Nuestros juegos de antaño.
Divertimiento y ocio en Quintanilla de Tres Barrios

Leopoldo Torre García

Alza la Maya o el juego del escondite


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Civiles y ladrones

Civiles y ladrones

            Este juego solíamos practicarlo los chicos de manera especial por la noche, porque con la oscuridad se hacía más difícil localizar al bando “enemigo”. Era uno de los favoritos en cuanto nos reuníamos un grupo de chicos por los alrededores de la plaza durante las noches antes de la cena, después no solíamos salir de casa, excepto en tiempo de verano que salían todas las familias a la puerta a tomar la fresca y aquí los más jóvenes, y no tanto, siempre hacíamos alguna de las nuestras.

            No tenía más misterio ni normas determinadas que formar dos equipos: uno de civiles (o lo que es lo mismo, guardias) y otro de ladrones. Dos bandos contrarios que  cada cual escogía a su correspondiente cabecilla una vez realizado el sorteo cuyos grupos lo formábamos de la siguiente manera. Íbamos saliendo de dos en dos y nos sorteábamos con semejante retahíla:                                  

Madre e hija fueron a misa, a la misa de Santander.

                                   Me encontré con un francés que me dijo que hora es.

                                   La una, las dos, las tres, las cuatro, las cinco y las seis.

                                   Hoja de laurel, gran cazador, CIVIL Y LADRON. 

            Así se iban formando los grupos de unos y de otros. A continuación echábamos a suerte para ver quién se quedaba y quién salía a esconderse, el que buscaba formaba el grupo de civiles; el que se escondía, el de ladrones. Al que le tocaba salir a buscar, pegaba la cabeza a la pared, se tapaba los ojos –aunque el rabillo del ojo se desviaba por momentos- y empezaba a contar hasta el número que habíamos acordado previamente. Por lo general la cuenta solía ser a veinticinco. Cuando acabábamos decíamos “que vamos”, y salíamos en busca del grupo que andaba escondido por cualquier parte y lugar del pueblo.

            Había momentos en que era difícil encontrarse, pues nos escondíamos tan a conciencia que no dábamos con el paradero. De lo que se trataba era de “apresar” al enemigo, bien fuera uno u otro el grupo de civiles o ladrones que tocaba salir a buscar. Una vez capturado lo llevábamos al punto de partida, por lo general la plaza del pueblo, que era el centro donde solíamos organizar la mayoría de los juegos, y lo dejábamos allí con el resto de compañeros capturados. Volvíamos a buscar al resto que, como queda dicho, a veces costaba lo suyo. Y había que poner toda la concentración posible y andar con mucho sigilo porque si uno de ellos se nos escapaba y conseguía llegar hasta donde se encontraba su grupo de compañeros sin ser alcanzado, lo que hacía era rescatarlos, lo cual suponía  haber ganado la partida. Ello significaba que de nuevo eran ellos los que salían a esconderse mientras los otros volvían a contar e intentar capturarles.

            El juego se acababa por decisión propia o cuando llegaba la hora de la cena y había que recogerse. Habíamos pasado el rato disfrutando a nuestra manera. Quizá al día siguiente decidiéramos continuar con el mismo juego u optábamos por otro. Había donde elegir.

            Una variante de este juego era el escondite, o esconderite, como le conocíamos en mi pueblo y creo que en algunos otros más. Nombres como éste contribuían a formar parte de un vocabulario localista y exclusivo que hacía diferenciar la pronunciación y la tonalidad del lenguaje. En este juego, semejante al de civiles y ladrones, sólo era uno el que salía a buscar a los restantes que se hallaban escondidos. Por lo demás, las reglas y el funcionamiento eran las mismas.

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El Corro de la patata

El Corro de la patata

            A este entretenimiento, sexista por aquellos tiempos, se apuntaban las niñas. Era uno de los más concurridos en tiempo de recreo escolar y por supuesto contribuía a elevar el tono de algarabía ambiental en este espacio de asueto. Pero no era exclusivo de este tiempo. Por lo demás poco tenía de complicación a la hora de ponerlo en escena. Era un juego muy sencillo, eso sí con numerosas variantes dependiendo del lugar donde se juegue. Si se reunían unas cuantas niñas (y/o niños) decididos a jugar a él tan sólo tenían que hacer un corro, agarrarse de las manos sin soltarse y dar vueltas y más vueltas de manera pausada cantando una canción. Lo normal era que una de las niñas, por designación o propia voluntad, fuera el centro de atención. A ella se le dedicaba la canción y en ocasiones tenía que actuar en consecuencia. Y así sucesivamente turnándose para no agotar a la que se encontraba en el centro.

            Bastante variado era el cancionero que se recitaba, a veces en función a la acción que realizara la niña que se encontrara en el centro. Teniendo en cuenta que este tipo de juego o entretenimiento es una mezcla de movimiento y canción, se podía introducir cualquier variante que le fuera bien a la acción desarrollada. La retahíla de canciones era amplia y la primera de todas era la que identificaba el nombre del juego: 

Al corro de la patata, que comemos en ensalada,

la que comen los señores, naranjitas y limones.

Alupé, alupé, sentadita me quedé. 

            La escenificación llevaba aparejada en esta canción el que cada vez que sonaba el “alupé, alupé”, se hacía un amago de agacharse, y en el colofón final era cuando todas quedaban sentaditas durante un momento en el suelo.

            Otra de las canciones típicas de este juego era El patio de mi casa: 

El patio de mi casa es particular,

cuando llueve se moja, como los demás.

Agáchate, y vuélvete a agachar,

que los agachaditos no saben bailar.

Chocolate, molinillo, corre, corre, que te pillo. 

            Otra versión:

El patio de mi casa es particular,

cuando llueve se moja, como los demás.

Agáchate, y vuélvete a agachar,

que los agachaditos no saben bailar.

Hache, i, jota, ca, ele, elle, me, a,

que si tú no me quieres,

otro niño me querrá.

Hay que me debes, una, hay que me debes dos.

 

            El ritmo, en algunas fases del juego, era casi trepidante porque cuando aún no se habían levantado ya se tenían que volver a agachar. Tal era así que a algunas niñas un poco tardías no les daba tiempo de hacer todo el proceso y se quedaban a mitad de camino.

Todas y cada una de las variadas canciones que se entonaban en este juego tenían su intríngulis. A cada una de estas canciones le seguía unos gestos o movimientos diferentes en base al contenido. Un ejemplo era:

 Desde chiquitita me quedé, ay,

algo resentida de este pie, ay.

Disimulad, que soy una cojita,

y si lo soy, lo disimulo bien.

Ay, ay, que te pego un puntapié,

con la punta de este pie. 

            En un juego de tanto dinamismo y acción, el divertimento no podía ser más satisfactorio. Durante el recreo venía a pedir de boca porque no siempre las clases podían haber ido divinamente, porque en tiempos pasados el castigo, palo y tentetieso estaba a la orden de las circunstancias. Y estas no tenían que ser muy excepcionales para que se produjera el desenlace. Bien es cierto que las niñas recibían menos que los niños, que por menos que cantaba un gallo te encontrabas con un reglazo o con los brazos en cruz cara a la pared. ¡Y suerte tenías si además no te ponían un tocho de libro en cada mano!

            Otra de las canciones fijas y típicas para este juego, que además servía para algún otro, era el de:

A esa niña que hay en el medio,

se le ha caído el volante

y no lo quiere coger

porque está el novio delante.

Hay chúngala, calacachunga,

hay chúngala, la coliflor,

hay chúngalas las señoritas,

que llevan el polisón.

Las señoritas de ahora,

dicen que no beben vino,

debajo del polisón

llevan el jarro escondido.

Hay chúngala, calacachunga,

hay chúngala, la coliflor,

hay chúngala las señoritas

que llevan el polisón.            

            Había otras, como por ejemplo Tengo una muñeca vestida de azul que era también de las que no solían faltar para la ocasión. Y algunas otras más que no sacamos a colación para no alargar el contenido del juego.

Así continuaban hasta que las fuerzas extenuaban y decidían cambiar de ritmo y de juego, o si era durante el recreo, éste tocaba a su fin. Pero desprendían alegría a raudales por todos sus poros.

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El Guá

Canicas numantinas            Se trataba de un juego de chicos, creo recordar que las chicas no lo practicaban. Lo normal era hacerlo con canicas, pero como en aquellos tiempos no había  dinero para comprarlas las sustituíamos por las “gállaras”, que encontrábamos en los robles del monte; nos salían gratis y teníamos todas las que queríamos. También las hacíamos de barro, le colocábamos un canto redondeado dentro y las dejábamos secar al sol. Si teníamos pintura a mano le dábamos una pasada de color o simplemente optábamos por dejarla su color natural.  

            No había un número determinado de jugadores, a partir de dos ya se podía empezar una partida, aunque lo normal era que participáramos algunos más. Lo primero que hacíamos era hacer el guá, un pequeño hoyo donde había que intentar meter la canica o gállara. Era un agujero de forma redondeada, aproximadamente de unos tres centímetros de profundidad. Digamos que algo parecido a los hoyos de golf pero bastante más ancestral y rudimentario.

 Para comenzar la partida marcábamos una raya a poco más de dos metros de distancia del hoyo que era la que había que recorrer para introducir la bola. Acto seguido procedíamos a sortear el orden de tirada, para ello nos colocábamos junto al guá y desde aquí impulsábamos la gállara para acercarla a la línea que habíamos marcado. El que más cerca se quedara era el primero que tiraba y a continuación lo seguían en orden los que más se habían aproximado.

            La pretensión era introducir la canica dentro del guá y evitar que el resto hiciera lo propio, pero no se podía hacer de cualquier manera. Había unas normas que cumplir. En la línea de salida se ponía la canica y con el dedo pulgar y el índice se le daba un zasquido o golpe seco para impulsarla hacia adelante. Era la manera más normal de hacerlo, había a quienes se les daba mejor colocar la canica en la mano izquierda y darle el golpe con los dedos corazón y pulgar de la mano derecha. Si entraba directamente, lo cual no sucedía muy a menudo, el lanzamiento resultaba perfecto. De lo contrario había que esperar a la siguiente ronda para intentarlo. A continuación tiraba el siguiente y así sucesivamente iban saliendo los restantes participantes. El primero que conseguía introducir la canica en el agujero decía “guá”, y desde aquí defendía su posición con respecto al resto de los jugadores.

            El objetivo del juego era que cuando uno había conseguido meter la gállara o canica en el guá intentar que los demás no lo hicieran. Para ello gozaba de preferencia para dar a cuantas canicas se encontraran a su alrededor siempre y cuando no errase en el tiro. De tal modo las alejaría del hoyo. Pero di fallaba en el intento perdía la ocasión y era el siguiente en el turno el que debía jugar. Si éste aún no había metido la canica en el guá debía intentar hacerlo, no podía chocar a ninguna sin este requisito. Si conseguía meterla tenía la opción de defender su posición y chocar las que tuviera más cerca  del hoyo para alejarlas del lugar. Seguía tirando mientras no fallara, pero si erraba, debía esperar a su próximo turno. Y así sucesivamente. Lo normal era que los jugadores en liza se defendieran con uñas y dientes para ser el ganador eliminando uno a uno a todos los contrincantes. Como en todos los juegos, había verdaderos especialistas a los que vencer costaba un riñón y parte del otro.

            Si la apuesta iba en firme, que no siempre era lo normal, el perdedor debía entregar una gállara o canica al ganador. No recuerdo bien a cuántas veces de eliminación debíamos entregarla. Afortunadamente como no andábamos escasos no nos dolía tanto la prenda, pero es cierto que nos acostumbrábamos más a unas que a otras porque o bien pesaban más, o tenían una forma más redonda, o bien las teníamos un cariño especial. En aquellos tiempos de la Enciclopedia Álvarez también teníamos nuestros  sentimientos y nos encariñábamos con nuestros juguetes artesanales  de elaboración propia.  No es que fuera gran cosa pero le profesábamos una consideración especial y disfrutábamos de ello.

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El Hinque

El Hinque

Actualmente este juego ha desaparecido de Quintanilla de Tres Barrios, pero cuando el pueblo bullía de chicos y se podía practicar era uno de los más apreciados si el tiempo y las circunstancias nos lo permitían. Era otro de los pasatiempos exclusivamente de chicos. Este juego requería un espacio apropiado, había que jugar sobre hierba o en tierra blanda para que el palo pudiera clavarse con facilidad. Ni que decir tiene que el hinque no era un juego raro ni localista, o sea del pueblo, se ha venido practicando por diferentes partes y lugares, incluso en Sudamérica, y desde tiempos inmemoriales. Eso sí, con diferentes versiones. O sea, que no era un juego raro ni de chichiná.

El hinque era un palo de aproximadamente 60 centímetros de largo y  unos tres de grosor. Solía ser de chopo o de chaparro, que era más duro, al cual se le sacaba punta a uno de los extremos y al otro se le arreglaba un poco la empuñadura para manejarlo con más comodidad. El lugar más apropiado para jugar era las afueras del pueblo aprovechando un terreno remojado o donde creciera la hierba en cualquier época, si bien el otoño, el invierno y la primavera eran las más propicias.

 Se trataba de un juego individual practicado en grupo. Consistía en clavar el palo o hinque en el suelo intentando derribar el del contrario. Había que marcar el terreno y para ello hacíamos un “redoncho”, o sea círculo, donde practicarlo, fuera del cual estaba penalizado. Para establecer el orden de tirada se hacía una raya en el suelo y se iban clavando los hinques. El jugador cuyo hinque quedaba más cerca de la raya tiraba el último y el que quedaba más alejado lanzaba el primero, lo cual le concedía cierta desventaja.

Una vez establecido el orden de tirada, se iban lanzando los hinques. El que seguía al primero actuaba contra éste para ver si lo derribaba, después hacía lo propio el resto. Lo mismo se optaba por derribar alguno de los que estaban clavados (si se encontraba inclinado, mejor) o tocar y mover aquel que estuviera en el suelo. Aquí se demostraba la destreza en el tino o la precisión. Si ello sucedía, el causante cogía el hinque lo elevaba suavemente y al bajar lo arreaba un batacazo con el suyo para lanzarlo cuanto más lejos mejor. Echaba una rápida ojeada y en función de la distancia donde lo había mandado, decidía el número de veces que había que hincarlo. Era el momento en que todos comenzábamos a clavar el hinque desesperadamente al tiempo que contábamos las veces que lo hacíamos, intentando conseguir el número propuesto. Entretanto el jugador corría a buscarlo y volvía lo más rápido posible adonde nos afanábamos por completar el número indicado porque si alguno no lo habíamos conseguido y él hincaba el suyo antes, decía “hinque” (¿o “salvado”?) y ganaba a los rezagados, siendo el que menos veces lo hubiera clavado el que perdía. En tal caso, quien o quienes no lo hubieran clavado el número de veces estipulado empezaban a clavar el hinque los primeros. En el supuesto de que todos hubiéramos clavado el hinque las veces estipuladas, el que volvía a hincarlo primero era el que había perdido y después se seguía por el orden establecido de inicio.

El juego terminaba cuando nos cansábamos y de común acuerdo decidíamos darlo por acabado. Creo recordar que no había ni apuestas, ni dinero, ni nada de por medio, ni para los ganadores ni para los perdedores. Sólo era cuestión de pasar un rato entretenidos.

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El Rodancho

El Rodancho

            Suena así de bien el nombre de este juego porque en ciertos pueblos nos daba por llamar a las cosas por su nombre, o sea el que nosotros le poníamos. Lo normal sería decir juego del aro, porque así se le conoce por la mayoría de lugares. Pero tal nombre de rodancho no es exclusivo de Quintanilla de Tres Barrios, en la vecina Burgos pueblos hubo que se le conoció por tal cual. Si le buscamos un poco el truquillo de su etimología veremos que igual sonaba la femenina rodancha (que por el pueblo así le llamábamos a las rodajas o lonchas de algo) y tiene connotaciones por la zona de Murcia y por la catalana, rodanxa. En cualquier caso, la raíz o procedencia deriva del latín rota, que quiere decir, rueda.

            De eso se trataba, de hacer rodar un rodancho que era un aro de lo que mejor pilláramos para la ocasión porque antiguamente se aprovechaba todo y el hierro aún con más precisión. Podía ser del aro de un cubete, con lo cual el grado de inclinación estaba asegurado, o porqué no del refuerzo de la base del caldero. Todo servía, pero uno que se solía usar, si las circunstancias lo permitían, era el de la llanta de la bicicleta una vez extraído los radios. Cuando ya disponíamos del elemento base le hacíamos el mando o guía. Para ello utilizábamos un alambre consistente con el que moldeábamos una horquilla de forma cuadrangular que introducíamos en el exterior del aro y en el otro extremo le ingeniábamos un mango más o menos decente, o simplemente lo dejábamos tal cual.   

            Una vez teníamos el artilugio preparado ya estábamos en condiciones de disputar nuestras correspondientes carreras. No recuerdo bien si nos jugábamos algo de cierta consideración en el lance para aquél que llegara el primero a la meta. Lo que sí es cierto es que nos lo pasábamos pipa porque trazábamos nuestro circuito y competíamos por llegar los primeros sin incidentes, caérsenos el rodancho, a la meta. La máquina disponible era primordial para conseguir el éxito. En eso consistía el juego, en alzarse con el triunfo el mayor número de veces posible pasando el rato lo más entretenido. Muchos fueron esos ratos de ocio que escasamente nos quedaban, porque entre ir a la escuela y ayudar a los padres en las faenas cotidianas, tampoco nos quedaba todo el tiempo que hubiéramos deseado.

            Claro que si estamos hablando de un medio o sistema de circulación, lo que hacíamos muchas veces era desplazarnos al campo con él. Yo recuerdo cómo en ocasiones lo llevaba por los caminos cuando iba a sarmentar el viñedo, lo cual suponía que además del cansancio por recoger los vástagos de la vid le añadía el de venir corriendo por el camino, porque dependiendo de su estado le imprimíamos cierta velocidad. El rodancho fue pasando a mejor vida desde el momento en que la bicicleta primero, la moto después, el coche o el tractor fueron rompiendo la imagen de los pueblos y se impusieron como medio de transporte para ir al campo. Antiguamente las caminatas estaban a la orden del día. Por eso no necesitábamos hacer tanto deporte como en estos tiempos actuales de sedentarismo ocupados en ver la televisión, estar frente al ordenador o la wifi. Los tiempos cambian y la dejadez física también.

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* El Corro de la patata
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* El Hinque
* El Rodancho
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* El Salto del burro
* El Truño
* Florón, florón

* La Calva
* La Chita
* La Comba
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* La Tanguilla
* La Trompa
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* Los Bolos
* Los Palepes
* Pelota a mano
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