Las suculentas morcillas
Aurora llevaba muy mal
el rito anual de la matanza del cerdo. Lo había vivido desde pequeña, pero
entonces podía marcharse a la orilla del río y dejar de escuchar los
chillidos del pobre animal. Aunque se fue acostumbrando, nunca le agradó esa
bárbara usanza arraigada en el mundo rural, a pesar de que, una vez
elaborados los sabrosos productos, se reconciliaba con ella, y daba buena
cuenta de todo, desde la sopa de caldo de morcilla, a los somarros, el
picadillo y las tortas de chicharrones con azúcar (“si quieres que te sepa
echa que te duela”), anís y harina, para, a lo largo del año, continuar con
el embutido de cabeza, chorizos, güeñas, jamones y los exquisitos adobos,
que su madre convertía en un festín de costillas, lomos y chorizos en
aceite, por no hablar de los huesos que acompañaban a los cocidos.
Con el paso del tiempo
ella misma fue la encargada de dirigir la matanza de tres cochinos al año,
pues los hijos habían llegado en abundancia, uno cada dos años, a lo largo
de catorce, o sea, seis hombres y una muchacha igual que ella, idéntica,
también en las manías, por lo que Aurorita, desde pequeña, se escapaba al
“manantial del tío Quirico”, cuando barruntaba los preparativos para
sacrificar al chancho.
Cuando los varones se
casaron y sólo venían a casa a discutir con el padre cuestiones de la
hacienda, las dos Auroras decidieron ampliar el jardín, ya hermoso por
entonces, ubicado al Sur, hacia donde también se abría la única ventana
grande de la casa, que era la perteneciente a la cocina. Allí ambas mujeres
pasaban las horas, la hija estudiando o leyendo y la madre haciendo encaje
de bolillos, actividad que le servía de excusa para que Aurorita no la viera
pensar en todos los años que habían transcurrido desde que un buen día
Germán y ella decidieron pasar el resto de su existencia juntos.
Como en la casa familiar
se seguía haciendo cada año la matanza del chancho, tomaron la decisión de
hacer un cobertizo aparte para ello y dejar el jardín como tal, con una
parte del mismo, la más soleada, tal y como se había mantenido durante
décadas, es decir, como huerta. A las dos Auroras les gustaba encargarse de
la parte de la matanza derivada de la sangre de los animales (no se sabe por
qué eligieron ese capítulo tan bárbaro), y una tarde de finales de invierno,
cuando todavía la nieve permanecía en las cercanas montañas, pero ya iban
apareciendo los brotes de los ciruelos y pronto comenzarían a salir las
florecillas blancas de las peras resistentes que se daban por las tierras
del centro de la península, Aurora le propuso a su hija que plantaran en
aquel trozo de huerta lo que iban a necesitar para la elaboración de la
matanza, tanto para los productos de sangre como para el resto, que dejaban
al cargo de sus nueras y cuñadas.
Poco a poco, y según era
el tiempo adecuado, fueron acondicionando un trozo de suelo bien mullido y
abonado con estiércol de la propia hacienda para plantar el anís a voleo.
Separado por varios metros, plantaron el orégano, que llegó a alcanzar
sesenta centímetros de altura, dando unos preciosos racimos de flores
rosadas. Aprovechando un viaje a Sevilla (donde todo crecía con lujuria)
consiguieron un pimentero que decían daba pimienta de Jamaica, pero que
necesitaba un clima cálido y húmedo, casi como el de las marismas y, además,
un soporte por donde trepar. Al tercer intento el pimentero creció y de
soporte le sirvió la higuera, cuyas hojas entraban a través de la ventana de
la cocina, siendo esos los frutos que antes se comían, a veces, ciertamente,
algo verdes, y cuya floración, durante parte de la primavera, todo el verano
y algo del otoño, provocaba más de un estornudo en las dos mujeres. El calor
que salía de una cocina siempre en funcionamiento, y el riego constante,
además de otros trucos, como hacer pasar el tubo de la estufa de leña cerca
del pimentero, dieron como resultado unos tallos altísimos que había que
cosechar desde el somero.
El resto de la huerta ya
ofrecía, año tras año, lo necesario para las elaboraciones anuales: los
tomates para el encebollado, los ajos para el picadillo que luego se
convertía en chorizo, las hojas de parra para dar forma a ese picadillo y
asarlo entre las ascuas y los pimientos, para, una vez secos, ser
triturados.
El resto del terreno
estaba dedicado a jardín, donde las flores ornamentales cumplían todo su
ciclo en el lugar de nacimiento, pues según Aurora hija, no había sitio más
hermoso para contemplarlas. Rosas de todos los colores, cuyas hojas iban a
parar a las infusiones cuando se dejaban caer como plumas, mezcladas con
lirios, clavelinas azules, geranios rosas y hasta una especie de las miles
que existen de violetas, crecían espontáneas en el mimado jardín de las dos
Auroras. Desde la ventana de la cocina, a veces, cuando la madre dejaba por
un momento sus pensamientos, hablaban dirigiéndose a ellas, como hiciera
Juana de Ibarbourou a su higuera, en la creencia, cierta, de que así crecían
felices y con más fuerza.
El año en que la
remodelación del jardín-huerta dio todos sus frutos, la matanza fue una
fiesta. Allí estaba toda la familia, aumentada con cinco nietos a los que
había que vigilar constantemente, para lo cual pidieron la presencia de una
muchacha vecina a quien siempre le venía muy bien una ayuda económica, y a
la familia un buen presente de los tres chanchos que ese año iban a
sacrificar. Estaba todo preparado para que las Auroras se ocuparan de los
derivados de la sangre que ese año decidieron iba a ser distinto, con unas
recetas que se habían inventado en la cocina, mirando a la higuera.
Mientras
la mujer que les ayudaba fue al manantial a lavar las tripas, que dejaría
blancas y limpias, ellas, con los brazos metidos hasta más arriba del codo,
removían la sangre para que no coagulara. Previamente habían picado muchas
cebollas, bien remojadas para hacer más llevadero su picado y evitar que los
ojos derramaran abundantes lágrimas. Las mantecas del primer cerdo fueron
destinadas en su totalidad, una vez derretidas, a la caldera del bodrio, a
la que se fue añadiendo el arroz cocido y los condimentos, algunos
cultivados con mimo por las Auroras: anís, canela, nuez moscada, pimienta de
Jamaica y pimentón triturado con paciencia. La caldera de bodrio rebosaba,
era el momento de emplear los embudillos para ir rellenando las tripas. Una
parte fue conservada. Las morcillas se colocaron en una gran caldera,
pinchadas para evitar que se rompieran, y, cuando hubieron cocido se
colgaron.
Era el momento de
preparar el morrococo, la sopa del caldo de haber cocido las
morcillas, a la que se añadió más granos de anís y canela, y una finas sopas
de pan. Ese sería el primer plato del primer día de la matanza. Por la
tarde, madre e hija, sacaron de una caja de cartón cubierta con finos trapos
blancos, parte de los higos que su árbol les había dado, los mejores, los
que se cogían desde la cocina. Con ellos, las uvas de su parra convertidas
en pasas, y el bodrio que habían reservado, hicieron un pastel intercalando
capas de carne de las morcillas y frutos secos, y luego fue napado y
gratinado en el horno. Serviría para la comida del día siguiente. Con el
resto del caldo de cocer las morcillas mezclado con azúcar y harina,
lograron una pasta fina que guardaron en la despensa para, cuando estuviera
fría, cortarla a cuadros, rebozarla en harina y huevo, freírla y
embadurnarla bien en unos polvos conseguidos con azúcar tamizada, vainilla y
semillas de sésamo. Se comería de postre en los siguientes días.
Aquel
año la matanza tuvo un sabor especial. El orégano con el que se aderezó el
picadillo y luego se convirtió en chorizos, expandía el olor por todo el
recinto. El pimentón pulverizado tenía un punto de picante, apenas nada, y
se metía por la naríz produciendo un cosquilleo agradable. El olor del anís,
al mezclarse con las otras especias, dominaba dulcemente atrayendo a los
niños, quienes ya habían aprendido a preparar las vejigas de los chanchos
para hacer con ellas pelotas resistentes.
Cuando comieron el
pastel de higos, tanto estos frutos como las uvas, se deshacían en la boca,
pues habían sido secados con cariño, aplastándolos, dándoles vueltas con
frecuencia para que no se quedaran jascos. El caldo de morcillas
frito le recordó a Aurora hija escenas de la película “El festín de Babel”.
Aurora madre y Aurora
hija salieron con las copas de aguardiente que ponía fin a la comida del
tercer día y, junto a la higuera, brindaron, rociando después el tronco
retorcido del árbol por donde ascendía el pimentero hasta perderse por la
ventana del somero.
© Isabel Goig
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