Nuestros juegos de antaño.
Divertimiento y ocio en Quintanilla de Tres Barrios

Leopoldo Torre García

El Sacapón

El Sacapón

Bailarín o perinola lo llaman por otros sitios, pero en el pueblo íbamos directos al grano y nos centrábamos más en las ganancias o en las pérdidas del juego. De ahí lo del sacapón (saca o pon) con el que lo identificábamos. Como la mayoría de los juegos, no era exclusivo de Quintanilla de Tres Barrios sino que se practicaba por cualquier parte y lugar con distintos nombres, como queda dicho. En ciertos lugares del País Vasco, igual que en el pueblo, lo llamaban sacapón a secas.

Era uno más de los muchos juegos a los que se prestaban los chicos, chicas al margen, y entraba de lleno en la nómina o catálogo de los elegidos al azar para pasar el rato. Cualquier momento y lugar era el adecuado para practicarlo. No tenía demasiadas particularidades. Tan sólo un par de chicos dispuestos a ello era suficiente para echar la partida. Digamos que el sacapón era una especie de peonza pequeñita, la trompa del pueblo, que formábamos con el fruto de la agalla del roble, que no era otro que la gállara. ¡Cuánta partida le sacábamos a estas gállaras! Para hacerla práctica le clavábamos una punta o un palo afilado con la navaja que la atravesaba de arriba a abajo y la terminación en punta la hacía bailar. A ojo de buen cubero dividíamos la gállara en cuatro lados y en cada uno de ellos escribíamos las letras que caracterizaban el juego. Eran las iniciales S. P. T. N. (saca, pon, todo, nada) que venía a decir que dependiendo de la inclinación del sacapón, el jugador que tiraba podía sacar uno, poner uno, llevárselo todo o nada. Los más apañados solían hacer también el sacapón de un trozo de madera moldeando perfectamente las cuatro caras o lados, un apéndice arriba y acabado en punta, abajo.

 Para probar suerte, al jugador que le tocaba el turno sujetaba el sacapón por el pedúnculo con los dos dedos, el pulgar y el corazón, como cuando se da un chasquido, y dejándolo caer en un suelo más o menos liso, le hacía bailar con cierta precisión. El azar se encargaba de hacer el resto. Dependiendo de la inclinación o lado en que quedase podía ganar todo o nada. Era una combinación de maña, tino y buena suerte. La apuesta, pactada de antemano, hacía que unos se enriquecieran de palepes y otros vieran menguado su escaso patrimonio. Así era el juego de apuesta, como el bingo de la actualidad sólo que más primitivo y menos adicto. Pero pasábamos un rato bien entretenido. Como con la mayoría de los juegos que practicábamos.

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El Salto del burro

El Salto del burro

             Era tan peculiar como saltar los unos sobre los otros con las piernas abiertas, distribuidos a lo largo de una fila recta o curva. Como todos los juegos de chicos, éste  acontecía cuando se formaba un grupo y se decidíamos jugar aquel día a ello porque las ganas o las circunstancias del momento así lo requerían o simplemente para romper la rutina del mismo juego. Lo normal era que dependiendo del tiempo que fuera o hiciera nos inclináramos más por un tipo de juego que por otro. Y éste, en concreto, era uno de los que practicábamos en cualquier parte, tiempo y lugar.

            Tras el pertinente sorteo para seguir el orden del salto, nos íbamos preparando, colocándonos a un lado en el orden establecido mientras acababan de sortear al resto. Así el primero que le tocaba colocarse en posición agachaba el torso, escondía la cabeza y se ponía las manos en las piernas para hacer presión y no caerse cuando el saltador tomaba impulso y plantaba las manos sobre su espalda. Se saltaba no a lo largo del cuerpo sino a lo ancho en la modalidad de cadena separada. El primero que salía y saltaba se colocaba a su vez un par de metros más adelante en la misma posición, y la misma acción seguía el resto de los participantes hasta que todos habíamos procedido a saltar. Entonces el primero que había comenzado se erguía y continuaba el ritmo que había emprendido el resto, saltando uno a uno toda la hilera que se presentaba ante sus ojos. ¡Que podían ser hasta diez o doce!, con lo cual el cansancio o la torpeza pasaba factura sin tardar. Podía ocurrir que alguno nos viniéramos al suelo, bien el que saltaba o bien el que estaba agachado. Y creo recordar que ibas a ocupar el último lugar de la fila o quedabas eliminado.  

            El juego tenía su cantinela para, como ocurría con algunos otros. Para esta ocasión solíamos ir recitando una especie de chascarrillo cada vez que saltábamos y que dependiendo de la palabra que tocara decir así llevábamos a cabo el efecto. O al menos lo intentábamos en el salto, que no siempre resultaba tan fácil con las dos manos y liberar al mismo tiempo una de ellas para ejecutar el acto.

            Lo que teníamos preparado era la siguiente retahíla de musiquilla con la cual espoleábamos al “borriquillo” que correspondía saltar: 

                        A la una Valdelasmulas (esta vez no solía ocurrir nada en el salto).

                        A las dos tiró la coz (aquí aprovechábamos la ocasión para darle un

                                                         taconazo en el trasero).

                        A las tres, buen borriquito es (le pegábamos una palmada en el costado).

                        A las cuatro, te mato o remato (¿un pescozón?)

                        A las cinco, te hinco (lo que se solía hacer era punzarle con un dedo en el

                                                          cuello).

                        A las seis, vuelve a empezar  otra vez.  

            Y así sucesivamente.

            Después de un buen rato jugando al salto del burro lo dábamos por concluido y si aún nos quedaba tiempo suficiente solíamos jugar a civiles y ladrones o al esconderite  que también servía para entretenernos si no teníamos otras obligaciones.  

             Dentro de este tipo de juego había una variante que por el modo en que se practicaba se asemejaba algo al salto del burro. Se echaba a suerte para ver a quien le tocaba ponerse con el torso doblado, las manos colocadas sobre la pared y la cabeza escondida. En esta posición iban saltando en el lomo del sufrido “animal de carga” el grueso de los participantes o incluso uno sólo. Podía salvarse si con un poco de suerte adivinaba en qué posición tenía los dedos de la mano el que se encontraba montado en sus lomos. Éste, una vez acoplado, le preguntaba: Pico, churro, taína. Si mal no recuerdo, pico era el dedo índice levantado; churro, el pulgar hacia abajo; y taina la mano en posición horizontal. Si lo acertaba, el que estaba a lomos hacía a su vez de acémila ocupando su lugar; si erraba, continuaba sufriendo los golpetazos siguientes hasta que le acompañara la suerte.

El juego terminaba cuando nos cansábamos de él o cuando el que soportaba las envestidas no aguantaba más y se venía abajo.   

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El Truño

El Truño

Esta palabreja, que no aparece en diccionario ni enciclopedia alguna, no está recogida en texto escrito. Es un localismo que nos surgió de repente para hacerlo rimar con puño y así quedó bautizado el juego para la posterioridad. Lo que ignoro es cuándo y en qué momento se inventó el truño como juego de entretenimiento aunque bien pudiera ser que fueran los pastores sus artífices. Los pastores en determinadas épocas sólo tenían que poner el ojo en el escueto rebaño para que no careasen los sembrados, por lo demás se pasaban infinidad de ratos entretenidos matando el tiempo en cualquier afición. Y si se terciaba el juego, a él se dedicaban. Hay juegos que tienen sus raíces en el mundo del pastoreo y los pastores fueron sus máximos impulsores.

Pero dejemos de lado a sus posibles creadores y nos centremos en el contenido del mismo, que dicho sea de paso poca cosa tiene de particular. El juego del truño es la versión actualizada del de los chinos. No tiene más misterio que adivinar el número que esconde dentro del puño. Los chicos que participábamos en él nos colocábamos en corro y por orden establecido íbamos entrecruzándonos las apuestas en pareja. El que lo adivinaba se llevaba un palepe o más, los que hubiéramos acordados previamente. Así pasábamos un buen rato hasta que agotábamos el tiempo o quedábamos fuera de combate porque hubiéramos perdido todo el capital palepero. Quizá pasado el tiempo, cuando la economía nos permitía disponer de unos ahorrillos, nos jugábamos algún que otro céntimo.       

Para hacerle un poco más atractivo le poníamos algo de salsa a la hora de preguntar por la posible cantidad que escondía. La forma de hacerlo era dirigirnos al compañero en forma de diálogo de la siguiente manera:  

-          Truños, retruños, abre esos puños.  

Aquel a quien iba dirigida la observación adelantaba el puño y preguntaba: ¿Con cuántos?  La respuesta era decir un número entre 1 y 3 y tratar de adivinar la cantidad de cantos o  quizá de palepes que escondíamos. Si lo acertábamos nos lo llevábamos, sino había que pagar la cantidad que realmente tenía. Después pasaba el turno al siguiente haciendo lo propio y así sucesivamente hasta que lo dábamos por concluido. Había días que con un poco de suerte podías sacarle provecho; otros, en cambio, mejor quedarse en casa. La fortuna incidía de qué manera para ir sumando ganancias en el monopolio de los  palepes que, como queda dicho, en muchos de nuestros juegos era nuestra moneda de cambio.

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Florón, florón

Florón, florón

Aunque los “florones” era un plato de repostería típico de los días de carnaval que solían hacer las mozas cualquier domingo o fiesta de guardar (al menos en mi pueblo), también se le conocía así al juego al que acudían chicas y grandes para pasar el rato, sobretodo cuando se encontraban sin otra ocupación mejor que hacer. Era un juego por excelencia practicado por el género femenino y en aquellos tiempos en los que la separación de sexos marcaba claramente las barreras, no era frecuente que un niño se apuntase a tal entretenimiento. Tampoco era raro ver pequeños grupos de niñas acompañadas de mayores en la calle, en lugares porticados o dentro de las casas pasando un rato entretenido. Hay que tener en cuenta que juegos de estas características servían de entretenimiento a los niños pequeños para que no anduvieran dando guerra. 

El juego era muy simple y tan sólo tenían que reunirse al menos tres o más participantes para ponerlo en práctica. Se colocaban, por lo general, haciendo corro y con las manos en posición de orar. Bien echando a suerte o bien cualquiera de ellas iniciaba el juego cogiendo una prenda, que podía ser desde un botón hasta una judía o un canto pequeño. Algo que resbalase bien pero que apenas abultase para que no se notase dónde iba a depositarse. La prenda se metía entre las palmas de las manos manteniendo éstas bien estiradas y procurando que no se viera.

Durante el transcurso, el florón-florón iba acompañado de una canción que marcaba los pasos y finalizaba cuando la que repartía la prenda había pasado por todas las manos de las jugadoras. Juntas comenzaban el popular estribillo que decía así: 

Al florón, florón, está en mis manos,

cuantas veces lo diré.

Al florón, florón, dímelo. 

            Otra de las cancioncillas que se cantaba para la ocasión era la del famoso Antón Pirulero:

                                               Antón, Antón, Antón pirulero,

cada cual, cada cual, atienda a su juego

y el que no lo atienda pagará una prenda,

la prenda de Antón.

Antón, Antón, Antón pirulero… 

            Mientras iban cantando, la que portaba la prenda iba introduciendo sus dos manos juntas en las palmas entreabiertas de las manos  de las de las niñas, que muy discretamente las abrían y las cerraban intentando que no se notara si en ellas quedaba depositada la prenda. Esto se hacía con el mayor disimulo para que no se notase en qué manos había ido a parar. Como queda dicho, tenía que pasar por todas las manos del grupo y la decisión quedaba a merced de la que repartía, que coincidía con el final de la canción. A ella le tocaba adivinar en qué manos creía que podía estar la prenda, incluidas las de la repartidora. Si lo acertaba recibía como premio aquello a lo que previamente hubieran acordado jugar, normalmente nada, y era a ella a quien correspondía coger la prenda y volver a repetir el juego. En caso de fallar, repetía de nuevo la misma de la vez anterior. Así sucesivamente hasta que se determinaba finalizar al juego.

            Este juego, como otros muchos, no era exclusivo de Quintanilla. Estaba bastante extendido por la zona, la provincia, la región... Incluso en el Jalisco mexicano también se practicaba, aunque de una manera distinta ya que aquí participaban los niños. Consistía en que uno de ellos, con los ojos tapados, se ponía en el centro mientras los demás se colocaban las manos a la espalda y se pasaban una piedrecita de unos a otros al tiempo que cantaban una canción. En cuanto se acaba ésta, los niños cierran rápidamente las manos y se las enseñan al que está en el centro, que tiene tres oportunidades para adivinar en cuál de ellas se encuentra. Si lo descubre toma su lugar el jugador que la tenía. Si no, se agacha de nuevo hasta que lo adivine.

            A pesar de los nuevos y poco ocurrentes juegos de los niños actuales, el florón- florón no ha desaparecido y de tanto en tanto puede verse algún grupo jugando a él. Queda por rescatarlo junto al resto de entretenimientos de otros tiempos y ponerlo en práctica para que vuelvan a renacer los juegos de antaño, los de nuestra niñez.

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La Calva

La Calva. Quintanilla de Tres Barrios. Agosto 2008

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            Uno de los juegos populares o autóctonos más tradicionales de Quintanilla de Tres Barrios, como de la mayoría de los pueblos sorianos, castellanos y de otras latitudes, que mejor se ha conservado es, sin duda, el de la calva. Junto a la Tanguilla y los Bolos han permanecido vigentes desde tiempos inmemoriales. Tres juegos muy aceptados entre las gentes de los pueblos que por lo general lejos de olvidarlos han ido ganando aceptación  a pesar de la situación adversa que han sufrido los núcleos rurales.

            Quizá los tres sean los símbolos o estandartes que mejor identifican las raíces ancestrales de las gentes que viven en el hábitat rural. Haciendo historia de su aparición, la Calva parece ser que fue un deporte practicado hace miles de años por los iberos y los celtas y que lo más probable es que haya llegado hasta nosotros gracias a la práctica de los pastores que para matar el rato se dedicaban a tirar piedras a las astas de las reses o a algún tronco que encontraran por el camino desde una distancia determinada a ver quién tenía más puntería.

            Es de suponer que desde su origen el juego de la calva se ha ido perfeccionando y adaptándose a unas reglas particulares de cada lugar. Al principio de los tiempos los “calvos” (en otros lugares llamados tejos o marros) eran de piedra para posteriormente pasar a ser de la madera y de hierro. Parece ser que el nombre de “calva” procede del sitio donde originariamente se practicaba, que era el calvero, un terreno libre de maleza donde se lanzara bien el calvo y no se diera el caso de que se perdiera entre las hierbas.

            Como decía, es tanta la animación que ha levantado el juego de la calva que no sólo se juega en la mayoría de los pueblos castellanos y leoneses sino que ha irrumpido en grandes ciudades como Madrid, Barcelona o el País Vasco y que incluso cuenta con una página web: www.calvamadrid.com. De tal modo se está imponiendo que se ha establecido un reglamento minucioso y se llegan a jugar campeonatos por el sistema de liga y copa.

            En Quintanilla se sigue apostando por el juego de la calva y cada vez que tenemos la ocasión disfrutamos de él pasando un rato entretenido. Y sigue ganando adeptos. Para quien no sepa de qué va el juego, hay que explicarle que se compone de dos  elementos básicos: la calva y los calvos. Los calvos son cilindros de unos veinte centímetros de largo por unos seis de diámetro y de un kilo largo de peso. Como queda dicho al principio eran de piedra, después de madera y actualmente de hierro. La calva suele ser de madera de encina, u otra de consistencia dura, para que aguante mejor los golpes que recibe. Tiene forma de ángulo obtuso (semejante a una ele abierta), formado por un brazo y una pata. La pata es plana para que se adapte bien al terreno y el brazo, que es el que cae hacia atrás y soporta las buenas punterías, es algo más delgado en el extremo. La pata, un poco más corta, suele medir unos quince centímetros y el brazo unos veinticinco, aproximadamente.

            El objetivo del juego es darla o derribarla cuantas más veces mejor. Tiene sus normas o reglas, que en el pueblo pueden ser distintas a otros lugares. Por ejemplo, para que un tanto sea válido es necesario que el jugador que lanza el calvo pegue con él limpiamente en cualquier parte de la calva, sin que antes haya tocado el suelo (si pega a la vez en el suelo y el borde de la calva no es válida). En caso de dudas se admitirá la  decisión del jurado. Ello pasa porque más que darla en firme lo que hace es tocarla un poco y moverla o arrastrarla. No se dará por bueno el tiro y aquí suelen surgir las discrepancias o desacuerdos tanto del tirador como de los espectadores, a favor o en contra.

 A veces ocurre que de rebote la calva cae al suelo y no es buena. Entonces se da la circunstancia de que no se puede volver a pingar sin antes rematarla. Es lo que se denomina “a levantarla”. Aquí pueden darse las siguientes circunstancias. Si el jugador que la ha tirado dispone aún del otro calvo, será él mismo quien lo intente. Si el que le sigue es de su mismo equipo, si la da tendrá la oportunidad de anotarse el tanto. De no ser así le corresponderá lanzar al siguiente y si la certeza le acompaña, levantará la calva. De lo contrario permanecerá en el suelo hasta que no se levante limpiamente.

Puede suceder también que el tirador la dé y en cambio no llegue a caer. Será el observador, apostado cerca de la calva, quien dé la voz de “buena”, “válida” o “mala” para que el apuntador anote o no el tiro. También se encargará de colocar bien la calva.  

            En Quintanilla,  la distancia entre la línea de tiro que se marca y el lugar donde se sitúa la calva suele ser de unos veinticinco metros. Las condiciones o reglas las marcan los jugadores participantes. La partida puede ser individual o en equipos de dos o tres. También se decide el número de tiradas. “¿A cuántas va el juego?”, se dice. “A veintiuna”, por lo general. Entonces se lanza una moneda al aire, se pide cara o cruz y el que acierte, empieza. O sencillamente se les concede la vez. Cuando se juega en equipo se determina si los del mismo lanzan uno tras otro o alternativamente uno de un equipo y otro del otro. Lo normal es lo segundo. El primero que consiga dar a la calva el número de veces estipulado, gana la partida. En caso de empate de partidas se decide en otra  el número de tantos para desempatar. Si el cuerpo les pide marcha a los perdedores o si los ganadores se lo conceden, suelen darse la revancha.

            Todo ello se acuerda entre los equipos y el apuntador, que es el que anota el nombre y el número de tantos, ya sea individual o en equipo. No suele comentar a los jugadores los tantos que van dando, pero sí se suele anunciar el número de tiradas que faltan cuando quedan pocas.

            Si bien lo lógico es que la partida lleve aparejada una apuesta, lo normal es que si no se trata de competición, sean unos reos de cerveza lo que se jueguen. No obstante, cada vez más proliferan las competiciones de calva, que de manera individual se intenta conseguir el trofeo. Lo que sí es cierto es que con la calva se pasa un buen rato de  entretenimiento tanto jugadores como espectadores y que antiguamente solía ocupar las tardes de los domingos que se interrumpían para ir a merendar a la bodega en grupos de amigos, tanto chicos como mozos, poniendo el broche final para disfrute de las cuadrillas que nos lo pasábamos de lo lindo cantando a pleno pulmón. 

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* Nuestros juegos de antaño
* Alza la Maya
* Civiles y ladrones
* El Corro de la patata
* El Guá
* El Hinque
* El Rodancho
* El Sacapón
* El Salto del burro
* El Truño
* Florón, florón

* La Calva
* La Chita
* La Comba
* La Raya
* La Tanguilla
* La Trompa
* Las Tabas
* Los Bolos
* Los Palepes
* Pelota a mano
* Ratón que te pilla el gato

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