De "El Campesino en su
Sexmo"
A la hora en que baja el corto de Castejón, el pueblo de Carmelo, que está
cerca de la sierra del Madero, por donde el "tío Chupina" hacía muy
equitativamente, por cierto, la redistribución de la renta cuando el fisco no se ocupaba
de esos menesteres, sin más requisitos que un trabuco y una manta morellana, está lleno
de nieve, totalmente cubierto. Carmelo, que es un hombre de los que siguen creyendo que
más vale pájaro en mano que ciento volando, o lo que es igual, que más vale creer en la
propia fuerza y talento que en las numerosas dádivas que ofrece la administración,
cuando ha visto la plaza y la calle y el pilón de la fuente lleno de nieve, le ha dicho a
su hijo:
- Anda, ve a buscar al tío Julián, que suba, que vamos a matar.
Y al mismo tiempo le ha dicho a su mujer:
- Donila, prepáralo todo.
La mañana está fría y no se mueve ni un pelo de aire. Los hilos de la luz están
blancos en todo su trayecto. Encima de un tapial, entre las ramas de roble, los gorriones
se han hecho pequeños ovillos de plumas. Por la cuesta que va a dar a las casas de
arriba, sube un dulero seguido de un perro pequeño, cuajado de pelo rizado, como cruzado
entre zorro y oveja. La dehesa boyal está vacía y en los espinos que la circundan los
vellones que se han ido dejando las ovejas han cobrado con la nieve la forma de grandes
caramelos de azúcar.
Cuando Carmelo sale de su casa, lo primero que hace es abrir con una pala una senda para
llegar a la corte donde está el cerdo. Cuando llega el tío Julián con un cuchillo largo
y afilado, las mujeres ya han puesto sobre el hogar las
trébedes y la caldera. En la hoja
del cuchillo que sube el tío Julián, pese al tiempo y al uso, todavía se puede leer: te
mando a cenar con Cristo.
- Al fin y al cabo el favor no es manco.
Y hace sobre el aire un trazo de muy pocos amigos. Las mujeres limpian las
gamellas y no cesan de avivar el fuego del
hogar. Con Donila está la Tomasa, que es la mujer del Julián, y la tía Aurelia, que no
cesa de decir: ¡aquéllos sí que eran tiempos!, ¡aquéllos sí que eran tiempos!
Carmelo y Julián ya están dentro de la corte. Carmelo le ha tirado un viaje al cochino y
lo ha agarrado de la papada con el gancho y lo saca a la calle. El cerdo gruñe que es un
primor. Cuando lo tienen delante de la puerta, en el pequeño pasillo de la entrada de la
casa, por donde trepa una parra, Julián le coge una pata y lo tumba, luego ata la pata al
pie y va tensando la cuerda hasta que el cochino cede.
- ¡Ahora! -dice Carmelo- y los ciento diez kilos suben encima de una carretilla que
sujeta el chico.
Cuando Carmelo deja de resollar mete en el extremo del gancho, que tiene una curva doble,
la pierna izquierda y tira de ella. El cerdo presenta entonces todo el pecho limpio, al
descubierto, le pasa la mano y hunde hasta el puño el cuchillo de Julián que entra
primorosamente, como algo bien hecho. Donila recoge, en una de las gamellas, la sangre que
va saliendo como el agua que da el caño de la fuente que hizo el cantero de Golmayo. Los
gruñidos del cerdo cada vez son más largos, más apagados, hasta que entra en un sueño
lleno de nieve y de pájaros con hambre.
Los hombres, a medida que el animal va dando la sangre, ceden en su fuerza.
- Ya está - dice el tío Julián.
- Sí, añade Carmelo.
Y cuando ha terminado de limpiarse las manos y los brazos con la nieve de la calle,
agrega:
- Ojalá tuviera más, que pronto me los quitaría de encima.
- Bueno, vamos a limpiarlo.
- Anda, le dice Carmelo al chico, trae las rejas.
Y con la reja del arado romano, puesta casi al rojo, le va quitando las cerdas. Se la pasa
rápidamente, como el que plancha una tela. Luego con un trozo de teja a modo de cazoleta,
le va raspando el cuero hasta que queda limpio. El tocino -piensa Carmelo- de este modo da
mejor gusto. Las mujeres han ido dejando caer, entre tanto, agua caliente, y cuando
Carmelo le ha quitado con el gancho las pezuñas, lo entran al portal y lo tumban sobre
una mesa, Julián le hace con el cuchillo un par de cortes y lo abre; saca primero la
panceta y luego pasa la soga por el culero y lo izan de una viga. El cerdo se queda
pendulante.
Julián -sin decir palabra- le va dando los primeros cortes y van saliendo el hígado, la
hiel, que se la guarda Carmelo para cicatrizar heridas. Las mujeres recogen las tripas y
se bajan a la fuente. El frío de la mañana va dejando la carne tiesa, dura.
La cocina de Carmelo, poco a poco, va recibiendo los lomos, las patas, las costillas, los
cuartos delanteros, las primicias de todo un rito, que se pierde como tantas otras cosas
en las sombras de la historia. Todo ha transcurrido en menos de una hora, pero esta hora y
quizá otra, a lo sumo, significan para Carmelo y los suyos el arreglo de todo un año.
Cuando Carmelo siga construyendo a pulso su nueva cuadra, cuando trace los surcos del
alza, cuando bine, cuando tercie, cuando deje caer la simiente sobre la tierra, también
cuando vaya a la ciudad al mercado de la Plaza Mayor, una y otra vez, casi
ininterrumpidamente, comerá de este cerdo; y posiblemente lo hará colocando su carne
sobre un trozo de pan que irá cortando con su navaja en pequeños trocitos, porque
también comer requiere su rito y su elegancia.
A la sombra del encinar por donde ahora, en esta primera nevada del año, tienen su
querencia los corzos del contorno, está la
majada
de Carmelo. Y allí las trescientas cabezas de lanar esperan su pienso.
Por el camino que sale de la chopera, a medio día, cuando el cielo está totalmente
cubierto y de nuevo cae la nieve, Carmelo, el chico y su mula van subiendo en dirección
al monte, justo al enclave donde está su majada, por donde ahora los corzos tienen su
querencia.
© Emilio Ruiz Ruiz
El Campesino en su
Sexmo
(publicado en el número 4 de Cuadernos de Etnología Soriana)
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