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Con
la llegada del verano, las calles de Sarnago vuelven a llenarse de
gente, que no de bullicio, salvo en días claves, como son las fiestas.
Es entonces cuando, si los ojos se olvidan de posarse en las paredes
ruinosas y los tejados caídos y se fijan solo en las casas
rehabilitadas, se puede tornar, sin mucha dificultad, a los años
cincuenta y sesenta, cuando el censo oficial dice que en este hermoso
lugar residían casi cuatrocientas personas.
Ya habían dejado los
vecinos, por esas fechas, de ser trashumantes, aunque conservan el apodo
de mayorales, menester al que ofrecían su sabiduría de hombres recios,
conocedores de los secretos de las merinas. Y luego fue la tierra, y
después nada.
Nunca
se han resignado los sarnagueses, y han seguido luchando, contra viento
y administraciones, para restaurar algunas casas, subir el agua, volver
a censarse. Es una lucha como la de David y Goliat, pero ganó David.
Vale más maña que fuerza, ya lo dice el sabio refranero castellano.
En agosto, alrededor
de la festividad de San Bartolomé, patrón de Sarnago, los modernos
pelendones se reúnen para llevar a cabo varias actividades, que no las
únicas, porque los sarnagueses, en cuanto “levanta el tiempo” y hasta
que el frío les devuelve a sus lugares de acogida, reciben a todo aquel
que quiera utilizar su plaza, sus calles y su museo para variadas
diligencias, a poder ser culturales.
Durante
tres días, y parte de las noches, hubo fiesta religiosa, asamblea de la
Asociación de Amigos de Sarnago, presentación del número 4 de la
revista, que corrió a cargo de José María Martínez Laseca, y la fiesta
de las Móndidas y del Mozo del Ramo, mañana y tarde del domingo. Todo
ello culminado con ágapes, al modo de los de la pequeña aldea de
Armorica, donde residen, en la imaginación de sus autores, Asterix y
Obelix.
Las obligaciones, en
especial familiares, sólo nos permitieron acudir el domingo por la
tarde, tarde limpia, luciente de sol picante que propició una tormenta,
pero a la vuelta, cuando ya el rito se había cumplido.
A
las cinco treinta de la tarde, exactamente, alrededor de cuatrocientas
personas se dieron cita en el atrio de la iglesia de San Bartolomé. Nada
hay más romántico que unas ruinas. Contemplándolas, los poetas del siglo
XIX compusieron sus mejores rimas, y los intelectuales catalanes,
mirando las del Monasterio de Poblet, decidieron su restauración, como
era de ley, aunque se perdiera la magia. Las ruinas tuvieron mucha
relación con la Renaixença catalana. La hierba crece entre las juntas de
las piedras de la iglesia de Sarnago, se deja caer indolente por los
muros medio derruidos, y nos dicen que nadie pisa ese recinto que fue
sagrado.
Y
allí, entre hierba seca y árboles verdes, recibió el sacerdote,
revestido para la ocasión, a las tres Móndidas y al Mozo del Ramo, que
ese día eran los protagonistas de una auténtica función medieval, de una
dignísima ceremonia que se repite cada año. Ellas, las Móndidas, eran
Victoria Boleas Ortega, Laura Vallejo Lázaro, y Silvia Calvo Tutor. El
mozo Iñaki Vallejo Lázaro. Todavía no se han puesto de acuerdo los
estudiosos sobre el origen de esta fiesta, aunque eso importe poco,
mientras haya controversia, aunque sea interesada, el rito seguirá vivo.
Posiblemente
representen, como las Móndidas de los lugares de Tierras Altas, o de
otros de Castilla, y aún de otros lugares alejados, a sacerdotisas que
ofrendan a la diosa Ceres. Estas de Sarnago no portan arbujuelos
revestidos de masa de cereal azafranado, pero sí un pan que soporta el
resto del tocado. Y el ramo va acompañado de grandes roscos de masa
amarilla.
La ceremonia del
atrio de la iglesia, si se lograba hacer abstracción de los modernos
vestidos de los asistentes, parecía sacada de una escena medieval. Era
muy emocionante ver el decoroso comportamiento de las tres Móndidas y
del Mozo, escuchar la Salve (antigua concesión a la religión), y ver
descender, por las calles pinas y terrosas, a la comitiva de blancas
vestimentas y coloridos cestaños, al ramo panificado, hasta la plaza
donde tienen lugar todos los eventos que se dan en Sarnago.
Allí,
en la plaza, el otro rito importante, el ramo. El pueblo, antaño
dividido en dos Barrios, hace ahora lo propio, y mientras los
componentes de uno tratan de meter el ramo por la estrecha ventana de lo
que ahora es Museo Etnográfico, y otrora fueran escuelas, los del otro
barrio intentan evitar que así sea.
Por
esa misma ventana, este año sólo una móndida se dirigió a los asistentes
para recitar su cuarteta, otro añadido, pero emocionante, tanto para la
protagonista, como para los asistentes.
Luego hay baile –las
Móndidas han de hacerlo con quien se lo solicite-, rosquillos moldeados
por las sarnaguesas, moscatel y zurracapote, esa bebida espirituosa a
base de vino, especie de sangría que tan bien elaboran las buenas gentes
de Tierras Altas.
En una esquina de la
plaza, nos llamó la atención un gran pendón muy deteriorado. Es, nos
dijeron, el que portaban desde Sarnago hasta la Virgen de la Peña, de
San Pedro Manrique, “el más grande que iba”. Nos lo creemos. Es grande
como ellos.
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