Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (10)
©
Joaquín Alcalde
Festivales
en San Juan de Duero
Multas
gubernativas
Festivales en San Juan de Duero
Uno de los
acontecimientos culturales de especial relevancia de cuantos tienen
lugar a lo largo del año en nuestra ciudad, y desde luego en el verano,
es el Otoño Musical Soriano hasta el punto de convertirse en una de las
referencias del final de los veranos sorianos, con las deslucidas desde
hace años -más bien décadas- celebraciones de San Saturio llamando a la
puerta.
Este tipo de propuestas se presentan
ahora en el conjunto de las que se anuncian como campañas culturales del
municipio que suelen tener programación regular durante prácticamente
todo el año no siempre con el seguimiento que fuera de desear. Antaño
no, durante el verano los ciudadanos de a pie no tenían la posibilidad
de acceder y por ende disfrutar de este tipo de cultura llamada popular
por más que elitista.
Pues, en efecto, en aquella Soria
provinciana de los años cuarenta y cincuenta tan sólo de tarde en tarde
solía programarse alguna representación, a modo de espectáculo de
variedades, por grupos aficionados de Educación y Descanso, y no faltaba
tampoco de vez en cuando algún que otro "Festival de Coros y Danzas" de
los de la Sección Femenina, en ambos casos agrupaciones pertenecientes
al Movimiento Nacional. Todo muy modesto pero que cumplía su función.
Fueron los conocidos como Festivales de Verano, un aliciente con el que
ayudar a combatir la rutina de los meses estivales.
En estas se estaba cuando alguien puso un
empeño especial desde el oficialismo imperante para que la capital se
incorporara al circuito de los Festivales de España que acababa de poner
en marcha el Ministerio de Información y Turismo. Una programación de
calidad, nadie lo puso en duda, pero con unas exigencias económicas
importantes para un ayuntamiento con recursos más que limitados como era
el de Soria. El Ministerio era el que decidía la programación y
contrataba las actuaciones, dirigidas –todo hay que decirlo-
fundamentalmente a minorías, y el municipio el que tenía que pagarlas.
Así de claro.
Hubo, si se puede llamar así, debate
-acaso interesado- en la calle, al menos en los cenáculos de la época,
pero al final la corporación que presidía el alcalde Eusebio Fernández
de Velasco, presionada desde instancias superiores, no tuvo más remedio
que claudicar e incorporar a Soria a la red de Festivales aún consciente
de la sangría que suponía para el erario municipal.
Pero resuelto el problema principal había
que solucionar otro, el del recinto. Se barajó la posibilidad de
celebrar las actuaciones en la plaza de toros -desaconsejado desde el
primer momento-, y por lo que fuera se desechó también el añorado teatro
Avenida, los dos únicos recintos que dado su aforo resultaban ser los
más idóneos para acoger las actividades. De modo que se optó por
habilitar, con mucho gusto por cierto, los arcos de San Juan de Duero,
donde se desarrollaron las primeras ediciones de los Festivales con las
dificultades económicas esperadas, porque la afluencia de público aun
siendo importante para la Soria de entonces, no fue suficiente. Se
trataba de actuaciones dirigidas a un público muy concreto a cargo de
orquestas de cámara y sinfónicas y agrupaciones corales de música
clásica, que tenían lugar después de cenar, a orillas del río. No era
desde luego el mejor reclamo para garantizar un ambiente adecuado
fundamentalmente por la frialdad de las noches del verano sorianas junto
al Duero. A veces venían grupos de coros y danzas que repetían en la
plaza de toros si bien para otro tipo de público, sin glamour que
valiera como se dice ahora.
Salvado pues el escollo inicial de poner
en marcha los Festivales, lo demás resultó más sencillo. Con la idea,
más bien exigencia, de que la ciudad no se quedara al margen del
programa de Información y Turismo de los ya llamados pomposamente
Festivales de España se decidió trasladar el escenario de las
representaciones para fomentar la asistencia del público y hacerlas
rentables o siquiera menos onerosas. El lugar elegido fue la Huerta de
San Francisco, donde están la Biblioteca Pública y el Polideportivo de
la Juventud, que acababa de adquirir el ayuntamiento por algo más de
ochocientas mil pesetas (unos cuatro mil ochocientos euros de hoy) para
construir en ella el Parador de Turismo, antes de decidirse finalmente
por el parque del Castillo.
Y en la Huerta de San Francisco la cosa
funcionó bastante mejor. El recinto, que no pillaba tan a desmano, se
adecuó con sobriedad y al mismo tiempo con gusto y, lo que es más
importante, la destemplanza de San Juan de Duero por la cercanía del río
dejó de ser motivo de preocupación. Además se amplió la oferta
incorporando al programa obras de teatro clásico, que no ofrecía la
única sala comercial que funcionaba, el mencionado teatro Avenida. De
todos modos los ahora Festivales de España -los sorianos siempre los
llamaron de Verano- siguieron sin despertar un entusiasmo especial y no
llegaron a calar por lo que la lógica natural aconsejó que lo mejor era
olvidarse de semejante parafernalia, que mientras se celebró tuvo más de
acontecimiento social que de otra cosa, aunque el cerebro de
semejante embajada pudo cubrir el expediente y prestar el servicio que
se le había encomendado al tiempo que seguía trepando, la
finalidad que tenía el individuo.
©
Joaquín Alcalde, verano 2020
Multas gubernativas
Resulta cuando menos
curioso y enriquecedor aparcar de vez en cuando la rutina diaria y
acudir a la hemeroteca, que se hace con menos frecuencia que la que
debiéramos. Es un ejercicio recomendable que permite tener perspectiva y
una visión más amplia de determinados hechos, circunstancias y
acontecimientos que el inexorable transcurrir del tiempo se ha encargado
desdibujar cuando no de enterrar hasta el punto de que rescatados de los
archivos transmiten la impresión de haber sucedido en épocas pretéritas
que quedan muy alejadas en el recuerdo; es más, hay que hacer un
verdadero esfuerzo intelectual para cuando menos intentar aproximarse a
la realidad de un momento determinado y contextualizarlos porque a la
luz de la actualidad hay momentos que dan la impresión de estar rayando
con la ficción. Pero no, ocurrieron y quedó constancia fehaciente.
Durante una larga etapa de nuestra
historia reciente el Gobernador hacía y deshacía; era algo así como la
conciencia de los ciudadanos, el que arropado por los poderes fácticos y
otras instancias del lugar decía, más bien ordenaba investido de la
autoridad que le confería el cargo, lo que se podía y lo que no se podía
hacer, eso sí, en todo momento con la “estaca” bien a mano para corregir
de inmediato cualquier desmán o salida de tono por irrelevante que
fuera.
En esta línea de actuación de la primera
autoridad de la provincia era práctica habitual encontrarse cíclicamente
primero en el periódico Campo –más tarde con el añadido de Soriano-, por
ser el único que se editaba entonces en la ciudad, y pasado un tiempo
también en la emisora local Radio Soria de la Cadena Azul del Frente de
Juventudes y en el histórico Hogar y Pueblo –luego con el Soria por
delante- con escuetas notas oficiales, pero no por ello menos
ilustrativas, del primer centro de poder de la provincia, a las que por
lo general se les dispensaba un tratamiento preferente, sobre todo en el
primero de los medios citados, acaso por la condición de oficialista que
en aquellos años tenía o por lo menos le otorgaba la ciudadanía, dando
cuenta con pelos y señales, es decir con nombre y apellidos (nada de
iniciales), profesión –a veces hasta la marca comercial de la empresa en
la que trabajaba el sancionado- y domicilio para que no hubiera lugar a
dudas, de haber sido multados con veinticinco pesetas cada uno de los
vecinos de la ciudad por haber promovido escándalo a las diez de la
noche de un domingo de primeros diciembre de 1953 en la confluencia de
la calle del Instituto con la del General Mola (Collado), junto al bar
Torcuato, vamos, con motivo de reñir y originar que la gente se
aglomerarse, promoviendo escándalo. O que a los pocos días a un conocido
joven residente en la ciudad –del que para no ser menos se indicaban sus
datos personales-, pintor de brocha gorda de oficio, la autoridad le
impusiera tres días de arresto por promover un escándalo, en estado de
embriaguez, una noche de domingo de finales de aquel mismo mes también
en la calle del General Mola (el Collado). Cinco duros (25 pesetas de
los primeros años cincuenta) tuvieron que pagar de multa dos muchachos
–uno de ellos llegó a ser portero del Numancia- por dedicarse a la
reventa de localidades (cabe suponer que fueran de cine) por unos hechos
cometidos en enero de 1954.
De los “garrotazos” del Gobernador no se
libraba absolutamente nadie pues lo mismo imponía la multa de 3.000
pesetas a un acreditado fotógrafo por producir en su taller tarjetas
pornográficas, y 2.000 al intermediario que las distribuía, por otra
parte persona suficientemente conocida también en la ciudad, que incluso
el que curiosamente al cabo de los años llegó a ser presidente de la
Diputación Provincial –un soriano de los de toda la vida- fue sancionado
con diez mil pesetas –una fortuna en la época- el 12 de mayo de 1954
bajo la acusación de haber “dado un desdichado ejemplo, al olvidar que
el cargo que ostenta y la posición social que tiene le obligan a
extremar la corrección de su conducta en sus relaciones ciudadanas y en
el respeto que la Autoridad debe”.
El listado podría seguirse con la multa
de 200 pesetas acordada al final de la década de los cincuenta por el
Gobernador civil interino –soriano para más señas, cuyo nombre no viene
al caso- a un vecino de la calle de San Pelegrín “por propasarse a
molestar a una señora que transitaba por la plaza del Generalísimo (la
Plaza Mayor), de forma intolerable, demostrando con su comportamiento
una falta de convivencia social”; con las 500 pesetas a un oficial de
imprenta y a otro de un taller mecánico de la capital por derribar los
bancos en la Alameda de Cervantes, cuando no a quienes durante las horas
de paseo de una tarde de finales de verano de mediados de los sesenta se
dedicaban en el Collado “a molestar a las jovencitas de un modo
incorrecto e incivil”. Y todavía en el ecuador de los sesenta a un
electricista de profesión, habitual y por consiguiente suficientemente
conocido en las dependencias de la Comisaría de Policía, y no
precisamente por su actividad, “en vista de su recalcitrante conducta
agresiva, incivil y antisoriana”. Algo parecido a lo que les ocurrió a
tres jóvenes amantes de la diversión, sin más, de sobra conocidos en los
ambientes capitalinos, sancionados “ejemplarmente” por la primera
autoridad un verano en el ecuador de los sesenta (alguno de ellos lo
sigue recordando al cabo de los años).
En fin, la casuística lejos de agotarse
podría ampliarse y daría para unas cuantas entregas más del tenor de
esta. Aunque sí merece una simple reflexión final que acaso pueda causar
extrañeza, pero el hecho cierto es que no consta, o por lo menos no
trascendió, que se sancionara a mujer alguna. Los multados siempre
fueron hombres. ¿Curioso, no?
©
Joaquín Alcalde, primavera 2020
web de
Joaquín Alcalde
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