Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (6)

© Joaquín Alcalde

Anunciarse en El Collado

Nombres de la Soria de siempre

La Exclusiva

La plaza de Abastos y su entorno comercial

Los fielatos de consumo de la capital

 

Anunciarse en El Collado

Los comerciantes de El Collado y  las calles próximas, es decir del corazón de Soria, llevan tiempo tratando de revitalizar el comercio tradicional de la ciudad y potenciar el consumo. Hace uno años crearon el llamado Centro Comercial Abierto, que ciertamente costó saber de qué se trataba realmente pues coincidió con la entrada en funcionamiento de esa otra macro instalación en las proximidades de la capital.

El Collado –en otros tiempos calle de Canalejas y en época bastante más reciente del General Mola, según ha convenido políticamente- ha sido siempre el centro urbano, lo que hoy se da en llamar punto neurálgico. En él se sigue tomando el pulso diario de la ciudad. De manera que todo aquel visitante o forastero que no se haya dado una vuelta por El Collado –permítase expresión tan soriana y al mismo tiempo tan vigente-, no puede decir en propiedad que ha estado en Soria. Muy parecidos términos se pueden aplicar a los residentes que por las circunstancias que sea dejan de asomarse a diario al balcón de lo que es el cordón umbilical de la ciudad. El Collado, pese al crecimiento de la ciudad, las inevitables innovaciones impuestas por el paso del tiempo y el cambio de costumbres, es el verdadero punto de referencia del acontecer soriano.

Y si hoy sigue siendo el lugar de encuentro de las gentes de Soria, los corrillos de los jueves al mediodía hasta no hace tantos en las inmediaciones del Torcuato (por el bar) coincidiendo con el día de mercado semanal configurando una de las estampas más costumbristas que se recuerdan de la Soria de no hace tantos años.

No obstante, y pese a que en cierta medida aún pervivan algunas de las costumbres de entonces, el viejo Collado, salvo en su estructura, tiene que ver muy poco con el de aquellos años en que la única diversión era el paseo arriba y abajo, por los portales si llovía o la climatología no acompañaba. Muy de pasada al mediodía, pues por la tarde había que volver al tajo; más reposado al final de la jornada laboral, tanto para esperar la hora de ir al cine como a la salida.

Son contados los comercios de entonces que continúan abiertos hoy. El de la Viuda de Evaristo Redondo, Redondo y Jiménez, la Viuda de Sixto Morales, por no hablar del Tupi, el viejo café de los de siempre, las confiterías de La Azucena y La Exquisita, La Flor Sevillana en el estrecho hacia la Plaza Mayor, y como quien dice ayer el del Jodra y la mercería del Roberto, por citar algunos, no son más que un recuerdo del comercio de siempre. Otros, como la librería Las Heras, el ya citado Torcuato, la tienda de Justo Ortega, la de ultramarinos de Domingo Muñoz, hoy convertida en moderno autoservicio del ramo, Monreal..., puede que se quede alguno, más o menos transformados, han sabido por el contrario adaptarse a la realidad de los tiempos modernos y sobrevivir. La ferretería de La llave, por el contrario, no ha cambiado para nada.

El Collado, que por ser paso obligado continúa teniendo la consideración de punto ideal para anunciar la oferta publicitaria más diversa, desde la de la academia que prepara oposiciones hasta la de la convocatoria de no sé qué manifestación o protesta popular, es un decir, dada la particular idiosincrasia de los sorianos, y desde luego, los pasquines con que periódicamente bombardean los partidos políticos a los ciudadanos para la cita electoral que corresponda, ha perdido sin embargo, el sabor tan particular que le dio aquella cartelería variada y singular que renovaba su mensaje tan pronto como había cumplido su función.

Se perdió hace ya años la costumbre de repartir en El Collado el programa de mano con la oferta diaria de los tres cines que funcionaban entonces en la capital: Avenida, Ideal y Proyecciones. Era poco después de la una de la tarde, al cierre de las fábricas y los comercios, porque se trataba del lugar de paso de los trabajadores y empleados que acudían a sus casas a la hora de comer. Otro tanto sucedía cuando la ciudad acogía algún espectáculo o representación teatral no habituales. Y el que por lo que fuera no llegaba a la hora de poder hacerse con tan imprescindible información, que solícitamente le entregaba algún empleado de la empresa del cine, no tenía mayor dificultad para desplazarse hasta el propio local para consultar en el hall el cartel mural anunciador que enviaba la distribuidora. De tal modo, que "ir a ver la cartelera" fue una expresión que se acuñó durante años, hasta acabar convirtiéndose en costumbre a practicar, como pudiera ser la del chateo en el Tubo.

La publicidad estática tenía también su particularidad. Delante de la actual mantequería y confitería Nueva York y en otros puntos estratégicos de la capital, como en la esquina de la calle Ferial en la antigua tienda de Barrón, estuvieron instaladas durante muchos años unas grandes chapas de latón o de algo parecido, rematadas en lo alto con el escudo de la ciudad, que servían de soporte a los anuncios oficiales o de actos festivos y puntuales. Eran propiedad del ayuntamiento, que previamente tenía que autorizar la exposición de los reclamos, sin otro objeto que, además del cobro de la tasa correspondiente, el de regular la exhibición de los mensajes publicitarios y evitar que cualquier lugar pudiera convertirse en una auténtica guarrería.

De aquellos años cincuenta del siglo pasado ha quedado el recuerdo, no obstante, de las grandes carteleras rectangulares que podrían ser de dos metros de largo por uno de ancho, o de dimensiones parecidas, en las que sobre el fondo de un hule negro se anunciaban los partidos del Numancia y el título de la película que se proyectaba diariamente en cada una de las salas de la ciudad. Todas ellas estaban colocadas en sendas columnas de los portales de El Collado, a la derecha, según se baja hacia la Plaza Mayor, es decir en la acera de La Amistad, siempre en el mismo emplazamiento, acaso porque lo tuvieran asignado o simplemente por la costumbre adquirida. La del fútbol, delante de la hace poco desaparecida librería de Millán de Pereda; algo más abajo la del cine Avenida y así sucesivamente las del Ideal y Proyecciones que pintaba a mano muy bien por cierto, Ezequiel Villanueva, a la sazón empleado de la empresa del cine. La del Centro Excursionista Soriano -que sigue colocándola- y la de la Asociación Musical Olmeda Yepes, entonces con notable actividad, anunciando los conciertos en el cine Ideal, eran otras de las que no faltaban en el entorno. Puede que hubiera alguna más también.

El decorado de El Collado lo completaban las vitrinas expositoras de los fotógrafos Salvador Vives y Ulises Blanco, que tenían su estudio en esta misma zona, muy cerca uno del otro, lo que no dejaba de ser una invitación más al chismorreo de una ciudad pequeña como esta nuestra, porque en definitiva no eran sino la referencia de la crónica social diaria. Pero sobre todo había dos grandes vitrinas de madera pintadas de gris oscuro, feas y destartaladas como ellas solas, protegidas por un cristal, que estuvieron muchos años colocadas, una a cada lado, a la entrada de los entonces Círculo de la Amistad y Casino de Numancia, cuando funcionaban independientemente el uno del otro. Estos armatostes cumplían funciones muy singulares. El situado a la izquierda según se entra al Casino, estaba reservado para el Frente de Juventudes, que ofrecía información de las actividades más destacadas que realizaba; se recuerda particularmente el mural hecho a mano por los afiliados con motivo del Congreso Eucarístico de Barcelona y otro, con fotografías, de una peregrinación a pie de militantes de la Organización Falangista a Santiago de Compostela, un Año Santo. El de la derecha, tampoco tenía desperdicio. Pues ofrecía, ni más ni menos que la calificación moral (sic) de los espectáculos que se daban en la ciudad, que aquellos años se circunscribían a las películas que se proyectaban en las salas comerciales y a las eventuales representaciones teatrales en el único teatro asimismo comercial que existía, el Avenida, a través de unas fichas diminutas, de las que se tienen serias dudas si alguien las llegó a leer, al menos en una sola ocasión, porque verse, jamás se vio a nadie consultarlas.

© Joaquín Alcalde, 2017

 

Nombres de la Soria de siempre

Según el régimen político de cada tiempo, las ciudades y los pueblos de este país llamado España han llamado a sus edificios, calles, callejas, callejuelas, callejones, travesías, parajes y avenidas por los nombres de personas relevantes de la época u otros que por un sinfín de historias que no vienen al caso son por los que realmente se les conoce. Ocurrió en tiempos de la República, lo mismo cuando gobernó Franco y sucede ahora en la etapa democrática. De tal manera, que llegado el caso se bautizaba por las buenas la nueva calle que surgía con el nombre del político de moda del momento o de alguna efeméride que tuviera como referencia cualquier hecho histórico relacionado con el régimen imperante, aunque lo normal era que la calle equis, la que fuera, que anteriormente se había venido llamando oficialmente de otra manera al habérsele cambiado previamente el nombre por así haberlo decidido quien tenía capacidad para ello tomara una nueva denominación sobre todo si la originaria expresaba alguna connotación especial. Soria, la Ciudad de los Doce Linajes, no ha sido una excepción. Todavía hoy, después de bastantes años de régimen democrático, se siguen escuchando de vez en cuando lamentos esgrimiendo la Ley de Memoria Histórica en torno a algunas denominaciones no siempre con un criterio generalmente aceptado ni mucho menos compartido porque al común del vecindario le trae al pairo el nombre oficial, que considera irrelevante, pues por mucho empeño que se ponga desde la mayoría de turno -da igual el partido que la tenga- es el pueblo soberano el que con el empleo diario del término que sea acaba por otorgar la denominación por la que quiere que se conozca una calle, paraje o lugar. De hecho pocas han sido más bien pocas las quejas y mucho menos las propuestas serias y formales de cambio con la mínima posibilidad de prosperar, por más que se haya intentado argumentarlas, a veces no de la manera más acertada.

En fin, digresiones al margen, decir en Soria, por ejemplo el hospitalillo, es referirse a un antiguo albergue de transeúntes que funcionó muchos años junto a la antigua iglesia de El Salvador en el que se daba acogida a vagabundos e indigentes que no tenían techo bajo el que cobijarse. Porque el hospital era otra cosa, el hospital a secas, donde más tarde se ubicó al Colegio Universitario y luego las Escuelas Universitarias de Traducción e Interpretación y de Fisioterapia hasta su traslado al campus de Los Pajaritos. Si la alusión es al sanatorio no es preciso señalar que se trata del conocido oficialmente como Hospital General y hace muy pocos años rebautizado como del Mirón en las proximidades de la ermita de este nombre, la mole que comenzó a construirse mediada la década de los cuarenta para dedicarla a sanatorio antituberculoso. Si del hospicio se trata, la referencia es el centro infantil de acogida que funcionaba en lo que es hoy el Aula Magna Tirso de Molina, el antiguo convento de la Merced, para entendernos. La Normal, sencillamente la Escuela de Magisterio, era aquel edificio tan emblemático de la ciudad construido hacia la mitad del Paseo del Espolón que fue demolido cuando este adquirió la configuración actual. Las Públicas, las escuelas anejas de la Plaza de Abastos (oficialmente, aunque desconocida para la mayoría, de Bernardo Robles). Con decir el Instituto, el único que había, hoy denominado Antonio Machado, era suficiente.

Claro que si la referencia era la de las Casas del Ayuntamiento y/o de Falange no hacía falta decir que se trataba de los dos primeros grupos que se construyeron en las inmediaciones del campo de fútbol de San Andrés; las de la izquierda, según se mira de frente, las del Ayuntamiento, las otras, las blancas, las de Falange. Sanidad, el edificio concebido en su día como Instituto Provincial de Higiene que está ubicado frente a la actual Comisaría de Policía y tiempo atrás el hotel Florida.

Hablar de la Radio supone trasladar el recuerdo de los más mayores a la última planta del Palacio de los Condes de Gómara en la que se instaló originariamente la antigua Radio Soria de la Cadena Azul del Frente de Juventudes -con el paso de los años Radio Nacional de España-, inmueble que con anterioridad fue sede de la Delegación de Hacienda y más tarde de la Jefatura Provincial del Movimiento, de los Hogares del Frente de Juventudes y del sindicato de la época además de dar cobijo a instalaciones de particulares tan diversas como una entidad bancaria -el Banesto-, una administración de coches de línea, una sala de cine –el Proyecciones- e incluso un bar –el Silencio- y hasta viviendas particulares. Las monjas, eran  las del Sagrado Corazón, las únicas que se dedicaban a la enseñanza en los años cuarenta. Si de los Cocherones se trata, quien más y quien menos entiende que se está haciendo referencia a unas antiguas y destartaladas instalaciones de la Jefatura de Obras Públicas que servían de taller y parque de maquinaria y estaban ubicadas en el lugar que actualmente ocupa la Estación de Autobuses. Por no hablar de la Estación Vieja, la de San Francisco, en el corazón de la ciudad, en la zona que dio paso a las modernas edificaciones en la margen derecha de la Avenida de Mariano Vicén y de la Avenida de la Victoria –en la actualidad de los Duques de Soria-, o de la Estación Nueva, la del Cañuelo, tan venida a menos por aquello de la modernización, en el caso de Soria supresión, de los servicios ferroviarios. O sencillamente del Ventorro, en las proximidades del antiguo paso a nivel que había en la confluencia de las calles Almazán y José Tudela, cuyo último vestigio desapareció no hace tanto, y del Matadero Viejo, detrás de la Plaza de Abastos, donde en la actualidad se ubica el mercadillo ambulante de los jueves.

La lista lejos de agotarse podría alargarse. Quede de todos modos referencia del hotel Comercio y el Marfil, el antiguo café que durante tantos años funcionó en los bajos del emblemático edificio, en la esquina de la que hoy está rotulada como Plaza de los Jurados y la de Ramón y Cajal, aunque siempre conocida como de la Leña; del Gobierno, por el Gobierno Civil (hoy Subdelegación del Gobierno); el Casino o sencillamente la plaza del Chupete, en tiempos no tan pretéritos del General Yagüe y hoy de Mariano Granados; de Herradores, Ramón Benito Aceña; o la Dehesa, por más que a la entrada de esta pueda leerse Parque Municipal de la Alameda de Cervantes.

En cualquier caso, la plaza Mayor –durante algún tiempo de la Constitución y en el pasado más reciente del Generalísimo Franco- pero sobre todo el Paseo del Espolón, o lo que es lo mismo la antigua carretera o calle de El Burgo de Osma y luego Paseo del General Yagüe, y, desde luego, El Collado –Canalejas y General Mola en otros tiempos- son nombres indelebles que no ha conseguido borrar el paso del tiempo ni mucho menos una determinada circunstancia política a pesar del empeño de los hombres públicos de los sucesivos momentos.

© Joaquín Alcalde

La Exclusiva


La exclusiva Autobuses de línea frente al cine Avenida

Hoy la palabra exclusiva se maneja que es un primor. Lo mismo en el mundo mediático que en el de la pasarela o en el de lo que sea.

En Soria, se estuvo mareando la perdiz muchos años acerca de la necesidad de construir una estación de autobuses. De tal manera que cuando, por fin, a mediados de los ochenta los sorianos vieron cumplida la vieja aspiración, y comenzó a funcionar, el tipismo urbano perdió una estampa, y por qué no dejaron de practicarse unas costumbres, con la que habían crecido varias generaciones.

La gente madura de hoy, entonces unos críos, siempre oyeron hablar de la estación de autobuses. Cosa bien diferente es que, como sucedió nada más entrar en servicio, resultase insuficiente para las necesidades de la ciudad. Pero esta es otra historia.

En cualquier caso, se había dado un salto importante en el tiempo. Porque, en efecto, las calles del corazón de la ciudad habían dejado, felizmente, de ser el andén en el que los destartalados autobuses de las líneas regulares de viajeros tomaban y dejaban a quienes los utilizaban como medio de transporte. Pasaba así a mejor vida el trasiego por lo más céntrico de la capital de los transeúntes que llegaban a la ciudad acompañados de sus inseparables viejas maletas de cartón o de madera, según la economía de cada uno, o de las cestas, cajas atadas con cuerdas o con lo que se tuviera más a mano pero que, en definitiva, cumpliera el último fin que no era otro que el de transportar consigo la pertenencia que fuera, fundamentalmente a raíz de que por el dinamismo de la sociedad desaparecieran los mozos de cuerda. Los llamados también maleteros, nombre común por el que del mismo modo se les conocía, eran aquellos trabajadores serviciales por cuenta propia fácilmente identificables por la gorra de plato y la placa metálica en el frontal de ésta acreditativa de su condición, que aguardaban pacientemente en la parada de los autobuses a que el potencial cliente requiriera sus servicios si es que no estaba por la labor de cargar con los bultos hasta su punto de destino en la ciudad, en tiempos en que coger un taxi, que apenas había, era un lujo que muy pocos se podían permitir. Antes, naturalmente, la mercancía que fuera tenía que pasar el reconocimiento que llevaba a cabo un empleado de Consumos, dependiente del Ayuntamiento, que tenía su área de trabajo también al pie del coche de línea -en la terminología de la época- y cobraba una especie de impuesto de aduanas de ámbito local cuyo arancel estaba en función del producto de que se tratara. De otra forma no podían pasarlo. Gallinas, huevos, tocino, conejos y un montón de cosas más pagaban este tributo. Otro tanto ocurría si la entrada a la capital se producía por los accesos habituales cualquiera que fuera el medio de transporte, incluso a pie, pues en lugares estratégicos estaban ubicados los llamados fielatos, unos casillos que eran los puestos por donde necesariamente había que pasar si se quería acceder al interior de la capital, unas aduanas, vamos. Los maleteros o mozos de cuerda, no disponían de más herramienta de trabajo que una carretilla de mano, como las que se utilizaban en las droguerías y en los comercios de ultramarinos, de la que se servían para transportar los equipajes.

Bien, pues los coches de línea, eran conocidos en el ámbito rural, excepto el que iba a Madrid sin que se sepa por qué, como la exclusiva acaso por ser los únicos que tenían la explotación y cubrían la línea regular; llegaban y salían de los más diversos puntos de la ciudad. En la actual plaza de los Jurados, frente al Hotel Comercio, delante del desaparecido teatro-cine Avenida paraban el "coche de Madrid" -por aquello de la modernidad hoy la Continental, empresa que siempre tuvo la concesión- y el de Logroño, conocido por La Camerana en los pueblos de la línea, con la enorme baca en la parte superior del vehículo en la que además de utilizarse para transportar los equipajes y las mercancías facturadas, cuando se disparaba la demanda, normalmente los días de mercado, los jueves, y en las ferias, se acomodaba también en dos o tres bancos de madera del estilo de los de los parques públicos la gente de los pueblos que no había llegado a tiempo de conseguir un billete de asiento en el habitáculo del vehículo o que simplemente le gustaba viajar allí porque sí, que también los había. El de Logroño prestaba servicio diario de ida y vuelta, no así el de Madrid que unos determinados días de la semana lo hacía de ida y los restantes de regreso. Los domingos no circulaba. Ambos tenían la administración en el destartalado patio interior del desaparecido Hotel.

La terminal del que iba al Burgo y a San Esteban con hijuela (sic) a Retortillo y puede que a Langa de Duero, y la del de Calahorra también con una hijuela –término muy utilizado entonces para explicar que la línea continuaba o tenía conexión hacia otros puntos de destino- estuvo al principio en la avenida de Navarra, en la misma puerta del viejo Avenida, para pasar posteriormente al hoy llamado Rincón de Bécquer, aunque para mejor entenderse digamos que las traseras del Hospital, y la administración en la plaza del Chupete (Mariano Granados), en la acera de Barrón. Era lógico, porque las dos concesiones las tenía la misma empresa, Gonzalo Ruiz. Se trataba de un local multiusos, en lenguaje de ahora, que por ser tan céntrico y quedar tan a mano, los días de toros quedaba habilitado también para el despacho de localidades del espectáculo y durante las noches de las fiestas de San Juan sobre todo, al asado y venta de pollos que además de producir un olor pestilente que era imposible erradicar durante los días en que se ejercía la actividad dejaba impregnadas de grasa las de ya de por sí viejas y sucias instalaciones en las que no era difícil ver corretear por el vestíbulo a alguna que otra rata, en ocasiones de buen tamaño.

De tal manera que era frecuente que al administrador de los coches de línea le preguntaran por el precio de las localidades de la novillada o del espectáculo que fuera, y al taquillero de los toros por la hora de salida del coche que iba a Valdenarros o a Villar del Río o el día de la semana que le tocaba pasar por Rioseco, pongamos por caso, información que en la temporada de verano requería de mayores conocimientos porque se ampliaba también al coche que iba a los Baños de Arnedillo, y éste lo hacía únicamente durante la época estival, o sencillamente la hora en que comenzaba a funcionar aquello como asador y punto de venta de pollos. Del mismo modo que al encargado del negocio de las noches sanjuaneras más de una vez se le requirió información sobre cualquiera de las otras dos actividades, lo que para él entrañaba un verdadero compromiso al tratarse de un forastero ocasional que desconocía de qué iba la fiesta.

Muy cerca, de la calle Ferial, salían los autobuses de Ólvega y Tarazona. Y de la zona sur de la ciudad los que tenían como destino Almazán y Baraona y los pueblos de pinares, Covaleda y Duruelo. El primero lo hacía de la Estación Vieja y no solía ser de los más demandados pues el tren funcionaba y la frecuencia de los servicios y los horarios se acomodaban a las necesidades de los usuarios. El otro estuvo saliendo muchos años, puede que hasta que los Hijos de Gabriel Liso cedieron la concesión, de la parte de abajo del Hospital antiguo, en la calle de Nicolás Rabal, del cocherón que existía entre la fábrica de gaseosas del Pepe Lenguas y el obrador de la heladería del Ramonín Fuentes y su familia.

En la parte este de la ciudad ocurría algo parecido pus de la calle Sorovega, a pocos metros de la plaza Mayor, salía el coche que iba a Gómara, Deza y Cihuela, en tanto que de la acera del Palacio de los Condes de Gómara lo hacían los que iban al Valle y los que cubrían el trayecto hasta Almajano y su comarca que más tarde anduvieron deambulando por la plaza del Vergel y antes por la del Carmen.

Con la entrada en servicio de la durante décadas esperada estación de autobuses concluía un capítulo importante de la reciente historia de Soria.

© Joaquín Alcalde

La Plaza de Abastos y su entorno comercial

Hasta el año 1914 en que fue construida la Plaza de Abastos los puestos de fruta y verduras solían instalarse en la céntrica de Herradores. Fue una de las grandes obras de una época en la que también se construyeron el Museo Numantino y la presa de la Elevadora en el Soto Playa. La inauguración del mercado de abastos, el 30 de junio, “martes a escuela” constituyó un acontecimiento, que se celebró por todo lo alto -de hecho las fiestas de San Juan de aquel año duraron una noche más-. Fue al anochecer; y  actuó la banda de música La Lira Numantina mientras se disparaban cohetes y bombas. De modo que el “nuevo centro de contratación”, como el oficialismo llamó a la Plaza de Abastos, se convirtió en la estrella de aquella pequeña ciudad, de aire provinciano. No obstante enseguida comenzó a cuestionarse la idoneidad de las instalaciones que presentaban notables deficiencias y se llegó a calificar de vergonzoso el estado del edificio, lo que obligó al consistorio a introducir determinadas mejoras encaminadas a proporcionar mayor comodidad a los industriales. En cualquier caso, con el paso del tiempo terminó adquiriendo una importancia comercial fuera de toda duda al concentrarse en el propio edificio y en el entorno más próximo una oferta lo suficientemente amplia y atractiva además de cómoda para efectuar la compra diaria, al estar todo a mano. Las razones del lento pero progresivo decaimiento de la actividad de la Plaza de Abastos habría que buscarlas en el crecimiento de la ciudad y la configuración de nuevos barrios pero, sobre todo, en la irreversible evolución de la sociedad de consumo y las costumbres impuestas por los nuevos tiempos que corrían si es que no por la falta de idoneidad de las instalaciones que se quedaron obsoletas por más del intento de alguna de las corporaciones de acomodarlas a las necesidades del momento. A este respecto se recuerda especialmente la profunda remodelación abordada en los años cincuenta que le dio el toque de modernidad que la ciudadanía venía demandando y otorgó al inmueble básicamente el aspecto que tuvo hasta su desaparición. Fue cuando, entre otras actuaciones, se cerraron los porches del edificio primitivo, se levantó el segundo piso y se construyó el sótano en el que se instalaron cámaras frigoríficas. El presupuesto total no llegó al millón de pesetas (6.000 euros).

En cualquier caso, los mejores momentos del mercado de abastos coincidieron con los años de penuria y del racionamiento, caracterizados por la escasez, que obligaba a las amas de casa a darse sus buenos madrugones, incluso en pleno invierno, para “coger la vez” en las casquerías si es que querían tener uno de los primeros números en las largas colas que se formaban como garantía de poder comprar a buen precio los productos de mayor consumo y por consiguiente más demandados, que eran los únicos que le permitían su modesta economía. Era la década de los cuarenta y cincuenta, cuando en la ciudad no existía más que el comercio tradicional, ubicado en un área muy concreta y próxima al mercado de abastos. Buena prueba de ello es que alrededor de la en tiempos llamada plaza Teatinos, y desde hace muchos años de Bernardo Robles, que así se denomina oficialmente, por más que rara vez se haga referencia a ella por su nombre de pila e incluso no falte quien tenga que pensarlo cuando quiere citarla según aparece en el callejero, se configuró un tejido comercial, si se emplea el lenguaje moderno, que acaso merezca la pena recordar.

Si se accedía a la Plaza de Abastos desde la calle Estudios y se recorría en el sentido inverso a las manecillas del reloj se encontraba uno con la tienda de tejidos de la esquina; a continuación la pollería cuyas plantas superiores eran viviendas y algunas puede que lo sigan siendo, y en el inmueble contiguo, en la actualidad una residencia de mayores, la imprenta Jodra en la planta baja, en tanto que las superiores se destinaban bien a domicilios particulares o a oficinas públicas, como fue el caso de la Inspección de Primera Enseñanza y Sección Administrativa (el germen de lo que se conoce hoy por Dirección Provincial de Educación) y tiempos después la Sociedad de Cazadores y Pescadores, cuando se trasladó desde las instalaciones que ocupaba en la Plaza Mayor. Al otro lado, una vez cruzada la plaza, la iglesia conventual de los Franciscanos, y en la acera de enfrente un viejo almacén dedicado a la venta de leñas y carbones, en el que tras su remodelación y ampliación con la incorporación de alguna dependencia del edificio de al lado estuvo funcionando el Colegio de la Presentación (en el argot soriano el de doña Carmen) –ahora de titularidad municipal-, ocupado por las Aulas de la Tercera Edad. Pegado a él, en esa misma acera, el almacén de frutas del “tio moro”, uno de los personajes más populares de entonces del mercado de abastos, seguido de otro edificio destinado a viviendas, con alguna oficina en la planta baja, que lindaba con la típica y añorada taberna Casa Félix –uno de los últimos establecimientos de este tipo que cerró-, acerca del que acaso no esté de más recordar que tenía la consideración de una especie de santuario al que acudía a diario una parroquia de configuración cuando menos un tanto compleja y de lo más variopinta.

Más adelante, la casa de los Jodra, en el rincón, la de las galerías y miradores –uno de los edificios emblemáticos de la ciudad de la época-, en cuyos bajos estuvieron las Destilerías Rivera, para pasar al edificio contiguo, en el que vivió el abad Gómez Santa Cruz, en principio dedicado en su totalidad a viviendas de particulares y con posterioridad a uso comercial, al menos en parte, y continuar hacia el adyacente que contaba con las plantas superiores igualmente destinadas a domicilios particulares mientras que en la baja funcionó temporalmente un despacho de pan pero sobre todo la tienda de ultramarinos conocida como “La bola de nieve”, uno de los comercios acreditados del ramo en el que podía encontrarse de todo lo que tuviera que ver con el sector. Al otro lado, cruzada la calle Estudios, en el inmueble que ocupa la Escuela de Idiomas, aunque sin el segundo piso, que se levantó bastante después, se encontraban instaladas las escuelas graduadas, las públicas para los sorianos del momento. Y si se seguía hacia abajo, en dirección a la plaza de San Blas y el Rosel, o sea, hacia el ensanche, a continuación se encontraba la pescadería del Severino Lafuente (“el Magín de la plaza”, para distinguirla de la que su familia tenía en el Collado) y muy cerca de ella, otra pescadería, la de León.

En todo caso, en las calles aledañas se encontraban abiertos bares como el Capitol, desaparecido hace muchos años, y el Burgalés, que cerró algún tiempo después, y establecimientos relacionados con el ramo de la alimentación, como pudiera ser el caso de la carnicería de Santiago Lérida, la tienda de ultramarinos que respondía al nombre comercial de “La oriental” y algo más abajo, aunque en la acera de enfrente, la de Pedro Beltrán, entre otros que se recuerden.

© Joaquín Alcalde

Los fielatos de consumo de la capital

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Durante al menos dos legislaturas municipales se estuvo hablando en la ciudad del mal llamado fielato -porque nunca lo fue-, al otro lado del puente de piedra saliendo de la ciudad hacia Zaragoza, después de que durante una buena temporada, acaso años, se estuvieran administrando  a los sorianos unas buenas raciones del tal inmueble, que como se verá más adelante fue otra cosa para nada relacionada con la actividad por la que se ha dado a conocer.

En Soria, como en las ciudades más importantes de España, estuvieron aplicándose durante gran parte del gobierno de Franco –aunque venían de bastante más antiguo- unas contribuciones que gravaban los productos alimenticios y bebidas que entraban a las ciudades para el consumo interior, como pudieran ser las frutas, frutos secos, bebidas alcohólicas y gaseosas, cereales, legumbres, pescados, conejos, aves y animales de corral por no alargar el listado.

Estas contribuciones –llamadas técnicamente derechos de consumo-, que tenían que satisfacerse igualmente por los productos que llegaban a las ciudades en los coches de línea de viajeros para el consumo de los ciudadanos, se pagaban en los llamados fielatos, una especie de aduanas domésticas, que no eran sino unos pequeños recintos habilitados para dar acogida al funcionario de servicio y poco más –en algún caso una simple garita-, ubicados estratégicamente a la entrada de las poblaciones que no dejaban de suponer una singularidad en la arquitectura urbana de la época desde los que se ejercía el control de acceso de los productos sujetos al pago de los aludidos derechos de consumo. Atendidos por un cuerpo de funcionarios dependientes del ayuntamiento conocido como de “consumeros”, en la práctica eran unos recaudadores municipales, investidos de autoridad, que por su condición de tal vestían uniforme.

Aquí, en la capital, hubo lógicamente varios fielatos y como será fácil de advertir no sólo el que malamente dicen del otro lado del puente de piedra –allí también hubo uno, pero en lugar diferente-; en realidad, tantos como accesos habituales a la ciudad, formando una especie de cerco, de manera que el núcleo urbano quedaba cerrado. Vamos a intentar hacer un breve recorrido por todos ellos.

Si se comienza por el Norte, en la actual calle de Las Casas, algo más abajo de la Prisión, en la pequeña zona de juegos infantiles, hubo uno, y otro, muy cerca de él, en la carretera de Logroño, frente a la muralla del Mirón, con lo que el control de entrada a la población por esa zona quedaba cubierto. Uno más en el Postiguillo, en la margen derecha del Duero, al final de la calle Nuestra Señora de Calatañazor. Si se gira en el sentido de las agujas del reloj se encontraría uno con el que hubo en el paseo de Valobos, junto al cementerio. Al Sur, en las inmediaciones del edificio de la Estación Vieja, el que controlaba el acceso a la ciudad por la carretera de Madrid. Y por el Oeste, uno al final del Paseo del Espolón –exactamente en la esquina de la calle de San Benito-, denominado “Fielato de Valladolid” que obligado por el ensanche de la ciudad no hubo más remedio que demoler al final de los años cuarenta para levantar otro de nueva planta a las afueras de la ciudad, entre la Avenida de Valladolid y la carretera de circunvalación que se encontraba en construcción con la pretensión de unirla con la estación del ferrocarril Soria-Cañuelo, es decir, en las proximidades de la Estación de Autobuses (enfrente, en parte del solar que ocupan las casas de los camineros), donde en la época estaban los viejos y destartalados cocherones de Obras Públicas. Se trata de la actual calle de Eduardo Saavedra, una de las travesías con más tránsito de vehículos devaluada por la chapuza que supuso hace unos años la construcción del paso subterráneo en su confluencia con el Camino de los Royales y la calle Marqués de Cerralbo, detrás del viejo Campo de Deportes, que no ha llegado a ofrecer la solución que se buscaba. Todavía hoy los más mayores siguen conociendo la oficialmente calle de Eduardo Saavedra por Carretera de Circunvalación, cuyo nombre, como será fácil suponer, tomó cuando se acometieron las obras de la variante de la ciudad y comenzó a configurarse como una calle más del casco urbano una de las vía rápidas, y casi única, de la ciudad, si no la que más.   Y se ha dejado intencionadamente para el final el fielato más famoso de la actualidad, el que jamás lo fue, que ha terminado convirtiéndose en lo que se ha dado en llamar pomposamente Centro de Recepción de Visitantes.

Se ha dicho en infinidad de ocasiones. Puede que fuera en la época del tripartito municipal que presidió la socialista Eloísa Álvarez, cuando un buen día se anunció a bombo y platillo la puesta a disposición del Ayuntamiento de Soria de una importante cantidad de dinero procedente de los fondos europeos que tenía que destinarse a obras de restauración de determinados edificios de la ciudad de valor arquitectónico o histórico. Entre ellos, uno pasado el puente de piedra, a la izquierda, saliendo de la ciudad, contiguo a los jardines de San Juan de Duero, del que con el mayor de los desparpajos, falta de rigor y desconocimiento de la ciudad y de su historia, el mandamás de turno encargado de hacer el anuncio no tuvo mejor ocurrencia que decir que se trataba del edificio del antiguo Fielato. Y la hizo buena, pues a la opinión pública soriana no le ha quedado otro remedio que cargar a cuestas con la cruz del Fielato, por más que por activa y por pasiva, y particularmente por quien esto firma, se haya dejado constancia reiterada de lo erróneo de la denominación, con independencia de las innumerables voces clamando poco menos que a voz en grito que a lo que desde el Ayuntamiento, y como consecuencia desde los medios, se está llamando con obstinación Fielato, hasta cansar y confundir a la opinión pública, jamás ha sido fielato.

El edificio ese, ya sin techo y prácticamente arruinado junto al monasterio de San Juan de Duero, rehabilitado por el municipio para darle uso, no es el antiguo fielato y sí en su día una dependencia de la fábrica de harinas cercana, en la que pudo leerse, hasta la rehabilitación del inmueble, en una de las fachadas laterales, la que linda con la carretera de Almajano, el siguiente texto: “almacén de grano de la fábrica de harinas” o algo parecido, pues el paso del tiempo había borrado casi en su totalidad la pintura de la inscripción. Es más, durante mucho tiempo la empresa propietaria de la aludida fábrica de harinas tuvo cedido el edificio al antiguo Servicio Nacional del Trigo, más tarde SENPA (Servicio Nacional de Productos Agrarios), que lo estuvo utilizando como granero junto a otros inmuebles próximos, hasta que al final de los sesenta –1967 en concreto- se construyó el silo que todavía está en pie.

Es cierto, no obstante, que en esa zona hubo en tiempos un fielato, de los grandes, no una garita sin más, pero enfrente mismo del que nos ocupa; dependencia que en tiempos pretéritos llegó a ser utilizada como colegio electoral en día de elecciones.

En cualquier caso. A las generaciones más mayores hablarles de fielato en esa zona de la ciudad les lleva, sin dudarlo un instante, al antiguo convento de San Agustín, antes de Mercenarios y originariamente hospital de niños expósitos, es decir, a un viejo edificio del XVI, cuyo último uso, bien avanzado ya el siglo pasado, fue el de viviendas particulares, en el que todavía puede verse el pequeño frontón de la fachada y la ventana en la planta baja desde la que el consumero vigilaba. El inmueble, de propiedad particular, desde hace años también deshabitado y en precario estado de conservación, se encuentra a este lado del puente, a la izquierda, si se sale de la ciudad, entre lo que fueron el bar del Augusto y la taberna La Alegría del Puente, en el que el aún joven pero ya famoso agustino y poeta, Fray Luís de León, fue lector de Gramática en el curso 1555-1556.

Pues bien, los fielatos puede que desaparecieran al final de los años cincuenta o comienzo de los sesenta al quedar abolida la obligación ineludible –si es que no funcionaba la picaresca, que de todo había, y algunos eran expertos acreditados- de satisfacer aquellas contribuciones o derechos de consumo y los funcionarios, los consumeros, pasaron a ocupar otros destinos dentro del organigrama municipal que nada tenían que ver con los que habían venido desempeñando.

© Joaquín Alcalde, Enero de 2016

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