Miguel Maderuelo Ortiz
3.- La despedida
Reflexionando sobre mi
futuro, más que probable lejos de la tierra, esperaba impaciente el
momento de abandonar definitivamente el cuartel y recuperar mi libertad
con la recogida de la ansiada blanca, la cartilla militar de los
quintos, salvoconducto para dejar las guardias y los chuscos y cambiar
el caqui por la ropa de paisano. Cada día que pasaba lo iba eliminando
en el calendario, un palo del aspa al mediodía y otro por la noche, en
un afán febril de ver más cruces que fechas sin tachadura. De tanto
mirar el almanaque fui conociendo el santoral: el tres de febrero, San
Blas, ¿estarán ya las cigüeñas, de regreso de África, en la torre del
Carmen y en la del Salvador?-; el cinco, Santa Águeda, el día que, según
dicen, toman el mando las mujeres en algunos lugares; el veinticinco de
marzo, San Dimas, el buen ladrón… y así hasta que, de santo en santo,
cual si de un venerable juego de la oca se tratase, evitando caer en el
pozo, el laberinto o el calabozo, llegó San Venancio, la que iba a ser
la última y mágica noche, la que pondría punto final a una partida que
parecía inacabable.
Al día siguiente, por fin, volvía a casa con la incipiente
primavera anunciándose en los brotes nuevos de los viejos olmos. Sentía
un sinnúmero de sensaciones intensas, una emoción tan indescriptible por
el regreso, que al atravesar el puente de piedra y ver el río bajo sus
arcos, se me humedecieron los ojos, mientras algo parecido al frío me
recorría la espalda. No imaginaba entonces que estas impresiones me
acompañarían en adelante cuando, ya expatriado, traspasaba los límites
provinciales, de tarde en tarde, de vuelta al terruño.
Y vino el verano y, con él, decidí que
había llegado la hora de decir adiós al hogar, al paisaje que me era
familiar y a un ambiente y a unas costumbres con los que me sentía
identificado, para salir en busca de un porvenir en otras tierras
lejanas. Sentado en un asiento de tablas del andén de la estación,
mientras esperaba el tren bajo la marquesina que me protegía del sol,
recordaba otros viajes y otras esperas muy distintos a éste. Como en
aquella ocasión en que el tío Alonso venía desde Pamplona para vernos, y
al despertarse cuando paró el tren sufrió un sobresalto, todavía bajo
los efectos del sueño, creyendo que se había equivocado de destino, no
dando crédito a lo que veían sus ojos: los caracteres cirílicos del
letrero de la estación, los carámbanos de hielo y la nevada caída,
impropia de aquella época. No tardó en salir de su error cuando le
dijeron que se estaba rodando la película Doctor Zhivago y todo a su
alrededor era mero artificio. O aquel madrugón para coger el tren,
siendo niño, cuando, ilusionado y feliz por lo que me parecía una
aventura viajera, acompañé al abuelo para visitar a su amigo, el cabo
Lara, destinado en la casa cuartel de la guardia civil de Gómara. Debía
ser domingo porque despertaba mi curiosidad el vagón repleto de
cazadores con toda su parafernalia de escopetas, cananas y perros. Me
pareció, entonces, al ver el letrero de Albocabe, que era un nombre que
sonaba rarísimo y que la caminata del amanecer desde la estación hasta
el pueblo se hacía interminable.
…
Mientras el tren se iba alejando, dejando
atrás la Sierra de San Marcos a un lado y la de Santa Ana al otro, me
preguntaba si el arraigado sentido de la independencia que, según
decían, durante generaciones mantuvimos los Pedraza, no era un precio
demasiado alto que volvía a alejar a uno de los suyos de esta bendita
tierra. No era amigo de pedir favores y menos de coartar mi libertad por
estar en deuda con alguien que me hubiera podido proporcionar un
trabajo. Había tomado una decisión y asumía sus consecuencias. El
traqueteo del tren y el sopor del caluroso día me fueron arrastrando a
un estado de duermevela que hacía venir a mi mente las tertulias con el
abuelo Francisco en la mesa camilla durante las largas noches de
invierno cuando, entre vuelta y vuelta al brasero de cisco, nos contaba
los avatares de su vida. Se hacían tan amenos sus relatos que lo
escuchábamos embelesados y nos pasaban las horas sin darnos cuenta hasta
que, indefectiblemente, era mi madre quien cortaba la velada con un:
“venga, niños, que mañana hay colegio y ya es muy tarde”. Entonces,
el abuelo daba por terminada la narración, carraspeaba y, mirándonos con
una sonrisa cómplice, soltaba por lo bajinis, en señal de protesta,
alguna apostilla en torno burlón sobre las mujeres, a la que mi madre,
sin variación, hacía oídos sordos.
Iba recordando, de tanto habérselo oído
contar, que también él tuvo que salir a buscarse la vida- el coscurro,
decía- fuera del pueblo, Durueña, un lugar de la sierra hoy despoblado
como tantos otros de la Vieja Castilla. Bien joven bajó por primera vez
a tierras jiennenses para trabajar de cagarrache en los molinos
aceiteros en época de recolección de la aceituna. Como era despabilado,
se defendía bien con las cuentas y sabía leer y escribir con soltura, no
tardó en mejorar su situación en la fábrica del aceite, lo que no le
impedía volver al pueblo terminada la temporada. Hasta que en una de
aquellas idas conoció a la abuela Isabel, por entonces una guapa moza de
un pequeño pueblo de la Sierra de Mágina. Si serrano era su origen,
serrano seguía siendo su destino en otros parajes. Pero su carácter
inconformista y emprendedor le hizo dejar la almazara y, poniéndose el
mundo por montera, con la oposición de sus suegros, mis bisabuelos, tras
pasar un tiempo de empleado municipal de arbitrios, dejó atrás un
mundillo de capachos, alpechines y orujos. En cuanto tuvo ocasión, ya
casado y con mi padre recién nacido, el abuelo retornaría a sus lares.
Estos recuerdos me levantaban el ánimo
ahora que emprendía el camino del destierro, haciéndome albergar la
esperanza de que tal vez mi salida sólo sería por un tiempo, y las
circunstancias, los hados o lo que fuera, tarde o temprano, acabarían
por hacerme un guiño favorable que me permitiesen correr parecida
suerte. Me prometía a mí mismo que, fuese cual fuese mi sino, no
rompería jamás la vinculación afectiva con la tierra que acababa de
dejar. Aunque no tuviese la oportunidad de volver a ser uno más de sus
habitantes, empadronado en otro lugar, siempre quedaba la esperanza del
regreso por unos días, siquiera. Por otra parte, poco tenía que ver la
emigración de ahora con la de quienes nos precedieron decenios atrás.
Aquellos sí que fueron tiempos verdaderamente duros, y muchos de los que
marcharon, en su mayoría jóvenes o adolescentes, tras cruzar el charco,
nunca más regresarían. Tuvo que ser desgarrador, para padres e hijos,
aceptar una ruptura que se intuía para siempre. Maximino Peña, emigrante
también, fue quien mejor supo plasmar la cruel realidad de aquella
emigración provincial con su cuadro La carta del hijo ausente: la
familia que recibe las noticias de ese hijo a quien quizá no vuelvan a
ver el resto de sus días.
…
Sin embargo, casi sin darme cuenta, los
años fueron pasando muy rápidos y, con ellos, desvaneciéndose, poco a
poco, las esperanzas del retorno. Lo que en un principio parecía una
situación pasajera, el éxodo, con el tiempo se iría haciendo definitiva.
Había formado una familia que pertenecía a otra época y a otro lugar. La
tierra que me acogió era su tierra, su cuna, siendo yo, en cierto modo,
forastero en su propia patria chica. Éste y no otro era el paisaje
materno a través del que iban conociendo el mundo, su mundo, el que en
parte determinaría su forma de ver la vida. Y según fueron creciendo,
porque los hijos de los emigrantes crecen tan deprisa como los demás, la
vuelta por la tierra paterna fue espaciándose más y más. Cuando eran
pequeños, volvían ilusionados todos los años: las vacaciones del verano,
los abuelos, los tíos, los juegos con los primos, el contacto con la
naturaleza… pero más tarde todo se volvieron excusas: que si nos
aburrimos, que si los estudios, que si el novio o la novia, que si un
viaje a otros lugares…
De modo que el milagro no se produjo,
como era de esperar, como no podía ser de otra forma. ¿Quién y a cuento
de qué iba a levantar un hogar, aunque las circunstancias lo
permitiesen, y arrastrar a los propios hijos a otro exilio? El emigrante
podrá aspirar, como mucho, a volver por la tierra de forma esporádica,
coincidiendo con las vacaciones, o, si le sonríe la suerte, amasar
fortuna como los antiguos indianos que le permitan pasar largas
temporadas en el lugar de origen, o esperar la jubilación para vivir a
caballo entre dos tierras como hacen las aves migratorias, como las
cigüeñas que anidan en el Carmen o en el Salvador. Eso si ya no ha
pagado el tributo del desarraigo, que le haga olvidarse por siempre de
lo que fue y ya no es, ni quiere que sea. Si es así, renegará de su
cultura y tradiciones que le parecerán anticuadas, y por una modernidad
tan mal entendida como su falso cosmopolitismo, olvidará su pasado del
que quizá se avergüence, por caduco y trasnochado. Se instalará con
complacencia casi infantil en la tierra prometida, no integrándose, sino
abrazando con devoción de converso todo signo de supuesto progreso: la
gran ciudad, las ofertas pseudoculturales, el turismo de sol, sangría y
playa, la cultura del consumo…
Por lo que me atañe, se pudo comprobar
que el Santo Patrón quiso guardarse los milagros para los niños buenos
caídos desde las ventanas de su ermita y no, como es de justicia, para
quienes en sus años mozos de estudiantes le dedicaban irreverentes
canciones sobres sus atributos masculinos o sus presuntas aficiones
etílicas. Y por más que, en cuanto tenía ocasión de regresar por la
tierra, me acercaba hasta la cueva para decirle que lo pasado, pasado, y
que pelillos a la mar, y que para cuatro días que estamos en este mundo
tampoco es para tomárselo muy a mal y etcétera, se ve que no estaba por
la labor ni tenía intención de perdonar ni olvidar. Encima, de acceder a
mis peticiones, le hubiese puesto en el compromiso de atender súplicas
semejantes de otros paisanos de la diáspora, lo que podría irritar a los
del mientras menos seamos a más tocamos, con su consiguiente
retirada de confianza. Y no estaban los tiempos, precisamente, para
perder devociones o lealtades.
Viendo la falta de apoyos celestiales, no
me quedó más remedio que aprender a convivir en otros lugares y con
paisajes distintos, muy diferentes a los que yo había conocido, como
diferente era el clima, las costumbres y la forma de entender la vida de
sus habitantes. Y me dije que si los osos polares o los leones
sobreviven en parques lejanos de su hábitat, para contemplación de
domingueros, turistas y otras faunas perniciosas, yo, de una especie
superior y además racional, según opinión generalizada, no iba a ser
menos. Así fue como cogí la manía de mirar por el retrovisor de mi
existencia y cómo fui añorando, y en cierto modo idealizando, el mundo
que, envuelto en las brumas de la memoria, quedaba tras los muros de mi
infancia y primera juventud, tras comprobar que el que me esperaba
después de salir de allí, forzosamente no sería el mismo de antes.
Allí, en aquel pequeño mundo, había
aprendido lo que significaba la vida: los juegos infantiles, la calle,
que felizmente pertenecía a los niños y aún no la habían usurpado los
vehículos, el cariño del abuelo y de mis padres, los cuentos de la
abuela que se nos fue prematuramente, los amigos, las peleas, mi barrio,
en el casco viejo, las meriendas de pan y chocolate, la muerte… La
escuela que rezumaba por sus paredes la España salida de la guerra: los
retratos de Franco y José Antonio, el crucifijo y los rezos a diario, al
comienzo y al final de la clase, la autoridad incontestable del maestro
que se hacía notoria en los reglazos que atizaba a quienes no se sabían
la lección o las tablas de multiplicar, porque la letra con sangre
entra, y en los castigos, puesto el reo de rodillas, como mal menor, o
con los brazos en cruz, para más inri. De aquellas paredes colgaba en
exposición permanente el mapa de España, político y geográfico, que
permitió a más de una generación hacer familiares los Montes
Universales, el Moncayo y la Cebollera, lo mismo que Peña Labra, Peña
Ubiña y Peña Prieta; y el Duero, el Alberche, el Tiétar; o aprenderse de
carrerilla cantarina las provincias de Castilla la Vieja que siempre
empezaba en Santander y unas veces terminaba en Ávila y otras en
Valladolid, tras pasar por Palencia. Y así sería hasta que, bastante
después, los políticos decidieron, con el silencio y la indiferencia de
castellanos y leoneses, que debía ser de otra forma.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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