Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (8)

© Joaquín Alcalde

 

La Plaza Mayor

La misa de doce

El automotor

La festividad de San Isidro en Soria-capital

La desaparecida iglesia de San Clemente

 

La Plaza Mayor

 

La Plaza Mayor hace ya décadas que dejó de ser el centro neurálgico de la ciudad aunque ciertamente se lleva tiempo trabajando para revitalizarlo y que sea una zona viva y sobre todo entroncada en la actividad diaria.

Sea como fuere, la realidad es que la Plaza Mayor ha sufrido toda clase de avatares, entendiendo éstos como sucesivos cambios de denominación –la verdad es que afortunadamente sólo a efectos oficiales- y desde luego varias remodelaciones tanto de la plaza en sí como del entorno y algunos de los edificios que la configuran, o estaban integrados en ella, porque algunos han desaparecido y otros, como la polémica ampliación de la Casa Consistorial -una barbaridad urbanística más muy contestada su momento- se perpetró a costa de llevarse por delante la histórica calle del Teatro además de producir un impacto visual importante en la fachada del edificio de la antigua Audiencia Provincial.

Durante muchos años la Plaza Mayor estuvo apareciendo en el callejero como del General Franco o del Generalísimo, que de las dos maneras se le llamaba, hasta que ya en la etapa democrática se le desposeyó del mismo para tomar el actual; es verdad que con anterioridad fue conocida como Plaza de la Constitución y en una época todavía más remota como del Trigo. Sin embargo, al margen de las rotulaciones y de las preocupaciones del oficialismo imperante en cada momento, incluso en los mejores del gobierno de Franco, todo dios la llamó Plaza Mayor.

Pues bien, tan céntrico, emblemático y representativo enclave de la ciudad, no ha podido sustraerse más que a las necesidades a los caprichos del momento; es decir, al desmedido interés de las sucesivas corporaciones –las de entonces y las de ahora- por dejar la impronta de su paso por la casa consistorial, lo que en el transcurso de los años se ha venido plasmando en sucesivas reformas, para quedarse casi siempre a medias, si es que no peor que antes de emprender la reforma pertinente. Porque unos meses antes del comienzo de la Guerra Civil se desmontó la Fuente de los Leones, que se encontraba en el rincón de la derecha accediendo por El Collado, para llevarla al Alto de la Dehesa, desapareciendo los árboles que se repusieron entrados los años cuarenta. Otro momento importante en el devenir moderno se produjo en los años sesenta del siglo pasado cuando se instaló aquella fuente de surtidores luminosos frente al edificio del ayuntamiento, en la parte izquierda, junto a la vieja Audiencia que, la verdad, apenas decía nada y fue retirada sin que hubiera logrado arraigar cuando al final de la década de los ochenta se decidió llevar a cabo una nueva urbanización de la zona –la actual- para ser sustituida, casi medio siglo después, de nuevo por la Fuente de los Leones, aunque en un emplazamiento diferente del que había tenido en la etapa anterior. Hoy, la Plaza Mayor es un cajón de sastre que lo mismo acoge momentos importantes de la vida ciudadana como puede ser la lectura del Pregón de las Fiestas de San Juan y la traca de la procesión de San Saturio –es un decir, porque ahora se quema en la plaza de Mariano Granados-, que con la menor excusa se instala en ella, invadiéndola, cualquier tenderete –entiéndase carpa, atracción o infraestructura para el mero pasatiempo, que muy bien podría ubicarse en otro lugar-, con motivo de la primera actividad que surge que aun siendo rutinaria se presenta aquí como si fuera la leche.

Pero con independencia de la plaza como tal, algunos de los edificios que contribuían a otorgarle personalidad también han sufrido modificaciones sustanciales y, en algún caso, derribados. Viene a cuento, por ejemplo, el despropósito a que fue sometida la que mediados los años setenta tomó la denominación de Casa Consistorial de los Doce Linajes, como en fecha más reciente el de algún que otro inmueble aledaño, que sin duda por su deficiente estado de conservación, lejos de ser restaurado sufrió sin piedad los rigores de la piqueta para que su solar pudiera contribuir a satisfacer las necesidades de la nueva ampliación, mientras que por la antigua Audiencia y la Casa del Común no parece que haya pasado el tiempo, al menos de puertas afuera, por más que la primera esté destinada hoy a un complejo cultural y la otra sea la sede del Archivo Municipal después de que acogiera sucesivamente el Parque de Bomberos, la Biblioteca Pública y, temporalmente, fuera habilitada como local de ensayos de la Banda de Música o para oficinas municipales, que también lo fueron, cuando en los setenta se acometió la ampliación de la Casa Consistorial, además del uso que tuvo durante algún tiempo como Cuartel de la Policía Municipal.

Por lo demás, la Plaza Mayor, ha sufrido en los últimos sesenta años una profunda reconversión en cuanto a la actividad que se desarrollaba en ella, desapareciendo por completo el carácter comercial que tuvo siempre, y que incluso al comienzo de la década de los cincuenta pretendió potenciar el ayuntamiento de entonces cuando tomó el acuerdo de restablecer en ella el mercado de cereales de los jueves. No obstante, la principal plaza de la ciudad hacía ya tiempo que tenía escrito su destino, pues en efecto, en pocos años pasó de ser una zona de comercio en general a otra de servicios, casi y en exclusiva del ramo de la hostelería, respaldada en los tiempos modernos por la actividad que generan, fundamentalmente, la administración municipal y el Centro Cultural Palacio de la Audiencia.

En fin, los nuevos tiempos trajeron la desaparición de establecimientos entrañables como el taller del armero y los de las bicicletas Untoria y Romero, el almacén de vinos y la tienda de maquinaria que había en el rincón; la pescadería y el almacén de piensos en la misma acera; el provinciano y destartalado comercio de tejidos “El barato” con entrada asimismo desde El Collado, ahora ocupado por una moderna tienda de modas; el estanco de la Ciriaca entre los bares Plata (antes Ford) y Julián (donde está el Mesón Castellano); la sastrería y la hojalatería a continuación; oficinas como la Sociedad de Cazadores y Pescadores de la Provincia de Soria; la tienda del alpargatero, el pequeño bar que había en los soportales del ayuntamiento, en la zona más próxima a la calle Fuentes, y la barbería en la planta baja del inmueble ocupado en su día por la Casa de Socorro, también durante algún tiempo sede de la Policía Municipal y de las dependencias administrativas del municipio mientras duraron las obras de ampliación del ayuntamiento de mediados de los setenta, y más recientemente las Escuelas de Empresariales y de Relaciones Laborales (en la actualidad dependencias de los Servicios Sociales del Ayuntamiento). Y cómo no, el entorno más próximo –o sea, la calle Sorovega, en el lateral del Palacio de la Audiencia, donde se encuentra el monumento al Fuero de Soria-, dejó de ser el punto de llegada y salida de los autobuses de viajeros que cubrían las líneas regulares de Almenar, Gómara, Ciria, Deza y Cihuela.

© Joaquín Alcalde, Diciembre de 2018

 

La misa de doce

 

Los sorianos siempre han (hemos) sido de costumbres fijas. Eso es al menos lo que se dice. El tamaño de la capital y, desde luego, la propia composición de la sociedad qué duda cabe que han invitado a ello.

Así se puede entender por ejemplo lo rutinario del acontecer diario, que venía a marcar cuando no a condicionar la vida de la ciudad. El chateo tanto al mediodía como por la tarde; el “dar una vuelta al Collado”; las tertulias tras la cena en los barrios las noches de verano con la excusa de salir a "tomar el fresco"; la socorrida partida de dominó, tratándose de las cartas, de guiñote o julepe –los menos al mus-, los domingos y festivos después de comer; "ir a ver los resultados" de fútbol las largas tardes de los domingos de invierno normalmente al bar Soria, que era el primero que los daba, en la plaza de Ramón y Cajal, junto al Regio, cuando no existían carruseles, tableros deportivos ni cosa que se le pareciera y mucho menos la televisión, eran, entre otras, algunas de las costumbres que cultivaban los sorianos.

Porque las mañanas de los domingos duraban lo que un suspiro. Entre que uno se levantaba más tarde que de ordinario, iba a misa, y a la salida daba un muy breve paseo por El Collado y tomaba el vermú, había llegado la hora de volver a casa para comer en familia, que se consideraba casi un rito de obligado cumplimiento. Para cuestiones tan banales vistas con la perspectiva de hoy, la gente se endomingaba, es decir, que se ponía el traje nuevo. No como ahora, en que esa costumbre está prácticamente desaparecida. Las mañanas de aquellos domingos, como es fácil deducir, estaban revestidas si se quiere de una cierta solemnidad.

En este contexto el elemento central o cuando menos prioritario de la jornada festiva consistía en "ir a misa". Era frecuente escuchar entonces "quedamos para antes o después de misa"; "todavía no he ido a misa" y dichos semejantes.

Lo de la misa de los sábados y que valiera para el domingo, o la misa del domingo por la tarde, llegó más tarde. Entonces, no. Quien quería cumplir con el precepto de "ir a misa" tenía que hacerlo necesariamente la mañana del domingo, aunque eso sí, el abanico de posibilidades era amplio pues podía acudir desde las primeras horas de la mañana hasta bien cumplido el mediodía, porque en este campo la Iglesia siempre ha estado muy por la labor de dar las máximas facilidades a sus feligreses según las costumbres de la sociedad del momento.

Se recuerda, particularmente, la misa de las once y media de la iglesia de El Salvador, antes de que le llegase la controvertida reforma del templo al final de los años sesenta, con las inolvidables homilías de don Simón, muy comentadas, por cierto, en los círculos de la sociedad soriana, preocupada por asuntos tan prosaicos.

La misa de la una de los Franciscanos, y la de la una y media de los Carmelitas -creo que eran estas las horas- marcaban el punto de referencia de la actividad del domingo en la ciudad. Sin que se sepa por qué, lo cierto es que en el ambiente se consideraba que a estas celebraciones asistían preferentemente los señoritos, porque las clases menos favorecidas, que no tenían posibilidad de disfrutar de la noche y naturalmente de trasnochar, madrugaban y tenían por costumbre asistir a las de las primeras horas y como mucho a las de media mañana.

Pero la misa de Soria por excelencia era la de doce. Tenía lugar en La Mayor; se decía todavía en latín con el oficiante dando la espalda a los feligreses. La celebración era una de las preferidas, si es que no la que más, de todas cuantas se oficiaban los días de precepto. Desde siempre gozó de un reputación especial que la hizo diferente, no tanto por la celebración en sí como porque el paso del tiempo acabaron tiñéndola con el aura de una mal entendida y privativa de una minoría consideración social a lo que acaso contribuyó y mucho, el verbo fácil de don Gaudencio, titular de la parroquia durante muchos años, con sus homilías desde el púlpito, cuando estas tribunas todavía se utilizaban de manera regular, del que por la vehemencia con que impregnaba sus mensajes y los ademanes en que apoyaba sus argumentos para que fueran más didácticos, en ocasiones daba la impresión de correr el serio riesgo de terminar con su anatomía en el suelo de la nave central.

La salida de la misa de doce de La Mayor se esperaba con el mismo aire de curiosidad que pueda despertar hoy cualquier otro hecho de la vida cotidiana de la ciudad que aún por rutinario la gente se resiste a pasar de él, pues era algo así como un desfile de sociedad aunque en versión más común.

La misa de doce cada domingo en la iglesia de La Mayor creo que ahora es media hora más tarde, si bien en un contexto muy diferente por lo menos de puertas afuera, que es el aspecto que se pretende subrayar, al margen de lo puramente religioso. Esa es, al menos, la percepción que se tiene en la calle.

© Joaquín Alcalde, Septiembre de 2018

 

El automotor

 

En tiempos en que todavía existían las máquinas de vapor y tener que viajar en tren desde Soria a la capital de España suponía emprender una auténtica travesía que venía a durar algo así como ocho horas, si es que no más, por la ciudad pasaba diariamente un tren que marcaba la diferencia. Primero se llamó TAF (Tren articulado Fiat) y más tarde TER (Tren español rápido), en realidad dos trenes rápidos con motor Diesel Fiat conocidos comúnmente por los sorianos y en la jerga ferroviaria como “el automotor”, porque en definitiva eran eso, automotores. La diferencia entre uno y otro puede que residiera en la época de construcción y, desde luego, en las prestaciones que ofrecieran como se dice en estos tiempos modernos, además de los servicios que pudiera prestar a bordo. Eso sí, la duración del viaje era notablemente inferior a la de los trenes correo o los llamados mixtos y el cumplimiento del horario estaba hasta cierto punto garantizado.

Se trataba de un tren de lujo que utilizaban preferentemente los más pudientes económicamente y miembros de algunos colectivos como por ejemplo del Ejército y la Justicia o los funcionarios de Obras Públicas que gozaban de importantes descuentos a la hora de comprar el billete y además tenían la seguridad de contar siempre con plaza, que no era fácil pues siempre solía ir lleno y Soria tenía asignado un cupo determinado de asientos -siempre se dijo que no muy grande- en contraste con el convoy tradicional formado por aquellos viejos y obsoletos vagones dotados de incómodos asientos de madera y compartimentos para seis u ocho personas en el que no tenían más remedio que viajar los que malamente podían llegar a final de mes, porque contaba con la popular tercera clase -la más barata-, no así el automotor, cuyo billete era más caro y no se permitía el transporte de equipajes, a no ser que fuera el personal, ni desde luego las socorridas gallinas, conejos o vaya usted a saber qué, práctica tan habitual en los trenes convencionales.

El automotor estuvo pasando a diario muchos años por Soria, incluso los domingos. Actividad tan simple y rutinaria también tuvo su componente social en el provincianismo de la época, de tal manera que vino a otorgar algo así como una especie de marca de denominación de origen a quienes viajaban en él y por añadido a quienes acudían a la estación con la menor excusa procurando coincidir –de eso se trataba- con la hora de paso, y puede que hasta marcar cada tarde el ritmo de vida de la ciudad. Porque, en efecto, había un antes y un después de su llegada.

Este tren rápido –el AVE de aquellos años, perdón por el eufemismo- solía estar en Soria alrededor de las seis de la tarde y el andén de la Estación Nueva era el obligado punto de encuentro al coincidir en él los que dejaban y tomaban el tren y en mayor medida quienes lo esperaban o simplemente bajaban a despedir a algún familiar, pariente o mero conocido, pues salvo en algún periodo breve los dos trenes, es decir el que venía de Madrid y el que procedía de Pamplona, se cruzaban en Soria con puntualidad exquisita.

Y como en la Soria de entonces la estación quedaba lejos no había más remedio que desplazarse a ella tomando alguno de los taxis que tenían la parada en la plaza de Herradores y en la de San Esteban o en el servicio regular del Despacho Central de Renfe, que primero salió de El Collado, donde más tarde estuvo El Telón de Acero, y luego del rincón de la plaza del Olivo, hasta que fue privatizado el servicio.

La reordenación de la red de comunicaciones ferroviarias acabó primero con el automotor y más tarde y sucesivamente con el resto de las líneas convencionales hasta quedar reducidos los servicios ferroviarios a ese testimonial y ridículo Soria-Madrid y al revés, tan protagonista por sus constantes averías y retrasos como escasamente utilizado.

© Joaquín Alcalde, Junio de 2018

 

La festividad de San Isidro en Soria-capital

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Este último martes fue San Isidro Labrador. La festividad de San Isidro siempre fue una de las referencias obligadas del particular calendario festivo. Entonces, cada 15 de mayo, había fiesta grande en El Mirón; una cita que trascendía a otros muchos sectores de la ciudad. Claro que la fiesta de San Isidro no era más que la culminación de un proceso que se había iniciado días antes con la novena que se celebraba a media tarde en la propia ermita, y que a su vez estaba precedida –ahora es un triduo- por la que la Asociación de Labradoras y Devotas de la Virgen del Mirón dedicaban a su patrona, cuya fiesta, por cierto, sigue teniendo lugar en el templo de su advocación aunque en un ámbito más doméstico.

La Hermandad Local Sindical Local de Labradores y Ganaderos fue tradicionalmente la encargada de organizar los festejos en honor de San Isidro, de tal manera que muy de mañana, el disparo de bombas y cohetes anunciaba al vecindario el comienzo de la fiesta. Más tarde, en el local de la Hermandad de la calle Tejera, junto a la plaza de toros,  se organizaba un desfile figurando en el mismo las autoridades, la Junta de la citada Hermandad y afiliados de la entidad con sus banderas, la tradicional Soldadesca, el cuadro de coros y danzas de la Sección Femenina, un grupo de la Hermandad de la Ciudad y el Campo, la rondalla del Frente de Juventudes y la Banda Municipal, y un carro ocupado por un grupo de mozas del cercano barrio de Las Casas de Soria, ataviadas con típicos trajes del país. La comitiva desfilaba por las calles del Campo, Ferial, Marqués del Vadillo, el Collado (General Mola aquellos años), plaza del Rosel y San Blas, calle Aguirre, plaza Tirso de Molina y carretera de Logroño para terminar en la ermita de Nuestra Señora la Virgen del Mirón.

Luego, con el mismo o muy parecido ritual que el que viene observándose en la actualidad, tenía lugar la procesión hasta la carretera, y la posterior misa solemne cantada por el coro de la Colegiata (actual Concatedral), en la que también solía participar en el coro de la Casa de Observación de Menores. Terminada la función religiosa actuaba la rondalla del Frente de Juventudes. Después el cuadro de coros y danzas de la Sección Femenina bailaba clásicas danzas de la tierra y, finalmente, intervenía la Soldadesca. Pero la fiesta de San Isidro lejos de terminar en la pradera del Mirón tenía su continuación en el Campo de Santa Bárbara con el concurso de arada; más tarde las autoridades y afiliados a la Hermandad eran obsequiados con una copa de vino español en el local de ésta. Por la noche tenía lugar en la Plaza Mayor (General Franco) una sesión de baile amenizada por la Banda Municipal; con anterioridad, alrededor de las diez, en el local de la Hermandad, la Junta, afiliados e invitados se reunían a cenar.

Ahora, la celebración discurre por cauces que tienen que ver muy poco con los de entonces. No sale la Soldadesca, tampoco se desfila por el centro de la ciudad y la celebración, en definitiva, ha perdido el encanto que tuvo. Sigue celebrándose la procesión -desde hace un par de años solo hasta la mitad de la muralla-, luego tiene lugar la misa en la que en el ofertorio no se presentan los frutos del campo y concluye con la subasta, asimismo muy venida a menos. En cualquier caso, el templo del Mirón se llena por más que la representación de los labradores del término de la capital haya quedado reducida a la testimonial y la fiesta decaído hasta dejarla irreconocible.

© Joaquín Alcalde, Mayo de 2018

 

La desaparecida iglesia de San Clemente

 

El 28 de julio de 1956 se inauguraba, con la pompa habitual que se estilaba la época, el sistema automático de teléfonos de Soria.

La efeméride constituyó un verdadero acontecimiento en la capital y un avance importante en la aplicación y uso de esta moderna tecnología. La prensa oficialista del momento se encargó de dar cumplida referencia.

La puesta en funcionamiento del sistema automático de teléfonos llevó consigo la construcción de un nuevo edificio para albergar la central y sus correspondientes instalaciones técnicas en la céntrica plaza de San Clemente.

Para que el proyecto fuera realidad hubo que demoler previamente la iglesia que dio nombre a la plaza. En el solar, la Telefónica levantó en un tiempo récord un edificio de nueva planta, que todavía se mantiene en pie, en la plazoleta del Tubo. Las viejas, por obsoletas, insuficientes y poco funcionales que se hubiera dicho hoy dependencias en el primer piso de uno de los inmuebles, exactamente el número 21, del ensanche de El Collado en el que habían venido funcionando desde 1929, eran ya historia.

La información de que se dispone sobre la desaparecida iglesia de San Clemente no es precisamente abundante. Existen algunos trabajos y estudios de diversa índole en modo alguno exhaustivos, aunque sin duda acordes con la importancia del templo, y material fotográfico procedente del Archivo Carrascosa que se encuentra depositado en el Archivo Histórico Provincial.

Entre ellos el del ilustre soriano Juan Antonio Gaya Nuño, quien en su obra “El románico en la provincia de Soria” describe la iglesia de San Clemente como de tipo rural, de una sola nave, presbiterio y ábside, pero todo muy deformado por adiciones sucesivas. San Clemente –según Gaya- debió ser un buen edificio del tercer cuarto del siglo doce.

A mediados del siglo diecisiete el templo acogió temporalmente a la comunidad de monjas concepcionistas con motivo del incendio acaecido en el Convento e iglesia de la Concepción abriendo comunicación con la casa-palacio contigua (actual sede del Archivo Histórico Provincial), que les fue cedida como provisional refugio. Ciento cincuenta años después volverían de nuevo a esta iglesia y casa cuando a causa de la guerra de la Independencia fue por segunda vez pasto de las llamas su primitivo cenobio.

La iglesia de San Clemente llegó a formar, hasta su derribo, una unidad con el Palacio de los Ríos y Salcedo. Quedó el muro norte, que se mantiene en pie y hoy puede verse en el patio central del edificio que alberga las dependencias del Archivo Histórico.

Según los libros sacramentales de la desaparecida iglesia, las últimas inscripciones anotadas son las siguientes: defunciones, el 27 de diciembre de 1948; matrimonios, el 19 de septiembre de 1949; bautismos, el 27 de agosto de 1950. Apenas unos días después de esta última, el arquitecto municipal [Guillermo Cabrerizo Botija] informaba de que con el objeto de evitar el hundimiento de la parte de la iglesia que se encontraba en estado de ruina inminente aconsejaba su apeo, el vallado de la zona con carteles anunciadores del peligro y la supresión del culto por el riesgo de derrumbamiento que ofrecía.

De poco sirvieron los intentos del párroco [Manuel Ciriano] de recabar ayudas para restaurar el templo “más deteriorado después del último temporal” porque el destino parece que estaba claro. Así pudiera entenderse, al menos, de las respuestas que le dieron el Ayuntamiento de Soria y la Diputación Provincial. Mientras esta última lamentaba simplemente no poder contribuir con cantidad alguna, el ayuntamiento “dejaba pendiente la petición después de estudiarla”.

En cualquier caso, las excusas parecieron tan rutinarias y banales como escasamente creíbles porque, en efecto, no mucho después el ayuntamiento de la ciudad conocía oficialmente en sesión plenaria el interés de la Compañía Telefónica de dotar a Soria de teléfono automático junto al deseo de que le fuera vendido un edificio o un solar en un lugar estratégico de la ciudad y las gestiones que había realizado el alcalde acerca de diversos dueños de edificios, de los que por lo visto pedían cifras elevadas. En el propósito de que la capital no perdiera la oportunidad de contar con tan importante mejora –siempre según la referencia de la prensa de la época-, el alcalde [Eusebio Fernández de Velasco] se entrevistó con el obispo [Saturnino Rubio Montiel] a quien manifestó que no contando con lugar adecuado para la construcción del edificio de teléfonos, por las razones señaladas, le solicitaba la venta de la iglesia de San Clemente.

La visita debió surtir efecto porque no mucho después se firmaba la escritura de compra-venta, lo que suponía el cierre con acuerdo de la negociación y, en definitiva, un paso más hacia la desaparición del templo.

Del derribo de la iglesia de San Clemente apenas quedan testimonios. El dato más aproximado se ha podido encontrar en el acta de la sesión de la Comisión Provincial de Monumentos del 4 de marzo de 1953 cuando se informa a los componentes de que “había comenzado a ser derribada en enero de ese año”.

Consumada la demolición, se procedió a levantar en un abrir y cerrar de ojos el edificio para las nuevas instalaciones de la Telefónica con un presupuesto que no llegó a los tres millones y medio de pesetas (alrededor de veintiún mil euros de hoy). El inmueble lo estuvo ocupando la compañía del monopolio estatal hasta hace relativamente poco tiempo en que dejó de tener uso y fue desalojado. En la actualidad el edificio es de propiedad particular e interiormente ha sido rehabilitado.

© Joaquín Alcalde, 2018

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