Miguel Maderuelo Ortiz
5.- Viajaron para siempre
Eliseo subía despacio por
el Espolón, como todos los días, en su carrito de inválido, camino de
las Casas de Chocolate, donde vivía. Cualquiera de aquellos
forasteros que paraban para comprarle alguna de las postales que vendía,
de haber oído hablar de tales viviendas, hubiese pensado, despistado,
que su nombre algo tendría que ver con las peripecias sufridas por los
hermanos Hansel y Gretel, o con malvadas brujas aplicadas en
encantamientos y conjuros. Pero, que se sepa, no es probable que por
allí viviera ninguna, ni que la influencia de las sorginas de Barahona
hubiese llegado hasta tan lejanos parajes, a sólo dos pasos de la
Barriada y Santa Bárbara. Además, de qué preocuparse si, como todo el
mundo sabe, las meigas sorianas –haberlas húbolas- acostumbraban a ser
buena gente, y, por lo general, mal que les pesase a los de la
Inquisición y a los santurrones, sus trapacerías habían de ser de poca
monta: que si un ungüento por aquí, un mal de ojo por allá, algún
viajecito en escoba hasta Zugarramurdi para visitar a las colegas…
total, cuatro naderías. Un poco contestatarias y zascandiles si habrían
de ser, como todas, pero, al fin y al cabo, tampoco era motivo para
empapelarlas y armar tanto alboroto por culpa de unos cuantos mejunjes
que prepararan para namorar, o alguna que otra pócima para curar
el mal de amores, ni siquiera porque les diese por fornicar a todo
pasto, según las comadres de lenguas viperinas, puerca envidia, para
escándalo de los mojigatos de la época. Opinión menos benévola la de los
señores de la fe, o mandamases, que venía a ser lo mismo, que por un
quítame esos aquelarres / Y ande la rueda, / el cuesco, el respingo,
/ la coz y la brega/, más de una desventurada dio con sus huesos en
chirona o terminó sus días en forma de churrasco. Malos tiempos, sin
duda, para las precursoras del transporte aéreo.
Eliseo tenía una frente amplia,
desmesurada, renegrida por las muchas horas pasadas bajo el sol
castellano; y sacaba su mal carácter, lo que sucedía a menudo, cuando
algún guasón lo los gamberros de turno le mentaban la cabeza para
cabrearlo: “coño, Eliseo, si no es por la cabeza no te veo”.
Recuerdo, porque me lo contaron varias veces, que aquel día iba jurando
en hebreo, en arameo y en sánscrito –políglota el hombre, en esto de los
tacos-, acordándose de todos los antepasados, próximos y remotos, de un
grupo de estudiantes de la Normal, allí cercana, que de seguro se
habrían metido con él desde los jardincillos de un rincón del paseo,
adosados al Arca de Noé, la chatarrería de la calle Concepciones.
Yo era, por entonces, un mocoso que
escasamente levantaba cuatro palmos del suelo, cogido de la mano del
abuelo Francisco, quien probablemente se dirigiría en busca de su amigo
Latorre al edificio del Parque de Bomberos, en cuya planta alta
ensayaban los músicos de la Banda Municipal. A quien conociera al
abuelo, que no soportaba los abusos ni las injusticias, y más si las
sufrían quienes no podían defenderse, no le resultaría extraña su
reacción de vocear abroncando a aquellos tarambanas, dándose el gusto de
unir sus improperios a los de Eliseo que, crecido por la inesperada
ayuda, sacó a relucir lo más florido de su repertorio. Y es que todo lo
que el abuelo tenía de tozudo, protestón y cascarrabias, lo superaba su
buen corazón, aunque eso no le evitara meterse en algún que otro
problema porque parecía que disfrutaba con su maldita manía de no
callarse ante nadie. Y no eran aquellos tiempos, precisamente, proclives
a la protesta. No era de extrañar, pues, que, de mozo, le cortaran más
de una vez el pelo al cero en la mili, o que, después, tuviese algún que
otro roce con los jefes, aunque la cosa no solía pasar a mayores. Estas
son las ventajas, decía, de que en las pequeñas ciudades nos conozcamos
todos y sepamos de qué pie cojea cada uno. Mi madre no solía estar de
acuerdo con esta forma de pensar y se lo reprochaba, diciéndole que
dejara el mundo correr, o sea, que fuera a los suyo sin meterse en
camisa de once varas. Bueno era el abuelo para que le llevasen la
contraria, y contraatacaba diciendo que si ella se aguantaba todo, él
no, y no consentía que nadie le pisase, a lo que mi madre le respondía
que si le parecía poco lo que ella tenía que aguantarle; con lo que ya
estaban a vuelta con las escaramuzas cotidianas que, como tales, solían
quedar en agua de borrajas.
Desde aquella ocasión, cada vez que se
cruzaban por la calle el abuelo y Eliseo, éste soltaba una mano de la
manivela del cochecito de ruedas y la levantaba en señal de saludo,
acompañando el gesto con un adiós, señor Paco. El abuelo sonreía
explicándome que era la única persona que lo llamaba así, pues todo el
mundo le decía Francisco. También me contó otra vez, tiempo después, que
su nombre legal, el que figuraba en los papeles no era ése, sino José, y
que todo se debía a una cabezonada de su padre, mi bisabuelo, más
testarudo que él, que ya es decir. Quiso que dos de sus hijos llevaran
el mismo nombre: el mayor, al que todo el mundo conocía como Paco, y el
pequeño, mi abuelo, al que se empeñó en ponerle el nombre de Francisco,
pero algún empleado del registro lo inscribió como José, por el santo
del día, y así quedó asentado. Pero mi bisabuelo no iba a dar su brazo a
torcer por semejante nimiedad, y se obstinó, con un celo digno de mejor
causa, en que se llamaría Francisco y, a fuerza de repetirlo, por ese
nombre habrían de conocerlo para siempre los propios y extraños. Así
que a mi nombre, Martín, me decía,
le ocurre como al de algunas calles de la
ciudad: que los mandones se empeñan en imponerles un nombre y la gente
las nombra con otro, el que les gusta, por el que siempre las
conocieron. Fíjate en el Collao, la Plaza Mayor y el Espolón, que les
han colocado el de tres espadones, pero la gente ni caso, a lo suyo, al
nombre de toda la vida.
Ahora que han pasado tantos años, y desde
la tierras lejanas del exilio, recuerdo algunos de aquellos nombres que
permanecen grabados en la memoria. Son nombres de personas, de lugares,
de rincones de mi ciudad o de tiendas que, o han desaparecido, o ya no
son lo que fueron. Pienso que recordar aquello y a aquellos que
contribuyeron a hacernos como somos es una forma de gratitud y quizá de
justicia. Cualquier tiempo y cualquier medio son buenos para rescatar
del olvido a quienes nos entregaron la ciudad, los que nos precedieron
dejándonos su legado y su carácter. Sus nombres nunca aparecerán en los
diccionarios, ni en los libros de historia, ni sus retratos permanecerán
colgados en galerías o museos, y sus rostros sólo quedarán en la memoria
de quienes los conocimos. Pero el tiempo va borrando los recuerdos, y la
memoria acaba difuminando el pasado, sin que puedan transferirse las
sensaciones y los sentimientos individuales que mueren con la persona. Y
según vayamos desapareciendo también, los iremos enterrando un poco más
en la fosa del silencio. Rememorar siquiera algunos rincones y
personajes, es traer al presente un pedazo de historia, de historia
nuestra, íntima, local, minúscula, pero entrañable.
Ya no puedo recordar el rostro de Benitillo, un pedigüeño
mochales a quien más de un guasón picaba ofreciéndole un duro a cambio
de que lanzase vivas a Franco. Terminar la oferta y arrancarse el
buen hombre con una sarta de imprecaciones contra el dictador, era todo
uno, para regocijo del bromista y del corrillo de curiosos atraídos por
el ruido de las voces. También se han borrado de mi memoria las
facciones de la Manquilla, apodo por el que se la conocía por culpa de
sus deformados brazos convertidos en muñones. Solía acercarse a la
Claustrilla para pedir limosna a los viajeros que montaban en la
Central, el autobús que bajaba a la estación de Cañuelo. Quizá nadie
recuerde su nombre de pila ni el mes y año que nos abandonó. También nos
dejo el señor Demetrio, el conductor de aquel cacharro, un viejo
Chevrolet, creo, al que no sé por qué le llamábamos la Central, atestado
siempre de maletas y viajeros cuando el ferrocarril todavía era una
realidad viva y pujante en nuestra provincia. No volví a saber de
Daniel, el cobrador, ni de aquel señor, Velilla creo que le decían, que
vendía periódicos y revistas en la librería del vestíbulo de la estación
y que, al terminar la jornada, regresaba a la ciudad en su vieja
bicicleta.
El Cañuelo y la Central me arrastran inevitablemente a los días
de la infancia, cuando la provincia todavía era encrucijada ferroviaria
de las líneas que la cruzaban de norte a sur y de este a oeste:
Soria-Castejón; Torralba-Soria; Calatayud-Cidad Dosante;
Valladolid-Ariza… La ciudad chiquita, apenas dieciocho mil almas la
habitaban, vivía cercana al ferrocarril. Y tan cercana que la
desaparecida estación de San Francisco se asomaba a sus mismas puertas,
o más bien estaba dentro de ella. Disimulada y frágil como un nido /
eres la paz de tus andenes, / libre de humo y carbón, / limpia de ruido
/ la estación de los sueños y los trenes, como la inmortalizó
Gerardo Diego. Anejo a su costado, el embarcadero, estrecho y largo
–olor a ganado y cagarruta-, lugar de breve descanso de las ovejas de la
trashumancia. Vecina de la fábrica del asperón, del lavadero de lanas y
de la huerta del tío Grillo, a partir de aquí la ciudad iba perdiendo su
nombre, camino de Almazán, y la vía, encajonada en una trinchera
paralela a la vieja carretera de Madrid, atravesaba un mínimo túnel
antes de llegar a la estación de Cañuelo. El paso a nivel que cruzaba la
carretera junto al Ventorro, nos recordaba a diario que tras las paredes
de tablas de los barracones de Explotaciones Forestales proseguía la
actividad, y que a Renfe aún le importaban algo esta provincia y su
madera. Lo que vino después ya es historia: el gobierno, en nombre del
progreso, suprimió las líneas férreas, se cerraron las estaciones y
apeaderos, y la herrumbre y la maleza fueron para siempre mudos
compañeros del abandono, la decrepitud y la soledad. La ciudad y su
gente le volvió la espalda y el tren se fue para no volver.
…
¡Qué diferentes los viajes de ahora, en trenes cómodos y limpios!
(Sin embargo, ¿puede en propiedad llamarse viaje a un breve paréntesis
entre el punto de salida y el del llegada? Lo que hoy llamamos viaje no
deja de ser, perdido aquel encanto, un remedo, un sucedáneo descolorido,
donde todo es previsible: desde la película que van a ver los señores
pasajeros, hasta la hora de llegada; los mismos cafés, el mismo pan de
molde, los mismos refrescos… El hombre actual raramente viaja: se
traslada o hace turismo). Pero por mucho que las ensoñaciones de la
infancia envuelvan con un aura de idealización los tiempos pasados, no
podrán evitar el suplicio que suponían aquellos viajes interminables a
poco largos que fueran los trayectos. Y si se salía de la provincia ya
lo eran todos. Lejana Pamplona, lejano Madrid, lejanísima Sierra de
Mágina de la abuela Isabel. Ocho horas, medio día, ¡un día con su noche!
Bastas cortinillas raídas, cristales opacos de tanta mugre acumulada,
duros e incómodos asientos de los vagones del tren correo, que paraba
por obligación en todas las estaciones y apeaderos. Exasperante lentitud
de unos trenes abarrotados, sucios y malolientes, arrastrados a duras
penas por la negra máquina de vapor que, jadeante, resoplaba en
cualquier repecho del camino. Impuntualidad, retrasos; detenciones que
se hacían largas, interminables, eternas, sin razón conocida o para dar
paso a otro tren que viniese en dirección opuesta. Carbonilla que
tiznaba la ropa y la cara y se metía en los ojos cegándolos. Retretes
mugrientos de tazas desportilladas y tapaderas rotas, con el suelo
encharcado de agua y orines; trozos de papel de periódico, restos de
jabón reseco pegado a lavabos negruzcos, espejos llenos de churretes… Y
sin embargo, qué ilusión de viajar. El viaje adquiría sentido pleno: lo
imprevisto, la magia, la aventura. Cuanto nos rodeaba –un mundo
abigarrado de sensaciones, olores, sonidos y colores- despertaba nuestra
curiosidad infantil: el trasiego de viajeros que subían y se apeaban en
cada estación cargados de bártulos –maletas, cajas de cartón, cestas de
mimbre, bolsas de hule, talegas de tela-; el jefe de la estación con su
uniforme, el silbato y una bandera roja; el revisor de gesto adusto
picando los billetes; la pareja de civiles; los vendedores ambulantes;
el tullido que se ganaba unas perrillas –la voluntad, señor- con
la venta de estampas de vírgenes y santos; el que rifaba cualquier
baratija después de haber pasado por los compartimentos unas minúsculas
cartas de baraja; el fogonero, de rostro tiznado y pañuelo al cuello
sucio de carbonilla y sudor; el tufo del carbón; el penetrante olor a
creosota desprendido de las traviesas y los postes del teléfono
paralelos a la vía; el paisaje cambiante… Cada kilómetro era una página
nueva del libro de Geografía que se abría al paso del tren; ríos y
arroyos, colinas y sierras, pueblos y ciudades, con nombre propio:
Duero, Henares, Sierra Ministra, Sigüenza, Baides, Guadalajara…Al paso
del tren, vendedores anónimos pregonaban los productos del terreno:
chocolate de Fitero, almendras garrapiñadas de Alcalá, agua de Carabaña…
Atocha marcó el inició de mi aversión a
las grandes ciudades. El continuo trasiego de gente, los rostros
desconocidos, el ruido y el ambiente denso eran suficientes para
producirme desasosiego y abrumar al crío que yo era entonces y que
echaba de menos la tranquilidad y seguridad que me ofrecía mi ciudad,
pequeñita y acogedora. Me resultaba extraño aquel paisaje de edificios
deslustrados, de tapias denegridas, de chabolas al borde de la vía y el
tendido de infinidad de cables que surcaban el aire de poste en poste y
de fachada en fachada. Los descampados, con montones de escombros por
doquier, y los eriales, poniendo cerco a la ciudad, acrecentaban mi
deseo de alejarme de allí. De vuelta a mis lares, recuperaba la
confianza perdida en cuanto reconocía el paisaje –los chopos, las
parameras, los sotobosques de carrasca- que me era familiar.
…
En las escasas ocasiones que he tenido de regresar a la tierra en
ferrocarril, por la única línea que aún resiste al cierre, no puedo
evitar sentimientos contradictorios y que aflore la nostalgia en cuanto
atravieso el túnel de Horna y llego a Torralba. A la alegría del regreso
añado briznas de melancolía al ver la estación solitaria, cuando tan
sólo hace unas décadas bullía de viajeros que se afanaban en acarrear
bultos hasta la cantina, es espera de hacer el cambio de tren. Cantina
de la estación, sabor a café con leche y mantecadas, olor rancio del
humo del tabaco, estufa de leña en el largo invierno soriano… Vetustos
andenes, testigos mudos de llegadas y despedidas de trenes que traen y
llevan gentes e ilusiones, chirrido de frenos, chorros de vapor de la
negra locomotora, macetas con geranios, bancos de tablas, sonido agudo
de la campanilla de aviso… y el viejo reloj. Nadie volvió a ocupar el
lugar de aquel señor mayor que salía a los andenes a esperar el tren
para ofrecer a los viajeros su mercancía: ¡Roooscas, bocadillos,
tooortas! No es necesario: ya no viaja casi nadie en el ferrocarril
de Soria, desapareció el trasbordo y el tren apenas para.
Después, cuando se reanuda el viaje, me
dedico a contemplar a través de la ventanilla el paisaje de mi tierra.
Puedo hacerlo tranquilo, seguro de que nadie distraerá mi atención.
Ningún lugareño tendrá ocasión de invitarnos a probar -¿ustedes
gustan?- las viandas de su fiambrera –un trozo de chorizo, un
torrezno, una rodaja de salchichón- ni el sencillo aldeano podrá
ofrecernos la sobada bota de vino tinto. Perdida la espontaneidad (son
tantas las veces que han tenido que soportar la falacia de una ficticia
superioridad de las costumbres urbanas) y desplazados por la edad de
este mundo de autistas –los auriculares bien caldos, la mirada ausente,
el arrobo de la música, mejor si foránea, o el monocorde
“chunda-chunda”, sin ningún atisbo de iniciar conversación- se
cuidarán muy mucho de realizar gestos que puedan delatar su “no saber
estar a la altura de los tiempos”.
Ambrona, Miño, Radona, Adradas… Tierra callada de llanos y
colinas donde pacen rebaños de ovejas; desvencijadas estaciones,
silenciosas y solitarias, cuando no hundidas, sobre las que todavía
planea el fantasma de la emigración; pequeños pueblos apiñados en torno
a la iglesia; campos de cereal y de barbecho, hileras de chopos que
festonean de verdor algún humilde regato… ¡Hermosa tierra! Coscurita y
su silo, donde la muerte del Valladolid-Ariza deshizo el nudo
ferroviario, Almazán, prosperidad y vida. Abierta al futuro, pero sin
renunciar a su rico pasado: Laínez y Tirso de Molina, afán de moros y
cristianos, deseada por castellanos, aragoneses y navarros, aquí se
rindieron los últimos reyes guanches. Bonita y pulcra estación de
Almazán-Villa. Matamala, Tardelcuende, patria chica de Gaya Nuño, (La
que echan los resineros, cuando se acaba la miera también se acaba el
dinero, según dice una jota castellana). Frondosos bosques de pinos
-¡pinos del amanecer / entre Almazán y Quintana!-, pujanza y
riqueza de antaño, olor a resina y pinar. Ahí, en Quintana, ha de andar
Evelio, el alfarero, a vueltas con el barro. Testigo presente de un rico
pasado de cacharreros. Y un poco más abajo, en Tajueco, Máximo Almazán.
Oficio noble y bizarro, / de entre todos el primero, / pues Dios fue
el primer alfarero / y el hombre el primer cacharro. Mientras el
tren avanza, cercano el final del trayecto, medito sobre nuestros
tradicionales oficios artesanos –cesteros, ceramistas, alfareros,
herreros, guarnicioneros, canteros, forjadores…- que corren serio
peligro de desaparecer en poco tiempo, por culpa de nuestra apatía y
estupidez que nos hace ignorar lo propio, y por la desidia de políticos
analfabetos despreocupados de este rico acervo cultural y que no mueven
un dedo para que en los colegios y en los planes de estudio se deje un
hueco para educar a las nuevas generaciones en el respeto y conocimiento
de la rica herencia legada por nuestros antepasados. Navalcaballo,
desierto apeadero. La Fuente de la Teja, el viaducto sobre el Golmayo… y
Soria.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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