Unos
cuantos kilómetros antes de alcanzar la cumbre del Puerto de Oncala,
el sol coloreó el paisaje. Dejábamos atrás una intensa niebla que
desde arriba podía verse como un mar espeso de nubes. El sol brilló,
y hasta calentó fuerte, durante las tres horas que duró la
elaboración del queso y las narraciones de cuentos de Juan Catalina
–Kata-.
Los oncaleses, y algunos otros que acudimos, curiosos, a fin de
revivir oficios y tradiciones ya en mejor vida, pasamos unas horas
en verdad agradables, soleadas, en un alto rodeados de montañas
suaves y redondas, muy cerca del bar-restaurante abierto de nuevo, a
donde se podía acudir a tomar una cerveza o un café. La amabilidad y
el calor de los “merineros” ayudaron no poco.
Urbano Arancón ofició de sacerdote en lo del queso. Urbano es hijo
de un matrimonio nonagenario –el señor Urbano está a punto de
cumplir los cien años- que ha celebrado, nada menos, que las bodas
de platino, o sea, 75 años juntos. Fueron merineros. Les recordamos
muy bien porque nos enseñaron, hace ya años, recetas de antes, una
de ellas la salazón, cecina o salao de oveja. Ahora, desde hace unos
años, Urbano hijo es propietario de una quesería en Oncala.
En su nave, rodeados de acebo que lleva la garantía etiquetada de
“Acebo de Oncala”, provisto de un hornillo de butano, calentó cinco
litros de leche de la que sólo se obtendría, aproximadamente, kilo y
cuarto de queso. Las mujeres oncalesas, esas que permanecían en el
pueblo atendiendo los animales caseros, las pequeñas fincas, los
huertos y los hijos, mientras los hombres acudían a extremo con sus
rebaños, tentaban la temperatura de la leche como habían hecho
siempre, sin necesidad de termómetro, metiendo un dedo. De cinco
grados debía pasar a 30-31º. No se equivocan, no.
Es el momento de añadir el cuajo. Antes se obtenía del estómago de
un cabrito, repleto de leche y puesto a secar. Se cortaba un trozo y
cuajaba la leche. Ahora pusieron cuajo líquido, medio centímetro
cúbico por litro. Se ha de remover suavemente para que se mezcle
bien y esperar media hora. Había cuajado perfectamente. Con un
cuchillo se cuartea la cuajada para que se vaya separando el suero,
volviendo a calentar un poco más.
Ya está a punto para que las mujeres, con las manos bien limpias,
vayan cogiendo los trozos de lo que será queso, lo vayan colocando
en las encellas y apretando para que siga soltando suero. “El pan
con ojos, el queso sin ellos”, o sea, hay que seguir apretando, que
servirá además para que el dibujo de la encella se grabe en el
queso. Es el momento de echar la sal. Dos días, más o menos, deberán
pasar para comerlo fresco. Si se desea curar, pues depende de cómo
guste, serán cuatro, seis o más meses.
¿Qué hacer con el suero, ese líquido turbio, amarillento, pleno de
sales, vitaminas y proteínas? Pues según nos contaron las mujeres,
unas veces se volvía a calentar, se le echaba un poco más de cuajo y
se hacía requesón, el riquísimo mató de los catalanes, que se come
con miel. Otras veces se bebía, si gustaba o se echaba a los
cochinos, pues ya se sabe que el cerdo es un miembro más de la
familia, que dará buenos jamones, chorizos, morcillas, y muchos más
productos, para la alimentación familiar.
Y ya que estábamos en Oncala, cómo no pegar la hebra con algún
trashumante, a quienes tanto admiramos. Allí estaba Lucilio de Pablo
Hernández y su hermana Casimira, que bajaron hasta 1998 a las
Marismas del Guadalquivir con dos mil cabezas de ganado de tres
hermanos. Recuerdan muy bien el último tren ganadero, en 1995. Ese
año, en mayo, subieron a Tierras Altas unas diez mil cabezas de
ganado, por su cañada reglamentaria, y a la familia De Pablo le
costó casi cien mil pesetas una multa, tan injusta, como que la
motivó un coche que no paró. Cosas de la Trashumancia.
Mientras Lucilio y Casimira nos contaban estas cosas, Juan Catalina,
vestido para la ocasión y la zona donde iba a actuar, preparaba, en
un hermoso y soleado rincón con hierba, sus instrumentos de música,
unos antiguos –como el ravel- otros tradicionales –como la botella
de anís- y su caja de las sorpresas. Durante un buen rato hizo las
delicias de grandes y chicos, con sus cuentos y sus historias, él
solo, transmitiendo con su cuerpo alto y nervudo y su cara
expresiva, sentimientos, y consiguiendo las risas, sonrisas y
aplausos de los allí presentes.
Por la tarde estaba previsto –no pudimos quedarnos- la presentación
del web de la Asociación “El Redil”, que se encarga –y muy bien- del
Museo Pastoril, y la elaboración de centros de acebo.