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El viernes, 24 de junio, a partir de las
cero horas, comenzó a vivirse, un año más, las fiestas de San Pedro
Manrique. El realidad los preparativos comienzan días antes, incluso
meses, pero para aquellos que acudimos a la fiesta y sólo a ella, ésta
da comienzo con el Paso del Fuego.
Nosotras habíamos acudido a él en varias
ocasiones, pero nunca, en los más de treinta años de residencia en
Soria, lo habíamos hecho la mañana de San Juan, y por lo tanto a las
Móndidas. Esto de dejar de acudir a celebraciones, e incluso aparcar en
la recámara algún pueblo o despoblado, es una estrategia a fin de que
nos quede algo para presenciar y vivir de esta provincia. En el caso de
las Móndidas, comprendimos el pasado 24 de junio que deberíamos haber
subido hace ya mucho tiempo. Aún así, para el próximo año hemos dejado
la Caballada.
Sobre las Móndidas de San Pedro Manrique
hemos leído mucho, y de entre ello, lo que nos ha parecido más
interesante es el relato que de la tradición hace Julio Caro Baroja en
su publicación “Del viejo folklore castellano”, cuya segunda edición es
del año 1988.
Si hemos leído mucho sobre ellas, quiere
decir que se ha escrito mucho, a veces podría ser que hasta demasiado.
Puede decirse que los interesados en el tema habrán acudido tanto a Caro
Baroja, como a L. Cortes, Gervasio Manrique, Mariano Íñiguez, Luis Díaz
Viana, Antonio Ruiz Vega, y largos etcéteras, sin necesidad de acudir a
autoridades extranjeras sobre el tema, que también las hay. Hacia todos
ellos dirigimos a nuestros lectores, y nosotras nos limitamos a
describir lo que vivimos, tratando de transmitir la emoción que
sentimos. Ya se sabe que a los intelectuales les disgusta mucho que se
les enmiende la plana, aunque esté torcidísima.
Llegamos a esa villa tan esencial e
importante históricamente en su día, San Pedro Manrique, que mantiene su
prestancia de lugar trashumante, cabeza de una comarca depauperada y por
ello –para quienes la visitamos- más entrañable. Una villa, que pese a
haber perdido sus molinos, su Trashumancia, sus pequeñas y medianas
empresas artesanas relacionadas con la lana, pese a haberse visto
desprovista de la mayoría de sus habitantes, y ser cabeza de un espacio
salpicado de aldeas deshabitadas, caídas y abandonadas, pese a todo
ello, ha mantenido el orgullo y ha encontrado el tesón suficiente para,
al menos en San Pedro Manrique, recoger los pedazos rotos de toda
aquella vida y hacer de la villa un lugar importante dentro del panorama
provincial.
Cuando llegamos, tres preciosas
muchachas ataviadas con blancos ropajes y con unos cestos en la cabeza,
paseaban por las calles de la villa seguidas de unos señores vestidos a
la antigua usanza. Eran las Móndidas, palabra que a decir de Joan
Corominas, deriva de “mundus”: limpio, elegante, y también posible
alteración de “móndiga”: virgen. Caben bien las dos acepciones para
estas tres mozas, cuyos nombres son Nerea García Hernansanz, Cristina
San Miguel, y Emilde del Rincón. Aunque el rito se repite cada año,
desde hace muchos, ellas, las Móndidas, son muy importantes
individualmente, año a año, porque se sienten, y lo son, las reinas, las
vírgenes, las limpias de la fiesta grande de San Pedro Manrique.
Los cestos son los llamados cestaños,
que se sostienen sobre las cabezas gracias a la pericia de las mujeres
encargadas de hacerlos y colocarlos, y porque se introducen en ellos
algunas piedras para evitar la caída. Coronando los cestaños se alzan
los arbujuelos, pequeñas ramas de arbustos revestidas de masa de pan
azafranado.
Es precisamente por los cestaños y los
arbujuelos, por lo que los estudiosos del tema comenzaron a poner en
tela de juicio que la fiesta de las Móndidas tuviera su origen en la
oferta de las cien doncellas hecha a un rey moro. Leyenda que por cierto
se repite en Bagá (Barcelona), Vila-seca (Tarragona), Sanmartín del Rei
Aureliu (Asturias), Betanzos (La Coruña), León, Sorzano (Logroño),
Sainza y Rairiz de Veiga (Orense), y Simancas (Valladolid).
Caro Baroja la relaciona con la “La
Monda”, que se celebra en Talavera de la Reina, y en general con fiestas
muy antiguas referidas al mundo rural en general, y ofrendas a la diosa
de la agricultura en particular.
Y ofrendas emocionadas y emocionantes
son las que hacen las tres Móndidas en el interior de la ermita de la
Virgen de la Peña. Delante de este templo, la noche anterior, los
sampedranos han pasado, descalzos, sobre una alfombra de brasas. Como en
tiempos se construyó un a modo de anfiteatro para facilitar a los cada
vez más numerosos curiosos el poder presenciar el magnífico espectáculo
de unos hombres pisando siete veces sobre brasas, se puede ascender
hasta lo más alto del anfiteatro y dejar que la vista recorra en círculo
las sierras, el caserío, el comienzo del valle del río Linares y las
ruinas del viejo castillo que lleva siglos observando a los
sampedranos.
En el interior de la ermita las tres
Móndidas, ya sin los cestaños, se colocan frente al altar mayor donde
dos sacerdotes, don Jesús y don Antonio, implicados en todo y en todos
los numerosos pueblos que atienden, van a oficiar la misa. Detrás de
ellas se sitúan otras tres muchachas ataviadas de manera muy elegante,
son las acompañantes de las Móndidas, quienes las sustituirían en caso
necesario, quienes están pendientes de ellas en todo momento. A ambos
lados se coloca la Corporación, esos señores de quienes decíamos al
principio que vestían a la vieja usanza, o sea, levitas negras y
bicornios, de los que naturalmente se despojan en el interior del
templo.
Y es en el Ofertorio de la misa cuando
tiene lugar un acto solemne y mayestático. Las Móndidas, una a una, con
paso muy lento, se acercan al sacerdote, ambos inclinan la cabeza, y
ellas ofrecen el arbujuelo, la primera al sacerdote y al alcalde, y las
otras al alcalde y resto de la Corporación. Todo es lento y ceremonioso,
las muchachas andan hacia atrás para evitar dar la espalda al altar, y
una música tenue acompaña todo el ceremonial.
De vuelta al centro de la villa, a la
plaza Mayor, los mozos, dirigidos por los expertos, y ayudados por toda
fuerza humana posible, van pingando el mayo, un gran chopo al que han
dejado en la punta unas ramas con hojas. Es el cuarto mayo que luce San
Pedro por sus fiestas, los otros tres, más pequeños y muy adornados,
corresponden cada uno a una móndida.
La gente se ha sentado en la plaza
formando un gran corro y dejando libre el centro, porque las tres
sacerdotisas van a leer las cuartetas. Son un a modo de versos libres, a
veces escritos por algún erudito local. Junto con los mantones de Manila
y los bicornios de alcalde y concejales, parecen ser los tres elementos
más modernos de toda la fiesta, o sea que podrían tener poco más o menos
un siglo de vida, pero que ya es también tradición.
El baile de la jota es el final de la
fiesta. Las Móndidas bailan con el alcalde, con los concejales y, en
teoría, con todo aquel que se atreva a pedírselo.
Emocionantes jornadas las que viven los
sampedranos y visitantes, que comienzan con el Paso del Fuego, siguen
con la Caballada, las Móndidas y la pingada del Mayo. Además, el pasado
viernes, 24 de junio, el sol y el calor, tan apreciado en las Tierras
Altas, acompañó.
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