Leopoldo Torre García
1. Introducción
Tradicionalmente la ribera del Duero ha sido una zona donde la vid
se implantó con notorio éxito. Sus caldos van ganando fama y las
zonas con denominación de origen son cada vez más
considerables. En este corredor del Duero, uno de
los focos que comienza a despuntar es la comarca
de San Esteban de Gormaz. Por aquí, al parecer, antes del
cultivo del cereal ya se le había cogido el gusto al sabor del
vino. Juan Loperráez Corvalán en su Descripción
histórica del Obispado de Osma, da buena cuenta
de la ocupación de sus gentes. Dice que los
naturales de la zona se contentaban sólo con cultivar las viñas
dedicándoles una parte del año y el resto no hacían otra cosa que
no fuera visitar las bodegas. Esta denuncia de
hace unos trescientos años no ha seguido tal
trayectoria, pero la esencia del vino y el pecado de
visitar la bodega siguen manteniéndose.
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La preponderancia del cultivo de la vid ha tenido sus oscilaciones.
Se llegaron a perder muchas hectáreas de terreno cultivado que
fue absorbido por el cultivo del cereal debido a
las escasas perspectivas y al descenso de la
población (estamos hablando de un cultivo dedicado al
autoconsumo principalmente). Ha sido durante las últimas décadas
y más concretamente en estos últimos años cuando
las perspectivas de comercialización han
fomentado el auge de la vid. Se han creado modernas
bodegas o cooperativas que acaparan buena parte del cultivo. En
la zona de San Esteban de Gormaz, Bodegas Gormaz,
en la propia localidad; Atauta, Langa de Duero o
Castillejo de Robledo son algunas de ellas.
Nada que ver todo ello con la antigua usanza del cultivo de la vid
y de la elaboración del vino. Las cooperativas no son los lagares
de antaño -de aquí el afán de su promoción
turística- ni los medios mecánicos utilizados en
las labores son los aperos e instrumentos de
aquellos tiempos. Emilio de la Varga Martín, en su extraordinario libro
El cachicán instruido, da buena nota del manual del buen
viticultor. Conocimientos, métodos y artes para
entender el oficio. Porque el oficio de laborar
la vid no es un oficio cualquiera. Plinio lo dejó bien claro:
Hablaré de la vid con la gravedad de un romano
cuando discurre sobre las artes y las ciencias útiles.
Hablaré de ellas no como lo haría un médico,
sino como lo haría un juez al pronunciarse
sobre la salud física y moral de la Humanidad.
Oficio que los pueblos de la comarca de San Esteban de Gormaz guardan
celosamente en su memoria histórica aunque en la mente se vaya
diluyendo. Uno de esos pueblos que conserva en su legado los
conocimientos aprehendidos sobre la vid es Quintanilla de Tres
Barrios. Del conglomerado de manifestaciones
quedan recuerdos, testimonios y vivencias
representados en todas y cada una de las labores y costumbres
que llevaron aparejadas. Queda dicho.
2. La poda
Acabada la vendimia, la cepa queda de nuevo a disposición del
viticultor para una nueva operación. Si lo cree conveniente
cortará los sarmientos a aquellas cepas que
presentan un aspecto más vigoroso para que no
chupe de ellas. Palos superfluos, bajos e inservibles en esta
primera prepoda. Procurará suprimir las varas que no sirvan para
pulgares podando el resto a cinco o seis yemas teniendo en cuenta
las hostilidades que pueda sufrir hasta realizar
la poda. El viticultor siempre ha tenido en
cuenta el sabio refrán: El que quiera ver viña
vieja convertida en moza, pódela con hoja.
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Será a finales de febrero o principios de marzo cuando lleve a
cabo la poda. Una vez pasado el rigor invernal al podador le da
el olor a sarmiento; oye cómo éstos le llaman sin
cesar, y sin tardar se presta a desnudar la
planta. Considera que es el momento adecuado porque
pasados los posibles riesgos, las yemas ya se encuentran un tanto
pujadas y no se puede demorar más la poda. Si beber queremos
antes de San Gregorio podemos (12 de marzo),
sigue diciendo el refranero.
Podona y tijera en mano, talego al hombro, el podador se va en
busca de sus viñedos. A pesar de la aparente sencillez del
trabajo, la poda ofrece sus dificultades: lugar
por donde ha de cortarse el sarmiento; vástagos o
pulgares a dejar; en la parte alta o en la parte
baja. Bien es cierto que a podar enseñó un burro, se decía, pero los
fallos se hacen notorios. Para su utilización usará la podona o
podadera, la tijera y un hacha.
A pesar de la peculiaridad en la forma de podar, el podador en los
contactos con sus compañeros va asimilando nuevas formas o
costumbres. Reconoce lo bueno y lo malo de la
operación. Sabe que una cepa demasiado vigorosa
da poco fruto, mientras que aparentemente las más débiles
producen más pero con ello arriesgan su agotamiento. Conoce
también que los brotes alejados de la base del
sarmiento son los más fructíferos. Conoce esto y
mucho más. Sabe que si poda corto no conservando más de
dos o tres yemas pretende con ello no abusar de la cepa y no
forzarla a una producción desmesurada. Por el
contrario si poda largo dejando más de tres o
cuatro yemas por brazo o dejando palos largos, murones, junto
a la base, intenta obtener una cosecha mayor pero en perjuicio de
la cepa.
Para una aproximación lo más exacta posible de la poda, el podador
debe saber e intuir los palos que ha de cortar. Intenta no dejar
vástagos que contengan más de tres yemas. Necesitará, además,
mayor alimento, que en caso de no encontrarlo, el
fruto se verá menguado en calidad y cantidad.
Existe, sin embargo, una excepción a esta regla: el
murón. El murón responde a dos realidades bien contrastadas:
ocupar el futuro lugar de una cepa inexistente, o
el afán de una mayor productividad. En cierto
modo las peripecias del buen podador se
demuestran en la cepa, aunque ésta no siempre le recompense como se
merece.
A medida que se va acabando la poda, los sarmientos quedan
esparcidos por el suelo. El trabajo de sarmentar suele recaer en
las mujeres y los chicos. Era el quehacer diario.
Después de salir de la escuela los chicos iban de
mala gana, todo hay que decirlo, con sus madres o
hermanos a recoger los sarmientos de las viñas. Una vez
recogidos, se hacían en gavillas, se sacaban fuera y
posteriormente se trasladaban al pueblo.
El trabajo de la poda sigue vigente y casi idéntico en cuanto a su
realización. La tecnología aún no ha creado el robot que supla al
podador.
3. El excavo
Concluida la poda el viñedo queda limpio, libre para una nueva
labor: el excavo. El labrador habrá terminado de sembrar los
cereales y se dispone a arar y cavar la vid antes
de que la prematura yema haga su aparición y
quede a merced de un mal momento. Cada labor a su tiempo. El
refranero lo recuerda: alza en mayo, vina en San Juan, siembra
pronto, poda tarde y recogerás vino y pan. Todo
ello viene a dar una explicación a las
condiciones que rodearon la implantación de esta planta.
Inicialmente la cepa era plantada espontáneamente en lugares un
tanto inaccesibles, colinas suaves o abruptas
pendientes, donde la irradiación solar fuera
mayor. Cada cepa suponía la historia de un gran esfuerzo
hincado en la tierra de sol a sol por un hombre que curtido por
su trabajo y afán de superación veía marginada,
quizás, su tenacidad por el pedrisco o las
fuertes heladas, no insólito en unas tierras de
sequedades como las que nos ocupan.
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El azar de su ubicación, sin orden ni concierto, condicionó que las
labores posteriores se hiciesen más difíciles. Con un esfuerzo
sobrehumano el agricultor fue asimilando poco a poco aquellas
parcelas más idóneas para la práctica del
cultivo. Hoy resulta mucho más asequible al arado
mecánico. Antiguamente el número de cepas en
Quintanilla de Tres Barrios sobrepasaba con creces al de la actualidad.
Al menos la mitad del terreno cultivado lo ostentaba la vid. Las
condiciones de vida, la despoblación y la escasa comercialización
del producto dieron lugar a un cierto abandono.
En los últimos años parece haber rebrotado por
las óptimas condiciones presentadas para su
explotación en una zona de denominación de origen.
En el pasado, y aun disponiendo de una yunta de machos para
realizar el trabajo, no era demasiado frecuente esta labor por el
procedimiento de arado. Se prefería cavar a mano antes que hacer
uso de los animales. Poco a poco fueron
cambiándose las tornas. Una de las razones era el
desorden en el alineamiento y para ello se utilizaba la
azada que garantizaba una labor más perfecta. La herramienta
-azada- utilizada variaba según el estado y tipo
del terreno. En los terrenos sueltos se hacía uso
de la denominada boca de pala. En los fuertes era
la de cornejal, de igual longitud pero abierta en la mitad en dos
apéndices o colmillos. Con la azada se podía llegar perfectamente
a la base del tronco dejándolo limpio de tierra.
Ello ocasionaba un mayor desgaste de energía que
evitaban los machos. Menos ración de comida para
ellos.
La posterior tendencia al alineamiento dio lugar al sistema de
arado por medio de animales de tiro. Para su realización se
utilizaba un arado de vertedera y un yugo largo,
con lo que la distancia entre ambos animales era
mayor haciendo más difícil el acercamiento a la cepa y su
posible deterioro. Aquí jugaba un papel preponderante la destreza
de su ejecutor al acercarse más o menos a la cepa
con el arado. A veces ocurría que el arado se
clavaba en la raíz de la cepa y se daba de morros
contra la esteba. Por término medio el número de vueltas que se
les daba a cada surco por ambos lados eran tres. La misión
principal, además, consistía en no romper ninguna
vara o pulgar y quitar la máxima tierra posible.
Se araba de fuera hacia adentro desplazando la tierra
del tronco. La que quedaba se quitaba con la azada hasta que la
cepa quedaba limpia de tierra y de hierba.
Todas estas faenas se han suplido en la actualidad por la
introducción de nueva maquinaria y por la utilización de
productos químicos (herbicidas) que erradican la
hierba del entorno.
4. El apuerco
La labor contraria al excavo era el apuerco o la vina, que también
así se llamaba. Consistía en arrimar la tierra que en su día se
retiró del tronco de la cepa hacía ésta. El
trabajo era idéntico al anterior pero a la
inversa. Si se realizaba por medio de yunta de animales había
que poner el máximo cuidado en no romper los ya crecidos racimos
que despuntaban entre el follaje verde del
viñedo.
Era un tiempo que apremiaba porque la siega estaba ya próxima. El
labrador vinaba sus cepas a la espera de que la mies acabara de
dorar sus espigas. A veces se realizaba de manera
simultánea. Si en el excavo había cierto recelo a
utilizar la yunta, aquí aún era mayor todavía. Así
que manos a la obra y a darle a la azada. Digno de mención era el
amor que estos hombres ponían en el esmero y la
dedicación con que mimaban y acariciaban la
tierra, las formas redondeadas que propiciaban a cada una
de la multitud de cepas. Los viejos del lugar aún rememoran
aquellas noches imperecederas de luna llena en
las que hacían compañía a las estrellas cavando
el viñedo. Porque tras una jornada agotadora
trabajando el campo, segando la mies, después de cenar tomaban la azada
y el barril de vino y marchaban otra vez al campo a seguir
disfrutando del derroche de energías. A la mañana
siguiente el viñedo había cambiado totalmente el
decorado. El contraste entre los montones de tierra
arcillosa y el verde intenso de las hojas daban un aire de
satisfacción a los creadores de la obra. Así
sucedía hasta que todo el viñedo quedaba
trabajado.
5. La vendimia
Al comienzo del otoño la uva se encuentra en su grado óptimo de
maduración. Una vez en su punto álgido todo el tiempo que
transcurra va en su detrimento por la pérdida de
grado y de volumen. Las normativas municipales
mandaban que el Jefe de la Hermandad de Labradores y
Ganaderos del pueblo ordenase al alguacil echar un bando para
reunir a los vecinos en Concejo a fin de tratar
el tema de la recolección. Esta reunión solía
celebrarse con la suficiente antelación al día de la
vendimia para tener tiempo suficiente de preparar todo lo
concerniente para estos días.
El inicio de la vendimia se hallaba totalmente supeditado a los
acuerdos adoptados. La fecha inicial no podía ser infringida a no
ser con el tácito y expreso conocimiento del
alcalde y por justa causalidad. El vecindario
debía comenzar la recolección el día señalado al efecto en
el Concejo. Se tomaban estrictas medidas de seguridad para
impedir el acceso al viñedo, fuera el dueño o no
de él. La persona que velaba por él era el guarda
viñadero. A veces se contrataba más de uno. Su periplo
en este oficio solía durar desde los meses de julio o agosto
hasta el día de la vendimia. Su labor consistía
en custodiar las posibles incursiones de animales
o personas a las propiedades. La simple irrupción
era motivo de multa.
El viñadero recorría día y noche el extenso terreno del viñedo
llevando como única arma de defensa el chuzo. Durante este
periodo de tiempo permanecía íntegramente en el
campo morando en las recónditas chozas que ellos
mismos construían utilizando palos y ramajes a fin de
preservarse de las inclemencias meteorológicas. El viñedo sólo
podía ser visitado antes de la recolección el día
de la Natividad de la Virgen (8 de septiembre).
Este día todo el vecindario transitaba por sus
viñedos pudiendo incluso cortar racimos para llevar a casa. Actualmente
todas estas costumbre o normativas han desaparecido y la figura
del viñadero -lo mismo que la del guarda- ha
pasado a ser puro recuerdo.
En los días que mediaban hasta el comienzo de la vendimia la
preparación de cara a la faena se hacía larga y laboriosa. Los
hombres se ocupaban de todo lo concerniente al
trabajo en si: acondicionar el carro para el
transporte, preparar y lavar los cestos donde se
transportaba la uva y las cestas para recogerla, dar un repaso a los
tranchetes por si necesitaban ser afilados. Además había que
lavar el lagar y preparar el cubaje. En la
actualidad la participación de los recolectores
en el lagar ha quedado totalmente en desuso y han
desaparecido por completo costumbres y edificio. Ha dejado de
practicarse la elaboración del vino por el método tradicional y
ha sido suplido por el de cooperativas
vitivinícolas. Quedó atrás la época en la que los
lagares acogían a decenas de participantes. Quedaron atrás
también sus labores, sus costumbres y su significado.
Rememorando tiempos pasados, la estricta organización del lagar era
una norma imperante. Peculiaridades al respecto pueden
encontrarse por doquier. El primer acto en
conjunto de los participantes consistía en
limpiar el lagar. Las acémilas eran las protagonistas acarreando el agua
desde la fuente hasta el lagar. Uno y otro viaje con los cántaros
resudando a lomos del animal. Cuando ya había suficiente agua en
la pila se metían dentro los hombres provistos de
un cubo y escobas de púas. Lanzaban el agua
fuertemente contra las paredes y aplicaban las escobas
para raer la suciedad incrustada. La operación se repetía varias
veces hasta que el depósito quedaba totalmente
limpio.
Lo mismo ocurría con el cubaje (cubas, cubetos) y tinajas. Junto a
la puerta de la bodega se preparaba la lumbre y se calentaba el
agua en calderas de bronce. Los recipientes
pequeños se sacaban a la calle y se lavaban una y
otra vez hasta que quedaban limpios. Las cubas, de mayor
cavidad, se lavaban metiéndose una persona, chico o adulto,
dentro. En el interior se hacía difícil la
respiración. Las continuas masas de agua fría y
caliente creaban un ambiente sofocante y había que sacar la
cabeza repetidamente. Por otra parte era un trabajo muy farragoso
porque la suciedad quedaba impregnada en el
cuerpo. A las cubas y cubetos una vez secos se
les daba el sebo por las intersecciones de las tablas para
prevenir posibles filtraciones y de paso para darle más
consistencia al vino, se decía.
En las calles el olor picante y mohoso de las heces se respiraba
por doquier. El escenario había cambiado totalmente el decorado.
Recipientes, cestos, carros con sus cestos preparados para ser
lavados o para la recolección. Estampa totalmente
diferente a la habitual. La víspera de la
recolección era el día de los últimos retoques y
preparativos. Habíamos comentado anteriormente lo que debían preparar
los hombres; a las mujeres les tocaba en suerte ocuparse de lo
concerniente a la comida y también la de los animales.
La vendimia solía durar entre tres y cinco días, dependiendo de la
cantidad de viñedo y de la mano de obra disponible. En estos días
se reclutaba toda la activad posible, chicos y
grandes. Se cerraban las escuelas para más ayuda
y se echaba mano de los conocidos y familiares de
otros pueblos. Existía una especie de acuerdo entre pueblos
limítrofes para que hubiera unos días de diferencia en la
recolección y para quien lo necesitase pudiera
buscar vendimiadores en ellos.
De buena mañana el pueblo era un hervidero de gente, carros y
acémilas. Bullicio, algarabía, chanzas y ánimo de emprender una
jornada que se presumía expectante. Porque durante estos días de
vendimia generalmente se reunían las familias en grupo y se
ayudaban mutuamente. Para alegrar el día no
faltaba ni la copa de orujo ni las pastas. Los
caminos eran un tránsito de aglomeración de carros, personas
y acémilas. En el ambiente se dejaban oír los ecos de las
conversaciones que se mezclaban con el crujir de
las ruedas de los carros y los relinchos de los
animales.
El trabajo se organizaba de manera que todos y cada uno hicieran un
trabajo de acorde con sus condiciones. Los chicos, las mujeres y
los de más edad se dedicaban exclusivamente a
cortar racimos de uva; otros sacaban las cestas y
las transportaban al carro; y otros, además de todo
ello, eran los encargados de transportarla hasta el lagar. De
esta función solían ocuparse un par de hombres
por el riesgo contraído en el camino y por ayudar
a llevar los cestos a la espalda desde el carro
hasta el lagar. Otro modo de transporte era por medio de acémilas. Hay
que hacer constar que cuando una persona disponía de un sólo
animal de tiro solía juntarse con otro de su
misma condición para acoyuntar una pareja. De lo
contrario se veía en la obligación de transportarlo con un
solo mulo. Para ello se le acoplaba un dispositivo en el lomo del
animal, denominado silleta, que podía transportar un par de
cestos. La carga de un carro contenía entre ocho
y diez cestos.
Como todo el personal disponible se ocupaba en la vendimia, los
lagares solían contratar a personas de otros pueblos para que se
encargaran de controlar los pesos y llevar la contabilidad de la
uva y el reparto del vino. Eran los pesadores o
arromanadores. Cuando un acarreador llegaba al
lagar con su carga, los cestos de uva los vaciaba
en un gran pote de madera cuya capacidad aproximada era de unos dos
cestos, 150 kilos. La romana utilizada admitía valores en arrobas
y libras. Cuatro libras equivalían a una arroba.
En el haber de cada uno se iba apuntando el
número de pesos, las arrobas y las libras. Después
la suma se traducía en cántaras de vino. Cada arroba equivalía a
dos cántaras de vino. Una cántara contenía 16
litros. Los pesos se hacían por exceso y no por
defecto, lo que en el argot popular se denominaba
peso corrido.
Salvo excepciones, durante estos días la comida tenía lugar en el
campo. Si el tiempo acompañaba -a veces tenía lugar en medio de
aguaceros- este momento se hacía distendido, alegre. Era típico
de la vendimia intentar lavar la cara con uvas a
las mozas. Ocurría entre los componentes de un
mismo grupo, pero se hacía más notorio cuando
diferentes cuadrillas se enzarzaban en una batalla de zumo de unos
contra otros y les sacaban los colores. A veces también salían a
relucir las malas pulgas y el dulce se hacía
amargo. Al acabar la jornada, de vuelta a casa,
regresaban fervorosos entre chanzas, canciones y un
ambiente extraordinario. Estampa típica de los cuadros de Goya.
El proceso descrito se repetía durante todos los días de la
vendimia. En el campo, el viñedo permanecía a merced del ganado
ovino. El designio de la uva olvidada quedaba en
manos de los rebuscadores, semejante a lo que
ocurría con las espigadoras. Normalmente solían ser
personas de otros pueblos que no disponían de viñedo en el
término; o quizá pobres de solemnidad que veían
en el rebusque una oportunidad de saciar el
apetito dulcemente.
6. El lagar
Queda pendiente una concisa labor investigadora para intentar
profundizar en determinados aspectos de la elaboración del vino:
orígenes, método utilizado, procedimientos, etc. Como referencia
indicar que el Catastro del Marqués de la
Ensenada menciona la elaboración del vino. Sea
como fuere interesa recoger todo lo referente a su
originalidad y a los métodos utilizados. El marco arquitectónico,
el arte tradicional, el proceso de elaboración,
las costumbres que llevaba aparejado.
La paulatina desaparición del lagar redundó en la aparición de
pequeñas lagaretas propiamente familiares. De los lagares quedan
innumerables restos, no obstante conocemos los nombres de los que
coexistieron en Quintanilla de Tres Barrios. A saber: lagar del
Tercio, lagar Viejo, lagar del Cura, lagar de la
Poza, lagar de la Cruz, lagar del tío Silvestre,
lagar del Jardil (¿Jaraíz?) del Alto, lagar del tío
Felipe, Jaraicillo (lagar pequeño),... y algunos otros no
constatados.
El edificio del lagar quedaba dividido en dos partes: una
delantera por donde se entraba, con la pililla y el pilón, y otra
trasera que la ocupaba la pila grande, espacio donde se recogía
la uva, y que también tenía una puerta por donde
se metían los cestos con la uva. La espina dorsal
la recorría la enorme viga que atravesaba
prácticamente todo el edificio. En la parte posterior la viga estaba
enclavada en la pared, aunque basculaba, y en la parte delantera
se unía mediante un dispositivo al pilón. Para
evitar desplazamientos laterales quedaba vigilada
por cuatro maderos clavados en la base de la pila hasta
el techo llamados pastores. Cuatro maderos abiertos -dos a cada
lado de la viga- por los que se introducían otros
maderos más cortos para facilitar el prensado de
la uva, eran las aspas. En la parte delantera de
la viga, un dispositivo conectaba el pilón con la viga: el husillo.
El husillo, labrado en forma de tuerca, quedaba unido al pilón
mediante un clavo en forma de alcayata, la
alcotana, y a la viga por mediación de un madero
labrado en tuerca, la pulpilla, adosado a ésta. La viga tenía
un agujero por el que pasaba el husillo y éste a su vez tenía
otro por el que se introducía un palo con el que
se hacía girar el pilón aplicándole fuerza.
Durante los días de la vendimia las personas participantes en el
lagar se reunían durante la noche para preparar el prensado a la
luz del carburo y del candil. El proceso había
que realizarlo siguiendo unas pautas de actuación
para que la uva quedara perfectamente prensada. Y se
conseguía, a pesar de la enorme masa acumulada. Para ello se
establecía de la siguiente manera. Primeramente
había que extraer toda la uva del centro de la
pila y echarla a los lados. Con la base firme del suelo, se
pisaba concienzudamente y se la dejaba durante un par o tres de
días para que cogiera cuerpo y color el vino. A
partir de aquí se iba pisando capa por capa. Al
principio la uva exprimía en seguida y se sacaba el
vino. De nuevo se procedía a pisarla bien y echar otra capa sobre
la misma con idéntico efecto al descrito. Llegaba
un momento en que el procedimiento ya no
resultaba práctico. Había que utilizar otro método:
colocar madera. Una vez preparada la uva se colocaban sobre la
masa unos enormes tablones y sobre estos unos
maderos bien escuadrados, marranos, que iban
haciendo forma de pirámide hasta hacer contacto con la viga. Al
último de los maderos, diferente al resto, se le llamaba
señorita, quizá por la cómoda posición que
ocupaba. Esta construcción de madera pasó a
denominarse castillo.
En este punto, cada vez que sucedía, se levantaba el pilón para
dejarlo suspendido y pudiese prensar. Al principio bajaba
rápidamente por lo cual se tenía que volver a
elevar para una mayor y mejor presión sobre la
masa de uva. En esta situación se podía o ganar aspa o ganar
cruz. Ganar aspa era colocarle un madero más a la viga en su
parte trasera y por la parte de arriba. Con ello
se conseguía que subiera más la viga y quedara
más tiempo colgado el pilón, hiciese mayor presión y
quedase mejor exprimida. La otra alternativa era ganar cruz, es
decir al hacer presión, el armazón de tablones y
maderas había bajado y entonces se le colocaba un
par o más, si se podía, de maderas al castillo. Se
volvía a elevar el pilón y se exprimía totalmente. Entonces tenía
lugar una nueva operación, abrir cara o cortar el
pie. Cada una de las caras o lados del pilón se
iban abriendo alternativamente. Se comenzaba por la
parte de delante para que la uva no obstaculizase la salida del
vino, puesto que aquí se encontraba el canuto, o
agujero por el que salía el vino a la pililla.
Así, sucesivamente, ocurría con todos los lados y se
utilizaba el mismo proceso. Había que actuar, no obstante, con
cierta maestría para que la masa de uva prensada,
que cada vez se iba haciendo más redondeada -como
un enorme pastel-, no se derrumbase. ¡Que ocurría!
Entonces afectaba no sólo a su total reconstrucción sino al
desplazamiento de la viga y a su ruptura. Para moldear el pastel
de raspones e ir colocando sobre él la uva se
utilizaban palas de cortar y las propias manos
para ir colocando la uva alrededor, siempre echándole
un poco más en la parte delantera para que no se abozunase. El
ciclo concluía cuando la uva de todos los lados
estaba en el montón y éste se hallaba bien
prensado por lo cual ya no sangraba.
Cada vez que un proceso de exprimido acababa, se sacaba el vino. El
primer mosto era el más anhelado por los más pequeños que
esperaban impacientes con un cacho de pan en la
mano para untarlo. También los hombres se pasaban
el jarrillo para catarlo. La contabilidad y el
proceso del reparto se habían establecido anteriormente. Los repartos se
hacían en reos pares. El de a dos, el de a cuatro, el de a
seis..., etc. Hasta ocho o diez reos y la
chorretada solía dar. Se empezaba por el mayor
cosechero y se acababa por el último, quien a su vez comenzaba el
nuevo reo. Y así alternativa y sucesivamente. El vino se sacaba
con la media arroba (o media cántara) y se echaba
en odres de piel de chivo o cabra. Popularmente
se les denominaba pellejas o pellejos. Un tránsito
de hombres por las calles yendo y viniendo del lagar a la bodega
y de la bodega al lagar era la estampa típica de
estos días. Peligro para las mozas porque los
mozos y hombres andaban al acecho y actuaban con mayor
contundencia para intentar lavarlas la cara o el culo, lo que
buenamente pudieran.
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Una vez acabado todo el vino, en el lagar sólo quedaba el enorme
pastel de raspones destinado a la elaboración del orujo. Alguna
fábrica había en Quintanilla que se dedicaba a
ello. Hasta la requisa le metió mano al orujo que
había que esconderlo en los muladares. Del lagar
prácticamente no quedaba nada que hacer. La última visita, una merienda
de todos los participantes o cosecheros. En la bodega permanecía
el olor picante del tufo y el peligro añadido.
Muertes y desmayos hubo por ello. Para combatirlo
nada mejor que utilizar enormes masas de fuego
introducidas en calderos de hierro. O hacerle el típico agujero,
zarcera, por el que pudiera respirar. Pero ni por esas
desaparecía tan fácilmente. A pesar de los
remedios que se aplicaban: sebo o manteca salada.
Duraba unos cuantos días, a veces semanas si la calidad de la
uva había sido excelente. Y el vino, mejor. Todo, o casi, para el
consumo particular.
VOCABULARIO.-
Alcotana.- Clavo en forma de alcayata cuya misión es unir el pilón
con el usillo.
Aspa.- Madero corto y escuadrado que se coloca por debajo o por
encima de la viga para elevarla o suspenderla.
Ballarte.- Soporte de madera adosado a la romana de pesar.
Castillo.- Dispositivo de tablones y maderas colocados sobre la
uva para prensarla.
Chuzo.- Palo punzante que utilizaba el viñadero para su defensa.
Cortar pie.- Expresión que significaba quitar la uva de cada uno
de los lados de la pila y prepararlo en el centro
para exprimirla mejor.
Cubaje.- Cubas y cubetes. Toneles o cavidades destinadas a
recoger el vino.
Ganar aspa y cruz.- Acción de introducir aspas entre los pastores
para ganar altura la viga y tiempo en suspensión.
Cuando se cortaba pie el pilón bajaba rápidamente
porque la uva estaba "fresca". Entonces se
procedía a elevar la viga y colocar más palos en el castillo para el
prensado.
Husillo.- Madero labrado en forma de tornillo acoplado a la
pulpilla que facilita la elevación o bajada del
pilón.
Marranos.- Maderos utilizados en la composición del castillo.
Media arroba.- Medida de capacidad equivalente a ocho litros
utilizada para el reparto del vino.
Murón.- Sarmiento largo que procede de la base de la cepa. Se
destina a suplir una futura cepa o a obtener
mayor rendimiento.
Pastores.- Cada uno de los cuatro palos verticales situados en la
parte delantera y trasera de la pila por donde
pasa la viga.
Pelleja.- Odre de piel de cabra o chivo cosido utilizado para el
transporte del vino mosto.
Pila.- Compartimiento destinado a recoger la uva.
Pililla.- Cavidad donde se recoge el vino.
Podona.- Podadera. Herramienta en forma curvada exteriormente y
en ángulo recto cortante en su interior.
Pujarse.- Abultarse o hincharse los brotes o yemas.
Pulpilla.- Trozo grueso de madera labrado en tuerca o tornillo
acoplado al usillo.
Señorita.- Ultimo madero del castillo que se coloca entre éste y
la viga.
Silleta.- Aparejo colocado a lomos del animal mediante la albarda
que sirve para transportar cestos de uva.
Zarcera.- Agujero excavado en las bodegas con salida al exterior
pare oxigenar el interior a fin de combatir el
dióxido de carbono, o tufo. Otra manera de
combatirlo era encendiendo fuego en calderos y dejando
actuar durante un buen espacio de tiempo.
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Leopoldo Torre García
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