Miguel Maderuelo Ortiz
8.- Antonio Ruiz y Ernst
Hemingway
Cuando llegué a Pamplona
por primera vez había pasado poco tiempo desde la muerte de Hemingway.
Me encontraba a la sazón en la raya difusa y borrosa que separa la
infancia de la adolescencia, todavía más cerca de aquella que de ésta.
Era la primera vez que viajaba solo, y la familia me acompañó en la
Central hasta la estación de Cañuelo para despedirme. Por ser menor de
edad, en el bolsillo del pantalón llevaba un papel que mi padre me había
firmado con sus datos y los míos, autorizándome a viajar y poniéndome al
cuidado de un matrimonio ya mayor que conocía a mis tíos navarros. Si te
pregunta la pareja de la guardia civil, se lo enseñas, -me dijo.
Hasta ese viaje, lo más que me había
alejado por la línea de ferrocarril de Pamplona no pasaba de los pocos
kilómetros que dista la ciudad de la caseta del guardagujas de Valcorba,
donde se hacía la bifurcación de trenes hacia Calatayud o Castejón.
Sucedía en las ocasiones que, después de las primeras lluvias del otoño,
el abuelo me llevaba con él a pasear los domingos por la mañana, unos
trechos junto la vía, otros al lado de la carretera, en busca de las
setas que crecían al pie de los chopos o en los cardos de las
estribaciones de la Sierra de Santa Ana. A partir de allí se ofrecía a
la vista un territorio desconocido, que sin embargo se me manifestó más
familiar que extraño en esta ocasión, sirviéndome de entretenimiento
durante el viaje mientras lo veía pasar puesto de pie en el pasillo del
tren, con los codos apoyados en la ventanilla abierta: choperas,
humildes tierras de pan llevar, barbechos, cerros que visten tupidos
bosquecillos de carrasca donde se oculta la raposa y el jabalí, algún
breve regato cortejado por juncos y espadañas, terraplenes mostrando sus
entrañas descarnadas de tierra rojiza por los que se abre paso la vía,
el sendero por el que se aleja el pastor seguido de su rebaño…
Un viaje que trae la ilusión de otros
viajes, los nervios de la víspera que no dejan dormir apenas, los
preparativos de la maleta, los consejos de la madre: -que te portes
bien, que uses el pañuelo, que te cambies de muda, que hagas caso a los
tíos, que te comas lo que te pongan, que…- También la manía de consultar
por cualquier motivo el viejo atlas, costumbre que se acrecentaría con
el tiempo: Velilla de la Sierra, y después Arancón, y a continuación
Aldealpozo, y un poco más allá Valdegeña, y luego Villar del Campo,
todos ellos minúsculos lugarejos que empezaban a sentir ya entonces el
acecho de la guadaña de la emigración, de la que tampoco yo podría
escapar unos años más tarde. En la estación de Ólvega, minera e
industrial, se notaba que allí sí bullía la vida, igual que en Ágreda.
Fitero, en tierras navarras –otras tierras, otro paisaje- nos trae
recuerdos de chocolate, chocolate Francés, meriendas de
chocolate, tabletas que guardan el reclamo de cromos coleccionables,
como me los trae el zaragozano Ateca o el norteño Irún, o aquel
chocolate de Sierra Mágina de la abuela Isabel, que se llamaba Virgen
de la Cabeza, onzas cuadradas y gordas que al masticarlas parecían
hechas con tierra y producían dentera. Corella, Caparroso, Olite,
Tafalla y Biurrún-Campanas…
Cuando
llegué a Pamplona no sabía quién podría ser Hemingway, un perfecto
desconocido del que nunca había oído hablar. Cuando llegué a Pamplona
era de noche, vísperas de San Fermín. Desde la estación, a las afueras
de la ciudad, subía al centro un autobús atestado de viajeros al que
llamaban la villavesa, y toda la ciudad era un hervidero de gentes de
aquí y de allá atraídas por la fiesta. No imaginaba entonces que
volvería un año tras otro mientras pudiera, y que inevitablemente
terminaría impregnándome de la vieja Iruña hasta dejarme en el alma un
poso de cariño que quedará para siempre.
No comprendía por qué desconocidas
razones aquella ciudad tan distinta en muchas cosas a mi pequeña Soria
me resultaba, sin embargo, tan cercana. No podría ser por el trazado de
sus calles, tan proporcionadas, modernas, paralelas y espaciosas: Media
Luna, Aralar, Olite, Amaya, Carlos III…cortadas a cartabón por otras tan
amplias como ellas: Aoiz, Iturralde y Suit, Tafalla…, ni su río Arga, ni
sus murallas, ni sus alrededores, ni quizás sus gentes. No obstante,
había algo intangible e inmaterial que me hacía sentirme como en casa.
Puede que, sin yo saberlo, invisibles lazos trazados a través del tiempo
sirvieran de unión entre estas dos tierras, más próximas de lo que
parecían indicar los atlas geográficos y los viejos manuales de
Historia. Con los años, fui conociendo usos y costumbres semejantes:
festejos populares, el juego de pelota a mano en los frontones, el corte
de troncos, canciones… (¿Podrían considerarse o llamarse con propiedad
emigrantes a quienes partieron de la alta meseta soriana para instalarse
en tierra navarra? Definitivamente, no, porque para un soriano Navarra
no es tierra extraña).
Pamplona estaba de fiesta y durante una
semana larga la ciudad entera no descansaba ni permitía el descanso. Muy
temprano, de noche todavía, mi tío nos hacía despertar a un primo de mi
misma edad y a mí, para ver la llegada del encierro. Con el sueño pegado
aún a los párpados, bajábamos por la calle Amaya rumbo a la Plaza de
Toros. Estos madrugones me recordaban los del Viernes de Toros en San
Juan, cuando nos juntábamos algunos vecinos del barrio para coger los
mejores sitios de sombra en nuestra plaza, disputándoselos a la gente de
los pueblos que había llegado a Soria antes de que amaneciera.
En el tendido aguardábamos impacientes a
que el reloj del Ayuntamiento diera las siete, hora en que el disparo
del cohete desde la puerta de los corrales anunciaba la suelta de los
toros. Hasta que llegaba ese momento, la banda Popular del Maestro Bravo
amenizaba la espera desde el ruedo con música de diana y pasacalles
sanfermineros. “Las siete de la mañana, los cohetes hacen ¡pum!”, (…)
“Desde el tendido esperando, estamos con ilusión, ver pasar toros y
mozos la puerta del callejón. Son los mozos de Pamplona los más
valientes, llenos de fe, los que corren en el encierro con alegría,
garbo y placer”. La dirigía con gracia el maestro Bravo, un señor
bajito y de aspecto jovial que gozaba de la simpatía y el cariño del
público. Era inevitable que la suelta de embolados, tras el encierro, me
trajera recuerdos sanjuaneros de las vaquillas de la Saca. Cuando
terminaba, mi tío nos invitaba a café con leche y churros en algún bar
cercano. Luego, a media mañana, volvíamos a la plaza de toros para
presenciar los concursos de aizkolaris, tan parecidos a las
exhibiciones de corte de tronco de mis paisanos de Pinares en las
fiestas patronales. Por la tarde, a la salida de los toros, la ciudad
bullía de gente ruidosa contagiada por la música de las charangas, las
canciones de las peñas y el vino de las botas. Cómo sentirme extraño y
forastero, si me consideraba uno más, como en mi casa, en mi ambiente.
Tenía otro primo que me llevaba unos
cuantos años, y su hermano y yo nos enteramos que corría los encierros,
aunque lo ocultaba para ahorrarse la bronca de mis tíos. Y a cambio de
nuestro silencio, solía invitarnos en las barracas de la feria, sin que
nos hiciéramos mucho de rogar. Cuando llegué a Pamplona no sabia quién
podría ser Hemingway, un perfecto desconocido del que nunca había oído
hablar, pero este primo mayor, el que corría el encierro sin saberlo mis
tíos, ya se encargaría durante aquel verano de sacarme de mi ignorancia.
De ser un desconocido, Hemingway pasó a resultarme casi tan familiar
como Bécquer o Machado para la gente de Soria. Después, aunque no dudaba
de sus conocimientos sobre la vida y obra de este trotamundos americano,
llegué a pensar que probablemente fantaseó en alguna que otra ocasión, a
medio camino entre la exageración y la fabulación, más que nada por
impresionarme. Y a fe que lo consiguió gracias a sus buenas dotes de
narrador que gustaba de sazonar sus relatos con historias y anécdotas
que yo escuchaba con interés.
Y así, poco a poco, casi sin darme
cuenta, fui conociendo los lugares que recorrió el escritor, las
tabernas que frecuentaba, el hotel en el que acostumbraba a hospedarse,
como también supe sus aficiones y el nombre de sus amigos, y muchas
anécdotas que hicieron crecer mi admiración por Hemingway, hasta hacer
de su figura casi un mito, como ya lo era por entonces para muchos
navarros.
Me sentí tan a gusto en Pamplona que no
dudé volver allá en los veranos siguientes, apenas terminaban nuestros
sanjuanes. Fue uno de aquellos años cuando se produjo en Soria la
inauguración del I Salón del Toro. Debía andar por los primeros cursos
de bachillerato, y a esa edad poco o nada podía entender de arte. La
Geografía de España se estudiaba en primero, con diez años, en segundo
la Universal, y no sería hasta sexto cuando diésemos la Historia del
Arte. Supongo que me sonaría Velázquez o Miguel Ángel, pero poco más,
limitándose mi bagaje artístico, amén de lo aprendido en los libros de
texto, a los cuadros y frescos de San Saturio, los retablos de algunas
iglesias sorianas, el románico de San Juan de Rabanera y la maravillosa
portada de Santo Domingo. Mi ignorancia, sin embargo, no creo que me
cerrase del todo las vías de la intuición y la sensibilidad. Pienso que
algo tendría de ambas porque, entre las brumas del recuerdo difuminado
por el paso de los años, me quedó un regusto agradable de aquella
manifestación plástica que sentí en el Palacio de los Condes de
Gómara una noche remota que queda perdida en la lejanía del tiempo.
Entre la gente que allí se congregó, me
llamó la atención un señor con barba, de mirada limpia e inteligente, y
con aire de intelectual. Hablaba con otros señores que, por su
apariencia y gestos, pensé que tal vez fueran gente del mundo del arte
–supe después que él sí formaba parte de él y también que fue el
principal artífice e impulsor de aquel trabajo colectivo-. Nunca lo
había visto hasta aquel día, y, no sé por qué razón, despertó mi
atención, asociándolo en seguida con Hemingway, aunque el parecido
físico fuera más bien escaso. Sin duda, había algo singular en él que lo
diferenciaba de otras personas. Quizá se debiera, en parte, a la barba,
rarísima en aquella época –abundante de bigotillos como el del
Tirillas- y muy mal vista por las personas de orden, para quienes
los portadores de tales excesos capilares eran sospechosos de presuntas
desafecciones al régimen y otras heterodoxias inconfesables. Pues de
siempre se ha sabido, entre el común de los mortales, que los artistas
suelen ser gente rara. Mi amigo Germán, que unos días antes había estado
viendo la exposición, me aclaró que el señor aquel se llamaba Antonio
Ruiz y había sido el fundador del Salón del Toro.
Cuando llegué a casa abordé al abuelo
abrumándole a preguntas. Disponía de todo el tiempo del mundo para
atenderme, y quién mejor que él que lo sabía todo, o al menos eso creía
yo, para sacarme de mi ignorancia. Me explicó que el Salón del Toro era
obra de un grupo de artistas llamado SAAS, que constituía un gran
acontecimiento, que se habían recibido obras de otros países y contaba
con la participación de artistas internacionales, que Camilo José Cela
era el presidente, y que claro que conocía a Antonio Ruiz, el
organizador de aquel evento artístico antes nunca visto en Soria y del
que se iba a hablar durante mucho tiempo.
El Salón del Toro y los comentarios del
abuelo tuvieron que influir a la fuerza en mi creciente interés por la
figura de Antonio Ruiz, un celtíbero de pro, según supe, que había
logrado no sólo reunir un importante puñado de obras y firmas de
prestigio, sino que su ciudad se sintiera orgullosa de un arte que
entronca en su más genuina tradición: el toro, nuestro dios sol, tótem,
rito y mito desde la noche de los tiempos de un pueblo antiguo como el
nuestro. Y desde la intuición y la sensibilidad, más que desde mi parvo
conocimiento de las artes plásticas, creí entender que una iniciativa
cultural como aquella no era una exposición más sobre toros, ni tampoco
taurina o tauromáquica, sino el Toro mismo, símbolo milenario grabado a
fuego en nuestro inconsciente colectivo.
Dentro
de los muros del palacio, entre las obras de Marcos Molinero, Dimitri
Papagueorguiu, Ulises Blanco, Zachrisson y del propio Antonio Ruiz,
entre cuadros, grabados y cerámica, parecía flotar toda la magia del
toro sagrado de la Celtiberia: el Toro Jubilo de la fría noche
medinense, el Toro del Santo Cristo de Deza, la Barrosa de Abejar, los
doce toros de las doce cuadrillas de San Juan, y, emergiendo de su
letargo de roca y milenios, los sagrados toros neolíticos de los abrigos
de Valonsadero. Y esta iniciativa la había conseguido sacar adelante un
hombre inquieto y creador que tuvo el mérito de aunar en torno suyo a un
grupo de artistas e intelectuales para ofrecer generosamente el esfuerzo
colectivo a la ciudad que le vio nacer. Durante un tiempo, la imagen de
Soria se proyectó en España y fuera de nuestras fronteras, con el
reconocimiento de propios y extraños.
Ya adulto, tuve conocimiento de que el
inconformismo y la sensibilidad de Antonio Ruiz habían puesto a trabajar
a su grupo SAAS hasta lograr que Soria contase con un Museo del Toro.
Los proyectos iban más lejos contándose con la colaboración de Dalí y
Picasso para una segunda edición del Salón del Toro. Era admirable el
interés de este artista del barro, escultor-ceramista, por impulsar la
cultura soriana. A su talento organizador –Galería El Corsario, Grupo
Ibiza 59, SAAS, Cine Club- unía un historial brillante, dejando sus
obras para la posteridad en los museos de Arte Contemporáneo de Madrid y
Barcelona y en el Nacional de Cerámica de Valencia.
Sin
embargo, este hombre íntegro y tolerante, lleno de proyectos e ideas
para su ciudad, tenía que toparse forzosamente con la oposición y el
cerrilismo de los mediocres que, aparentes paradojas de la vida,
terminarían colocándose en el Ministerio de Cultura. Así, sin cejar en
su ignominiosa tarea de acoso y derribo, lograron que un aciago día para
la cultura soriana, la zafiedad de un alcalde iletrado y el desprecio
que suele engendrar la ignorancia, con la impunidad que daba el cargo,
consumase a escondidas uno de los más burdos latrocinios que se
recuerdan: hizo llamar a los bomberos para que apagasen el fuego de la
cultura, para que hiciesen el trabajo sucio de abandonar los cuadros
como trastos inútiles, junto a picos y palas, polvo y telarañas, en un
almacén municipal.
De no haber tenido Hemingway tanta prisa
por dejar este mundo, es probable que hubiera terminado por encontrarse
con Antonio Ruiz en su librería-sala de exposiciones, foro de la vida
cultural y artística de Soria. Y en este lugar donde se daban cita Gaya
Nuño, Julián Marías, Heliodoro Carpintero o Cela, entre muchos otros,
habrían hablado de su obra “Fiesta” y de otros muchos libros, de
cerámica numantina, de cuadros… del Toro.
Muchos años después, desde la lejanía del
exilio, el recuerdo de Antonio Ruiz me llega asociado al eco de una
hermosa palabra: Libertad.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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