Leopoldo Torre y García
INTRODUCCIÓN
El despliegue de costumbres y tradiciones de cualquier pueblo conlleva
aparejado todo un proceso significativo emanado de su desarrollo
vital.
Este hecho, prefijado u ocasional, servía de antesala a una serie de
acontecimientos ocurridos, en ocasiones, por ciertos fenómenos
trascendentales que dieron colorido o simbolismo a los actos.
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La extensa gama ofrecida en este campo no es en absoluto desdeñable. Si
bien el azote de la pérdida poblacional en el ámbito rural y las
perspectivas de la nueva visión de las creencias han hecho
sucumbir el arraigado costumbrismo, aún perviven
y se conmemoran determinados acontecimientos
vinculados a la tradición popular.
La diversidad de estos hechos habría que subdividirlos en dos apartados:
costumbrismo y tradición popular de carácter laico y de carácter
religioso. Dentro del primer apartado se puede englobar toda una
serie de acontecimientos protagonizados por otros
tantos factores influyentes en el devenir
ambiental del entorno. Ni que decir tiene que muchos de
estos hechos poseían un marco conmemorativo fijo, en
contraposición a los arbitrarios o condicionados
a fenómenos casuales.
Por lo que hace referencia al segundo grupo, en su entorno convergen un
sinfín de procesos culturales ligados estrechamente al santoral
eclesiástico, por una parte, y al protagonismo insospechado que
en ocasiones requería la presencia evocativa del
ritual.
Este trabajo se halla a expensas del último apartado, integrado en el
conjunto de recuerdos no perecederos a los ojos visibles de
quienes presenciaron y participaron en los
acontecimientos. En cuanto a su aparición nada se
sabe, si bien pudiera entenderse como una
manifestación ya escenificada en siglos anteriores, pues se conocen
actos semejantes en otros pueblos muchos siglos atrás. La
paulatina pérdida de la fe y de la credibilidad
religiosa, así como determinados factores
sociales ha incidido sustancialmente en su desaparición. Tal es
el caso de las súplicas para la lluvia, Novenas y Rogativas, que
dejaron de realizarse a partir de los años 60.
SÚPLICA CELESTIAL
Las condiciones de vida en que años atrás se hallaba sumido el campesino
aparecen escenificadas en una serie de actos ligados al
organigrama de su medio y de su mundo. La escasez
de medios de producción a su alcance y el modo de
vida redundaron en los logros obtenidos. Un ejercicio
recolector deprimente podía suponer, y suponía, la caída del
hombre del campo, viéndose relegado a un plano
deplorable al intentar resarcirse del
contratiempo y reponerse del desgarro económico y emocional. Y
contra todos los pronósticos, el acecho se producía con bastante
asiduidad. La pérdida material o conceptual de un bien
desmantelaba la ya deteriorada y frágil economía.
No en vano ofrecía constantemente a Dios y a los
santos el designio de sus frutos.
Al margen de estas preocupaciones en que la creencia religiosa afloraba
superficialmente en algunos casos y profundamente en otros, el
síndrome de la situación germinaba en una misma
célula: el fenómeno climatológico sin apenas
tiempo para reponerse. Heladas, sequías y tormentas
conformaban la trilogía del pesar y de la desesperación. La
sensibilidad imploraba entre los afectados que
quedaban a merced de un mal momento.
Ello dio lugar a una fervorosa solicitud de actos religiosos cuya
mención especial estaba absolutamente vinculada a la protección
de las cosechas.
No quiere ello decir que en determinados casos el ingenio del campesino
no hiciera acto de presencia intentando combatir el peligro que
se avecinaba. La propensa formación de tormentas
era una condición propicia para buscar ayuda
exhortando a la fe divina y confiando en que podría
remediar los males, el desastre. Un primer dispositivo utilizado
para luchar contra el peligro de las tormentas lo
protagonizaba el común vecinal. La acción se
llevaba a cabo por adra y consistía en lanzar
contra las nubes tormentosas potentes cohetes que desbarataran su
descarga. Cuando llegaba el momento, los vecinos de Quintanilla
hacían el trabajo de "rompe nubes" o "apaga
tormentas". En parejas se dirigían a los lugares
estratégicos del término, desde donde buscaban con ansia
desmantelar las nubes. Estos lugares contaban con pequeños
cobijos, chabolas, para protegerse y desde aquí
se llevaba a cabo el ataque. Ello daba lugar a
que el desvío de las nubes fuera al pueblo colindante, que
en ocasiones era motivo de malestar por enviarles un peligro que
en principio no se contemplaba.
Intensos se hacían también los momentos en que la feroz tormenta
acechaba y arrasaba sin piedad los campos. El campesino palidecía
y su piel se le erizaba viendo cómo podía
sucumbir el fruto de sus sudores en unos
momentos. La respuesta no se hacía esperar. La imagen de la Virgen
o del Santo Cristo, extraídos de la iglesia, hacían acto de
presencia y eran invitados a presenciar la
devastación, el llanto y el dolor infundido por
la descarga de granizo y piedra. Toda clase de insignia
que se tuviese a mano era sacada a contemplar el dantesco
espectáculo.
La población, desafiando la descarga, salía a la calle portando efigies
o iconos de vírgenes y santos que elevaban al cielo entre
clemencias, rezos y mucho dolor. ¿Amainaba la
tormenta por la presencia de la imagen? Sólo la
particular creencia conformaba la credibilidad. Sea como
fuere, el procedimiento siguió repitiéndose en momentos tensos a
requerimiento de la desgraciada ocasión.
Al margen de estos acontecimientos en los que el resultado podía
traducirse satisfactoriamente, la mente del campesino, ante tanta
infidelidad, agobio e impotencia, se hallaba absorta en el Ser
Supremo y sus ojos encandilados en el firmamento.
Todo ello se tradujo en una mayor creencia
popular hacia lo espiritual como mejor manera de paliar
las derrotas a la vez que en un afianzamiento del programa de
súplicas en torno a la figura de su divinidad.
Existía una total y absoluta supeditación del
mundo terrenal sobre el celestial.
Prueba de ello era también la "bendición de los campos" que tenía lugar
el día 3 de mayo. Aquel día tenía lugar una misa y una procesión
hasta un lugar a extramuros del pueblo, "la Cruz
de la Veleta", desde donde se procedía a la
bendición de los cuatro puntos cardinales del término. El
cura, hisopo en mano, enviaba su protección a los campos y
colocaba cuatro pequeñas velitas de cera de
cuarterón en las cuatro caras del palo de una
cruz de madera situada estratégicamente en un lugar desde
donde se divisaba el contorno.
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En este clima de fatalismo no todo debía sustraerse a favor de súplicas
y rogativas. El antagonismo era patético, y al margen de otros
muchos procedimientos de acción de gracias,
protagonizadas en determinadas celebraciones, es
digno de especial mención el capítulo de alabanzas y
loas en honor a San Isidro, patrono del labrador, con motivo de
su onomástica. Momento que era aprovechado para
rogar al insigne santo sobre la imperiosa
necesidad de proteger los campos:
¡Oh, San Isidro!
Por los labriegos
de Quintanilla,
rogad a Dios.
Reiterada obsesión por el relanzamiento de la fe.
La apreciación, a través de lo expuesto, obligaba a la concienciación
mental de las gentes del ámbito rural, expoliadas por la trágica
indecisión del fruto de sus sudores y mantenida por el peso
favorable de la credibilidad religiosa. La sola
fuerza de voluntad resultaba insuficiente de cara
al mantenimiento de fundadas esperanzas y logros
positivos. Verdaderamente revelador se presentaba el acontecimiento que
justificaba el abatimiento, el sudor febril del campesino cuando
sus húmedos e impotentes ojos contemplaban el
paisaje desolador de sus sembrados. La reacción
era inmediata. El campo se hundía, el espíritu de
lucha, de sacrificio y de devoción, empleando medios sobrehumanos, se
elevaba.
NOVENAS Y ROGATIVAS
La situación originada por las circunstancias contradictorias que
acechaban los cultivos llevaba aparejado el apremio en la mente
del campesinado. La natura no mostraba signos o
indicios que indujeran a pensar en un cambio que
supusiera lluvia para el campo. Augurios no
faltaban. El sol no se ponía con ceja, las cometas quedaban lejos de la
realidad, y en la luna no se apreciaba cerco alguno que indujese
a pensar en un cambio inmediato del tiempo.
Situaciones todas ellas propensas a la lluvia.
Animo y esfuerzo físico quedaban derogados frente
a taras inconmensurables, aunque la fe y la esperanza se mantuvieran.
Será a partir de este momento crucial cuando empiece a renacer el fulgor
espiritual con más ahínco, respaldado por la esperanzadora
creencia y por la fe de salvación.
Se han citado algunas actuaciones calificativas, pero por grande que
fuese su apreciación quedaba minimizada ante el significado que
tomaba el acontecimiento de súplica de agua para
el campo.
NOVENAS
a) El ritual.- La situación no podía esperar por más tiempo.
Reunidas las Cofradías de la comarca de San Esteban de Gormaz,
acordaban establecer las fechas y los pueblos que
debían rendir culto a sus respectivas divinidades
para llevar a cabo la petición de agua.Cronológicamente, cada uno de los
pueblos designados iba poniendo en práctica su
programa, que podía extenderse hasta dos meses de duración.
Novenas y Rogativas podían considerarse como la cara opuesta de una
misma moneda con idéntico valor. La diferencia existente había
que verla en que mientras las primeras se
circunscribían a un marco de acción más reducido
-el propio ámbito poblacional-, las segundas se ampliaban a la
totalidad de los pueblos de la zona que reunidos en la cabecera
de la comarca, San Esteban de Gormaz, o en la del
partido episcopal, El Burgo de Osma, ofrecían en
común sus prebendas y sus oratorias.
El primero y el último de los días del programa novenario eran,
a tenor de lo sucedido, los de mayor consideración y colorido y,
en cierto modo los más dignos de mención. Se
consideraba a todo los efectos días festivos la
práctica de estos actos.
La apertura consistía en una solemne procesión a través de
parajes confines al pueblo, en la que participaba todo el
contingente poblacional. En Quintanilla de Tres
Barrios, la comitiva, encabezada por el pendón y
presidida por la Patrona, la Virgen de la Piedra, ataviada
con manto negro en señal de dolor por el cariz que tomaban los
acontecimientos, iba acompañada por el Santo Cristo de la
Misericordia y la Santa Cruz. El rito, en el que
no faltaba la oración -letanía-, quedaba
impregnado por el misticismo que se respiraba: el tañido de las
campanas y las nostálgicas canciones infundían suspense a la
ceremonia. Una ceremonia que volvía a repetirse
el último día del novenario. Ambas procesiones
apenas admitían diferencias notables, exceptuando, si la
lluvia había hecho acto de presencia, el distintivo del manto de
la Virgen, de color blanco, y el acaloramiento de
las canciones -la misma letra pero con notas más
alegres- como mecanismo de respuesta colectiva
hacia las divinidades.
Al margen de los procesos litúrgicos acabados de reseñar, la
devoción y la evocación del resto de los días del novenario
quedaba restringida al encuentro del atardecer.
El regreso a casa tras el cese del trabajo
coincidía con la llamada de la campana anunciando el inicio
de la ceremonia. La oración -el rosario- y el canto -la Salve y
el resto del cancionero preparado para la
ocasión- era el contenido básico de unas jornadas
diarias. La constancia y el fervor religioso de los fieles
participantes se hacían evidentes a tenor de la gran concurrencia
y ni siquiera el fogoso trabajo del campo era
motivo para excusarse la concurrencia.
El significado de la manifestación conservaba todo su provecho
y sabor tradicional. Pero si digno de mención es su significado,
no lo es menos algún aspecto de su contenido, en
especial la gama de canciones que el acto llevaba
implícito.
b) El cancionero.- La exposición del cancionero es rico e
inmenso. En su totalidad son canciones ya casi olvidadas y en
trance de desaparición. Se ha conseguido
recopilar la práctica totalidad, de las cuales se
exponen en este trabajo la mayor parte de ellas. Durante los
días de celebración de las novenas se cantaba indistintamente
todas ellas. No obstante, algunas quedaban
condicionadas y relegadas, como en el caso de la
procesión, a circunstancias y lugares concretos fuera de
los cuales no tenían mención por requerirlo, precisamente, el
momento.
Alcaldes y regidores
celadores de esta calle
tengan cuenta de esta Rosa
no nos la deshoje nadie.
Virgen Santa de la Piedra
ahora que vas por las eras
mándanos agua, Señora,
que se secan las avenas.
En otras, la petición de lluvia se hacía extensiva a todo el término sin
distinción:
Cristo bendito
¡ten compasión!
Mándanos agua
por el Torrojón,
por la Atalaya,
por los Quemados,
dando la vuelta
por todos lados.
La psicosis agua aparecía relacionada por doquier. Cualquier
circunstancia era motivada al hecho trascendental de la sequía
como principal condicionante:
Qué desgracia de una madre
cuando un hijo le pide pan
con el cuchillo en la mano
sin poderlo remediar.
Hasta los pájaros piden
agua para beber en los charcos
y nosotros, labradores,
agua para nuestros campos.
Hasta los pájaros piden
agua para mojar el pico
y nosotros, labradores,
agua para regar los trigos.
Los niñitos de la calle
se dicen unos a otros
si no nos mandan el agua
pronto moriremos todos.
El comportamiento durante las súplicas penitentes se ajustaba a una
normativa estricta e intachable. El grado máximo de
comportamiento y de devoción compensaba e
influía, según sus propios criterios, en la
petición.
Vecinos de Quintanilla
arrepentíos sin jurar,
que la Virgen de la Piedra
por nosotros mirará.
A los señores del pueblo
les tenemos que advertir
que ésta es la casa de Dios
y no se deben reír.
Al entrar en este templo
entremos con devoción
no entremos atropellados
que ésta es la casa de Dios.
La mayor proliferación compositiva estaba dedicada al sujeto directo de
la ofrenda. La patrona del lugar, la Virgen de la Piedra, se
llevaba la palma del cancionero. En su honor se
realizaban los rituales:
En lo más alto del cielo
hay una nube muy blanca
es la Virgen de la Piedra
que ha subido a pedir agua.
Ya se han retirado las nubes
al otro lado del mar
y la Virgen de la Piedra
las ha mandado llamar.
Virgen Santa de la Piedra
manojo de perejil
mándanos agua a los campos
que nos vamos a morir.
Virgen Santa de la Piedra
manojo de perigallo
riéganos pronto los trigos
que nos morimos este año.
El resto de las divinidades también eran invitadas a desatar el nudo que
agonizaba el sino del devenir de los campos, de las cosechas y de
su subsistencia.
San Pedro tiene la llave
de los ríos caudalosos
y Cristo la misericordia
los abrirá con sus ojos.
Si el objetivo se había cumplido, la alegría era desbordante. El cariz
presentaba un ambiente distinto, alegre, jubiloso. También la
acción de gracias era inmensa. La alusión al
logro conseguido quedaba reflejada en este verso:
Virgen Santa de la Piedra
qué alegría que nos das
que nos has regado el campo
a todos en general.
A través de lo expuesto se deja entrever la diversidad de las
composiciones con etiqueta de súplica de lluvia para el campo.
Canciones interpretadas durante los días que
duraba el desagravio, ejecutadas al azar, a
excepción de las circunscritas a situaciones determinadas y
evocadas a la luz de cualquiera que las pusiese en boca de los
demás.
Al margen de toda esta amalgama de versos, no podía faltar en un
acontecimiento de esta índole la razón principal del encuentro,
traducida igualmente en canto: la Salve a María Santísima.
Cantada todos los días de la veneración, en
procesión o en la iglesia, su contenido reflejaba
la más firme proposición formal del motivo a que estaba
dedicada. Sin duda era la de más bella factura, tanto por su
significado y expresión como por su ejecución,
que seguía unos cánones de interpretación. Las
dos primeras estrofas de cada verso eran cantadas
por el sacristán, o en su sustitución, por alguna de las mejores voces.
A las dos últimas respondían el resto de los asistentes. Como
ocurriese con las otras canciones, la tonalidad
difería si la lluvia había hecho acto de
aparición.
SALVE A MARÍA SANTÍSIMA EN SÚPLICA DE LLUVIA
Salve Virgen Pura de la Piedra Madre
riéganos los campos que hay necesidades.
Salve te saludan el hombre y el ángel
el cielo y la tierra los ríos y mares.
El agua os pedimos ahora en este trance
que sin ellos todos pereceremos, Madre.
Los niños suspiran las gentes dan ayes
y los pobres lloran desventuras tales.
Agua, Señora, agua, nuestro efecto alcance
despidan las nubes copiosos raudales.
Piadosa Señora la falta que hace
el agua a los campos para remediarles.
Cándida Paloma no nos desampares
oye los lamentos de estos miserables.
Mirad, Madre nuestra, a vuestros amantes
que lloran por agua a gritos constantes.
Si el pecado es causa de todos los males
la virtud nos libre de tantos pesares.
Clamad por nosotros Reina, Virgen, Madre,
que en copiosas lluvias el cielo se rasgue.
Remedia los campos Señora, regadles
con agua del cielo que falta les hace.
Rogad a vuestro Hijo, Santísima Madre,
nos envíe el agua ahora en este trance.
Todo el pueblo llora, pequeños y grandes,
por lograr el agua de tu Hijo inefable.
Los campos se secan Soberana Madre,
los pobres son muchos remedia sus males.
Ea, Madre Nuestra, cesen los pesares
llueva el cielo, llueva baje el agua, baje.
Pobres de nosotros cuando el pan nos falte,
moriremos todos al rigor del hambre.
Los ríos se secan, las plantas se caen,
las fuentes no corren, las hierbas no nacen.
Oh Clemencia! Oh Pía! Oh Cándida Ave!
Oh Reina del Cielo!, tu Piedad nos salve.
Para que en la gloria podamos cantarte.
Virgen de la Piedra SALVE, SALVE, SALVE.
ROGATIVAS
La primera fase del programa había concluido. La suerte del resultado
suponía la iniciación o no de las Rogativas. El logro
satisfactorio, traducido en lluvia, implicaba el
fin de la exposición. El objetivo se había
cumplido, el milagro había hecho su aparición. Si por el contrario
la sequía seguía pululando por el ambiente se organizaban las
Rogativas.
Para quienes habían puesto en escena las Novenas, su participación en
las Rogativas era la mera repetición de la apertura y de la
clausura de aquéllas. La celebración debía tener
lugar primeramente en la cabecera de la comarca,
San Esteban de Gormaz. Ante un resultado negativo, pasada
la cuarentena novenaria, se pondría en práctica la última de las
tentativas, corriendo a cargo, en esta ocasión, de la cabecera de
la diócesis, El Burgo de Osma.
Si en el espacio de tiempo en que se acordaba la fecha y se ponía en
práctica llovía, igualmente debía ofrecerse por el resultado
obtenido. Pero no siempre la suerte sonreía y el
rito tomaba nuevos derroteros, cambiando
simplemente la estampa, el decorado, no el contenido ni el
significado. En esta reunión la participación popular era masiva,
por el número de pueblos que entraban en liza.
La inmemorable procesión que partía de Quintanilla de Tres Barrios por
los caminos a través de los campos, iba encabezada por el pendón
parroquial, la Santa Cruz y el estandarte de la Cofradía. Al
inicio de la marcha, despedida por el tañido de
las campanas, se rezaba una letanía, a cuyo final
y durante la larga etapa que separaba ambos
pueblos hasta llegar al encuentro, no tenía lugar ningún acontecimiento
digno de reseñar.
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En las inmediaciones de la población de San Esteban de Gormaz, una
comitiva, encabezada por un sacerdote, salía a recibir a las
distintas corporaciones municipales,
acompañándoles hasta el lugar de recepción, la
iglesia del Convento. Acaecía primeramente la celebración de la Santa
Misa. Acto seguido se procedía a la solemne procesión novenaria
en honor del Santo Cristo de la Buena Dicha. El
recorrido, un tanto pintoresco, discurría por
parajes próximos a la población, pasando incluso el río
Duero y volviéndolo a cruzar por el puente móvil construido
exclusivamente para este acto, dirigiéndose posteriormente a la
iglesia del Rivero. Acto seguido regresaban al
Convento, dando por finalizado el itinerario. En
la sesión de la tarde se asistía de nuevo a la
concelebración, exponiéndose el programa de canciones de cada una de las
representaciones presentes, y donde la Salve era invocada en
honor de la Virgen de la Piedra. Este hecho,
ceñido en principio a una realización puramente
formal, olvidaba en ocasiones sus cánones convirtiéndose en
una especie de narcisismo particular de la imagen venerada,
aunque entendido como exaltación de sus valores
espirituales, anímicos y morales.
La concentración se disolvía a la caída de la tarde con el regreso de
cada una de las corporaciones a sus lugares de origen. Con la
misma precisión que en el encuentro de la mañana,
en la partida eran acompañados y despedidos por
la misma comitiva que les había recibido. El
regreso resultaba un tanto monótono, excepto en las inmediaciones del
pueblo, cuando al son del repique de las campanas se volvían a
elevar las insignias, hasta entonces recogidas, y
a rezarse la letanía, que concluía a la entrada
de la iglesia, donde se daba por finalizado el
acto.
Idéntica función tenía lugar el noveno día. La única diferencia había
que verla en la vestimenta de las insignias y en las canciones en
función del resultado obtenido. Ropas y canciones con tonalidades
más alegres si la lluvia había hecho acto de
presencia, y más oscuras y sentimentales si no
había llovido.
Influenciada directamente por el evento, la súplica podía darse por
finalizada en este momento. En caso contrario era El Burgo de
Osma el que tenía el turno y la oportunidad de
conseguir el anhelado deseo. El mayor realce y
consideración de la manifestación venía dado como
consecuencia de la multitud de pueblos congregados y la masiva
participación, pues se extendía a nivel de Obispado. Se trataba
de otra repetición con las mismas características
que en el caso de San Esteban de Gormaz. El
cordial recibimiento de la comunidad daba lugar a una
posterior congregación de todas las corporaciones en la catedral.
Seguidamente, en solemne procesión en honor a la Virgen del
Espino, la comitiva se dirigía al encuentro de la
representación del pueblo de Barcebal como
muestra de cariño y parentesco existente entre ambas
divinidades. Y se cantaba:
Virgen Santa del Espino
también la de Barcebal
como sois las dos hermanas
os venís a visitar.
De regreso a la catedral se llevaban a cabo actos idénticos a los
reseñados. La ceremonia de la Santa Misa daba paso a unas horas
de descanso, aprovechadas para comprar y comer.
El encuentro de la tarde se reducía al glosario
de canciones en honor de las diferentes divinidades
representativas de las comunidades participantes. La despedida
gozaba igualmente de acompañamiento de una
representación de la diócesis. El resto de la
jornada no tenía otro tinte diferente que no haya sido
reseñado. Los actos se ajustaban a lo descrito para el caso de
San Esteban de Gormaz. La repetición de la
ceremonia del último día de acción de gracias
poseía todos los efectos que el proceso llevaba
implícito.
Tanta fe, a veces para un nulo resultado, daba lugar a una resignación
interior. En una de estas ocasiones, de vuelta de El Burgo de
Osma sin haber conseguido que lloviera, uno de
los participantes que llevaba el Santo Cristo
tuvo la ocurrencia de meterlo en un pilón de agua para
refrescarle la "memoria" y de paso les mandase la lluvia tan
necesitada. Lluvia no les envió pero sí una
tremenda tormenta de piedra que arrasó los
campos. Por siempre quedó grabado en la memoria de las gentes de
Quintanilla este hecho.
Como epitafio final, resaltar la constante vehemencia reflejada en el
continuismo credencial de estos tiempos de fe. El hecho
espiritual doblegaba lo material de cualquier
otro acontecimiento por trascendental que éste
pudiera parecer.
© Leopoldo Torre y García
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