Miguel Maderuelo Ortiz
1.-
Ha
pasado casi un año desde la muerte de Martín Pedraza y todavía es
difícil hacerse a la idea de que nunca más volveremos a verlo. La suya
fue una muerte inesperada. Nadie podía suponer que Pedraza, como así le
nombrábamos sus amigos, nos dejase tan pronto y sin avisar. Fue,
también, una muerte inoportuna, porque maldita la ocurrencia de decir
adiós cuando se encontraba en plena tarea de contar los meses, los días
y hasta las horas que faltaban para su jubilación, y con ella el regreso
a Celtiberia, la manera con que solía llamar a la tierra que le vio
crecer, y que hubo de abandonar más de cuarenta años antes, en busca de
un porvenir que allí se le mostraba huraño. Mi abuelo José, de vivir
aún, habría dicho que la muerte es ley de vida y que a todo el mundo le
llega su hora, o que Martín había arrojado la cuchara. Sin embargo,
nunca le oí maldecir de la muerte, quizá porque, en su interior, era un
estoico, sin él advertirlo. Pero hace muchos años que mi abuelo y su
mundo enmudecieron para siempre. Los médicos, que suelen entender más
bien poco de leyes, cucharas y otras sutilezas, certificaron que un
infarto fue la causa de su muerte.
Durante todos estos meses me he
preguntado si merece la pena redactar estas líneas y, ahora mismo, sigo
diciéndome si habrá alguien a quien le puedan interesar. Tampoco estoy
muy seguro de las razones que me impulsan a hacerlo y si tengo derecho a
que vean la luz pensamientos, recuerdos, vivencias… de quien fue uno de
mis mejores amigos. Si al final me he decidido, ha sido animado por la
memoria del bueno de Pedraza, porque muchos de esos recuerdos los
compartimos y, sobre todo, por saldar una pequeña y vieja deuda que el
difunto tenía con nuestro amigo común Andrés Villanúñez, aunque sea en
un medio distinto. Creo que, en el fondo, aunque no me lo dijera, su
intención era liquidar aquel compromiso, porque, poco después de morir,
su hija Carmen me entregó una carpeta con diversos escritos y una nota
adjunta escrita a lápiz que decía: “Para Germán Ortigosa”.
¿Barruntaba Pedraza que su fin estaba cercano? Es posible que el corazón
le hubiese enviado antes algún aviso y que se lo ocultase a todos por no
preocuparlos. Entre los papeles había artículos suyos publicados en la
prensa local y un mazo de cuartillas manuscritas unos veinte años antes,
a los que se había grapado, puede que intencionadamente, una vieja carta
de Andrés Villanúñez.
Andrés, director de “Ecos Celtíberos” y
de “Cuadernos de la Vieja Castilla”, ya desaparecidos, en numerosas
ocasiones le había pedido a Pedraza que colaborase con algún artículo
sobre nuestra tierra desde la perspectiva de la diáspora, a lo que éste
respondía dándole largas con diversas excusas. En parte, se sentía
abrumado por la responsabilidad de escribir en un medio donde solían
hacerlo escritores de experiencia y cierto renombre, y él consideraba
que, con su falta de costumbre, era arriesgado lanzarse de espontáneo al
difícil ruedo de las letras.
He de decir, en honor a la verdad y para
ser justo, que en deuda con Andrés Villanúñez no sólo estaba Pedraza y
yo mismo, sino todos aquellos paisanos que sentimos algo por nuestra
tierra y su cultura, porque de los otros, la legión garbancera y
sanchopancesca, mejor no hablar. Hace muchos años que conozco a Andrés,
y puedo dar fe, sin que nuestra vieja amistad me haga caer en la
exageración, que es un hombre de bien, celtíbero de los auténticos,
siendo su bonhomía pareja con su cultura. Honrado a carta cabal,
independiente, con un extraordinario sentido del humor a pesar de que,
para los que no lo han tratado, pudiera parecer hosco a primera vista. Y
no tendría mucho sentido hablar de esta tierra entrañable sin citar a
este escritor “que tiene mucho de explorador inquieto y trotamundos y
de entusiasta erudito”, según el prologuista de uno de sus libros.
Sirvan, para ratificar lo que digo, las palabras que el escritor
Hernando Fernández dedicaba a Villanúñez en una publicación nacional,
hace muchos años, creo que a comienzos de la última década del siglo
pasado: “… de los que sin prisa y sin pausa hacen camino y patria
chica, de los que llevan muchos años pateándose la ciudad y la provincia
para descubrir y proteger en la medida de lo posible (y también, un
poco, de lo imposible) sus cepas, sus vasos linfáticos, sus orígenes,
sus infinitos rincones de belleza mínima y dulce, el esplendor de sus
gentes, los secretos de sus fiestas, el plumaje de sus pájaros, el aroma
de las flores, la llamarada rojiza de sus monumentos… O lo que tanto
monta: el alma, el carácter, la personalidad, la vida y, naturalmente,
el futuro de una de las provincias más nobles y hermosas de las
Españas”.
En aquella vieja carta a la que me
referí, Villanúñez le pedía a Pedraza, más cerca del ruego que de la
exigencia: “… podrías escribir algo. Y si a la primera no te sale,
sigue probando. Vamos, que ya tardas, no seas vago. En cuanto a ¿para
quién escribir? Ni yo mismo lo sé. Para la Celtiberia Eterna; para la
posteridad; para los andresvillanúñez, martinpedrazas y germanortigosas
del siglo XXI, que los habrá. ¿No te parece suficiente? Venga, basta de
dudas, Martín, que no te lo tenga que decir otra vez. Por nuestra vieja
amistad…”. No sabemos si Pedraza hubiera terminado por acceder a la
petición del amigo, aunque los más de veinte años pasados desde entonces
son muchos años de retraso como para creer que al final se habría
decidido. Con su inesperada muerte, nunca saldremos de dudas. De todas
formas, ya da igual.
Yo soy Germán Ortigosa,
improvisado mensajero entre mis dos mejores amigos, de los que me siento
orgulloso, de los que entran muy pocos en un kilo, como los melocotones
gordos, utilizando las mismas palabras que Pedraza cuando, perorando
sobre lo humano y lo divino, se ponía medio prosaico medio filósofo,
después del tercer vaso de Cariñena, sentado en el banco corrido junto
al fogón de la casa de Villanúñez, allá en la Molineta, una pequeña
aldea en las estribaciones de la sierra, donde pasamos muchas
inolvidables veladas. Y es que Pedraza tenía un alto concepto de la
amistad, y era de la opinión, que comparto, de que los amigos de verdad,
los que acostumbran a estar más a las duras que a las maduras, suelen
ser escasos. Porque subirse al barco en tiempo de bonanza, e ir a favor
de la corriente, está al alcance de cualquiera, pero no tiene nada que
ver con la amistad verdadera. Por lo que a mí respecta, poco tengo que
añadir; es más, de momento no pienso decir nada a Villanúñez de las
cuartillas de Pedraza. Ya se llevará una sorpresa cuando tenga ocasión
de leerlas.
A orillas del
Mediterráneo, en el año 2017.
©
Miguel Maderuelo Ortiz
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