?
¡Pero qué dice Ud.! ¡Cómo que carece de
nombre si la está usted nombrando!
Manuel Alvar confiesa la dificultad de
saber lo que pueda ser o sea una acepción. Puesto a ello dice así:
"Por eso hablo de
palabras nuevas, nuevas con respecto al DRAE, y hablo de
acepciones distintas de las que recoge nuestro léxico oficial,
lo que me fuerza a establecer unos principios teóricos en los
que moverme. He aquí una nueva dificultad: ¿qué entendemos por
acepción? En esos párrafos he intentado atender a la respuesta,
porque acepción es lo mismo que significación (en un preciso
contexto), pero es otra cosa." (ALVAR, p-108)
Y algunas líneas más adelante prosigue:
"Pienso que, en el
campo mismo impuesto por el DRAE, las definiciones parten de una
acepciones concretas y, desde ellas, se intenta la
generalización. Pero esto tiene sus riesgos. De una parte, lo
hemos visto antes (y aquí Alvar se refiere a un párrafo anterior
de su texto), se buscan una referencias de semejanza que llevan
en muchos casos a la definición de A por B o por C, y,
recíprocamente a C por B o por A, etc, con lo que estamos en los
vicious circles
o en las
pistas perdidas
de que hablan los
lexicógrafos; de otra, las palabras pueden desvincularse de la
realidad que representan, y las definiciones son inexactas. A
esto hemos querido responder con nuestra precisiones. De ahí que
hayamos establecido la distinción entre
deslizamientos
y
trasferencias."
(ALVAR, p-109)
Y la dificultad a la que se refiere Alvar
no es otra que "el contexto" al que alude, o mejor dicho, a la
dificultad de conocer ese contexto, dificultad que no es otra
diferente a la de conocer su área elemental de uso, el territorio al
interior del cual la relación entre la voz y el sentido establecen
entre sí una relación biunívoca.

Por nuestra parte, con el debido respeto
a quien procediese y en primer lugar hacia Manuel Alvar, nos parece
oportuno añadir sobre lo dicho lo siguiente.
Para una misma voz y en relación a un
tiempo y lugar determinado, existen siempre diferentes áreas
elementales de uso.
Sea mi caracolera. Nunca usé con
anterioridad esa voz y supongamos que nadie tampoco lo hizo ni lo
hace. Basta con haberla usado ahora para ser, en el reducidísimo
contexto que se tuviese a bien determinar (por ejemplo, el de mi
propio entorno familiar cercano), un término como Dios manda. Claro
como un cristal, biunívocamente unido al sentido que, desde un
principio aquí, ahora, hemos venido explicando. Y además exclusivo.
Porque nadie ahora y en ninguna parte del mundo excepto en ese
mínimo contexto hemos supuesto que la usa.
Pero sea "caracol" una voz cuyo contexto
fuese, según creo, tan amplio como el imperio del siglo XVI bajo el
dominio de Felipe II trasladado hasta hoy. En toda esa geografía en
donde nunca es de noche al mismo tiempo porque nunca se pone al
mismo tiempo el sol, esto es, casi en medio mundo, la voz
"caracolera" se puede entender razonablemente bien como el
recipiente adecuado para meter dentro caracoles.
De la voz "caracol" entiendo haberse
producido un deslizamiento hacia otra cosa diferente al caracol pero
relacionada con él. Y para ilustrar ese fenómeno ningún ejemplo
mejor que mi caracolera, digo yo.
Lo más inquietante de todo es la sutileza
con que se pueden dar, y se dan, esos deslizamientos, y la
desenvoltura descomunal, infinita con que se producen las
trasferencias. Y además la existencia de híbridos entre
deslizamientos y trasferencias.
De lo último es muestra la voz
"caracolera", me parece. Creo que se trata de un deslizamiento con
origen "caracol" y final "caracolera", pero después o también al
mismo tiempo, una trasferencia que de "persona que recoge o vende
caracoles" se transfiere a recipiente utilizado para meter dentro
del mismo lo mismo.
No intento con todo esto justificar un
acto tan inocente como el de llamar así a mi cacharro de barro negro
de Quintana Redonda, sino que, interesado en recoger palabras que
ruedan tiradas por ahí, quiero indagar acerca de si las encuentro de
oro, plata o cobre. Incluso si tienen alguna sustancia. Porque si al
final descubro que a mi caracolera la llaman en Quintana Redonda de
otra manera, retiro casi todo lo dicho. Consérvese la imagen del
bosque resinero y sus heridas. Consérvese la figura del cacharro con
sus agujeros. Y consérvese lo que sigue a continuación. Exista o no
esa voz, quien la oye la entiende. Es una voz de oro. ¿A qué más
puede aspirar una voz que a ser entendida por cientos, miles,
millones, cientos de millones de personas? Es una voz de tan
descomunal poder comunicativo que no precisa de ningún tipo de
diccionario.
Puestos al trabajo de retirar del
diccionario las voces que sobran por ser conocidas de todos,
tranquilos. Con "caracolera" tenemos el trabajo hecho. Nunca la
dejaron entrar.