El espesor transparente del otoño Por el inigualable río cruza la esbelta garza del otoño. Bebe, se detiene, salpica el agua con sus alas, desaparece. De pronto un hombre entre las negras encinas, las zarzamoras florecidas, pisa las cárcavas de inefable belleza. En la ribera del Duero se oye el aleteo de las hojas y los últimos arrullos de las golondrinas, en ese estar aquí y allí, en diferentes sitios, pendientes de la dirección del viento. El hombre observa como la tarde transparente se oculta en la sombra. ¿Quién recogerá este año los arándanos?. La guadaña ha sido sustituida por la máquina de pistón y los cangilones de la noria yacen arrumbados en el establo. Hasta hace unas horas te acariciaba el sol. Tu cuerpo desnudo era una parte más de la naturaleza, formaba parte de ella. Ahora el árbol que embellecía tu alma se ha quedado sólo y enfurecido por su triste destino se ha despojado de sus hojas y está a punto de morir, de ser arrastrado por el impetuoso río. De momento la armonía se ha roto. Ya no es suficiente con escuchar o mirar la blanca corteza del abedul. Todo se a disolviendo en la nada. Tú misma has desaparecido. El crepúsculo se adueña de la luz y el viento azota las vivencias. ¿Qué sucederá después?. Recorramos las calles de la ciudad. El fatalismo de los campesinos no debe contagiarnos. Su impúdica posesión de la ciudad evidencia el triunfo del mecanicismo. Entre tanto, la naturaleza, desposeída de su armonía, languidece. Y sin apenas fuerza, maltratada, va entrando en el riguros turno de las fuerzas económicas del consumo. Allí le espera la estrategia de la mariposa o la del cóndor. La especulación de volatilidades con bajo riesgo. La hoz y la zoqueta Siempre me han llamado poderosamente la atención las piedras donde los hombres han afilado las hoces o sus navajas. Las hendiduras, a veces profundas que fijan nuestra atención son como signos del paso del tiempo y del trabajo. Casi siempre las podemos ver en las esquinas de las grandes fábricas, en las torres de las iglesias o en las casonas solariegas como imperecedero testimonio de tierras de labor y de campos de trigo. Es imposible saber el número y la frecuencia con que fueron utilizadas, y más aún saber quiénes fueron, de quién se trataba. Pero sin duda debieron ser hombres precavidos, conocedores de la realidad. Porque el rendimiento de su trabajo dependia tanto de su esfuerzo físico como de la destreza y del corte afilado o no de su hoz. Convengamos en admitir que tanto el esfuerzo físico como la destreza formaban parte de su naturaleza humana, pero que el tercer factor, el capital, derivaba de la técnica y por lo tanto podia ser mejorable. Claro que no todas las piedras reunen las condiciones necesarias para afilar una hoja de acero, de aquí que no se fijaran tanto en las dimensiones de los sillares, ni en las más duras y resistentes, sino en aquellas que más se asemejan a las que utilizan los afiladores, la arenisca, sensible al agua y al tacto. - Como si un escultor hubiese dejado allí la huella indeleble del cíncel-. La sugestiva luz del atardecer llega a nosotros abarcándolo todo. Una bandada de pájaros cruza presurosa en dirección a la pinada más próxima. Entre tanto, el pequeño José Ramón, abstraído en sus juegos infantiles, junto a un limpio chorro de agua, va tiñendo de azul el suave declinar de la huerta de Cigudosa. La lluvia Impúdicamente la lluvia penetra por todas partes. Licia se ha dado por aludida y grita de ardor, sobresaltada. Toda la ciudad, pero sobre todo los cristales de los escaparates se rebelan de rabia, de impotencia. Al final de la contienda se entregan desesperados y lloran de vergüenza. El tiempo pasa, pero no pasa en vano. Cuando sale el sol, los muy estúpidos, sonrien complacidos. Un hombre de Uslé les lava la cara y como niños con zapatos nuevos se entregan sin reservas a competir con los cristales de las copas que exhibe el comercio «Todo a Cien». En vista de ello, la calle, para festejar su falta de imaginación, no duda en ponerse el traje de terciopelo azul. © Emilio Ruiz
1999 |