Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (9)
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Joaquín Alcalde
Comercios
que hicieron historia
Las
antiguas ferias de ganados
Las
verbenas veraniegas de los barrios
La
casa del ascensor y las puertas giratorias
Comercios que hicieron historia
Los empresarios del comercio
y las instituciones con competencia en el sector llevan tiempo empeñados
en la tarea de revitalizar el comercio tradicional a base de derrochar
imaginación y de poner en práctica actuaciones concretas en el marco de
la peatonalización del centro urbano junto a campañas de promoción que
permitan incentivar el consumo. Por simplificar, la construcción del
parquin de Mariano Granados y el Espolón y la nueva Plaza de Abastos
además de otras intervenciones en los respectivos entornos, con todo lo
que llevan consigo, están posibilitando un cambio de arriba abajo de la
imagen del centro de la ciudad y no dejan de ser sino la constatación de
la realidad de este decidido propósito sobre el que pesa el lastre
acumulado de varias décadas en las que, en efecto y puede que sin
percibirlo en el día a día, tanto el comercio como la sociedad soriana
en general, aunque en el fondo sigan latiendo tics endémicos que no hay
manera de erradicar, han sufrido un cambio de tan importante que los ha
dejado irreconocibles.
No recuerdo si en alguna
ocasión anterior nos hemos ocupado de aquellas firmas comerciales o
establecimientos con los que han crecido sucesivas generaciones, o sea,
de los que podríamos decir de toda la vida y continúan abiertos, pero
esta vez vamos a centrar nuestra atención en los que por el contrario
han desaparecido y, por tanto, constituyen la antesala del nuevo
decorado que jalona el acontecer comercial diario de los sorianos. Aun
sin consultar más base de datos que la que alberga la memoria –por
utilizar el lenguaje informático al uso- la empresa no deja de entrañar
su dificultad y qué duda cabe que supone su riesgo habida cuenta el
larguísimo listado que resultaría a poco que se pretenda ser exhaustivo
cuya simple enumeración superaría con creces cualquier previsión. Así es
que, en la medida de lo posible y para ser prácticos y que se queden los
menos por el camino, se intentará sintetizar siguiendo el criterio de
clasificación por grupos de actividad, aunque muy bien podría ser otro
cualquiera.
Hace ya tiempo que quedaron
en el almacén del recuerdo comercios de ultramarinos como el del
Anastasio y el de Manuel Ruiz en la plaza de Herradores; La Flor
Sevillana, Celestino Pérez Benito, la Viuda de Sixto Morales, Simón
Sainz y el de la Viuda de Juan Díaz, de popular y cariñoso alias (“los
cochinillas”), en el Collado; La Oriental y Pedro Beltrán, ubicados
ambos en la calle Estudios subiendo a la Plaza de Abastos desde el
Ensanche del Collado, y en la misma plaza de Bernardo Robles (la de
Abastos) otro establecimiento asimismo emblemático como sin duda lo era
“La bola de nieve”; y por supuesto los Almacenes de Pablo del Barrio en
sus distintas ubicaciones, la última en la calle Alfonso VIII. Hubo
asimismo comercios de tejidos que dejaron huella como el de la Viuda de
Evaristo Redondo –también ferretería y mercería-, Redondo y Jiménez,
Anastasio Sánchez –Casa Sánchez-, Ángel del Amo –luego, su hijo-, Los
Zamoranos y Megino –donde además se vendían zapatos-, todos ellos en el
sorianísimo Collado, junto con el de Casa González en la plaza de San
Blas y El Rosel –la que la sabiduría popular bautizó en su día como de
la tarta-, y el de Sobrino de Samuel Redondo, en Marqués del Vadillo,
sin olvidar por supuesto, los que han cerrado últimamente: Nuevas
Galerías y San Clemente, que aun siendo los más modernos de todos los
citados, y eso que llevaban décadas de actividad, han venido a cerrar el
ciclo de los comercios del ramo. Son bien recordadas también las tiendas
de calzados y de entre ellas las de “La moda”, en el estrecho del
Collado, junto a la Plaza Mayor; la denominada Calzados Caballero frente
al Casino; o la de Ricardo Lapuente, al final de la arteria principal de
la ciudad (en el actual edificio del Banco Santander), y la de Eugenio
Amo, con taller de reparación incluido, en la plaza de Herradores,
reconvertido en uno más de los muchos bares que funcionan en esa zona.
No se citan a propósito
cafés, bares y similares como tampoco las salas de cine habida cuenta la
amplitud de la materia, pero no puede pasarse por alto un sector tan
acreditado como el de las confiterías y/o pastelerías con las de la
Pablo Herrero, “La azucena”, la de la Viuda de Liso, “La exquisita” y la
de Eugenio Mateo, todas ellas en la que de siempre ha tenido la
condición de centro comercial de la ciudad, el Collado. Como tampoco
deben omitirse, como firmas más representativas de un ramo diferente, la
librería y papelería Santa Teresa, la de Jodra, por cuyo nombre se le
conocía en los portales del ensanche; la de Vallejo, Vicén Vila –también
óptica y especializada en discos y radios-, y la Imprenta y Papelería
Comercial, en parte de los bajos del antiguo Parador del Ferial –otro de
los establecimientos que marcaron una época de la historia de la
ciudad-, en la céntrica plaza de El Salvador. Ni desde luego las
droguerías Patria, en la plaza de Herradores, y Moderna, en el Collado;
la cacharrería, en la entonces comercial plaza de Herradores, y la
botería de Claudio Alcubilla en la calle Ferial, o la ferretería y
tienda de muebles, en locales separados, de la Viuda de Claudio Alcalde,
en la calle Marqués del Vadillo y Herradores, con vuelta al callejón de
El Salvador, respectivamente, y “El telón de acero”, ya algo más
moderna, como la mayoría en pleno Collado.
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Joaquín Alcalde, 2019
Las antiguas ferias
de ganados
A mediados del mes
de septiembre, cuando el calor todavía se dejaba sentir, llegaba puntual
una de las dos ferias de ganado que de manera regular se celebraban en
la capital: era la conocida como de septiembre. Se decía que era
más importante que la de marzo. Pues mientras esta era algo así como el
heraldo que anunciaba la llegada del buen tiempo, con la primavera
pidiendo paso tras los largos y crudos inviernos de entonces, la de
septiembre, terminada la recolección, era preludio del tiempo otoñal,
que ya aguardaba.
Al final de los años cuarenta la ciudad
era prácticamente la mitad que hoy, puede que ni eso. Terminaba en El
Espolón, conocido entonces como Paseo de invierno. Es cierto que
a continuación había alguna casita de recreo, más arriba la casa de
Julio Manrique El blusas, y todavía más hacia las afueras la zona
de chalés del alto de la dehesa, en la que acababa de construirse
el entonces lógicamente moderno campo de fútbol, el San Andrés.
La actual avenida de Valladolid no
existía como tal. En su parte más alta se encontraban la casa en la que
estuvo la fábrica de lejías El Blanquito, la de los cebaderos del
Crescencio (hace años un solar) y los cocherones de Obras Públicas,
donde hoy se levanta la Estación de Autobuses.
Atravesar el callejón de Correos era
estar en el campo, porque salvo la calle Tejera no quedaban más que dos
o tres casitas en la actual calle de Sagunto, alguna edificación aislada
en los alrededores y la plaza de toros. Era el ferial. El lugar en el
que cada jueves del año se instalaba el mercado de cochinos antes de que
el ensanche de la ciudad lo fuera desplazando hacia Santa Bárbara, en
cuyo paraje, por cierto, no había apenas construcciones salvo algunas
(contadas) majadas en las que los labradores guardaban algo de grano y
la escasa maquinaria agrícola, es un decir, que empleaban para cosechar.
Porque en Santa Bárbara estaban las eras y al final la ermita solitaria,
hoy acogotada por las nuevas edificaciones levantadas a su alrededor. De
la construcción de la barriada comenzaba a hablarse.
Pues bien, en las traseras del Museo
Numantino se ponía la feria. Hasta la Tejera la de ganado caballar y
mular. Y desde de Las Pedrizas hasta la ermita de Santa Bárbara, la de
vacuno. Sin embargo, las ferias eran algo más que la mera referencia
comercial de transacción de ganado y por encima de todo un verdadero
acontecimiento. El ambiente era de fiesta. La ciudad se transformaba, de
modo especial en las de septiembre. Las calles se llenaban de gentes de
toda la provincia y de algunas otras. Había baile público en la plaza
Mayor. La empresa del teatro Avenida traía compañías de postín. Las
líneas de autobuses reforzaban sus servicios y lo mismo ocurría con el
tren, que entonces, al contrario que ahora, sí que funcionaba y era muy
demandado.
Para quien no había sido previsor,
encontrar alojamiento aquellos días de septiembre resultaba de suyo
difícil por no decir imposible. Los que tenían menos posibles
solían hacerlo en las mismas cuadras junto al ganado, con la excusa de
estar al cuidado de él, y en algunos casos en los zaguanes de las casas
próximas al ferial. Los de los pueblos de alrededor, como Velilla,
Ventosilla, Garray, Dombellas, Canredondo... e incluso más alejados,
solían venir y regresar cada día andando, a veces también acompañando al
ganado.
El comercio no cerraba a la hora de comer
y si el día central de la feria coincidía en domingo la costumbre era
que abriera al menos durante la mañana. El ferial se llenaba de
tenderetes. Unos, ubicados estratégicamente, eran simples chiringuitos
–cuatro tablas y un toldo para protegerlos del sol- montados para la
ocasión en los que se despachaban bebidas y tapas variadas,
especialmente de tortilla, torreznos y tajadas de bacalao rebozado bien
saladas, de manera que el consumidor tuviera que ayudarse de cuanto más
vino peleón mejor para poder pasarlas; la cerveza, además de no estar
generalizado su consumo era todavía un lujo que no todos podían
permitirse.
En otros de estos puestos de venta
instalados ad hoc se ofrecía de todo, desde aperos para el ganado
hasta los más diversos trastos viejos en una especie de rastro, y
“melones de Villaconejos”. No faltaban tampoco ambulantes como un
viejezuelo muy conocido que estuvo voceando la tira de años el
Calendario Zaragozano –todavía se edita-, el relato de la muerte de
Manolete y piedras de mechero como de aquí a Cádiz, decía.
Pero por encima de todas destacaba una
figura, la del charlatán. Solían venir siempre los mismos. Debía
ser un oficio de hombres si bien en las ferias de Soria la más popular y
acreditada, sin duda por habitual, fue una mujer. Se la conocía como
La maña. De edad madura, era fuerte de genio, vehemente en su
trabajo y además rajaba por los codos, condición sin la cual
malamente podía ejercer el oficio. Acostumbraba a instalar el tenderete
al final de la calle Campo, a la vuelta, en su confluencia con la de la
Tejera, lugar en el que daba la sombra y el personal, aunque a pie
firme, podía encontrarse relativamente cómodo para escuchar embobado los
auténticos sermones con que obsequiaba a la parroquia que lograba
reunir.
Se subía a un pequeño templete que le
permitía tener la perspectiva suficiente sobre una amplia zona del
ferial y al mismo tiempo ser vista desde lejos; en otro contiguo y algo
más alto, colocaba un maletón al que llegaba con tan sólo alargar
ligeramente el brazo de manera que podía sacar de él sin la menor
dificultad lo que más le conviniera en cada momento. En él transportaba
de feria en feria los más diversos artículos que luego ofrecía. Desde
cuchillas de afeitar a “veinte céntimos” la unidad, cuya calidad
aseguraba estar fuera de toda duda por el mero hecho de masticarlas
sobre la marcha introducidas en el estuche de papel que venían de
fábrica y a continuación espolvorear, a la vista del público, los mil
pedacitos resultantes, hasta carteras de bolsillo de piel de tomate
viudo para el carné de identidad, de reciente implantación, que
vendía a duro. Peines, bolígrafos, que acababan de aparecer en el
mercado, pañuelos para el cuello..., en fin, un amplio y variado
muestrario que en definitiva no eran más que baratijas, pero que sin
embargo gozaban de aceptación entre l los feriantes, el terreno abonado
para el negocio de estos singulares personajes.
Hace ya muchos años que las ferias de
ganados dejaron de celebrarse. Sin embargo, algunas décadas después -en
2009- la Asociación de Defensa Sanitaria (ADS) de Ganado Vacuno se
encargó de recuperar la feria de septiembre utilizando los corrales de
la plaza de toros. El coso taurino de San Benito sigue acogiéndola pero
ya no es igual porque una de las tradiciones más arraigadas en la ciudad
se la habían llevado por delante hacía tiempo el progreso y los nuevos
hábitos y medio de vida de los sorianos.
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Joaquín Alcalde, 2019
Las verbenas veraniegas de los
barrios
El asociacionismo vecinal
surgió y comenzó a desarrollarse, al menos en Soria, paralelamente a la
instauración del régimen democrático. El mejor exponente tiene su germen
en la Asociación de Vecinos Juan Yagüe, la de la Barriada, como se la
conoce ahora, sin el apellido del general. Fue la pionera y durante
bastantes años la única, no sólo de la capital sino en toda la
provincia. Introdujo un nuevo modelo de hacer ciudad y aún con el paso
de los tiempos sigue conservando la esencia de siempre.
Bastantes años después,
bien entrada ya la década de los noventa, desde el propio Ayuntamiento
de Soria, se promovió una campaña de fomento del asociacionismo vecinal
que por contar con el manto protector institucional y venir auspiciada
precisamente desde arriba, tuvo una repercusión notablemente desigual y,
desde luego, muy lejos de la idea originaria.
En efecto, se crearon
artificialmente, como el tiempo ha venido a dar la razón, algunas nuevas
asociaciones de vecinos en el seno de los nuevos barrios surgidos, que
vienen manteniendo una cierta actividad y que salvo en algún caso muy
concreto poco o nada tienen que ver con la verdadera razón de ser de
este tipo de entidades, la reivindicativa.
La mayoría de las
asociaciones de vecinos de la ciudad, si es que no todas, tienen hoy un
importante componente lúdico a lo que puede que haya contribuido la
nueva concepción de barrio que dista bastante de la que se tenía antaño.
Bien entrados en el siglo veintiuno no hay ninguna que se precie, que no
organice, con mayor o menor acierto, que de todo hay, sus propias
fiestas del barrio. Es el tributo de la modernidad.
Sin embargo, esta
llamémosle fiebre de unos cuantos años atrás, no es de ahora ni mucho
menos. Porque ya hace bastantes años, en los inmediatamente posteriores
a la guerra civil, aunque con denominación no tan pomposa como la
actual, pero vividas sin duda con más intensidad, se venían celebrando
aquellas famosas y obligadas verbenas que solían tener lugar en los
meses de verano en los barrios de la ciudad, que en definitiva venían a
ser lo mismo.
Lo de menos es el origen y
a cuando se remontaba la costumbre. El hecho cierto es que había tres,
sobre todo, que sin saberse por qué, gozaban de un acreditado prestigio
y del aprecio generalizado de la juventud de entonces. Cronológicamente
abría el ciclo la de la Plaza del Carmen, el 16 de julio, que tenía
lugar coincidiendo con la fiesta de la Virgen de esta advocación, tan
arraigada en la ciudad. Lo cerraba la de San Lorenzo, en el barrio de
este nombre, el 10 de agosto, con hoguera incluida como hoy. Y en medio
estaba la de la calle Santa María, el 6 de agosto, día en que tenía
lugar la fiesta de la parroquia de El Salvador; verbena que, como en el
caso de la del Carmen, se celebraba por la noche tras la procesión
vespertina por las calles del barrio. Hubo una cuarta, la de la plaza de
Fuente Cabrejas, de vida efímera, que tenía lugar en una fecha próxima a
la Virgen de agosto.
La calle de Santa María
era, sin duda, la más concurrida, sobre todo cuando coincidía en víspera
de festivo, y la que contaba con mayor aceptación. Todas, sin embargo,
tenían puntos de referencia comunes. Se encargaban de organizarlas los
mozos y las mozas casaderas del barrio para lo cual con tiempo bastante
una comisión lo suficientemente representativa visitaba casa por casa
solicitando a los vecinos el óbolo con el que contribuir a los gastos
que suponía la celebración de la fiesta. Presupuesto, como se dice
ahora, que no tenía más partidas que la de los papelillos multicolores
con que se adornaban las calles del barrio, quizá la que menos
preocupaba, y la de la música con que amenizar el baile que,
habitualmente y salvo que la colecta fuera importante, era mediante
picú, un altavoz, vamos. Si pagados todos los compromisos, al final
había superávit, que siempre solía ocurrir así, los miembros de la
comisión encargada de la organización solían reunirse a merendar.
La verbena de la calle
Santa María, era en definitiva la más concurrida de todas, y quizá
aquellos años la más representativa, sobre la que merece la pena anotar
alguna peculiaridad producto, más que otra cosa, del entorno en que
tenía lugar.
El origen y su antigüedad
debían haberse perdido en el túnel del tiempo. En una época en la que no
era posible hablar aún de discotecas, que quedaban todavía muy lejos, o
de algo equiparable a la realidad actual, puede que surgiera, como las
demás, al socaire de la fiesta de la parroquia a la que pertenecía el
barrio o de alguna otra celebración religiosa que tuviera relación con
él.
No cabe otra explicación,
o acaso sea la más socorrida, para que, en efecto, la fiesta de este
barrio céntrico de la capital, hoy tan remozado que nada tiene que ver
con aquél, coincidiera con la de la iglesia de El Salvador, que tenía
lugar el 6 de agosto, en el santoral la Transfiguración de Nuestro Señor
Jesucristo y de los santos Justo y Pastor. Después de la ceremonia
religiosa en el interior del primitivo templo de imagen pueblerina, del
que tras la restauración sólo se ha conservado el ábside, salía la
procesión que siempre tenía el mismo recorrido: subía por la calle de
Numancia y bajaba por la de Santa María. Luego, ya por la noche, puede
que a las diez o las once, era la verbena. La fiesta popular. Toda la
calle de Santa María, desde la plaza de El Salvador hasta el final en su
confluencia con la calle de la Tejera, la antigua carretera que entonces
contaba con árboles frondosos, había sido conveniente adornada con
cintas, cadenetas y algunas otras figuras hechas con papelillos de
colores. De la confección e instalación de balcón a balcón a modo de
escalera, se encargaban los componentes de la comisión de fiestas y
algún eventual colaborador que conocedor de la costumbre y los
entresijos se prestaba voluntario a ello, normalmente personas que por
razones de edad y de haber cambiado su estado civil habían dejado de
tener una participación activa. La colocación de los adornos suponía,
sobre todo para los chicos, un verdadero acontecimiento y un motivo de
fiesta.
El final de la calle, en
la misma plaza, era el lugar elegido para el baile que se solía
prolongar hasta las tres o las cuatro de la mañana. En ella se instalaba
tan solo algún puesto de helados normalmente de la familia Fuentes.
Ninguno más. Todavía no había llegado esa serie interminable de
vendedores ambulantes que van de feria en feria.
Era tal la concurrencia de
público, que lo normal es que además de la aludida y coquetona
plazoleta, ubicada al final de la calle, se utilizara también la
carretera, entonces general, como pista de baile, lo que no originaba el
más mínimo contratiempo a la circulación rodada que en la zona y en
aquella época se limitaba casi exclusivamente al tránsito de carros de
arrieros, porque los coches que lo hacían eran contados y si así ocurría
era mayormente durante el día.
Durante tres o cuatro
horas, dependiendo de que el día siguiente fuera o no festivo, los
viejos picús de Nicolás Ruiz desgranaban las notas de las piezas
bailables más conocidas de la época para solaz de aquellos mozos y mozas
casaderos, y en ocasiones no tan mozos ni acaso casaderos, durante las
veladas de las calurosas noches del verano soriano, cuando las tertulias
de los vecinos en la calle eran cita obligada tras la cena. Si la
economía lo permitía, lo que rara vez solía ocurrir, era la propia Banda
Municipal de Música la que amenizaba en la verbena. En alguna ocasión,
no muchas, así ocurrió. Era un lujo y la gente sabía valorarlo. Claro
que entonces la fiesta ya había venido a menos pues las crónicas cuentan
que a comienzos del siglo pasado hubo año, como ocurrió en 1903, que "se
quemaron dos ruedas de fuegos artificiales y dos bengalas de bombas".
Las nuevas formas de
diversión, la evolución de aquella sociedad provinciana hacia conductas
más modernas y, desde luego, la progresiva intervención de la autoridad
gubernativa, siempre restrictiva sobre todo con el horario, acabaron
mediada la década de los cincuenta con una costumbre tan arraigada en la
ciudad. A punto de desaparecer, si es que no habían desaparecido ya, las
verbenas de siempre, surgió un brote en el conocido como Grupo Solís,
que acababa de construirse junto a la desaparecida barriada conocida
como Casas del Ayuntamiento, que no gozó de continuidad. Algo parecido
ocurrió en la calle Cortes.
La fiesta del barrio de
San Lorenzo se recuperó tiempos después, aunque con otro contenido. La
Barriada de Yagüe viene celebrando desde hace años sus fiestas de
verano. Y, en general, no hay asociación de vecinos que de una u otra
manera no desarrolle su propio programa festivo. Alguna, como la del
Barrio del Calaverón, con Feria de Abril incluida, que por mucho empeño
que ponen asociación vecinal y los dueños de los bares de la zona, que
se encargan de auspiciarla, no acaba de cuajar, o al menos de trascender
los límites del barrio.
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Joaquín Alcalde, 2019
La
casa del ascensor y las puertas giratorias
La ciudad, en la
posguerra, terminaba por el sur en la Estación Vieja, que en la práctica
era el arrabal, aunque más abajo, sobre todo en la acera de enfrente,
quedasen algunas casitas de las cuales hoy aún se conserva alguna.
La avenida de Mariano Vicén conocida
entonces, de hecho lo era, como la carretera de Madrid, no dejaba de ser
poco más que un solar y, desde luego, en nada se parecía a la actual. Al
final de ella, bajando a La Rumba, estaba el Ventorro, taberna típica
donde las hubiera y uno de los pocos sitios si no el único en que se
jugaba a la rana además de lugar de parada obligada de los ferroviarios
que tenían su centro de trabajo en la estación del Cañuelo, que entonces
estaba a pleno funcionamiento; un poco más allá el paso a nivel y pegado
a él las casetas o barracones prefabricados de Explotaciones Forestales,
que ocupaban la práctica totalidad de la moderna calle Almazán.
La entrada a Soria por
la carretera de Madrid, con la remodelación impuesta por la demolición
de la Estación de San Francisco y la supresión del ramal -la trinchera
por la que iba el tren- que le unía con la de Cañuelo, era la de ahora
luego de las modificaciones del trazado por imperativo de la ordenación
del Polígono de la Estación Vieja. De tal manera, que en un pispás se
plantaba uno en la actual Plaza de Mariano Granados sin necesidad de
haberse tenido que detener en semáforo alguno, pues, por otra parte,
todavía no habían llegado a esa zona de la ciudad. La que se conocía y
sigue conociéndose como avenida de Navarra, obviamente y salvo su
trazado, tampoco tenía nada que ver con la que conocemos hoy. Porque en
la parte derecha, según se entra a la ciudad, no había más edificio que
el último, el más próximo a la plaza de los Jurados, que básicamente se
conserva tal cual, en cuya entreplanta derecha se encontraban ubicados
el Juzgado Municipal y el Registro Civil; el resto de la manzana era una
cerrada. Y por la izquierda, siempre viniendo hacia el centro, otro
único edificio –el resto del solar estaba cercado por una empalizada de
las utilizadas por la Renfe para acotar las zonas próximas al
ferrocarril-, también el último en la misma mano, justo enfrente del que
acaba de señalarse, que era uno de los más singulares de la Soria, sino
el que más, y puede que aún hoy siga conservando la seña de identidad de
la arquitectura urbana de entonces, con fachada igualmente a la calle de
Medinaceli. En aquel momento, probablemente el edificio más alto de la
ciudad y, desde luego, de los más modernos que había.
El inmueble fue
construido en la década de los treinta según el proyecto del arquitecto
municipal Ramón Martiarena. Estaba destinado preferentemente a viviendas
de familias acomodadas aunque no faltaran dependencias de la
Administración como el Servicio Nacional del Trigo y el Servicio
Pecuario, y puede que alguna otra. En todo caso el elemento anecdótico,
por lo novedoso, lo constituía la aparición por primera vez en la ciudad
del ascensor.
Porque, en efecto, fue
precisamente el ascensor el que sirvió para dar nombre al inmueble, de
tal manera que las sucesivas generaciones han venido conociéndole y
llamándole así, la casa del ascensor, el único que disponía de semejante
artilugio. El entonces novedoso aparato -todavía puede verse- subía y
bajaba aprovechando el hueco de la escalera. Pero acaso la
particularidad más notable, o al menos la que más llamaba la atención,
era contemplar por la parte posterior del edificio, entonces sin
construcción alguna que lo impidiera, el desplazamiento cadencioso del
contrapeso que subía y bajaba cuando la cabina estaba en funcionamiento.
Era, por lo visto, el último grito de aquellos años.
Pero los llamémosles
adelantos de los edificios notables de Soria no terminaban ahí. Porque
había algunos otros destinados a oficinas públicas, que también
disponían de elementos diferenciadores. Era el caso de Correos, del
Banco de España, del Gobierno Civil, que acababa de construirse, y de la
Delegación de Hacienda, que asimismo había abandonado su sede del
Palacio de los Condes de Gómara para ubicarse en la actual de la calle
Caballeros. Pues bien, los cuatro inmuebles –acaso por su carácter
innovador o sencillamente porque fuera esa y no otra la corriente del
momento- disponían de aquellas puertas de hojas giratorias en el
vestíbulo que conocieron muchas generaciones de sorianos y se
mantuvieron en uso durante tantos años, se supone que para preservar el
interior de los rigores del invierno, porque en el buen tiempo las hojas
se abrían y así permanecían durante el verano. Para los chicos, en
cualquier caso, las puertas giratorias no dejaban de constituir, sobre
todo las de Correos, puede que por tratarse del edificio más
frecuentado, sino un motivo de diversión sin más misterio que el de dar
vueltas y más vueltas a poco que hubiera ocasión.
El final de las
puertas giratorias llegó con la remodelación de esos edificios. Puede
que las últimas en desaparecer fueran las del Gobierno Civil, a mitad de
los años ochenta cuando sufrió una profunda remodelación interior, o
acaso las de Correos, por entonces también. La desaparición de las
puertas giratorias del Banco de España fue en una etapa más reciente.
Pero de lo que no cabe duda es que su desaparición puso fin a una época
cuyas ¿modernidades? constituyeron en su momento un verdadero atractivo
en la vida diaria de Soria, lo mismo que la casa del ascensor, expresión
que como elemento de identificación de puntos concretos y determinados
de la ciudad continúa estando presente en el lenguaje coloquial de los
sorianos.
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Joaquín Alcalde, 2019
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