Miguel Maderuelo Ortiz
2.- La diáspora
La mili significó un
paréntesis en mi vida; una línea divisoria entre un antes cerrándose
detrás de mí, y un después incierto que me inquietaba. Hasta entonces mi
existencia había transcurrido sin sobresaltos, sin más preocupaciones
que pasear los libros bajo el brazo en mis últimos años de estudiante, y
recorrer con los amigos cuantas tascas y tabernas nos salían al paso a
la salida de las clases. El Bizco García, con el tono zumbón que usaba a
menudo, solía decir que, aunque no frecuentábamos la iglesia, para
piadosos, nosotros, fieles devotos del dios Baco a quien venerábamos de
ermita en ermita, ya fuese día de labor, domingo o fiesta
de guardar. No había bar, café, taberna o ventorro que desconociesen
nuestros pies, ni mostrador por el que no hubiésemos restregado las
coderas. Y más arte usábamos en empinar el codo que en hincar los dos
con un libro delante. Cuando se inauguraba un bar, allá acudíamos a
cumplir con la visita de cortesía pues, al decir de Lorenzo, el mayor de
los hermanos García, de no observar tal rito, la mala conciencia no le
dejaba pegar ojo. Eso de los remordimientos y del amor al morapio debía
quedarle a Lorenzo de su época de monaguillo, años atrás, cuando al
menor descuido de don Secundino, el párroco de su pueblo, le atizaba
unos tientos de no te menees al vino de consagrar.
No se crea por lo antedicho que
acostumbrásemos a ponernos como cubas, ya que nuestros raquíticos
caudales de estudiantes no permitían semejantes larguezas; a lo sumo,
quien más quien menos cogía una ligera cogorza, lógica consecuencia de
echar al coleto el vinazo peleón, a palo seco más por falta de
medios que de ganas. Con el tiempo y la experiencia comenzamos a
distinguir el grano de la paja, y, sin llegar al sibaritismo pues obvio
es que solíamos andar a la cuarta pregunta las más de las veces, fuimos
escogiendo los bares que servían vino a granel mínimamente decente,
quizá traído de Lumpiaque, Cosuenda o Magallón, y abandonando los que
servían matarratas que, aun con la bendición de las aguas del padre
Duero, eran causa de dolores de cabeza y diarreas a la mañana siguiente.
Cuando la provisión de fondos se acrecentaba, ya viniese de algún
extra que caía por aprobar el curso –con la ley del mínimo esfuerzo,
por supuesto- la visita de los tíos, o el esporádico descargue de algún
camión, se acompañaba el chateo con las consabidas banderillas, un taco
de bonito en escabeche o una ración de lo que se terciase.
¡Ah, los bares de mi ciudad! Desde la distancia del emigrante que
partió a lejas tierras y los muchos años transcurridos os recuerdo con
agrado. Acogedores lugares de tertulia y alterne; refugio y abrigo de
nuestros cuerpos en los largos días de invierno; testigos cómplices de
los primeros escarceos amorosos; asilo de descarriados; consuelo de
afligidos; protectores y amigos… Muchos cerrasteis vuestras puertas para
siempre al no poder resistir la tiranía de la modernidad, la miseria de
los tiempos y las disposiciones del Boletín Oficial del Estado. Quizá
ignorabais entonces que, al echar el cierre, con vuestra ida también se
arrancaba otra página de nuestra historia. Igualmente se fueron para
siempre muchos de los que os frecuentaban desde un lado del mostrador y
de los que despachaban desde el otro.
Comenzando la peregrinación desde el río,
primero se encontraba, cual faro guía de ribera, el Mirador–Bar,
más conocido como el Merendero de Augusto, lugar de reunión de
parejas y amigos, embarcadero no de yates ni de motoras fuera borda,
porque nuestro padre río nunca tuvo pretensiones mediterráneas, sino de
barcas de remos que zis-zas, zis-zas, a golpe de músculo transportaban a
los esforzados galeotes río arriba hasta la fábrica de harinas o, a los
más atrevidos, hasta los rápidos de la presa. Ya en la carretera,
también junto al Duero, haciendo honor a su ubicación, la Alegría del
Puente, que aguantó hasta los últimos años del siglo. Vecino de San
Pedro, el bar tienda del Gallarón vendía gaseosas en envase de
cristal con tapón de porcelana y artilugio metálico, a 2.40 pesetas la
botella de litro. Quién iba a imaginar que el popular Mandarria,
el que nunca tuvo Navarra, acabaría cerrando sus puertas hace ya años.
Como bastante antes lo habían hecho el Julián y el Sanz,
en la Plaza Mayor.
Mucha agua ha pasado bajo el puente desde que nos dejase el
Burgalés, antigua sede del Numancia, en la calle de los Estudios,
casi tanta como desde el adiós del Argentino, en pleno Collado,
con sus cristaleras mirando a la Plaza de San Esteban, o del Plata,
en la Claustrilla, del que recuerdo su pulcritud, los blancos paños
colgados fuera del mostrador, y el vermú con soda y las aceitunas sin
hueso. También cerró el España, cafés de la mañana y cervezas del
mediodía de los funcionarios de la Diputación y Hacienda, como lo
hiciera el Soria, en la esquina de la calle Alberca, o el
Marfil, de puertas acristaladas, también en esquina, la del hotel
Comercio, frente al teatro Avenida singular coliseo, otrora orgullo de
la ciudad y oprobio de cuantos permitieron, por activa o pasiva, otro
atentado, uno más, contra la cultura soriana. No sé cuándo vamos a
aprender de los pueblos que, celosos guardianes de su patrimonio,
conservan, cuidan y miman lo suyo.
Patatas bravas, las del Caribe, en
el Tubo, decorado con murales de bucaneros y hermosas mujeres, cañones y
barriles de ron, que hacían navegar nuestra fantasía en el barco del
capitán Kidd hasta las remotas Antillas. Germán Ortigosa prefería
“quedarse” en el más cercano Cantábrico, pues, enamorado de lo norteño,
vez que entraba en el bar, vez que se iba derecho a la máquina de discos
en busca del inglés que vino a Bilbao, a ver la ría y el mar…
mientras el popurrí seguía incansable, ya en los toros de San Sebastián,
ya en los de Valladolid, terminando por convencernos, de tanto oírlo,
que el ramillete tenía que ser por fuerza Santurce Bilbao y Portugalete.
Dichosos tiempos en que todavía no nos habían comido el terreno y la
sesera la música anglosajona y las sevillanas. El Tubo, bien es verdad,
no ha vuelto a ser lo que era. Quedan casi todos los bares, sí, aunque
la mayoría han cambiado de dueño y el ambiente es otro. Así ocurrió con
el Iruña de Ángel El Alpargatero, el Patata del
Nicesio, el Brasil del Abelio y el Benja o el Pacho del
Gregorio y el Lázaro. Puede que también el Bambi haya arrojado la
toalla, y acaso el antiguo Buja ya no conserve la cabeza de toro
de cuando fue sede de la Peña Taurina.
Ni al Palacio de los Condes de Gómara le
faltó su bar, el Silencio, de nombre nada acorde con el ambiente
tabernario. Los futboleros, cuando aún no había llegado el empacho
televisivo, se informaban de los resultados de las quinielas en las
pizarras de la Cierva, pegado a la taberna Aquí te espero,
o en el Ruiz; en éste, un camarero era del Madrid y otro del
Bilbao. Los muy ladinos usaban un ingenioso sistema de captar propinas;
consistía en una balanza con dos botes, cada uno con el escudo de su
equipo. Así picaban a los seguidores de uno y otro equipo que se
rascaban el bolsillo para inclinar la balanza hacia su favorito. La
ronda había de continuar, cruzando la calle, en el Rangil, mitad
tasca mitad bodega, propiedad de una familia con larga tradición
vinatera, de lo que daban fe los bocoyes de barro llenos de buen caldo.
En algunas ocasiones no venía mal bajar, poquito a poco, hasta el
Ventorro, a las afueras de la ciudad saliendo hacia el Cañuelo, para
que la cabeza tuviese tiempo de airear los vapores etílicos por el
camino y, ya allí, echar unas partidas a la rana siempre que no se
hubiese trasegado más de la cuenta, en cuyo caso no había humano que le
hiciera abrir la boca al maldito bicho.
Con el vaso a medio apurar y sin intención de agotar la botella,
tendríamos todavía ocasión de acercarnos a la taberna del Félix,
junto a la Plaza de Abastos, casa de comidas frecuentada al mediodía por
gentes de la provincia que habían venido a la ciudad a vender sus
productos, dar una vuelta por si la chica interna en las monjas
necesitaba algo, o mercar cualquier género que no encontrasen en el
pueblo. Al caer la tarde, sin gente de fuera, la clientela se componía
de varios corrillos de vejetes que echaban la partida de cartas en
veladores de desgastado granito, y el grupo de estudiantes de todos los
días: el Bizco García, su hermano Lorenzo, Germán Ortigosa, Fermín el
Garrafas, el Chispo… y algún otro que se unía al grupo ocasionalmente.
Una vez que los libros descansaban apilados en una mesa del rincón,
junto a la ventana, después de tanto ajetreo calle arriba, calle abajo,
se pedía el bote de cuero para jugarse a los dados quién pagaría la
ronda. El porrón de cerveza con gaseosa corría inquieto de mano en mano,
vaciándose apenas daba un par de vueltas. Los abuelos, más sosegados,
con la tranquilidad y experiencia que dan los años, libaban
parsimoniosos durante las pequeñas treguas de la partida, ocasión que
los fumadores aprovechaban para liar otro cigarro. Algunas veces, el
abuelo Fortuna se unía a nuestro grupo a pegar la hebra. Le gustaba
rememorar historias antañonas que escuchábamos con deleite, y en
agradecimiento le ofrecíamos obsequiosos el porrón. Majos chicos, decía,
en señal de aprobación y agradecimiento.
Además de la casa de comidas de Félix,
la gente de los pueblos acudía a otros bares y tabernas a la hora del
alterne o el almuerzo, siendo costumbre que cada comarca de la provincia
tuviese sus preferencias. Así, unos elegían la Oficina, donde
coincidían con modestos funcionarios o trabajadores de la construcción,
otros optaban por el Apolonia, en la Plaza de Herradores,
frecuentado por los taxistas que tenían la parada en la misma plaza, o
por el Regio, en el que solían reunirse las gentes de Pinares.
Pero la república popular de la bebienda
por antonomasia, la taberna por la que siempre sentí especial simpatía y
querencia, no era otra que la del Lázaro, la tasca más antigua
por méritos propios, la que ha sabido conservarse fiel a su personalidad
sin caer en veleidades modernistas. Pena me han dado siempre los
establecimientos que, haciendo gala de un progreso mal entendido,
renunciaron a su carácter y arramblaron con todo lo que les
identificaba, a menudo conservado durante varias generaciones. Así,
fueron desapareciendo los veladores de gruesos y desgastados mármoles,
las maderas de los mostradores, las frascas de boca ancha tapadas por un
corcho gordo, las viejas puertas… dando paso a los materiales
sintéticos, al frío aluminio o al no menos frío acero inoxidable y a las
botellas de tapón de rosca. Pues muy bien, con su pan se lo coman. En la
tasca bodega del Lázaro han sabido compartir barra cuadrillas de
albañiles, empleados de banca, estudiantes de la Normal, bedeles de
instituto, dependientes de ultramarinos… todo un mundo variopinto en
buena armonía.
…
Mientras los días en el cuartel
transcurrían monótonos y lentos, cavilaba sobre mi futuro. Iba siendo
hora de sentar la cabeza, como diría el abuelo Francisco, buscar trabajo
y hacerme un hombre de provecho. Intuía que ya nada iba a ser igual, que
los tiempos de estudiante y parranda pertenecían a un pasado que se me
antojaba remoto a pesar de su inmediatez. Me turbaba el ánimo dar por
seguro que, en cuanto me licenciase, iba a emprender el camino de la
emigración, tras los pasos de tantos otros que me habían precedido
durante décadas. Cualquier supersticioso podría pensar que una extraña
maldición se abatía sobre nuestra tierra desde tiempo atrás arrojando al
exilio a miles de sus hijos. Sin embargo, dejando aparte hechicerías o
aojamientos, la decadencia habría de provenir, sin duda, de causas más
prosaicas y terrenales. Suponía que quizá la primera piedra del declive
la habría puesto el político Javier de Burgos, en el ya lejano 1833, con
su nueva distribución provincial que nos hizo perder territorios
nuestros en La Rioja, Los Cameros y La Alcarria. Desde entonces, Alfaro,
Calahorra, Enciso, Atienza, Cobeta… nunca más volvieron a pertenecer a
Soria, por más que continuase la tradicional familia de riojanos y
sorianos, primos hermanos.
Meditaba sobre los vaivenes de la historia, de cómo pueblos
antaño pujantes y esplendorosos, languidecían hogaño cercanos a la
extenuación. Por mi mente desfilaban de manera desordenada, en confuso
tropel, un cúmulo de sentimientos y recuerdos, de acontecimientos tal
vez vividos, quizá imaginados o soñados, y añoranzas de sensaciones no
experimentadas que acudían a mí desde algún ignoto tiempo o lugar. En
aquel caos se mezclaban la Cabaña Real de Carreteros con las historias
del abuelo Francisco; el Honrado Concejo de la Mesta y los indianos que
volvían de las Américas con las clases de Geografía e Historia de don
Antonio; los fueros, las casas blasonadas y los escudos nobiliarios con
las iglesias románicas y los monasterios; los concejos abiertos, las
cañadas, veredas y cordeles de la trashumancia, los desalmados yangüeses
del Quijote, la ruta del Cid, Calatañazor y Almanzor, Numancia, los
termestinos; leyendas, tradiciones…
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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