Habían transcurrido doce años desde nuestra última visita a Santa
Cruz de Yanguas. Era verano entonces y todos los árboles del camino
estaban vestidos, el robledal de Vizmanos aparecía como un bosque
frondoso, y las hayas de Santa Cruz recibían al caminante con los
brazos extendidos, colgantes las hojas de un verde limpio y
brillante. El pasado 8 de diciembre, el paisaje era muy distinto.
Mostraba el aspecto desvalido de unas tierras que hicieron escribir
a Antonio Machado aquello de “tan pobres, que tienen alma”.
Hace años, cuando los merineros eran propietarios de miles y miles
de cabezas de ganado, hubiéramos encontrado también estas tierras
pobres y vacías, pues por estas fechas de invierno, hombres y
zagales andaban con sus ganados por las ricas dehesas del Sur. En
primavera, la impresión de pobreza cambia por completo, y se muestra
entonces como también es, verde, con el agua del deshielo brincando
por sus ríos, con el poco ganado que todavía tienen pastando en los
prados y algún pastor con la manta al hombro soñando viajes y
añorando días de juventud luchando con las enfermedades de las
ovejas.
Al
entrar al pueblo tuvimos la misma sensación que años atrás, “este es
un verdadero lugar serrano”, con las casas de piedra, algunas
porticadas, y la alta torre de la Iglesia de la Santísima Trinidad,
donde se encuentran enterrados algunos miembros de la nobleza menor,
propietarios de grandes rebaños de merinas. Luego, comprobamos que,
en efecto, aquello era la Sierra, donde las gentes reciben al
visitante con la confianza y la hospitalidad que da el llevar en la
tradición las largas caminatas, el contacto con otros pueblos, la
necesidad de otras personas para pasar largos meses lejos de la
familia. Ellos saben mucho de eso, y acogen a quienes les visitan
con la amabilidad y el calor que, años atrás, querrían para ellos
mismos.
Tuvimos
otra agradable impresión, Santa Cruz no aparece como un pueblo más
soriano donde una espera ver aparecer por alguna puerta el fantasma
del último habitante. No. Hay un bar, cómodo y caliente, y dos casas
rurales que, a buen seguro, satisfarán al más exigente, porque se
hallan en un pueblo rodeado de una vegetación variada –haya, roble,
fresno, acebo…-, de unas vistas magníficas, de agua y de icnitas, no
lo olvidemos. En estos años transcurridos desde nuestra última
visita, los yangüeses han trabajado, se habrán dado cuenta que todo
lo que no hagamos nosotros mismos, ni podemos –y creo que tampoco
debemos- esperarlo de nadie. Será también que la poca gente joven se
ha movido y se ha empeñado en que Santa Cruz siga vivo.
El
motivo de nuestra visita era ver a las mujeres yangüesas hacer
morcillas, como antaño, a mano. A las once de la mañana ya estaba la
fragua caliente y las mujeres en ella preparadas con sus delantales
para la faena. La fragua es un espacio que hace ya años, arreglaron
los vecinos de Santa Cruz para sus reuniones. El fuego a tierra
ardía, y las morcillas, elaboradas el día anterior, sudaban manteca.
Dos grandes hornillas hacían bullir sendas ollas que despedían olor
a ajos y pimientos, estaban preparando sopas de ajo.
En
un recipiente, el pan, finamente desmenuzado, esperaba la sangre que
manos hábiles removían empapándolo. Le fueron añadiendo azúcar, sal,
canela, pasas y manteca medio derretida. Antes, nos dijo Félix
Jiménez, freían un poco en la sartén para tastarlas de sabor y punto
de azúcar, era lo que se llamaba la taranga. Ese día, las mujeres,
seguras del punto exacto –como así se demostró- las embutieron
directamente en tripa de verdad, unas introduciendo el mondongo con
las manos y otra con un embudillo.
Después
de cosidas -en otros sitios las atan- había que ponerlas a cocer. La
lumbre esperaba en el centro de la plaza, delante de la fragua. El
fuego ha de ser contenido para no llevar las morcillas a ebullición,
pues se romperían, y han de controlarlo durante la media hora que
dura la cocción. Con mucho cuidado, las mujeres mueven las morcillas
y, al ir apareciendo en la superficie, las van pinchando, también
para evitar las roturas. Para airearlas y espumearlas, utilizan
hojas grandes de berza. Dice Enrique Borobio que en la zona del
Valle han de ser robadas, en caso contrario se rompen.
Un
grupo de gente se desplazó hasta el local municipal para ver la
actuación de Juan Catalina –Kata- que también estaba allí con sus
baúles, sus instrumentos y sus cuentos, tan bien escenificados, que
arrancaba los aplausos de todos y hacía las delicias de los
pequeños, participativos, haciendo papeles de reyes y princesas.
Mientras,
las morcillas embutidas el día anterior se asaban ligeramente sobre
las ascuas. Dos largas mesas se dispusieron en la plaza, y aquello
comenzó a tomar apariencia de un banquete celtíbero, aunque no
hayamos visto ninguno y tal vez sería mejor decir de Asterix y
Obeleix después de pasar a mejor vida a unos cuantos romanos, al
menos estos los hemos visto en cómic.
Todos
los allí reunidos comimos, hasta saciarnos, chorizo frito, morcillas
a la brasa, migas y sopas de ajo, y bebimos vino tinto, poco, por
desgracia, los que debíamos conducir.
Claudio Miguel, el alcalde, no paró ni un momento. Como buen
anfitrión estuvo pendiente de todos y cada uno de los detalles, de
todos sus invitados. Él mismo se encargó de hacer las migas y la
sopa. Atendió con el mismo celo a un desconocido que se acercaba a
su pueblo a vivir una tradición, que a los conocidos de toda la
vida. Todos los yangüeses siguieron al alcalde para conseguir que el
día fuera impecable.
Pedro Asensio, recién nombrado responsable de Cultura de la Junta,
acompañó a los vecinos. María García Lázaro, gerente del Plan de
Dinamización de Tierras Altas, pudo comprobar cómo sus esfuerzos
daban resultados, y muy buenos. En ello también está empeñado
Eduardo Arroyo, a quien agradecemos la invitación.