Miguel Maderuelo Ortiz
4.- Era invierno
Un hule con el mapa de la
Península en colores cubría la mesa camilla, siendo testigo cómplice de
cuantas actividades cotidianas soportaba: el desayuno, los deberes del
colegio o las labores de costura de las mujeres de casa; bueno, también
de las charlas con el abuelo o sus solitarios de cartas para matar el
rato. Otras veces, él mismo servía de entretenimiento en el juego de
buscar pueblos y ciudades: Reus, Ponferrada, Calatayud, Ciudad Rodrigo,
Linares, Mérida…El mapa de hule y la mesa camilla me traen recuerdos de
invierno, de un invierno cualquiera de mi infancia. Muchos años más
tarde y desde la lejanía, echo de menos esos inviernos y el frío; la
nieve que cae sin compasión cubriendo de blanco el pavimento de las
calles, los tejados de la ciudad y los montes cercanos; esa misma nieve
que está comenzando a regalarse, copo a copo, en las solanas. Me acuerdo
del tibio sol de las tardes invernales que da sobre las paredes del
viejo edificio de Correos y los bancos del Espolón. Siento añoranza del
intenso azul del cielo en los días despejados de diciembre; de la
escarcha del amanecer en las umbrías del Monte de las Ánimas, en las
orillas del río y en las laderas del Castillo que miran hacia Cebollera;
del cielo plomizo anunciando la nevada que no tardará en caer.
El invierno me trae recuerdos, que creía
olvidados, de calles heladas, de resbalones y costaladas que producen la
risa de los transeúntes, de batallas de bolas de nieve contra los
chavales del barrio de San Lorenzo o los de las casas de Gonzalo Ruiz y
San Pelegrín; de viejos camiones que suben con dificultad de asmático la
cuesta del matadero; de empleados municipales arrojando sal por las
calles; de Paquillo Pajero, el Bizco García y su hermano Lorenzo
lanzándose temerarios por los resbaladizos de la pendiente del Carmen
que, a fuerza de deslizarse, una vez tras otra, la han convertido en un
pista de hielo, puro cristal que supone un peligro para los viandantes,
mientras las viejas que pasan refunfuñan entre dientes y lanzan
maldiciones ininteligibles.
Recuerdo las manos enrojecidas de mi madre tendiendo en el balcón
la ropa que al instante se acartonaba del frío como si fuera una
bacalada. También recuerdo las manos de sabañones y las piernas blancas
llenas de cabrillas de la Coscorreta, mientras enciende el brasero a la
puerta de su humilde casucha cercana al Duero. Me parece estar viendo a
Comas, el panadero, que desafía los rigores invernales sin más ropa que
el mono azul del trabajo, mientras baja por la calle Real camino del río
donde poco más tarde se dará un chapuzón en las heladas aguas a no sé
cuántos grados bajo cero.
Creo estar sintiendo sobre el rostro el
helador viento del norte, mientras avanzo encogido con la cabeza baja,
el cuello del abrigo levantado y la cara envuelta en la bufanda, camino
del colegio. Una vez dentro, entre el cobijo de sus paredes, tendrá que
transcurrir un buen rato hasta que las manos, despojadas de los guantes
de lana, entren en calor y puedan agarrar el lápiz. Sientes frío en las
rodillas y te ajustas los elásticos de los calcetines mientras piensas
que cuándo vas a dejar de ser un crío para llevar tú también pantalones
largos como los chavales mayores. Desde aquellas aulas, a través de sus
amplios ventanales, puede divisarse el humo que sale por las chimeneas
de las casas del caso viejo, el brillo de las tejas que reflejan el sol
de la mañana, las mujeres que se dirigen al mercado –a la Plaza, dicen-
caminando todo lo aprisa que pueden a causa del frío, y la sierra de
Santa Ana, salpicada de carrascas, tras el Castillo solitario a estas
horas tempranas, desde el que observa la ciudad la figura pétrea y
silente del Sagrado Corazón. (Puede que aún conserve grabados en la
memoria todos aquellos recuerdos, de ser cierto lo que alguien dejó
dicho de que la niñez es la patria del hombre. O tal vez sea ese paraíso
que perdimos para siempre, por lo que tiene de irrecuperable, lo que
acentúa las ganas de volver la vista atrás. Puede también que, de no
haber seguido el camino de la emigración, el contacto cotidiano con los
mismos lugares de la infancia me hubiera hecho ver todo de manera
diferente. No lo sé, ni tampoco habrá de importarme ya).
Decir invierno es rememorar el perolo
de la señora Nati. A pesar del tiempo transcurrido, la veo trajinando
entre cacharros mientras en la cocina económica se cuecen, al calor del
carbón y la leña, las peras, los higos, las ciruelas pasas y demás
frutas. Acaso fuera la primera Navidad que lo probaba y esa sea la razón
de que se me haya grabado con nitidez en la memoria, aunque tal vez se
deba al carácter singular de aquella vecina, una persona bondadosa,
paciente y comprensiva como pocas he conocido a lo largo de mi
existencia; jamás le vimos un mal gesto, ni siquiera cuando el hijo de
Ramona, la Loba, una mala pécora, le hizo una piquera a su
Antonio de una pedrada en la cabeza. Fue un accidente, sin más
consecuencias que unos puntos de sutura en la Casa de Socorro de la
Plaza Mayor. Fuimos nosotros, la pandilla del barrio, los que por
nuestras correrías habíamos provocado que lo descalabraran, por meternos
a buscar pelea en el barrio de Santa Cruz, detrás de San Pedro,
territorio enemigo al que se había pasado el agresor, un tipo retorcido
y de malas intenciones, como su madre, y con quienes casi nadie quería
cuentas en el barrio. El marido de la Loba, por el contrario, era
un infeliz, uno de esos hombres que no tienen más horizontes que el
trabajo y la taberna y a quien, de creer las habladurías del vecindario,
su mujer cornificaba inmisericorde con un huésped manchego, de la
parte de Tomelloso, unos cuantos años más joven. Comentarios que a ella
no parecían afectarle pues, según las malas lenguas de las vecinas de
escalera, hacía bien poco por disimularlo. Un buen día desaparecieron y
nunca más se supo de ellos, aunque creo que nadie del barrio los echó en
falta.
Recordar el invierno es recordar el contraste del frío y el
calor; el frío de la calle y el abrigo del hogar; las heladas sábanas y
los pies fríos que buscan el consuelo del calorífero , un ladrillo
macizo y ardiente envuelto en trapos, al mismo tiempo que te arrebujas
bajo las mantas y el cobertor haciéndote un hoyo en el colchón de lana;
el calor del brasero de cisco al que de vez en cuando hay que dar
vueltas con la paleta cuidando que no produzca el maldito tufo, como en
aquella ocasión en que estuvo a punto de dar un serio disgusto a mi
padre, y las láminas de hielo que al amanecer, tras una larga noche de
helada, cubren los cristales de la ventana del dormitorio formando
labores escarchadas que parecen representación de extrañas figuras
de adornos tejidos por manos anónimas y en las que vas abriendo
orificios echando el aliento y rascando con el dedo hasta que logras ver
la calle a través de ellos. Por ella pasa el carbonero, cara negra,
manos negras, que cubre su cabeza y espaldas con una pieza basta de saco
y ha parado a descargar el cisco y el carbón de bolas en el portal de
enfrente. Si ha nevado, se ve a las vecinas afanarse con escobas y
badiles para dejar limpias las puertas de las casas, y que por la forma
de gesticular y por las expresiones de sus rostros quizá estén
maldiciendo al frío, al mal tiempo y a la nevada. Se oye, alejándose
hacia el centro de la ciudad, el ruido del motor renqueante de otro
motocarro, distinto al de las gaseosas que ya pasó hace un rato, y un
poco antes de la furgoneta del pan, a la misma hora de todos los días.
También se oye el tañido de las campanas de San Pedro tocando a muerto,
las campanas que doblan cuando muere algún vecino de la parroquia; es un
toque inconfundible: triste, serio, lento y lúgubre, taan, taan, taan,
avisando al vecindario que uno de los suyos acaba de dejarnos. ¿Quién
habrá sido? Será raro que, en una ciudad tan pequeña, pronto no lo
sepamos, pero podremos enterarnos enseguida si leemos la esquela
colocada en la puerta de cualquier iglesia.
Guardo muy pocos recuerdos de aquellos
domingos invernales de la niñez. Entonces, el domingo era el único día
festivo de la semana. En el colegio obligaban a ir a misa –el tercero,
santificarás las fiestas- y, concluida ésta, apenas el cura pronunciaba
el ritual ítem, misa est, pasaban lista por si alguno había
tenido la ocurrencia de quedarse en la cama. Los primeros sonidos que
rompían el silencio de la mañana eran los de la voz del churrero
anunciando su mercancía con la cesta colgada del brazo: ¡el
churreeeeerooo… el churreeeeerooo…! Las vecinas preguntan, por
preguntar, esperando la respuesta que ya conocen de otros domingos:
siete churros, una peseta. Ponme dos pesetas, chaval Las hay, tacañas,
que lo llaman desde la ventana y, después de hacerle subir las
escaleras, se arrepienten y no compran: una peseta es mucho dinero, o
siete churros les parecen pocos churros. Cuando ha despachado a la
clientela, tapa el género con un paño y se aleja calle abajo: ¡el
churreeeeerooo… el churreeeeerooo…!”
Los domingos parecían prometer mucho,
pero solían quedarse en poca cosa, casi siempre. Las mañanas del
domingo, los más afortunados podían participar en Piruetas, el
programa infantil que se emitía en directo desde la emisora de radio que
ocupaba un ala del piso alto del palacio de los Condes de Gómara. Un
hada y un mago entretenían a los niños. Los elegidos participaban en un
concurso que ganaba quien se comiera antes un merengue y consiguiera
decir “Pamplona”, sin espurrear a los presentes.
Tristes y aburridas fueron aquellas
tardes dominicales. Pocas almas se aventuraban a deambular por las
solitarias calles a causa del frío. Lo mejor era quedarse en casa, al
calorcillo del brasero, o ir al cine, casi siempre al Proyecciones, en
los bajos del mismo palacio, de incómodos asientos de madera y millares
de cáscaras de pipas tapizando el suelo, donde solían echar películas
del Oeste, de Stan Laurel y Oliver Hardy-el Gordo y el Flaco-, de
romanos o las típicas españolas, todas ellas toleradas para menores,
claro. El NO-DO, indefectiblemente, preludiaba todas las películas de
todos los cines. Noticiario, en blanco y negro, de caudillos victoriosos
bajo palio; de inauguraciones de pantanos bendecidos por obispos que
reparten hisopazos a diestro y siniestro en presencia de ministros
sonrientes y militares de uniforme de gala; del equipo más
representativo y laureado del régimen, triunfador e invicto tras duras
batallas futbolísticas libradas contra enemigos de la pérfida Europa; en
fin, de pescas milagrosas de salmones desmesurados que acuden solícitos
al reclamo del Gran Pescador.
Fueron pasando los inviernos y aunque,
una vez llegados a la pubertad, se nos abrían nuevos horizontes, el
vacío, el aburrimiento y la tristeza de los domingos continuaban siendo
los mismos, sin que pudiese remediarlo la evasión del cine que se nos
ampliaba ahora a las otras salas de la ciudad, adonde ya acudíamos
solos, sin la compañía de los padres o los hermanos mayores.
Previamente, por las mañanas habíamos recorrido el Collado para ver las
carteleras: unas pizarras colgadas en las columnas de los soportales
impares que, manuscritas con primorosa caligrafía hecha con tizas de
colores, anunciaban los títulos de los diferentes cines. Lo de
diferentes no era una frase hecha, sino literalmente cierto, porque cada
uno poseía su propio estilo y personalidad, como distinta era su
arquitectura, lo que terminaría por perderse con el paso de los años,
sobre todo en las grandes ciudades, con la invasión de los impersonales
y anodinos multicines o minicines. Llegaron a ser seis, muchos para una
pequeña ciudad, aunque no todos abrían a diario: el Avenida, el Rex, el
Ideal, el Roma, el Proyecciones –para niños- y el Lara, el último en
llegar.
El Avenida nos
impresionaba a más de uno; todavía hoy somos muchos los que, años
después, lo recordamos y lamentamos su demolición. Era un edificio
espacioso, magnífico, sin columnas, con un amplio aforo, con empaque y
cierto aire de cine de gran ciudad. Pero tanto o más que su amplia sala,
el vestíbulo o los caprichos de su decoración, resaltan grabadas en la
memoria dos cosas: el penetrante olor, inconfundible, del ambientador,
tal vez desinfectante, y la seriedad de los porteros. Aquel penetrante
olor forma parte, con otros, del patrimonio que nos ha de acompañar en
nuestra vida, instalado en la memoria sensitiva, en los recovecos del
alma, un olor que no podemos captar con los sentidos y que, seguramente,
nunca más volveremos a percibirlo. En cuanto a los porteros, nunca los
vi reír, imperturbables, hieráticos, respetables, con profesionalidad.
Los recuerdo con el uniforme gris, ribeteado de verde y bocamangas del
mismo color a juego con la decoración del cine. No era su indumentaria
lo que causaba el respeto del público, sino su carácter, confirmando el
dicho sobre el hábito y el monje.
Uniformes de acomodadores, de porteros de
cine y espectáculos; de bedeles de institutos de enseñanza y organismos
públicos; uniformes de botones de banco y de carteros y de taxistas de
las grandes ciudades; uniformes de ordenanzas y conserjes de hotel…
época de uniformes. Los niños de colegios de frailes y las niñas de
colegios de monjas llevaban uniforme. (Ay, aquellas internas de las
escolapias y del Sagrado Corazón paseando las tardes de los domingos
soleados de invierno en fila de a dos, las pobres). Los curas, todos,
llevaban la sotana, que era su uniforme, y hábito los miembros de las
órdenes religiosas, y las monjas, todas, llevaban hábito y la cabeza
cubierta. Y algunos ermitaños, y el santero de San Saturio; hasta los
empleados del comercio se distinguían por el guardapolvos o la bata
gris, azul, blanca… Ni los empleados de banca se libraron de su
uniforme en forma de chaqueta y corbata. España uniforme y
uniformada. En una ciudad pequeña como la nuestra, donde todos se
conocen, el uniforme podría establecer límites de oficios, profesiones o
cargos, incluso posición social, pero difícilmente iba a añadir o quitar
valor a las personas. Cierto que algún majadero podría parapetarse tras
aquél que, a su entender, le confiriese autoridad y lo usase para
imponerla, pero debajo no podría ocultarse el mediocre y el cretino de
siempre. Conocíamos al cartero, al dependiente de ultramarinos y al
bedel de instituto; al policía que por la mañana se encontraba de
servicio el la puerta del Gobierno Civil y por la tarde cambiaba el gris
por el azul del mono de la serrería, en la que echaba unas horas para
arrimar unos duros a la modesta economía familiar. Eran rostros
conocidos, los mismos de todos los días, los que vivían en tu calle o en
alguna cercana, los que alternaban en los bares de siempre, los que se
juntaban en la misma cuadrilla para jugar a las cartas o echar la
partida de dominó.
…
Pasado el largo invierno, con la llegada del buen tiempo, después
de tantos años, has vuelto a la tierra. Pero los muchos años de ausencia
van difuminado aquellos rostros familiares. En ese anciano que ahora ves
sentado en un banco del parque, reconoces al cartero que, a golpe de
silbato, repartía las cartas en el barrio. Te cuentan que hace dos o
tres años murió aquel acomodador siempre tan pendiente de las parejas de
las últimas filas, y que no hace mucho subieron al Espino al peluquero
que te metía la maquinilla hasta el cogote, pero del que ya no recuerdas
su nombre. Y el abuelo que con expresión cansada y pasos vacilantes
camina, Espolón arriba, con otros ancianos, qué poco parecido guarda con
aquel policía arrogante que imponía con su presencia y nos producía
temor a los chavales cuando lo veíamos aparecer por la punta de la
calle. Ahora, experimentas hacia él un sentimiento parecido a la
ternura, pues has sabido que es una buena persona, mucho mejor que lo
que aparentaba entonces, y piensas en la fragilidad humana y en lo
efímero de nuestra existencia. Después, al cruzarte con jóvenes
desconocidos –ninguno había nacido cuando te fuiste- ataviados con los
mismos tejanos y zapatillas que sus congéneres de Móstoles o de
Brooklyn, reflexionas sobre el llamado mestizaje cultural que se impone,
sobre el sospechoso culto al cosmopolitismo espurio, o la sutil
exclusión de lo diferente, a pesar de la paradójica apariencia de lo
contrario, y te preguntas si no será cierto que estamos en tiempos de
otra forma de uniformidad, la uniformidad por antonomasia, y que quizá
no resulten tan descabelladas las profecías orwellianas.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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