Miguel Maderuelo Ortiz
6.- De vuelta a la tierra
Me gusta pasear la ciudad
al rayar el alba, con la fresca. A estas horas tempranas, cuando las
calles permanecen silenciosas y solitarias. Con las primeras luces
quiero sentir que la ciudad me pertenece; no deseo compartirla con
nadie, ni que nada perturbe mis pensamientos, en un intento vano de
retener el presente, en un ilusorio afán de aprehender el pasado.
Quiero recorrer las calles de mi
infancia, los lugares por los que transcurrieron los primeros años de mi
vida, rememorar aquellos años que representan la verdadera patria del
hombre, según dicen. He vuelto de nuevo por la tierra, a esta tierra
vieja y celtíbera. He venido otra vez aquí, como otras veces, porque
tanto tiempo fuera me hacía sentir con fuerza su llamada. Echaba de
menos la ciudad, siempre distinta y sin embargo siempre la misma, su
cielo azul, único, el paisaje, la impronta que me dejó y que ya nunca
podría separar de mi conciencia. Quiero volver como el viajero, viendo
de nuevo lo que ya vi en otros tiempos, andar tras los pasos de mi
memoria; viendo con los ojos viejos de aquél que aquí estuvo y ya no
está, y nuevos a la vez del ausente, la vieja ciudad, sus piedras
venerables, sus estrechas calles, sus casas, sus soportales…
El tibio sol del amanecer proyecta las alargadas sombras de los
árboles sobre la tierra húmeda, recién regada, del parque. No puedo
evitar aquí un recuerdo agradecido hacia el viejo olmo de la música.
Nuestro olmo por antonomasia, nuestro árbol sagrado, que un soriano
anónimo plantó en este campo de San Andrés, corriendo el año once del
mil seiscientos, en tiempos del rey Felipe, el tercero así nominado de
aquellos austrias que dominaban el mundo, cuando todavía andaba por él
Cervantes, a quien está dedicada la alameda, nuestra Dehesa. A su sombra
jugaron generaciones de niños, se declararon su amor los enamorados y
descansaron sus fatigas los viejos. Y en su copa tocaron melodías los
jilgueros, reencarnados en músicos Testigo mudo de las fechorías de
aquel impresentable mariscal Ney y su horda de franchutes, que noramala
pegaron fuego al arrabal saqueando sus casas, los mismos que fusilaron a
nuestros abuelos en el Campo de la Verdad, junto a la ermita de Santa
Bárbara, y a quienes –a la chusma napoleónica, digo- espero que Dios
haya confundido para siempre. Protagonista y también testigo
silencioso, que no sordo, del arte de la Música. A su pie esperábamos,
impacientes, año tras año, que la Banda Municipal estrenase la nueva
sanjuanera el domingo anterior al de la Compra. Y a su alrededor dimos
nuestros primeros pasos de baile, torpes e inseguros de la adolescencia,
en las verbenas de San Juan. (¿Qué habrá sido de aquella pamplonica
oriunda de las tierras de Tuy, y de aquella moza de Castilruiz que
estudiaba en las monjas, o de la rubia que, ante la insistencia del
Bizco García, le daba calabazas con un punto de guasa: Soy de Nepas,
si no lo sabes pa que lo sepas, o tantas otras cuyos nombres y
facciones ya no recuerdo? Los años las habrán convertido en maduras
señoras casadas, madres de familia unas, separadas otras, alguna con
nietos o viuda, quizá…)
Aquellos olmos centenarios que nos
arrebató la grafiosis son la metáfora de un pasado ya ido. Esta tierra
nuestra tiene grafiosis en el alma, que es la enfermedad de los pueblos
desaparecidos, de la emigración y del abandono. Se nos murieron los
olmos, como fuimos perdiendo costumbres centenarias, juegos populares,
olvidando tradiciones y un rico acervo de palabras cabales y precisas
que expresaban fielmente lo que debían expresar en boca del pastor, del
campesino o del dependiente de ultramarinos. Palabras que hemos
arrumbado, la mayoría de las veces sin justificación, por nuestra propia
desidia, unas veces, y otras por mimetismo de unos términos que,
erróneamente , creíamos mejores y modernos, y, sobre todo, por la
colonización cultural que ha sufrido el campo y las ciudades pequeñas
como la nuestra. Los medios de comunicación, sobre todo la televisión,
también han contribuido a silenciar los usos y costumbres rurales,
desprestigiados ante una sociedad mayoritariamente urbana. Al hombre del
campo se le ha colocado injustamente el sambenito de un ser inferior,
que no lo es, el atónito palurdo cejijunto y con boina de la España
atrasada, motivo de burla y chistes sin gracia. A la par, a cualquier
intento de recuperar unas señas de identidad propias y de revitalizar la
cultura autóctona se le ha tachado de provincianismo, a veces de forma
malintencionada y torticera, cuando no ha sufrido el menosprecio y la
indiferencia general y, lo más lamentable, ninguneado por los centros de
decisión políticos y culturales de nuestra propia tierra.
Tan sólo unas décadas atrás, los viejos
olmos conservaban aún la frondosidad, con el mismo vigor que gozaba
nuestra hermosa lengua castellana. Todavía podía oírse por estas tierras
que la nieve se regalaba, que los chavales se esbaraban por ella, cuando
no estaban arrecidos por el frío; que los zurdos tiraban los cantos con
la cucha y algunos a sobaquillo a riesgo de abrirle a alguien una
piquera; que a más de uno lo desmorritaron por ponerse farruco o que
atrochando se llegaba antes al chozo de la sierra. Términos de un habla
que se va muriendo. Palabras de antaño que ya no suelen usarse hogaño.
Con su muerte, parece que cada olmo abatido hubiera querido arrebatarnos
una palabra, un juego infantil una costumbre y llevárselos consigo. Pero
no, también los olmos han sido víctimas; sólo nosotros somos
responsables de nuestras acciones y errores. Si un pueblo olvida e
ignora los mitos, tradiciones, usos y costumbres que conforman su legado
cultural histórico, será un pueblo condenado a no reconocerse a sí
mismo. Un pueblo que olvide todo esto, un pueblo sin memoria, no tiene
interés en respetarse, ni merecerá ni podrá esperar el respeto de los
demás.
Enfrascado en estas cavilaciones abandono
el frescor de los árboles y me adentro en la ciudad vieja, o lo que
queda de ella. Pienso en los sucesivos estratos de generaciones que han
ido formando la amalgama que se ofrece a nuestros ojos. Con el paso de
los años, las ciudades acaban pareciéndose muy poco a sí mismas. Salvo
algunos monumentos que permanecen como testigos del pasado, todo va
cambiando. Aquel cine de nuestros domingos de invierno se ha
transformado en un edificio de oficinas, y el lugar de aquel viejo café
lo ocupa ahora. una caja de ahorros o un banco.
Me preguntó cómo sería la ciudad siglos atrás; me gustaría poder viajar
al pasado para en ver en pie sus viejas murallas, la puerta de Nájera,
la de Rabanera, la del Postigo en la entrada del Collado… Contemplar la
riqueza monumental y las venerables piedras de sus antiguas parroquias
de las que ya no queda piedra en pie, ni una triste ruina, si acaso sólo
el recuerdo de su nombre entre las páginas de algún archivo: San
Sebastián, San Bartolomé, San Martín de la Cuesta…
Sin duda, el inconsciente colectivo de los sorianos ha de estar
en estas iglesias, en las calles y edificios, en las pastelerías y
tiendas de ultramarinos que albergan sus bajos.
En la plaza del Chupete, como
acostumbraba a llamarla el abuelo, tenía su pequeña librería -después
ocuparía el local la cafetería “Tony”-, el señor Julián Morales Alesón
en los años cincuenta y quizá los primeros sesenta. Ya hace tiempo que
murió su dueño y en este espacio hay ahora un bar. Era el señor Morales
una persona democrática y liberal –lo que no estaba ni bien visto ni
permitido entonces-, pues, como todo el país, Soria era una ciudad
reprimida por la censura y la moral. Para adquirir el peligroso y
perseguido “Santero de San Saturio” había que hacerlo de tapadillo.
Todavía recuerdo la sonrisa del abuelo cuando apareció en casa con el
libro dedicado por su autor: “Para Francisco Pedraza, con el afecto
de su amigo Juan Antonio Gaya Nuño”. Soria, 3 de julio de 1960 (Domingo
de Calderas).Era un ejemplar de la colección Prosistas
Contemporáneos, de la editorial Castalia, de Valencia, editado en 1953.
El abuelo lo había comprado en la librería del señor Morales sin
apercibirse de que a su lado estaba Gaya Nuño quien, agradecido, se lo
dedicó. Me contaba con orgullo que el libro del santero lo había leído
muchas veces. Entonces aprovechaba yo para preguntarle qué tenía de malo
ese libro para que la gente lo comprara a escondidas. Por toda
respuesta, se ponía muy serio al mismo tiempo que, ante mi insistencia,
me decía en un tono para mí enigmático: “Eso,
zagal, tendríamos que preguntárselo al obispo Montiel si alguna vez
decide volver por la Plaza de Herradores”.
Paso junto a la misma Plaza de Herradores, desierta a estas horas
tempranas. Vuelven a mi memoria tiendas y comercios que el tiempo y la
distancia me habían hecho casi olvidar: la droguería Patria, la
cacharrería que había al lado, en el rincón de la plaza, la tienda de
coloniales Jiménez Benito, Vicén Vila, la barbería de los Cascante, la
ferretería Almacenes Claudio Alcalde, esquina al Collado, el bar la
Oficina, allá arriba, ya fuera de la plaza… Esta memoria que trae al
presente sensaciones renovadas, ecos del pasado. Ecos de golosinas, de
chufas envueltas en cartucho de estraza, de regaliz del duro y paloduz
que costaban unas cuantas perras gordas en el carrillo de la Alegría
Infantil, pintado de rojo, o en el del señor Carpintero, de color
celeste. Veo, adosadas a los restos de la antigua muralla, las casas de
la Claustrilla, escenario de mis primeros pasos, a un lado y las de
Puertas de Pro en el opuesto. Creo estar viendo a mi madre cruzar la
calle con su cantarita para comprar la leche en la Monjía, a los
viajeros esperando en la esquina la salida de la Central, a Manolete, el
limpiabotas, saliendo del Marfil con la camisa remangada a pesar de la
nevada caída, a la señora Encarna, a la buena Felisa, chalequera de la
sastrería de redondo desde que quedó viuda, planchando con la vieja
plancha de carbón los chalecos con los que sacaba adelante a sus hijos.
El presente me devuelve a un espacio que es, pero que, al mismo
tiempo ya no es. Muchas de las tiendas que conocimos cerraron sus
puertas para siempre, pero sus nombres y su recuerdo nos acompañan. Son
nombres que enmarcaron una época ya ida y que nos pertenecen, tanto como
en su día pertenecieron a sus antiguos dueños, porque han pasado a
formar parte del patrimonio sentimental de los sorianos y de nuestra
memoria colectiva. Aquí estaba la pescadería del Magín, y poco más allá
la del Irigoyen, que mostraban al público el pescado colocado en cajas
de madera cubierto de helechos o de hielo picado quizá traído de la
fábrica de hielo del Lenguas. La tienda de ultramarinos Díaz, de amplios
escaparates, conocida por todos como “Las Cochinillas”, abría sus
puertas a la Claustrilla y al Collado. De la fachada solía colgar la
congria seca, y en su interior se percibía el característico olor de las
tiendas de ultramarinos. Olía a especias, a pimentón, a bonito en
escabeche, a arenques en caja de madera… un sinfín de olores que quedan
prendidos en la memoria sensitiva. Recuerdo que, pegado a mi madre, me
tenía que pingar para alcanzar el mostrador de madera y ver lo que había
tras él: cajones que almacenaban el azúcar, los fideos, la harina, las
legumbres a granel, los dependientes recogiéndolas con una paleta para
despacharlas en cartuchos hechos con papel de estraza, los estantes
repletos de conservas, la mortadela envasada en latas, las botellas de
coñac… Tampoco he olvidado las personas que daban vida a la tienda: los
dependientes cubiertos con un guardapolvos gris, las propietarias
enfundadas en sus batas blancas, y la cajera, seria, dueña dela casilla
acristalada, enfrente del mostrador, desde la que se dominaba la tienda.
Los jueves, a los parroquianos de siempre se unían las gentes de los
pueblos, vestidas las mujeres con sayas y pañuelo negro a la cabeza, y
los hombres descubiertos respetuosamente, por ese antañón y sencillo
saber estar de la gente del campo, ataviados con chaleco, faja y calzón
de pana.
Si las ciudades tienen alma, la nuestra habrá que buscarla en el
Collado. Calle principal de la ciudad, foro de los sorianos de la
capital y provincia, lugar de encuentro y reunión del que tanto se ha
dicho y escrito, por el que tantos paseos habremos dado, arriba y abajo,
abajo y arriba en el buen tiempo, o por sus soportales cuando llovía o
nevaba, que es difícil que pueda dejar de ser él mismo por muy larga que
sea la ausencia. Sin embargo, pocas tiendas y comercios han sobrevivido
más allá de dos generaciones, a lo sumo. Las fachadas y los soportales
siguen ahí, a pesar de los cambios sufridos, y algunos escaparates
todavía aguardan cubiertos de polvo a la espera de que un nuevo comercio
los devuelva a la vida. Pero, cada vez que regreso, de tarde en tarde,
noto la ausencia de alguna de las tiendas que conocimos. Un año cerró la
carnicería del Ceña, otro, el quiosco de la Alegría Infantil o el puesto
de las Garrapinchas, o el Argentino, que ya es historia lo mismo que la
pastelería de las Liso, la Bollera, la Azucena, la papelería del Jodra,
la tienda del Medel o la Flor Sevillana. Y según se vayan jubilando sus
dueños, otros comercios echarán el cierre o cambiarán de actividad. No
harán mal negocio los propietarios si deciden traspasarlos a los bancos,
dado el carácter ahorrador de mis paisanos. Cierran muchas tiendas,
pero, ¿alguien ha visto el cartel de “Liquidación por cierre” en ni
siquiera una sola de estas sucursales del dinero? Que no, que no es
tópico lo de los sorianos y el ahorro, pues no hay más que ver la buena
salud que disfrutan el número tan grande de oficinas bancarias que
tenemos para una población de tan pocas almas.
Poco queda ya de aquella Soria medieval.
Construcciones ramplonas y sin personalidad, hijas de la vulgaridad, la
chapucería, el afán especulativo y el mal gusto, se han enquistado en su
casco antiguo degradándolo, poco a poco, hasta convertirlo en un amasijo
de casas vetustas y ruinas nuevas que lo harían irreconocible para los
que nos precedieron sólo dos o tres generaciones atrás. Sería de
justicia, para conocimiento de propios y extraños, de los presentes y de
quienes nos sucedan, hacer honor a algunos próceres de la ciudad
colocando en estos edificios lápidas conmemorativas de tal guisa: “Esta
vivienda se construyó en el año tal, siendo su promotor Fulano de Tal, y
presidiendo el Excmo. Ayuntamiento de la Muy Noble y Muy Leal don
Mengano de Cual”. O bien: En el solar en que ahora se alza este
inmueble, existió el último edificio civil de estilo gótico con portada
ojival que tuvo la ciudad, etcétera, etcétera”. A pesar de todo,
todavía conservamos el nombre antiguo de algunas calles por las que
paseo a estas horas tempranas; nombres evocadores de historias, de
gentes, gremios y oficios: del Común, Fuente Cabrejas, Real, los
Mirandas, Zapatería, Carbonería, Cuchilleros, Postas… Calles que fueron
bautizadas con sentido común y conocidas por el nombre que siempre
tuvieron, transmitido de generación en generación sin necesidad de leer
sus rótulos, aunque no hayan faltado políticos mostrencos deseosos de
que se las conociera por otros.
En este pequeño universo, en los límites de la ciudad antigua,
donde todo el mundo se conocía, cualquier pequeño suceso fue siempre un
acontecimiento sabido por todo el barrio. El nacimiento de un niño, un
bautizo, la petición de mano de una novia, un entierro… Aquí, en estos
rincones cargados de siglos y de historia, se desarrolló mi infancia, mi
adolescencia y los primeros años de la juventud, hasta que llegó la hora
de marchar. Más tarde, con los años de la ausencia, forastero de esta
tierra y en aquella otra del exilio, comprendí que un hombre sin raíces
no es nada. Y cuando vuelvo, de tarde en tarde, al encuentro de esas
raíces, me siento un extraño. Pienso entonces, mientras recorro mi viejo
barrio, que sin esta tierra y este paisaje mi vida no hubiera sido la
misma y yo hubiese sido otro.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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