Miguel Maderuelo Ortiz
7.- El vecindario
Muchos de aquellos vecinos
de mi barrio procedían de distintos rincones de la provincia. De Vildé,
de Trébago o de Perioniel; de Barca o de Fuentecantos. Habían dejado sus
pueblos para vivir y trabajar en la ciudad, en busca, sin duda, de una
vida mejor. Pero a medida que la capital crecía al ritmo de esta
inmigración interior, el campo fue despoblándose al mismo tiempo.
Trajeron consigo sus nombres sonoros y antiguos, hoy raros, heredados de
sus mayores o tal vez recogidos del santo del día en que nacieron:
Agapito, Luciano, Amalia, Teófilo, Dominica, Águeda, Hilario, Petronila,
Tomasa… También acarrearon desde el mundo rural algunas de sus
costumbres, dichos, refranes, juegos y recetas de cocina.
Ahora, muchos años más tarde, ni el tiempo ni la distancia me han
hecho olvidar a aquellos hombres y mujeres; los primeros rostros
conocidos, las primeras voces oídas, los primeros afectos fueron los
suyos. Ellos forman parte, con sus defectos y virtudes, con sus bondades
o malicias, del paisaje humano de mi primera memoria. Algunos ya han
muerto, llevándose entre sus recuerdos fragmentos de nuestra pequeña
historia. Con su desaparición, nunca sabremos cómo nos vieron, cómo nos
recordaban, cosas que sabían de nosotros, pasajes de nuestra vida que
quizá nosotros mismos no recordemos. Todavía es probable que sean
echados de menos por quienes tuvieron más cerca; después, el tiempo se
irá encargando de difuminar el dolor y el recuerdo, Tal vez alguien, de
tarde en tarde, abra un álbum de fotos y rememore. Pero, cuando también
desaparezcan sus hijos y sus nietos y quienes los conocieron, no quedará
nada de su memoria, cubiertos todos por un sudario de silencio y olvido;
el mismo que se cierne sobre los pueblos que los vieron nacer y que
resisten a duras penas, como tantos otros, sacudidos por el azote del
abandono y la despoblación: Vildé, menos de ochenta habitantes (… en
1910 lo habitaban 510 personas. Antigua iglesia de Santa María, hundida
después de su despoblación, dirán las futuras crónicas del año…);
Trébago, menos de cincuenta (…425 vecinos en 1930. Iglesia gótica de
Nuestra Señora de la Asunción, en ruinas. Torre árabe defensiva,
semiderruída. Despoblado, se leerá en algún manual sobre la provincia);
Peroniel, alrededor de treinta personas (…el 21 de mayo celebraban la
fiesta de la Virgen del Socorro, patrona del lugar. Existió iglesia
románica. Despoblado…); Barca, poco más de cien habitantes (…580 en 1930
El 24 de mayo acudían en romería a Ciadueña, hoy también despoblados…);
Fuentecantos, cuarenta y tantos vecinos (…existen restos de la iglesia
románica de San Miguel Arcángel, que se hundió años después de su
despoblación…). El mismo silencio y olvido que ha ocultado en las brumas
del tiempo a Fuenterrey, Valdarce, Quintanaseca, Ruilobos o la
Mercadera.
El nuestro era un barrio de modestos
funcionarios y ferroviarios; de albañiles, empleados del comercio y amas
de casa. La austeridad de entonces no permitía grandes diferencias
económicas o sociales entre unos y otros vecinos; tampoco solía darse
desigualdad en el trato, quizá debido a la honda raigambre democrática
del pueblo castellano, donde, según el viejo aforismo, nadie es más que
nadie… Trato revestido de dignidad en las expresiones cotidianas: “Me ha
dicho la señora Julia que se va al pueblo para hacer la matanza”,
oía a mi madre; “La señora Petra lleva luto por la muerte de un
hermano”, comentaban las vecinas; “El señor Agustín está
partiendo leña en la carbonera”, decía mi padre. Pero a todo hay quien
gane…: La Loba, el Tirillas o la Ratona, por ejemplo.
El Tirillas era un tipo antipático, seco y engreído que gozaba de
muy pocas simpatías en el barrio. Estaba enchufado en alguna oficina del
Movimiento, probablemente sin mayor mérito que el de haberse sabido
buscar buen cobijo a la sombra del régimen, y remar después a favor de
la corriente, con la chaqueta preparada para cuando soplasen otros
vientos. Físicamente valía poco, pero solía mirar a la gente por encima
de su ridículo bigotillo. Peor vinagre gastaba su hija, la Merche, una
niña repelente y relamida, sabihonda y con resabios de vieja, que
apuntaba maneras de sargento cuartelero, la criatura. Tampoco le andaba
a la zaga, en lo de la mala uva, el hijo de la Loba, muy amiga,
por cierto, de la Maite, la sastra.”Dios las cría, y ellas se
juntan”, decía de ellas la tía Chirla. La Ratona, en
cambio, era un trozo de pan, y tenía una pachorra proverbial que le
permitía aguantar sin enfadarse las bromas del Traganiños, mozo
de estoques, cuando joven, de El Niño del Arado, frustrado espada
de las Vicarías. El caso es que, por lo que fuera, el Tirillas, La
Loba, La Ratona o el Traganiños nunca recibieron por parte de
los vecinos el tratamiento del señorío llano, siendo más conocidos por
su apodo que por el nombre de pila. A decir verdad, no hubiese casado
bien el señor o señora y el apodo: El señor Tirillas se da
aires de persona importante, o, la señora Loba no se trata con
la señora Ratona, pongamos por caso.
Este trato modesto, sencillo y llano
entre los vecinos me parecía algo tan natural, por la costumbre, como la
lluvia, en otoño, cuando iba a buscar setas con el abuelo, o la llegada
de las cigüeñas en invierno. Con el paso del tiempo, sin embargo,
comencé a comprender que del mismo modo que el clima cambia de unos
lugares a otros dependiendo de factores geográficos, también las
relaciones con las personas son diferentes, según las circunstancias, la
época y el lugar. Fui conociendo, por lo que me contaba el abuelo, que
en Sierra Mágina, allá en el sur, como en otros sitios, sólo se les
trataba de señor a los que tenían dinero, o a los caciques, que venían a
ser los mismos, y por supuesto a sus señoras, aunque no supiesen hacer
la “o” con letra bastardilla, lo que no era nada extraño que les
ocurriese a tales damas. Estos contrastes me hacían aumentar los
sentimientos de admiración y respeto que ya tenía hacia mis padres y las
personas conocidas como la señora Nati, el señor Agapito o la señora
Lucía; y aunque la dignidad continuaba siendo un concepto abstracto para
cualquier chaval de mi edad, me sentía orgulloso del trato hidalgo sin
más, entre la gente del barrio.
Uno de los vecinos, el señor Florencio,
tenía un carro tirado por una mula, quizá uno de los últimos que se
vieron por la ciudad. El carro tenía dos enormes ruedas, más altas que
nosotros, con sus radios de madera y las llantas de hierro, y en los
varales de los costados se amarraba un toldo de lona blanca que lo
cubría en forma de arco, a semejanza de las carretas de las caravanas
que veíamos en las películas camino del Oeste, con los alevosos indios
siempre al acecho de hacerles un buen corte de cabellera a los
aventureros blancos. El señor Florencio era un hombre menudo, enjuto y
fibroso, con la cara curtida y cubierta de arrugas, que protegía su
cabeza del sol y del cierzo con una boina. Su tono de voz era algo
agudo, suave y cariñoso, que inspiraba confianza. Era un hombre afable,
al que no teníamos que insistirle mucho para que nos dejase acompañarlo
subidos en el pescante cuando, terminada su jornada de trabajo, llevaba
a encerrar carro y mula a un corral del barrio de san Lorenzo, en las
mismas faldas del Castillo. El recorrido era corto y apenas duraba unos
minutos, pero la fantasía de los pocos años nos hacía reencarnarnos en
el mismísimo John Wayne, camino de alguna peligrosa aventura.
A veces, el señor Florencio hacía portes
a Pinares, y al regreso nos regalaba pizorras para que hiciéramos
barquitos. Con la ayuda de una navajilla y un poco de habilidad y
paciencia, los chicos del barrio armábamos una flota de canoas, barcas y
carabelas preparada a entrar en acción en cuanto llegase la primera
tormenta de verano o el hombre de la manga riega apareciese por la
calle: “La manga riega que aquí no llega, si llegaría, me mojaría”.
Si la cantinela no hacía efecto a la primera, el griterío continuaba
con más fuerza e insistencia: La maaanga rieeega, que aquiií no
lleeega, si lleeegaría, me mooojaría”. Lo demás corría por nuestra
cuenta: con tierra y unos pocos guijarros hacíamos una presa
perpendicular al bordillo de la acera, y en la pequeña balsa que se
formaba echábamos nuestras pizorras convertidas en improvisadas e
improbables trirremes, en nuestro afán de reeditar, un montón de siglos
más tarde, las naumaquias de la antigua Roma, no en balde las películas
de romanos eran nuestras preferidas junto a las del Oeste.
Otras veces, iba con su carro hasta la
Rumba y alrededores, donde las carbonilleras, rebuscando entre el
balasto de la vía, o desperdigadas por el terraplén del ferrocarril, se
afanaban en recoger los fragmentos de carbón mal quemado y los que se
habían desprendido de las máquinas de vapor, que luego vendían a los
carboneros. Me resultaba extraña la vestimenta de aquellas mujerucas que
cubrían sus cabezas con un pañolón para protegerse del frío, y defendían
sus piernas de arañazos, rozaduras y miradas indiscretas embutidas en
bastos y raídos pantalones, los primeros que vi vestir al sexo femenino.
Pero la economía fue mejorando poco a poco, al tiempo que fueron
envejeciendo el señor Florencio y su mula, y el progreso arrumbó medios
de transporte y modos de subsistencia. Y un día, casi sin notarlo,
aquellas mujeres abandonaron las vías del tren, el señor Florencio
jubiló el carro y la mula, después él hizo lo mismo, y nosotros, sin
darnos cuenta tampoco, habíamos dejado de ser niños.
…
El sol va bastante alto cuando recorro con morosidad,
deteniéndome a cada paso, en cada rincón, las calles que fueron el
escenario de nuestra infancia. En este portal vivía Paquillo Pajero; en
éste el bizco García y su hermano Lorenzo; aquí cayó, borracho, Federico
el tuerto, después de tomar la última ronda en el Mandarria; en este
solar hacíamos los hoyos para jugar a las bolas; en esa otra puerta nos
sentábamos en verano a cambiar tebeos y cromos; en este trozo de acera
dibujábamos un circuito con tiza para echar carreras con los platillos
de cerveza y refrescos; en aquella esquina mi madre compraba los churros
los domingos por la mañana; desde esas ventanas nos tiraron caramelos y
perrillas, cuando el bautizo de Rosita: “Bautizo cagao, que a mí no
me han dao, si cojo al chiquillo, lo tiro al tejao”. “Echen, echen
sardinas en escabeche, y si no echan confitura, que se muera la
criatura”; aquí vivía Visi, y ahí, más abajo, Germán Ortigosa…
Aquí está mi memoria.
Me cruzo con un chavalillo que camina
ensimismado manipulando una maquinita electrónica, ajeno a todo cuanto
le rodea. No se ha dado cuenta de que lleva sueltos los cordones delos
zapatos y de que puede tropezar si se los pisa. Le interrumpo de su
ocupación, tocándole ligeramente el hombro mientras le pregunto por el
nombre del artilugio. Levanta la cabeza y, con la expresión todavía
ausente, me mira sorprendido como a un bicho raro de otro planeta que
acabase de aterrizar; apenas un instante después, enarca una ceja al
mismo tiempo que, esbozando una mueca graciosa, me responde con
suficiencia: game-boy. Sin tiempo para que le dé las gracias, se
vuelve y reanuda la marcha, alejándose enfrascado en su juego de niños.
Me llama la atención que a estas horas
aún no haya críos en la calle, en vacaciones y con buen tiempo. Quizá
anoche vieron la televisión hasta muy tarde y todavía descansen en la
cama. Puede, tal vez, que estén entretenidos en casa con juegos
similares a los del crío de antes. Aunque pudiera ser que sus padres
hayan cogido también las vacaciones y se encuentren de viaje. Pasa una
niña, de siete u ocho años, que lleva una falda estampada y una blusita
celeste, cogida de la mano de su madre. Tiene los ojos azulados y el
pelo claro, y me recuerda vagamente a alguien.
Casi sin advertirlo, me encuentro absorto yo también reviviendo
sensaciones remotas, como si hubiese dado un salto atrás en el tiempo.
Aparece, de pronto, la imagen de otra niña de la misma edad, de ojos
verdeazulados y pelo castaño, casi rubio. Se llamaba Yolanda y consiguió
enamorar a todos los arrapiezos del barrio. Bueno, a todos menos a
Arturo, Arturito. Vivía en Madrid, pero solía venir a pasar largas
temporadas a casa de sus tíos. Tenía un primo, Juanillo, de su edad, de
nuestra edad, algo patoso para los juegos, y que, como por arte de
encantamiento, pasó en breve tiempo del oscuro pelotón de los torpes,
del rincón del olvido, a ganarse la amistad de toda la chiquillería del
barrio. Si había que elegir equipo, pues Juanillo era el primero; que
Juanillo quería jugar de portero, pues se le dejaba jugar de portero;
que las tabas –güito, chicha, correa, culito- le venían mal dadas, pues
el verdugo le infligía unos correazos suavecitos, flojos, casi
imperceptibles; que le faltaba algún cromo… Y así fue como Juanillo, el
primo de Yolanda, fue completando la colección de estampas que salían
con las tabletas de chocolate: Búffalo –Bill, Edmund Hillary, Amundsen…
y el primero que terminó el álbum de fútbol: Carmelo, Orúe, Etura,
Canito, Mauri, Ramallets, Segarra, Gensana, Marquitos… o el que antes
leía las novedades del capitán Trueno, el Jabato o el Cosaco Verde.
A cambio, Juanillo se hizo nuestro confidente: “Mi prima ha
ido a los Zamoranos con mi madre, que va a comprarle una falda y una
blusa”, nos contaba un día; o nos decía otro: “Ya le han
encargado el vestido de la Primera Comunión”; hasta que un día nos
dijo:”Mañana le van a hacer la foto para los recordatorios en el
Vives”… Y al día siguiente pudo verse una multitud de chiquillos
traspasando los confines del barrio hasta la puerta del estudio
fotográfico. “Qué guapa va”, dijo el Bizco García. “Qué guapa
va, si parece una novia”, volvió a decir días más tarde, cuando la
procesión del Corpus, con todos los niños de Comunión desfilando por el
Collado, sobre la alfombra de pétalos y serrín coloreado que la
madrugada anterior habían preparado los de la O.J.E. “Qué guapa va;
cuando sea mayor me casaré con ella”, repitió el Bizco García. Y
cuando Yolanda regresó a Madrid en septiembre, Juanillo volvió a ocupar
su sitio en el oscuro pelotón de los torpes… hasta el año siguiente.
A pesar de Yolanda, bien poco sabíamos de la niñas; es de suponer
que tampoco ellas sabrían mucho más de nosotros. Sí teníamos
conocimiento de su existencia , pues quién más, quién menos, teníamos
hermanas, o vecinas, o primas como el afortunado de Juanillo, que no
todo el mundo podía presumir de una prima de Madrid, con los ojos
verdeazulados y el pelo castaño, tirando a rubio. Las niñas iban a
colegios sólo para niñas –algunos de monjas-, y los niños a colegios
sólo para niños –algunos de frailes-; las niñas jugaban con otras niñas
a juegos de niñas, y los niños con otros niños a juegos de niños.
Sabíamos, porque se veía a simple vista, que nos parecíamos en pocas
cosas: que tenían dos piernas, dos brazos, y de los hombros les asomaba
una cabeza con dos orejas, más o menos como nosotros. Pero, en lo demás,
sí eran algo raras, muy diferentes a cualquier chaval. Porque llevaban
el pelo largo, con dos trenzas, o una cola de caballo; y en las orejas
se ponían pendientes, y llevaban faldas, y bragas, que se las vimos una
vez a la Pili, cuando estaba subida en lo alto del refugio de San
Nicolás, el que hicieron cuando la guerra; además se pasaban toda la
tarde cortando recortables o jugando a juegos que no debían ser muy
divertidos, que si a la comba, que si al calderón con el tejo, que si a
las muñecas… O ayudaban a sus madres a barrer, como contaba Paquillo que
hacía Arturo, Arturito, el chivato del cole, el que luego tocó en la
rondalla. Como nunca jugaban a las bolas, no podían saber, las muy
ignorantes, que las de cristal valían por cuatro de barro, y las de
piedra, por ocho, y los pimpines o las de cristal de colores por
dieciséis. Qué iban a saber ellas jugar al oillo -¿vendría , quizás, de
hoyillo?- ni cuándo había que meter un número de bolas pares o nones, ni
de que se golpeaba a las bolas después de soltarlas con el pulgar
apoyándolas contra el índice mientras se decía: una, tan y pique; dos,
tan y pique, y tres tan y pique.
Cómo no iban a ser diferentes si nunca se
las veía jugar con el marro y la pita, con la de ratos tan divertidos
que pasábamos; ni al hinque con la navajilla, ni subían al Castillo a
coger grillos meando en su agujero para que salieran; ni echaban
carreras de aros, ni de cojinetes, ni de caballos, ni se esbaraban por
la nieve haciendo resbaladizos; si serían raras que no jugaban a la
piola, ni a la piola con cadena, y menos al burro largo porque decían
que era un juego muy burro. Ellas se perdían lo que disfrutábamos cuando
cargábamos el peso sobre uno –siempre que había ocasión sobre Pedro
Triparredonda, que aguantaba poco- hasta que se ringaba el equipo
contrario, o cuando retábamos a peleas a los chavales de los cercanos
barrios de San Lorenzo, la Arboleda o San Pedro, a pedradas, o con
espadas y arcos y flechas. También sabíamos que no se subían a las
paletillas por miedo a caerse y hacerse daño, o de que les viésemos el
culo, o de que sus madres las llamasen marimachos. Tampoco orinaban
contra los muros de las ruinas de San Nicolás, ni echaban competiciones
a ver quién llegaba el chorro más lejos: “La maaanga rieeega…”
Bah, niñas.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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