Emilio Ruiz, o el don apacible

 

No, no me refiero al río ruso Don, a quien Mijail Sholojov dedicó una novela inmortal, sino al don, con minúscula, es decir, a algo que recibimos al nacer y que nos otorga determinado carácter o personalidad.

Emilio Ruiz era mi tío, pero lo mejor que puedo decir de él es que, aunque no hubiéramos tenido ninguna relación familiar, habríamos terminado por encontrarnos en los “poderosos laberintos[1]” de la provincia de Soria.

Si tuviéramos que elegir una cualidad señera y remarcable dentro de las muchas virtudes que le adornaban yo escogería la paciencia, es decir, etimológicamente, la capacidad de hacer la paz o –diría- de sentirse en paz. Este don lo irradiaba, emanaba de su profunda mirada y de sus modales contenidos.

Había en él algo de aristocrático, de esa aristocracia de la tierra, a la castellana (donde nadie es más que nadie),  que viene de la sangre y del suelo. A veces habíamos coqueteado con la idea de descender de los Chancilleres, uno de los Doce Linajes sorianos, pero ni él ni yo lo tomamos nunca en serio, ni siquiera aquella vez que quisimos comprar una casona de la antesierra sólo porque lucía en su puerta un escudo en piedra con “nuestro” blasón. No, su aristocracia era involuntaria, y como los lores ingleses en su manor, el solía vestir con sencillez, lo que en las Islas llaman shabby genteel, es decir, cómodo, pero con estilo.

Estilo es una palabra que casa bien con Emilio Ruiz y su conducta mientras estuvo entre nosotros. Algo que no se improvisa y que es inmanente a la persona. Que no puede impostarse ni fingirse.

Cuando murió, cuando me dijeron que había muerto, no sentí al principio dolor, sino ira. Pensé que se había ido sin mi permiso, pero luego, ya más calmado, dejé fluir las lágrimas y huí de los humanos, con los que no quería compartir mi dolor. Recuerdo que era un día frío y ventoso, y ahí estoy en mi casa de la Antesierra, junto al fuego del hogar, ya no iracundo sino desolado, buscando la soledad como el lobo herido que huye de la manana. Y allí, frente al fuego del hogar, vertí el vino de la libación sagrada en dos copas que luego rompí: una para mí, otra para el fuego. Y todo ascendió por aquella chimenea de 300 años: el dolor, los aromas del vino, los vapores de mi llanto, los rescoldos de mi ira…

Quiso la casualidad que 30 años después de que yo fijara mi residencia en mi pueblecito de la Antesierra soriana Emilio apareciera por allí y comprara un pequeño terreno junto al arroyo Merdancho o Río Viejo. Un mínimo habitáculo y una huerta, pero lo suficiente para que, cuando yo acudía a la dehesa boyal a pasear a Dora, mi perrita Shar Pei, encontrara a Emilio afanado en sus bancales, cultivando un puñado de hortalizas, y nos saludáramos como vecinos reencontrados.

Había, en ese regresar al campo, mucho de disposición horaciana y hasta de emulación de Cincinato, pero a mí no me sorprendió nada, porque siempre había visto a Emilio como una emanación de la tierra soriana, como un Anteo redivivo que captaba y se nutría de los efluvios de Gea.

Poco antes de su muerte le visité en su casa que –también en la ciudad- está enfrente de la mía en la calle que lleva el egregio (y anacrónico) nombre de los Fueros de Soria. Para llegar a él atravesé la portada gótica que él rescató hace ya muchos años de la debacle urbanística que asoló nuestra ciudad. Pocos días antes había cumplido años –los últimos- y le llevé un regalo tardío. Un manual de la Zeiss Ikon “Ikoflex”, la cámara con la que él había recorrido morosamente la provincia dando fe de su realidad mortecina. Aunque estaba en inglés apreció el regalo, lo noté en su mirada.

Poco después llegó uno de sus nietos, también Emilio, que le traía un ejemplar de Celtiberia, la revista del Centro de Estudios Sorianos. En ella aparecían varios trabajos de Emilio que, ahora me doy cuenta, serían los últimos.

Entonces, en aquella penumbra de invierno, estuvimos hablando un buen rato. Él se lamentaba de la falta de apoyo que el C.E.S. había sufrido por parte de las instituciones sorianas, agravado hasta el paroxismo por la crísis económica. No era algo que yo ignorara, pero cuanto me contó no dejó de encocorarme. Hablaba Emilio de cómo la biblioteca del C.E.S., nutrida con fondos más que interesantes de toda España, no disponía de un local apropiado que la albergara. Y se demoraba en pormenores de los lugares a dónde algunas instituciones les habían encaminado: un sótano lúgubre y mefítico la UNED, una pescadería con humedades Caja Soria.

Las que, para mí, fueron sus últimas palabras, versaron sobre el desencuentro entre la Cultura Soriana y los estamentos provinciales. Nada nuevo bajo el sol. Así son las cosas. Por mi parte, el año que viene se cumplirán los diez desde que escribí aquello de: “Yo estoy en Soria, pero Soria no está en mí”.

En cuanto a Emilio, ya los “donfiguras” han escrito las necrológicas “de oficio” (los “homenajes insinceros” de que nos previniera Juan Antonio Gaya Nuño), así que no tiene sentido asentar lo obvio y lo reiterativo (eso, a otros, se les da de hongos). Pero sí decir que a Emilio nunca le dieron bola los de la “Conjura de los necios”, que no tiene pinta de amenguar. Y que, mientras se celebra a medianías o francas nulidades, Emilio es sólo conocido por unos pocos, que celebran –celebramos- sus buceos literarios en la intrahistoria soriana como una de las catas literarias más notables e irrepetibles de nuestro venero.

Cuando murió Clemente Sáenz (padre), uno de los fundadores del C.E.S., Emilio le dedicó una necrológica estremecedora que no considero superable. Enumeraba allí una serie de parajes, collados, cumbres, cerradas y páramos de la geografía provincial por donde, a buen seguro, transitaría el ánima de don Clemente. Como no la puedo mejorar, sólo puedo constatar que, a su lado, esta es un intento mediocre, pero no cometeré la villanía de remedarla. Porque podría servir –tal cual- perfectamente para lo que ahora tratamos. Bastaría repetirla. Y yo me cito con él y con los que quieran compartir mi dolor en esos lugares que conocimos y frecuentamos, en la seguridad de volver a encontrarnos allí. ¡Hasta pronto!

 

[1] Referencia a los mighty labyrinths londinenses de que hablara Thomas de Quincey. En ellos también me perdí.

Antonio Ruiz Vega

 

Comentarios de sus libros

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