¡Qué! ¿Dos nombres para una misma cosa?
Como si son cuatro, como si son ocho cosas para un mismo nombre.
Mientras no sean todas iremos tirando. ¿Qué quiere Ud? ¿Qué a cada
cosa su nombre? ¿Es que sabe Ud lo que sea una cosa? ¿Y un nombre?
¿Sabe Ud lo que sea o pueda ser un nombre? ¿No se da Ud cuenta de
que un nombre ya es, sin remedio, ya es una cosa, ya es una cosa?
Perdóneme, pero le voy a tutear. Es más fácil hablar y escribir en
tuteo. Estoy cansado de tanto Ud. con su mayúscula y su punto. Más
fácil. Ya lo verás
¿No ves que los nombres ya son cosas? ¿No
ves que solo hay cosas? Hasta un pensamiento es una cosa. ¡Vaya
cosa! Dos nombres para la misma cosa. Un montoncito de tres (o más)
cosas, eso es lo que tenemos. Como si son dos cosas para el mismo
nombre. Otro montoncito de tres cosas. Como si es un nombre sin
cosa. Como si es una cosa sin nombre. ¿Qué a cada cosa su nombre?
Como si todas las cosas que no son nombres las ponemos aquí. Y todas
las que lo son, allá. Y luego a contar. Y luego a ver si hay tantas
aquí como allá. Que te crees tú eso. Así, desde ya, te digo que no.
¿Es que no ves que hay más, Dios mío, cuántas más cosas que no son
nombre que nombres? La de células que tendrá el cuerpo de Pepe y
todo lo arreglamos con eso, con “Pepe”.
Y dijo también que Adán sí, sentado ante
un desfile de las cosas puso el nombre a cada una, lo mismo a una
pulga que a una galaxia. El mito sagrado, venía diciendo, más que
hablarnos de la nominación, más que decirnos acerca de su origen lo
que de verdad nos decía es del vínculo sagrado entre la cosa y su
nombre. De cómo el nombre de una cosa, misterio sagrado, forma parte
de la cosa. Lo cual, seguía diciendo, no nos dice nada salvo
decirnos que lo inexplicable lo explica el misterio y también, según
queramos, que lo misterioso se alimenta de lo inexplicable. En
definitiva, otro ejemplo de sinonimia, porque las voces
“inexplicable” y “misterioso” son sinónimas.
Y así tantas cosas decía que yo no sé
cuántas y hasta cuándo. Aparentemente con toda la razón.
¿Aparentemente? Dijo un tercero. Lo que
ocurre aparentemente no es eso. Pero el primero, después de unos
cuantos días todavía seguía por allí repartiendo sus razones. Era un
aburrimiento, pero de vez en cuando decía cosas que, caramba, decía
cosas de aquéllas que al oírlas, no sé, te rascabas la cabeza sin
que la cabeza picase. Un día de aquéllos dijo que la sinonimia solo
era el efecto de un fenómeno de superposición, y que para poder
decir eso no era suficiente tener la facultad de poder elegir entre
varios nombres para referirse a una sola cosa sino que hacía falta
otra cosa, por lo menos otra cosa. No pude oírle bien. Algún ruido
inoportuno, creo que fue una tos o un estornudo. Eso. Fué un
estornudo. Creo que dijo esto:
“Lo que te presta la sinonimia por un
lado te lo quita por el otro” Y no lo entiendo. Luego he vuelto por
allí, pero bien que por esto, bien que por aquello, no pude
preguntar, no enterarme, nada, solo eso de que lo que te presta la
sinonimia etc.. No entiendo lo que te puede
prestar la sinonimia no siendo eso de poder elegir entre varios
nombres para referirte a una sola cosa. Y no sé tampoco lo que se te
pueda quitar por eso. Además de que no eliges. Cuando usas un
sinónimo no eliges una de sus formas. Simplemente brota una. Y no es
que no puedas elegir. Poder puedes, y a veces se usa y abusa de él.
Pero no siempre. Al revés. Lo que suele ocurrir es lo contrario. El
sinónimo brota. Y al que lo escucha le basta eso. Sin más lo
entiende. Saben de lo que hablan. Y si no... Y si no, eso es lo que
pasa. Dices caramba y te pones a pensar...
A decir verdad, y a eso estamos, lo raro
es encontrar voces o palabras solas, abandonadas, mondas, sin la
cálida compañía, siquiera, del más miserable sinónimo. Lo normal es
que la palabra no vague sola por el espacio como un planeta. Acaso
tan solo en cortos paseos de algunos metros, durante un rato pero
nunca por el espesor indefinido del tiempo. La sinonimia no es un
fenómeno a ser explicado. Es lo normal. Tenemos dos ojos en la cara.
Es lo normal. A ver si ahora es el cíclope Polifemo el extraño, la
mirada torva, el ojo mondo entre ceja y ceja. A ver si ahora, en
esto de la polisemia, terminamos hablando de la palabra monda.
Porque a la palabra monda solo puede
abordar la lengua. La palabra monda, lo que se dice monda, y en el
dominio del habla, simplemente no existe. Nadie, mientras habla,
emite jamás una palabra monda. El habla emite palabras como el foco
de luz fotones o el fusil ametrallador balas. Las frases son ráfagas
de palabras.
Y para no terminar hablando de la palabra
monda empezaremos por ahí, por la palabra monda. Porque la sinonimia
no es sino un par de palabras mondas, un par de palabras mondas que
se dan la mano por debajo de la mesa. Nos situamos en el pleno
dominio de la lengua, y aunque sigamos hablando vamos a olvidarnos
del habla. Somos lenguistas ya que linguistas no. Lingüística es
disciplina de la que no participamos. Ya sería para nosotros honor
el poder hacerlo. Pero no. Se nos pasó la ocasión y perdimos el
tren. Estamos todavía en el andén lamentándolo. Y en la cantina de
la estación hemos recalado. Y en ella hemos organizado esta
tertulia. Hablamos. Y hablamos de la lengua. Concretamente de la
sinonimia, ese fenómeno que consta de un par de palabras mondas que
se dan la mano por debajo de la mesa. En condiciones normales,
porque hay veces que sin saber porqué ni venir a cuento, da pena
verlo, en lugar de darse la mano se dan con la mano, con el puño, a
puñetazos. Vamos a verlo.
Que la sinonimia es el efecto de un
fenómeno de superposición ya lo sabía yo. Sea el área elemental en
el que a una casa se la llama “casa” y sea otra en la que a una casa
se la llame “masía” (todo esto es un ejemplo) y sea que se dé un
caso, una casualidad, la de que ambas áreas elementales se
superpongan. En esa zona de superposición ocurre que a una cosa,
concretamente a una casa que sirve de habitación, a una casa
familiar, etcétera etcétera y etcétera, se la llama indistintamente
“casa” y “masía”. En esa región ocurre que se da el fenómeno de
superposición y ocurre también que solo se da de forma exclusiva en
esa zona.
Y con esto y con un jamón, a comer jamón,
pero eso de que te quitan lo que te dan, como no sea que te quiten
el jamón que previamente te dieron, la sinonimia que te quita lo que
te dio, como no sea eso, que no lo entiendo, que no. Digo que no lo
entiendo.
Me quedó grabada esa frase. Hace mucho
tiempo ya. Y cuando pasa el tiempo y te haces viejo parece que ganas
en sabiduría y en conocimiento, pero solo lo parece. Lo que pasa es
que ves las cosas como más de lejos, y aunque tengas esa cosa
delante de la nariz la ves como si estuviese lejos. Y las cosas que
antes veías bien por estar a la distancia necesaria para que la
juventud las vea bien, por ser uno mismo joven, ocurre que ahora
casi ni las ves, de tan lejos que las ves, allá por el horizonte. Y
ya viejo, lo que te pasa más cerca que por delante de la nariz, eso
ni mencionarlo, entre otras cosas porque ni lo ves. Los viejos
decimos que no pasa nada, pero yo creo que lo que pasa es que no lo
vemos.
La cosa es que pasado el tiempo he
advertido lo siguiente:
Temo no saber decirlo, porque para
decirlo bien necesitaría vivir hasta los trescientos cuarenta y
siete años. Entonces lo que ahora entreveo como algo difuso y
enorme, que me quita campo a la vista, como si queriendo ver a un
elefante me acercase al elefante tanto como para ver la diferencia
entre pelo y pelo (los pelos del elefante son como cables de acero),
entonces podría ver al elefante paciendo y disfrutando en el
lodazal, entonces podría ver bien lo que ahora veo tan mal como así:
Yo puedo conocer a un solo señor que se
llame a la vez Francisco y Javier sin poder hablar de sinonimia.
¿Por qué? Me pregunto. Y me respondo así.
Porque si a ese señor le llamo “Francisco” no me responde. Y si le
llamo “Javier” tampoco. Y es que “Francisco” es una cosa, “Javier”
otra y “Francisco Javier” una tercera cosa, la cosa con la que tengo
que vérmelas ahora. Es tan sencillo esto que casi me parece que no
hay que decirlo, pero dicho esto, me alegro de haberlo dicho, porque
ahora me doy cuenta de que siendo sinonimia y homonimia dos voces
para decirlo mismo, esto es, en relación de sinonimia, no es lo
mismo lo que dicen, porque la primera de ambas voces tiene su
negocio instalado entre los nombres comunes mientras la segunda se
afana con los nombres propios. Y despejada esta primera dificultad,
prosigamos.
A estas alturas ya sabemos que ni todas
las voces de todas las lenguas habidas y por haber desde que la
tierra las oye, hace uno, dos, muy pocos millones de años, darían
para igualar el número de partículas elementales habidas en el agua,
incluído el vaso, de un simple vaso de agua. No nos engañemos, ni
sinonimia ni polisemia (fenómeno contrario, en el que una sola voz
acoge varios significados) deben su existencia o razón de ser al
desajuste habido entre número de palabras y número de cosas. Antes
bien estamos ante una prueba que de alguna forma justifica ese
famoso principio lingüístico que distingue tan drásticamente la cosa
nominada de la cosa que nomina y afirma la fundamental arbitrariedad
del signo
(citar aquí a
Saussure). Estamos también ante una prueba también que deriva
o es efecto del abandono de una idea secular, la idea de que los
nombres de las cosas participan de su sustancia, la idea de que una
mesa no puede llamarse sino mesa, idea que ni aún el conocimiento de
la existencia de otras lenguas, ni aún con todo eso, dejó de ser
vigente hasta no hace mucho tiempo y desde que Adán todo eso que no
vamos a repetir. No hay palabra, se pensaba, no hay palabra que no
forme parte de la esencia de las cosas. Y siendo esto así no podía
tener cabida ni explicación este fenómeno de la sinonimia del que
ahora tratamos.. Tampoco la polisemia. Y para terminar con estas
disquisiciones, si es que pudiésemos o fuese posible hacerlo, que lo
dudo, volveremos a repetir lo ya indicado: que ambos fenómenos son
también claro efecto, o quizá evidente muestra de la diferencia
fundamentalísima entre habla y lengua, diferencia en la que siempre,
como moscas en la tela de araña, nos quedamos enredados. Porque al
habla la importa una higa todo esto. Y porque al contrario, la
lengua se nutre de todo ello. Porque al habla déjala. No preguntes.
Tanto es para ella, o casi, palabra y cosa como cosa y palabra. De
la cosa salen dos palabras como del cuerpo dos brazos. Para el habla
todo se reduce a eso. Aunque le importe una higa todo eso.
Lingüística, ciencia que se nutre de todo
esto. Al siglo XIX más que romántico habría que llamarle siglo de
los resplandores. Resplandores de incendios, luces extrañas, auroras
boreales y fuegos fatuos, rescoldos semiapagados y brasas, luces que
siguen al XVIII, el siglo de otras luces, luces que, al contrario,
iluminaron y esclarecieron. Y tanto iluminaron que luego vinieron
los resplandores. Hay tres pintores de la luz, y por lo tanto de las
sombras, que anticipan esta historia general de las luces y las
bombillas, que por cierto se inventaron en el siglo de los
resplandores. Pasada la fiesta veneciana del Tintoretto aparece la
luz concentrada de un foco intenso. Es el arco voltaico del
Caravaggio. Luego el rescoldo semiapagado de Rembrandt.
No sé por qué a los pintores italianos, a
sus nombres, sienta bien la previa disposición del artículo
determinado “el” mientras que a los españoles, franceses, o en
general, al resto de los europeos no. Por eso decimos Rembrandt y no
“el Rembrandt” . Lo mismo que con los artistas pasa con los países y
los continentes. Así pasa con “la India” y no con “la España” o “la
Italia” pero sí con “los Países Bajos”, precisamente los de
Rembrandt, aunque antes, no hace muchos, muchísimos años, se decía
“la Francia” como ahora “el Japón” y “la China”. Un puro capricho,
una intrascendente bagatela, dice de todo esto el habla. Pero la
lengua, repetimos, se nutre de todo ello, como de los fenómenos de
sinonimia y de polisemia que son aquello a lo que verdaderamente
vamos. Sin olvidar, que lo estamos otra vez olvidando, sin olvidar
que lo extraño es encontrar la palabra monda.
La lingüística, como tantas y tantas
otras cosas, estalla en el siglo XIX, el de los resplandores. Hoy es
una buena moza que presume, porque puede, de inmejorable salud.
Y será por eso. Será por eso que te
quiten por un lado lo que te dan por otro. Será que la lengua te
quita la frescura inmediata del habla para darte por otro lado lo
que te da, ese fruto sazonado de la lengua.
Pero vayamos al grano.
En Soria, que sepamos tan solo en Soria,
se da un caso curioso de sinonimia. Sólo en Soria, en parte de
Soria, cuidado, mucho cuidado con esto, sólo en parte de Soria se
produce sinonimia entre las voces “ruejo” y “guijarro”. Para una
exposición detallada de tan complejo asunto nos remitimos a nuestro
trabajo Un Guijarro no es un Canto Rodado.
En el mismo damos cuenta de cómo la voz Guijarro tiene un área de
distribución amplia y acogedora, grande pero inestable, un espacio
del que desconocemos en detalle, en el detalle de que pudiese
hablarse, desconocemos sus confines y por lo tanto, a los efectos
que ahora interesan, configurado como fondo indiscriminado y en
principio uniforme, soporte, mesa, campo de operaciones sobre cuya
generosa superficie operar. Y decimos esto porque sus confines serán
con toda probabilidad múltiples. Su representación habría de
configurarse discontinua, dispersa, en forma de archipiélago, como
la piel moteada de una gineta. A una de tales manchas nos referimos
ahora. En una de tales manchas nos situamos sin importarnos sus
límites. Como esa hoja de papel en blanco sobre la cual escribir,
ese lienzo en el que dar color, todavía inmaculado, pendiente todo
de una, esa, la primera pincelada, hoja Din A-4, lienzo de tanto por
tanto. No importa. Son límites estratégicos, necesarios. Porque a
los efectos que interesan, ambos, hoja y lienzo, además de blancos,
son infinitamente anchos, indeciblemente largos. Nunca la hoja de
papel, nunca el lienzo, son infinitos, qué agobio. Pero a los
efectos que interesan podrían serlo.
Sea ese continuo enmarañado de miles y
miles de matices, como la superficie tersa de un lago rizado de
diminutas olas, esa brisa que lo riza, sea esa una zona del
territorio en el que que se usa y entiende la voz “guijarro”. Y sea
su representación la que se muestra en la
figura uno.
La maraña del dibujo quiere representar esa mínima
perturbación. Lo repetido del enredo representa su carácter de
continuo, esa hoja de papel, lienzo, soporte, mesa o campo. La voz
“guijarro” se distribuye generosamente como los granos de arena
sobre una playa. Como los garabatos se distribuyen sobre una figura
como esa. Y sobre dicho continuo, mejor dicho, bajo el mismo, como
si de un lago de aguas someras se tratase, dibujado en el fondo,
visible bajo el cristalino espesor del agua, porque se trata de un
lago limpio en el que nadie se asoma, nadie se baña, nadie se mea o
caga (no sé cómo lo vamos a ver si nadie se asoma ni nada parecido.
Haré como si me asomo), bajo el continuo enmarañado en el que un
murmullo que dice “guijarro” y “guijarro” y “guijarro” , cada vez
con su pequeño y diferente matiz de significado (que si más menudo,
tirando hacia grava, que si más grueso, como tirando hacia “bolos” o
“marros”, que si más o menos pulido, suave o áspero) como esas
graciosas y mínimas arrugas, marañas, pequeñas olas como las que
pinta de Venecia el Canaletto, bajo eso se dibuja como quiera que
fuere una cosa que representamos como podemos en la
figura dos.
Figura 2
Esa cosa es el área elemental en la que
otra voz entra en relación de sinonimia con “guijarro”. Es un decir,
porque tanto una voz como la otra, tanto “guijarro” como “ruejo”, se
complacen en jugar, cada una por su parte, con ligeras mutaciones de
significado. Del sinónimo casi perfecto al sinónimo forzado se pasa
como en el juego de la comba. De un lado ahora, luego del otro lado.
El sentido de ambas voces oscila, cada uno por su lado, entre lo más
o menos pulido y entre lo más o menos grande. Siempre se trata de
piedras sueltas, nunca de la roca madre, nunca de riscos ni de
canteras, siempre de cantos, piedras, ripios, ruejos o guijarros. Y
cuando estos sentidos se cruzan, lo que hacen con frecuencia, suena
la campanilla de una sinonimia casi perfecta. Todo eso sucede allí,
en esa zona de superposición entre las áreas elementales de las
voces “ruejo” y “guijarro”.
Ahora un refrán. Recogido en Deza. Dice
así:
“Con un guijarro, ni te limpies el culo
ni calces el carro”
Ahora una confesión: en mi lengua materna
el sentido de la voz “guijarro” podía entenderse como apto para lo
primero pero en exceso pequeño para lo segundo. En Deza no lo sé,
pero acaso allí guijarro sea en exceso áspero y pequeño, quizá
indebidamente grande pero resbaladizo e inseguro. No lo sé. Ahí
queda el refrán.
Todo eso puede suceder en esa zona de
superposición.
Resumiendo decimos que allí se da este
complejo fenómeno de la sinonimia. Porque sin resumirse así, la de
sinónimos que habrían de retirarse de los diccionarios.
Pero esto y nada es casi lo mismo, porque
todavía no hemos llegado a término. Falta lo principal. Ahora sí.
Ahora es el tiempo de hablar de una ruptura, de una sonora y
violenta catástrofe. Como si de tanto andar de puntillas para no
despertar de su letargo a una sinonimia imposible, hubiese terminado
ese cuidado de forma brusca, tajante. Un grito.
En Beratón hemos asistido a la explosión
violenta de una caldera semántica. En Beratón, un día por allí, en
la mano un “guijarro” en mi opinión ortodoxo, intentaba recoger
datos para el diccionario de voces vernáculas que vengo
construyendo. En esto un tractor arando que se ha parado. Arranca de
nuevo. Casi se pone de manos, empujando, arriñonado. No puede. Se
cala. Lo intenta de nuevo.
A estos tractores de hoy no resiste
cualquier cosa, pero aquél pedrusco al final salió. Y no era
cualquier cosa. ¡Era un guijarro! ¡Maldito guijarro! ¡Vaya burce!
Así decía el señór del tractor, sudando como el tractor. Y yo allí,
con mi “guijarro” pulido en la mano.
Y allí se quedó el pedrusco. Media
tonelada y aristas por todos lados. ¡Vaya un guijarro!
En la figura número tres representamos el
lugar y alrededores donde se produce intermitentemente la violenta
explosión semántica descrita. Como un volcán, echa humo cada vez que
se pronuncia por aquéllos parajes la voz “guijarro”. O mejor dicho,
cada vez que pasa por allí un extraño al tiempo de pronunciarse. (ver
figura tres)
Figura 3
Otras voces ante las cuales el extraño,
el mismo extraño de aquél día en Beratón con su guijarro en la mano,
no se conmueve o se conmueve menos:
Bolo: Voz recogida en Trévago:
piedra pulida, rodada, de tamaño relativamente grande al que también
se llama “pitona”. A la muestra llaman “guijarro”
Burce: Voz recogida en Beratón,
sinónimo de “Guijarro”. Piedra grande, rota, desprendida de la
cantera y sin desbastar. Ruejo no es de uso aunque parece que le
suena, conoce, resulta de alguna manera familiar
Carambola Voz recogida en
Arenillas: canto rodado del tipo de la muestra. Guijarro es allí
cualquier piedra pequeña, del tipo de la que coges para auyentar al
perro. Ruejo ni se conoce tamaño medio – pequeño, del orden de la
muestra (Arenillas)
Chincharro Voz recogida en
Caltojar: canto rodado del tipo de la muestra. Guijarro es cualquier
piedra, siempre menuda, de las que cojes para ahuyentar al perro.
Ruejo ni se conoce.
Gorrón Voz recogida en Duruelo y
Montenegro de Cameros. Piedra pulida por rodamiento, mayor en tamaño
al de la muestra. Guijarro, pese a conocerse, no es palabra de uso.
El Duero en Duruelo, todavía torrentera más que río, abunda en
grandes cantos rodados o “gorrones”
En Montenegro me dicen que en Andalucía
se usa la voz “ruejo” para denominar al canto rodado
Grijo Voz recogida en Vizmanos:
canto rodado. Ruejo ni lo conocen. Guijarro es aquí el nombre de una
semilla. El norte de la provincia soriana marca de alguna manera el
borde o confín de la voz “guijarro”, custión acerca de la cual
carezco de los datos precisos pero que de alguna forma contribuye a
confirma lo expuesto
Guijarro Voz recogida sin duda
pero, como tantas, perdida en el origen del tiempo, siendo ese
tiempo el tiempo de una vida, en este caso la mía pero, como tantas,
como tantas vidas y tantas palabras en cada vida, incrustada en el
pensamiento, hecha pensamiento desde su origen, hecha origen desde
su pensamiento. Me gustaría tener delante un mapa en el que se
dibujase el área elemental completa de la voz “guijarro”. Podría
decir, entre otras cosas, haber nacido allí. Sin tener ese mapa
puedo decirlo aún. Pertenezco a un país en el que por “guijarro” se
entiende canto rodado y comprendido entre un tamaño mínimo, el de
una nuez por ejemplo, y uno máximo, un huevo de gallina, una
mandarina. No mucho más. Sin llegar a una naranja. (ver
figura cuatro)
Figura 4
Utilizo esta voz como patrón o modelo.
Como fondo indiscriminado y continuo en el que dibujar algo. Algo a
lo que aludíamos antes ahora volveremos. Justo al punto de llegar a
la palabra “ruejo” Corominas
deriva la palabra de “Guija”, de origen incierto, y destaca matices
de su significado que lo apartan un tanto de la idea de canto
rodado, pulido, liso al tacto, acercándolo a lo agudo, cortante y
áspero.
Guarra Voz recogida en Barcones,
Quintana Redonda, y Torreandaluz. En Barcones canto rodado. Conocen
la voz “guijarro” pero no es de uso frecuente. Ruejo ni lo conocen.
En Quintana Redonda y Torreandaluz (masculino): piedra pulida y algo
alargada para jugar a la calva. Guijarro a la muestra, de material
silíceo, duro y rodado. Si de menor dureza y por lo tanto, más que
pulido roto, se puede llamar “ruejo”.
Gurrio Voz recogida en Duruelo.
sinónimo de “gorrón”)
Pitona Voz recogida en Arévalo de
La Sierra, Reznos y Trévago con los siguientes significados y
matices. En Arévalo de la Sierra piedra pequeña de forma y
características especiales (no se trata de fósiles) que sirven para
juego parecido al de las tabas y en su lugar. Se conocen las voces
“ruejo” y “guijarro”, pero ninguna de ambas es de uso frecuente.
En Reznos canto rodado mayor que la
muestra, en sinonimia particularmente precisa con la voz “rojizo”.
“Guijarro” es aquí una “pitona” pequeña, y “ruejo” es una “pitona” o
“rojizo” mayor. En Tajahuerce cabe decir lo mismo que de Reznos.
En Trévago tanto “pitona” como “bolo” son
cantos rodados grandes. A la muestra se la puede llamar “guijarro”.
“Ruejo” tiene aquí un sentido algo indeciso. Puede ser una piedra
pequeña de cualquier clase.
Ruejo Voz recogida en el área
elemental que se dibuja en la ya citada
figura dos. Se superpone a ella como un dibujo se
superpone al papel o como un retrato se superpone al fondo o
simplemente, como un plato se superpone a la mesa, o los pies
andando a la tierra. Todo aproximadamente así, pero solo
aproximadamente. El estudio éste no hace sino dar cuenta de las mil
anomalías que cabe denunciar en casos como éste.
Debido a esta superposición, y dentro del
territorio “ruejo”, “ruejo” es aproximadamente lo mismo que
“guijarro”.
¡Oiga, oiga! Está Ud. cayendo en una
trampa. En la trampa que tantas veces denuncia Ud en otros. Está Ud
dando vueltas en ese círculo vicioso de que guijarro es ruejo y
ruejo guijarro.
Lo esperaba. Estaba esperando este
momento para decirte lo que te dije, que te voy a tutear. Mira.
Y a continuación vine a decirle algo así
como que los círculos viciosos no son tan malos, y que bien
situados, en su casa, vamos, metidos en casa no solo son inofensivos
sino naturales, necesarios, son lo que son y no le demos más
vueltas. Los piojos tampoco son malos sino en la cabeza. Bueno, pues
los círculos viciosos solo son malos en los diccionarios cuando los
diccionarios sacan los pies del tiesto. Y esto es lo malo. Esta
contradicción. El tener que sacar los pies del tiesto y no poder
sacarlos. Porque mira, tú me dirás, para qué sirve un diccionario
que no sirva fuera del tiesto. Tiesto es aquí el pequeño territorio
“ruejo”. Por cierto, ese territorio se dibuja íntegramente dentro
de los límites provinciales de Soria, de tal manera que podemos
decir que dicha voz, en sinonimia con “guijarro”, es un fenómeno de
la lengua genuinamente soriano. La única pena es la de que también
hay sorianos, sorianos de pura cepa, que no conocen ni han oído
nunca la voz “ruejo” (ver figura cinco)
Figura 5
Y ahora volvamos a lo nuestro. Dentro del
territorio “ruejo” ni hace falta el diccionario para esta voz ni
tampoco para “guijarro” como tampoco molesta el círculo vicioso. Se
podría decir incluso que algo así como la sinonimia disuelve,
neutraliza, elimina todo rastro de círculo vicioso entre los
términos sinónimos. Pero cuidado, tan solo dentro de su territorio.
Fuera del mismo es otra cosa. Fuera se
dan dos casos. Sólo dos casos. Si todavía dentro de territorio
“guijarro” el diccionario luce como un día de sol en primavera o de
luna llena en cualquier estación. A sabiendas de lo que significa
“guijarro” nadie consulta en eso el diccionario. Pero, ¿qué dices?
¿ruejo? La consulta se impone. Y el diccionario responde. Ruejo es
guijarro. Todo está bien. Todos conformes.
Pero amigo: grandes zonas del ancho mundo
del idioma castellano se configuran, suponemos, fuera del territorio
“guijarro” y, consecuentemente, del territorio “ruejo” también. Y es
aquí, precisamente aquí, donde a nuestro diccionario le suben los
colores a las mejillas. Se pone colorado. Le salen las orejas de
burro mientras dice: ruejo es guijarro y guijarro ruejo.
Y en esto, como los bomberos acuden al
incendio y el médico de urgencias al enfermo, acuden presurosas un
montón de palabras. Todas, todas las que anteceden acuden en tropel
sobre los términos sinónimos que, a todo esto, no se sabe si se
besan o están luchando. Luchan para besarse. Solo es eso.
El Dicccionario de la Real Academia
Española (DRAE) convoca las suficientes para decir de “ruejo” su
origen latino del que deriva también “rodillo”. Ruejo es una piedra
redonda. Y añade que por Teruel y Zaragoza es rueda de molino.
Parece ser, pues, que del pequeño canto rodado que significa en
Soria, para pasar a ser piedra de molino en Teruel y Zaragoza, la
piedra esa que atar al cuello del malvado según la evangélica
maldición ha de pasar antes por Beratón como pedrusco disforme y
desmesurado.
Y entre todas y todos, entre tantas y
tantas palabras y tantos gramáticos, linguistas, lenguistas,
simplemente curiosos, apagamos el incendio y curamos al enfermo y
superamos ese cáncer, esa lacra del diccionario, ese círculo
vicioso.
Acerca de “ruejo” no puedo añadir más
Zaborro Voz recogida en Beratón:
piedra pulida de regular tamaño (si menor carece de nombre
específico pasando a denominarse genéricamente “grava”)
En definitiva, entre las voces “guijarro”
y “ruejo” parece librarse una batalla de horizonte tan amplio que
abarca desde una risueña sinonimia, una entrañable amistad cuyo
escenario es fundamentalmente soriano para pasar a un
enfrentamiento visceral, desatado, furioso, en el que, como armas,
se agitan cuatro ideas dos a dos: lo desmesurado y grande frente a
lo menudo y pequeño, por una parte, y por la otra lo pulido, suave y
redondeado frente a lo agudo, áspero y cortante. Es la historia de
un desencuentro que desde la meseta castellana desciende hacia el
valle del Ebro. Es la historia vista de occidente hacia oriente.
Visto del revés podría ser distinto el
cuento: el de un desencuentro que, subiendo desde la fosa del Ebro
hacia la meseta castellana, rebasado Beratón y hechas las paces a la
vera vera del Moncayo, Soria fuese solar, además de la buena
mantequilla, de las buenas paces entre ruejos y guijarros.
Pero digamos esto con las debidas
reservas. Nos falta un dato fundamental. Desconocemos ese fondo
indiscriminado sobre cuya superficie tan vasta como fuese necesario
se pudiese dibujar, completo, el país “guijarro”, el fondo
indiscriminado en el que poder destacar ese país.
Porque la historia podría ser entonces
otra. Quizá se tratase de un contagio, de un episodio antes de salud
que de trato. Veo al grave y rotundo señor Ruejo, al grande y
rollizo Ruejo como infectado por un pequeña espora, tan pequeña que
no se aprecia bien si redonda o no tanto.
El primero, señorón aragonés, sedentario
en su feudo. El segundo nómada, nervioso, fugaz, como las moscas,
antes que aragonés castellano. El campo semántico del que desciende
“guijarro”, al parecer “guija”, es estremecedoramente amplio. Se
puede uno perder tanto entre piedras como entre semillas. Que si
guijas, almortas, guisantes (Corominas explica la “g” inicial de
guisante, bisalto en Aragón, por influencia de “guija”, semilla
redondeada y menuda que sirve de pienso para el ganado). El caso es
que el grave y grande señor don Ruejo viene a perder tamaño para que
las menudas guijas y guijarros lo ganen. Y para cuando ambos,
creciendo los unos, menguando el otro, se pueden dar de la mano, es
entonces cuando “ruejo” disminuido, desmejorado, y “guijarro”
crecedero, llegan a darse de la mano en esa zona del nordeste
soriano que decimos. Beratón sería el escenario de una explosión
colérica del señor Don Ruejo antes de sufrir tan dramática
metamorfosis. Porque ya en Soria, Don Ruejo es un don nadie.
SAUSSURE. Ferdinand de. 1979. Curso de Linguística
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