Joaquín Alcalde a Julio Herrero |
Texto leído por Joaquín Alcalde en el homenaje al poeta Julio Herrero –“Lucio Arévaco”-
Señor alcalde Señor concejal de cultura Querida Carmen; queridos Julio, Carmen Cruz y Ana, y en la distancia física, que no en el corazón, José María y Javier, que por razones evidentes no pueden estar hoy aquí. Queridos amigos
Con el título de “Consejos baratos” y la moraleja “Del viejo el consejo”, los que acabo de leer son los últimos versos publicados en vida de Julio Herrero en el número correspondiente al domingo 10 de diciembre de 2006 en el periódico Heraldo de Soria, en el que llevaba años colaborando. Antes de ingresar en la Residencia –los sorianos seguimos llamándola así- había tenido el buen cuidado de entregar en la redacción del diario originales suficientes que le permitieran seguir apareciendo los sábados y los domingos en su habitual rincón del rotativo como si no pasara nada. Por razones de discreción pero sobre todo por ser fiel a su memoria, permítaseme, y espero que se comprenda, que no desvele el destinatario de estas rimas y mucho menos teniendo en cuenta la casa y el lugar en que nos encontramos. Él, como casi siempre tenía por costumbre, disfrutaba dándome a leer todo lo que creaba y las claves para situarlo en su contexto. He querido sacarlos precisamente a colación al comienzo de mi intervención para dejar ante todo muestra de la lucidez y el sentido crítico que tuvo Julio Herrero hasta el último momento de su vida. Julio Herrero no fue de derechas ni de izquierdas. Con su sentido nato del humor solía decir que aquéllos le tenían etiquetado en las filas de los otros y al revés. Pertenecía a una generación anterior a la mía. Nos conocíamos de toda la vida, hablamos en ocasiones, sabíamos quién era cada cual y donde estábamos cada uno; vamos, lo normal en esta Soria nuestra donde nos conocemos todos, por más que no tuviéramos la relación diaria que propicia la vecindad. Pero curiosamente, por esos caprichos que tiene la vida, tuvieron que transcurrir años para que Julio Julito Herrero y yo pasáramos del mero conocimiento de unos sorianos que se saludaban en la calle y habían tenido contactos de índole profesional a una relación de verdadera amistad, que proclamé siempre y con mayor razón ahora que no lo tenemos físicamente. De tal manera que durante bastantes años estuvimos compartiendo el café diario de la media mañana, junto con mi mujer, hasta que cubierta una etapa más de la vida de uno, en este caso la mía, decidimos de común acuerdo que fuera un sólo día, los jueves -por otra parte tan especial para los sorianos- en uno de los bares de la reconvertida Plaza de Herradores. Y los jueves –a veces incluso entre semana si nos cruzábamos en la calle- seguíamos viéndonos, sin necesidad de citarnos previamente. Con rigurosa puntualidad, nos encontrábamos los dos –mi mujer últimamente no venía- a la hora acordada, en el lugar convenido. Y hablábamos de todo, desde su paso por los Jesuitas de Tudela, donde estudió de joven, hasta su pasión por la lectura, los clásicos y las matemáticas –la muerte se lo llevó cuando se dedicaba una vez más a releer tratados sobre su teoría- pasando por su experiencia en la Revolución de los Claveles, que le sobrevino trabajando en Portugal, y su afición al fútbol y a los toros; era seguidor del Real Madrid y escuchaba por la radio los partidos del Numancia si es que no los daba la televisión. Pero nuestras conversaciones se centraban especialmente en las cosas de esta Soria nuestra, a la que Julito Herrero tanto amaba y tan bien conocía. Si la tertulia del café se había prolongado -que no era infrecuente- solíamos terminar en la Queru mientras trasegábamos un Ribera con una banderilla de boquerón en vinagre que a Julio Herrero le sabía a gloria. Porque hablar sin prisa con Julio Herrero era uno de los placeres, si no el que más, que le proporcionaba a uno el acontecer monótono de la vida diaria de esta Soria de la que siempre se dice que nunca pasa nada, por más que pasen muchas cosas. Por cierto, que en la última conversación que mantuvimos en una de mis visitas al hospital durante los pocos días que estuvo ingresado recuerdo que le comenté que aquella misma mañana se había conocido la decisión del ayuntamiento de derribar la llamada Casa de los Artistas, ante lo que no pudo por menos que decirme: “me estás dando una buena noticia”. Creo que fue lo último que hablamos. Julito Herrero –su nombre de pila era Julián, pero no le gustaba especialmente que se le llamara por él- aunque nacido en la localidad riojana de Arnedo, era un soriano de la cabeza a los pies, porque siempre vivió aquí, ejerció de tal y emparentó con una de las familias tradicionales de la ciudad. Conocía como pocos los entresijos de la Soria caciquil y provinciana, retratada perfectamente en los versos que estuvo publicando durante varias décadas en la prensa provincial, comenzando por el entrañable Soria-Hogar y Pueblo para terminar en el Heraldo de Soria después de pasar por Soria Semanal, Campos de Soria y Soria 7 días. Últimamente lo hacía con el seudónimo de Lucio Arévaco, aunque también son versos suyos los que en diferentes épocas aparecieron en la prensa soriana con la firma, entre otras, de Retógenes, El Clarín Soriano, Don Martín de la Gorra y Aryso –acrónimo de su natal Arnedo y Soria- tras los que siempre se escondió un fino y crítico observador. De los que quedaban pocos. Sin desmerecer para nada a quienes le precedieron en el arte de escribir en verso la actualidad diaria más inmediata, Julio Herrero fue un adelantado de su tiempo que elevó el nivel de la crítica en rima de lo local añadiéndole el poso del que, sin duda, adoleció la de sus antecesores; de ahí que Fidel Carazo dijera un día que “como buen matemático, maduro en edad y experiencia, se zambulló en la ingeniería de la métrica poética y, como un Cid redivivo, llevara un montón de años no dejando títere con cabeza”. Ello no obstante, no dejó de ocasionarle precisamente algún que otro dolorcillo de cabeza e incluso la incomodidad de tener que sentarse en el banquillo de la justicia con algún otro compañero de viaje a raíz de aquella protesta popular que tuvo por destinatario el ayuntamiento de Soria por su obstinada pretensión, felizmente no lograda, de querer cargarse a toda costa los árboles de la plaza de San Esteban para construir el parking subterráneo. Se implicó igualmente en la histórica campaña, hoy impensable, de la Variante Sur, y en la “gran batalla”, al decir del actual obispo de Cantabria monseñor Vicente Jiménez Zamora, entonces presidente del Cabildo de la concatedral, de limpiar las márgenes del Duero de los olores de la fábrica de grasas que existía frente a la ermita de San Saturio. Para
mí Julio Herrero -un matemático de letras y fundamentalmente un
humanista-, fue, además y por encima de todo, un verdadero amigo, pese a
la diferencia generacional. De tal manera, que hoy, en los albores del
siglo veintiuno, cuando quiero parar siquiera un momento la máquina del
tiempo y volver la vista atrás, no tengo por menos que echar de menos
los años que fuimos simplemente dos ciudadanos que convivimos en la
misma ciudad y que curiosamente al cabo de los tiempos descubrimos que
teníamos muy parecidas afinidades y hasta puntos de vista coincidentes
en muchos temas y desde luego en lo fundamental con la realidad de
Soria. A Julio Herrero Julito se le hicieron varios homenajes en vida, que es cuando deben hacerse estas cosas y mejor saben, además del que a diario le tributaban los lectores buscando ávidos en el periódico el rincón en que aparecían sus versos, siempre sobre temas de actualidad. Voy a referirme especialmente a dos. Uno tuvo lugar un jueves, 28 de octubre de 1993, el día que cumplió sesenta y seis años, cuando el entonces “Soria 7 días” le dedicó un suplemento especial con un largo testimonio de afectos en el que no faltó la firma de amigos como José Vicente Frías, Carmelo Pérez, José Mari Martínez Laseca, Adolfito Sainz, Carlos Molina, Tinín El Bueno …, pero sobre todo una confidencia de su hijo Javier, que en esa ocasión no pudo reprimirse y escribir que para Lucio Arévaco “su madre, su mujer y sus hijas fueron las musas más queridas”. El otro homenaje al que me quería referir fue algunos años después. Un viernes de finales de enero de 2006, la Coral Extrema Daurii de aquí de la ciudad quiso dejar patente el agradecimiento a su labor poética a través de una convocatoria abierta en el Aula Magna Tirso de Molina con la intervención, junto al grupo soriano, del Orfeón Calasancio de Logroño. Allí estuvieron los suyos: Carmen –su mujer-, los hijos y nietos que viven aquí, sus amigos y numeroso público seguidor de la poesía y de la música coral. La coral soriana interpretó dos piezas elegidas de la extensa obra poética de Julio Herrero, a las que el director del conjunto, Antonio Enciso, había puesto música: La Ciudad Olvidada y Luna Soriana. Le fue entregada una placa de reconocimiento y la partitura de las dos piezas, que Julito Herrero recibió emocionado. Había discurrido todo según el guión previsto y el acto parecía haber concluido. Lo extraordinario iba a venir, sin embargo, al final, cuando reclamado Julio Herrero para que subiera al estrado, una vez en él no pudo por menos que sacar a relucir su veta riojana. Porque, en efecto, en un brevísimo aparte con el director del Orfeón de Logroño fue incapaz de resistir la tentación de hacerle saber sus raíces riojanas y solicitarle que interpretaran el Himno de La Rioja, ante el ofrecimiento de éste de cantar una última obra, la que deseara, fuera ya de programa, pues el concierto había terminado. Dicho y hecho. El Orfeón Calasancio se puso manos a la obra y accedió de inmediato al deseo de un emocionado Julio Herrero, que había seguido el recital desde la primera fila de butacas con el corazón dividido entre Arnedo y Soria, dos ciudades que siempre llevó dentro de su corazón y a las que quiso profundamente. Fue un día grande para él y para los que le queríamos. Unos meses después, casi con el año, se nos iba Julio Herrero, mientras esperaba ilusionado la publicación de su segundo libro de poemas en cuya tarea estaban ocupados sus hijos, que aparecería enseguida. Lo hizo con la discreción, elegancia, sencillez y hombría de bien que siempre le caracterizaron. Pero su obra, su amistad, pero sobre todo su grandeza sigue viva entre quienes le quisimos y tratamos de seguir manteniendo el vínculo agarrándonos al clavo ardiendo de Carmen y de sus hijos. Muchas gracias y un abrazo a todos. Joaquín Alcalde |