Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (5)

© Joaquín Alcalde

La mañana de San Juan

San Juan. Hacer las veces de jurado

Campanadas a Medianoche

Fábricas de gaseosas

La calle para los peatones

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La mañana de San Juan

Al final de los años cincuenta del siglo pasado cuadrillas de jóvenes sorianos todavía seguían manteniendo la tradicional y popular costumbre de ir a ver la salida del sol cada 24 de junio a la sierra de Santa Ana o al parque del Castillo

Siempre se ha dicho que la noche de San Juan tiene una magia especial además de estar teñida de un halo difícil de definir que la hace diferente. Estudiosos y especialistas que han profundizado en la tradición y recreado literariamente fecha tan significativa del calendario coinciden en señalar que el solsticio puede que tenga bastante que ver en ello. Aquí, en la ciudad, la verbena de San Juan era la más popular de las fiestas y de hecho su celebración lejos de pasar inadvertida constituía referencia inequívoca de la proximidad de aquellos sanjuanes de antaño en el fondo tan iguales y al mismo tiempo tan diferentes de los que festejamos en la actualidad.

Por lo que se ha escrito y transmitido de generación en generación se sabe que la noche de San Juan era una de las que más se solemnizaban en familia, permitiendo a los niños no acostarse hasta las doce para que vieran la embarcación formada por el huevo echado en un vaso de agua. Era también la noche precursora en que las doncellas sorianas habían de oír el nombre del afortunado mortal destinado a realizar las delicias de la vida. Al amanecer se bajaba a las orillas del Duero provistos de suculentos almuerzos y se saludaba la salida del sol. Y no han faltado autores que han estudiado con rigor la raíz histórica de esta bella leyenda de la que poco más se sabe hasta el punto de que en la actualidad resulta desconocida para una mayoría significativa de sorianos.

La costumbre de ir a ver la salida del sol seguía celebrándose en los primeros años cincuenta, si bien la realidad es que su seguimiento iba decayendo a pasos agigantados pues las preferencias de la sociedad, y su propia evolución, discurrían por nuevos senderos con independencia de que lógicamente el día de san Juan no siempre se correspondía con fecha festiva o coincidía con fin de semana, pues siendo así se notaba y la animación de la fiesta era mayor. A las generaciones que el paso del tiempo les ha otorgado la consideración de ser las más mayores les llegaron los últimos coletazos, si es que no el último, porque hace ya décadas que esta práctica tan típica y entrañable como soriana, muy seguida por la juventud del momento, pasó a enriquecer el particular acervo de los sanjuanes, que aquellos años comenzaron a sufrir una evolución, si es que no transformación, importante. Nada que ver, desde luego, con esa leyenda transmitida de los niños y las doncellas ya contada, y sí la costumbre, en decadencia, de ir a ver salir la salida del sol –en algún tiempo se le llamó sanjuanada, término que por cierto no llegó a arraigar en el particular diccionario sanjuanero- al amanecer el día de San Juan, que según la tradición era especial, pues siempre se había venido contando y asegurando, no sin un buen componente de ficción, que ese día el astro rey salía de manera diferente (siempre se dijo que dando vueltas y no como el resto del año). Un argumento que acaso tuviera encaje, aunque solo fuera por la duda que planteaba, en la imaginación de las generaciones jóvenes ávidas de ante la menor excusa sumarse a la fiesta, no así en la de las personas adultas, que hacían su particular lectura, y no se equivocaban.

Nadie se ha atrevió a explicar, al menos que se conozca, si esta historia del sol era científicamente posible; es más, ni siquiera llegó a plantearse en su momento el debate en la calle cuanto ni más en los medios porque todo el mundo lo entendía en el contexto estricto de lo festivo, en el que cualquier escapatoria –y más hoy con los ejemplos tan modernos que hemos ido incorporando al particular calendario de las que ahora llamamos fiestas de san Juan- ha tenido la correspondiente justificación con tal de celebrar o festejar lo que fuera.

Pero en fin, saliera el sol por donde y como quisiera, el hecho cierto es que durante muchos años, puede que hasta el comienzo de la década de los sesenta, unas cuantas cuadrillas de jóvenes madrugadores seguían acudiendo puntualmente cada mañana de san Juan, o sea, el 24 de junio, con esta noble excusa bien al cerro del Castillo o a la Sierra de Santa Ana, si es que no a ambos parajes pues cualquiera de los dos emplazamientos era bueno para tomar el chocolate matinal debidamente acompañado de exquisitas tostadas y una buena ración de churros, práctica obligada en cualquier caso de este día especialmente singular. Pero para facilitar la ingestión lo recomendable era aderezar el tazón de chocolate con algo más que los socorridos churros y las correspondientes tostadas, es decir, y por no andar mareando la perdiz, con un buen lingotazo de anís, cazalla o similar, en definitiva con una bebida fuerte de las habituales de primeras horas de la mañana que subía el ánimo sin necesidad de proponérselo. El resultado no es difícil imaginarlo. A partir de aquí quizá pueda entenderse mejor que una vez cumplido con el obligado trámite de cada mañana de San Juan no hubiera en el firmamento sol ni estrellas que no dieran vueltas.

© Joaquín Alcalde, 2014

 

San Juan. Hacer las veces de jurado

A través de lo más parecido a una bolsa de ofertas se conocía la disponibilidad de personas para ejercer de alcalde de barrio que solían repetir no necesariamente en la misma cuadrilla

 Jurados “profesionales”

 

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De acuerdo con el particular y bien conocido calendario de los sanjuanes, para la noche de ayer estaba anunciado el acto protocolario de nombramiento de los jurados (en ocasiones se ha anticipado al sábado anterior para evitar coincidencias con la Semana Santa). Una rutina más de las muchas incorporadas a estos festejos ancestrales que se viene observando con escrupuloso celo cada año como si en ello nos fuera poco menos que la vida a los sorianos al margen de la infinidad de avatares que por lo general hay que sortear hasta completar la nómina de jurados. Un sino, por otra parte, que no es producto ni mucho menos de los tiempos modernos, más bien al contrario, se trata de una vieja problemática que finalmente nunca ha tenido mayor trascendencia. Por eso, resulta cuando menos curioso la amenaza –una de las muchas bobadas que hay que escuchar ante la menor contingencia sanjuanera- acuñada de unos años a esta parte según la cual llegado el momento sin haber logrado encontrar jurado las cuadrillas vacantes no tendrán sanjuanes.  Porque ¿cabe en la cabeza de quien sepa, por poco que sea, de qué va esto de las fiestas de San Juan, que pudiera consumarse lo que no deja de ser una solemne majadería?

Lo hemos dicho muchas veces en este mismo espacio, el problema de los jurados lejos de ser producto de la modernidad es tan viejo diría uno como las propias fiestas. Lo que ocurre es que ahora se le quiere dar mayor notoriedad. De tal manera, que al menos desde que alcanza la memoria, o sea en el último medio siglo y algo más, por delimitar una época concreta, no se recuerda siquiera una sola vez que una cuadrilla se haya quedado sin fiestas por no haber jurado. Pues, en efecto, incluso cuando la terca realidad decía que no había medio humano de convencer a nadie para que ejerciera el cargo (lo de las ternas siempre ha sido papel mojado), se ponía en funcionamiento la máquina del ingenio y el oficio personalizada en dos conocidos funcionarios municipales que durante muchos años estuvieron echando sobre sus espaldas la peliaguda encomienda de sacar adelante semejante papeleta y siempre la solventaron a base de buscar candidatos seguros donde no los había.

Existía antaño una figura que no estaba recogida, ni mucho menos amparada, por legalidad municipal alguna conocida pero de eficaz aplicación práctica como sin duda era la de “hacer las veces jurado”. No era habitual aunque sí se daba con relativa frecuencia el caso de que una vez efectuado el nombramiento de los alcaldes de barrio, e incluso aceptado el cargo, el nuevo jurado declinara ejercerlo, argumentando un luto reciente –la excusa más socorrida-, cuando no alguna imposibilidad sobrevenida o, por no apurar la casuística, que no estuviera por la labor. Sea como fuere, al jurado electo ni se le pasaba por la cabeza renunciar pues le quedaba la posibilidad de recurrir a un tercero para que hiciera las veces, con lo que el problema quedaba solucionado. Había una especie de bolsa de jurados, o al menos se conocía la disponibilidad de una serie de personas que a cambio, por lo general, de una compensación económica se comprometían a ejercer el cargo. Se trataba de lo más parecido a unos jurados profesionales que solían repetir y no necesariamente en la misma cuadrilla. El señor Miguel Romero era el más habitual y un verdadero maestro en esto de hacer las veces. La lista no se agotaba en él. El tío [Miguel] La Villa, camarero de profesión, también sabía de qué iba la cosa. Y había algunos más que aunque solían oficiar más de tarde en tarde tenían igualmente la logística siempre a punto. En ocasiones se llegó a tirar de trabajadores del ayuntamiento.

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Así se estuvo funcionando hasta que consumada la extinción de los jurados llamémosles profesionales -sin que a ciencia cierta se sepa realmente por qué- no quedó otro remedio que poner de nuevo en funcionamiento el mecanismo de la imaginación e idear nuevas triquiñuelas. De manera que desde el consistorio se buscaban particulares que hicieran las veces a cambio de una vivienda modesta para no estar con derecho a cocina, como ocurrió en alguna ocasión, o vaya usted a saber qué. Incluso no faltaba quien dentro de la propia familia del jurado asumía la función representativa. Todo, menos que una cuadrilla se quedara sin jurado y, por lo tanto, sin fiestas. Para que vengan ahora con tamaña chorrada cuando hay infinidad de fórmulas y sobre todo una profesionalización descarada de la política municipal, por cierto bien remunerada, una de cuyas funciones cabe suponer sea la de completar con tiempo suficiente el listado de los titulares de las doce cuadrillas, que para eso han tenido un año por delante. Lo demás son historias que además de no venir a cuento rozan con lo grotesco.

© Joaquín Alcalde, 2014

 

Campanadas a Medianoche

El rodaje de la película protagonizada por Orson Welles se solapó en buena parte con el del film de El Doctor Zhivago aunque ciertamente la repercusión social de aquella fue notablemente menor

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En los últimos tiempos se hablado mucho, y se viene hablando, de los cincuenta años del rodaje de la película El Doctor Zhivago en algunos círculos de la sociedad pero sobre todo en el ámbito de la política municipal, a la que parece haberle entrado algo así como una fiebre compulsiva cuando curiosamente hasta no hace tantas semanas pocos o muy pocos eran los que se ocupaban, acaso porque lo desconocieran, del que sin duda fue uno de los acontecimientos importantes vividos por la sociedad soriana mediada la década de los sesenta del siglo pasado, de los que dejó huella. La sombra más que alargada del célebre film relegó y puso en un segundo plano otras iniciativas semejantes solapadas en el tiempo, si es que no coincidentes, que para una mayoría suficientemente representativa, y más hoy con el paso de los años, pasó en la práctica desapercibida, de tal manera que en la actualidad no abunda un especial recuerdo de ellas entre otras razones porque tampoco en su momento se les prestó el interés y la cobertura que merecían. Pues no conviene olvidar que por aquel entonces en Soria y provincia se rodaron también otras producciones como “Campanadas a medianoche” y “El Valle de las Espadas”, quizá las más significativas. Todo ello llevó al entonces trisemanario Soria-Hogar y Pueblo (hoy DIARIO DE SORIA/EL MUNDO) a titular “Soria, Hollywood de España”, al tiempo que dejaba en el aire la posibilidad de que el monte Valonsadero fuera elegido como escenario para una película “de indios”. En aquella ocasión, el subdirector del rotativo, el sacerdote Isaías Pascual Moreno, firmó un domingo de mediados del mes de diciembre de 1964 un breve pero no por ello menos interesante y curioso reportaje con la excusa de que unos megáfonos habían sorprendido al numeroso público de Soria, congregado frente a Santo Domingo en la tarde del jueves 10 del citado último mes del año con el anuncio de “silencio, se rueda”. Y abundando en la breve información subrayaba que “desde las cinco de la tarde [de ese día] empezaron a llegar camiones y coches de turismo en los que se podía leer con toda claridad: En rodaje. Campanadas a Medianoche”, el nombre de la productora y el del protagonista, Orson Welles. Resulta, que tras rodar en Calatañazor se necesitaba una portada catedralicia “y ninguna mejor que la mil veces admirada” de Santo Domingo de la capital, en la que luego de casi tres horas de preparativos, ya de noche, se tomaron las secuencias necesarias de la salida de la coronación del rey Enrique IV. En todo caso, hacía días que en el ambiente de la ciudad venían observándose movimientos que traspasaban el límite de la rutina diaria. De tal manera que ya el martes 8 de diciembre el otro periódico que se editaba en la ciudad, el trisemanario Campo Soriano, anunciaba con cierto alarde informativo para lo que se llevaba en la época, aunque en la página interior que dedicaba cada día a la “vida en la ciudad” y en una columna de poco más de cuarenta líneas de periódico –una insignificancia, vamos-, la presencia de Orson Welles en nuestra ciudad el domingo anterior, esto es, el día 6 del repetido diciembre, al que se le había visto comiendo en un restaurante de la calle Campo de regreso del pueblo de Calatañazor y de una visita rápida a los alrededores del puerto de Piqueras con el fin de conocer parajes que le pudieran servir para los exteriores. La presencia de Orson Welles en la ciudad, teniendo en cuenta que era la hora del aperitivo, no pasó desapercibida, pues en las calles del centro se registró un “gran [e inusual] movimiento de coches, ocupados por varios artistas” que llegaban a la capital para instalarse de cara al inminente rodaje; fue, sin duda, la espoleta que suscitó la curiosidad de los sorianos del tranquilo mediodía de aquel primer domingo de diciembre. De todos modos, la repercusión social –lo de mediática era una ilusión aquellos años- de “Campanadas a medianoche” no tuvo nada que ver con la de “El Doctor Zhivago”, que en la práctica se solaparon, aunque ciertamente no falta quien recuerda con detalle, hasta donde le alcanza la memoria, el paso de Orson Welles por la capital –una tarde de ese invierno quien esto escribe coincidió con él a la hora del café después de comer en la Nueva York- y sobre todo por el emblemático hotel Comercio, donde se alojó el afamado actor y protagonista del film durante su estancia en Soria, que por lo que cuentan quienes tuvieron oportunidad de atenderle era capaz de zamparse en la misma sesión un cochinillo entero cuando no un cordero asado dada su conocida inclinación a la gastronomía y de trasegar una botella de güisqui, también de una sentada. La que la crítica consideró como una de las mejores películas del célebre actor norteamericano se estrenó en Soria en los primeros días del mes de enero de 1966 en el viejo teatro-cine Avenida.

© Joaquín Alcalde, 1-3-2015

Fábricas de gaseosas

De vez en cuando resulta recomendable hacer un ejercicio de retrospectiva y echar un vistazo al pasado para advertir la profunda evolución que ha sufrido la ciudad y la sociedad soriana en particular

De vez en cuando no solo no viene mal sino que, por el contrario, resulta recomendable hacer un ejercicio de retrospectiva y aunque sea con brevedad echar un vistazo al pasado para advertir la profunda evolución que en apenas unas décadas ha sufrido tanto la ciudad como las costumbres de la sociedad soriana en particular. En este sentido, bien podría decirse que parece que fue ayer, y ha pasado medio siglo bien cumplido, cuando todavía la circulación de coches, autobuses y camiones por el Collado respondía a la más absoluta normalidad, y, en otro ámbito, había quien a título de ejemplo ejercía el oficio de mozo de cuerda –también conocido como de equipajes y maletero-, o lo que es lo mismo, aquellos trabajadores autónomos perfectamente identificados con su boina y la placa que les acreditaba como tales que sin más herramienta que una carretilla de mano aguardan la llegada de los trenes y de los coches de línea a las distintas paradas, a falta de estación de autobuses, que no había manera de que se construyera, ofreciendo sus servicios para trasladar el equipaje de los viajeros hasta su lugar de destino en la ciudad y, en general, de los bultos que le pudiera encargar cualquier empresa o particular.

En esta última ocupación no les faltaban ciertamente competidores pues sobre todo al transporte de mercancías se dedicaban otros profesionales utilizando vehículos diferentes y de mayor capacidad como los carros tirados por mulas o pequeñas camionetas; la propia compañía estatal ferroviaria, la Renfe, contaba con el servicio de puerta a puerta que prestaba a través del llamado Despacho Central con sede en la plaza del Olivo y con anterioridad en el Collado y en uno de los bajos del Palacio de los Condes de Gómara. Idéntica o muy parecida percepción se tiene si se observa el paso de los viejos surtidores de gasolina a las entonces modernas estaciones de servicio, y eso que la de Gonzalo Ruiz, en el centro de la ciudad, donde siempre, ya llevaba funcionando desde la segunda mitad de los años cuarenta. Se trata tan solo de dar una brevísima pincelada en cuanto a algunos de los aspectos de aquella Soria que ya no existe en la que formando parte del mismo decorado cada mañana podían verse circulando por el centro de la ciudad, en funciones de reparto, unos carros pequeños tirados por un burro cargados hasta arriba de bebidas refrescantes y de aquellas grandes barras de hielo envueltas en sacos bien mojados para su mejor protección y evitar la licuación antes de que llegaran a su destino; cubrían, como no podía ser de otra forma, la misma ruta –generalmente por el centro de la ciudad- y a hora semejante con el fin de abastecer de la popular y apetecida bebida a los establecimientos de hostelería que decimos hoy, entonces con denominaciones prosaicas como cafés, bares, tabernas y similares. Tan elementales pero no por ello menos funcionales carruajes eran de las fábricas de gaseosas establecidas en la capital cuyo censo a estas alturas no resulta difícil enumerar porque, a pesar de los muchos años transcurridos, continúa vivo en la memoria de los sorianos que las conocieron como si no hubiera pasado el tiempo. Pues, en efecto, en la calle Mosquera de Barnuevo, algo más arriba de la clínica del doctor Sala de Pablo, se encontraba la que comercializaba la marca Ayllón. Prácticamente detrás, en el número 15 de la avenida de Valladolid, en la acera de la izquierda subiendo desde el centro de la ciudad, funcionaba la fábrica de gaseosas y agua de seltz, conocida esta última también como de sifón en razón del envase con el que se presentaba para el consumo, que al menos para los más pequeños suponía una curiosa novedad acaso por el contraste con las botellas utilizadas para las gaseosas, que a veces igualmente tenían su peculiaridad, cual podía ser el caso de las que en lo más estrecho, en el cuello, tenían una bola de cristal muy apreciada y codiciada por los chicos en los juegos de barrio.

En la calle de Nicolás Rabal número 15, en el edificio situado entre el hotel Florida (hoy Comisaría de Policía) y la iglesia de San Francisco, o sea la capilla del antiguo Hospital Provincial, con las cocheras de Gabriel Liso –lugar de partida y llegada de los coches de viajeros a los pueblos de Pinares- y el obrador de la heladería de la familia Fuentes por medio, estaba la “fábrica de hielo, gaseosas y seltz” de José Lenguas bajo la marca registrada (sic) de La Polar; “pida siempre productos La Polar, son los mejores”, era el promocional que aparecía periódicamente en los programas de fiestas de la ciudad. Y, en fin, la “fábrica de gaseosas, agua de seltz y naranjada” de Manuel Pérez López, en la avenida de Mariano Vicén 11, frente a la estación de Torralba-Soria (la Soria-San Francisco en la jerga ferroviaria o la Vieja, que es la denominación que ha pervivido), que “por su esmerada elaboración es la más acreditada”, se podía leer en la publicidad de la época.

© Joaquín Alcalde, 30-11-2014

La calle para los peatones

El primer intento de peatonalizar el centro de la ciudad se sitúa en el año 1952 cuando el Ayuntamiento aprobó un conjunto de normas para la circulación de automóviles por la calle entonces del General Mola (el Collado) con del fin de conjugar los intereses del comercio y los particulares

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Este verano, por llamarlo de alguna manera, que al menos desde lo convencional está dando las últimas bocanadas, qué duda cabe que se recordará por encima de todo por los cambios de la circulación introducidos en la avenida de Mariano Vicén y como consecuencia en la paralela a esta denominada oficialmente desde algunos años avenida de los Duques de Soria por más que para una mayoría significativa de sorianos siga siendo de la Victoria, porque no conviene olvidar que fue con este nombre con el que nació en el en aquel momento moderno Polígono de la Estación Vieja, y no es que se le pusiera después como ha ocurrido con otras calles y plazas que sí han sido manejadas como moneda de cambio enredadas en el fragor de los avatares de la política.

Esta última pudiera decirse revolución de la circulación en una parte importante, cuando menos estratégica, del centro de la ciudad como consecuencia de las obras de peatonalización que está cometiendo el equipo de gobierno socialista del consistorio, a más de uno le ha transportado, sin quererlo, a etapas pretéritas cuando por ejemplo la calzada del Collado la compartían vehículos –muy pocos, casi contados- y peatones, y en los puntos más conflictivos de la ciudad la ordenación del tráfico corría a cargo de un grupo especial de agentes de la Policía Municipal, los recordados Guardias de Circulación, porque, por ejemplo, de los semáforos, a los que habrá oportunidad de referirse más adelante, ni se tenían noticias.

Sin pretender ser exhaustivos, quizá no esté de más advertir que fue en los primeros años treinta del siglo pasado cuando se ordenó por primera vez el tráfico sobre el eje formado por la calle Marqués del Vadillo, el Collado y la Plaza Mayor, es decir, la arteria central de la pequeña ciudad que no en balde era el punto de convergencia en torno a la cual se desarrollaba la actividad diaria de los sorianos. Un avance más en la regulación del tráfico del centro urbano hay que situarlo en las vísperas de las navidades del año 1952 momento en el que la Comisión Municipal Permanente del Ayuntamiento de Soria presidida por el acalde Eusebio Fernández de Velasco aprueba un conjunto de normas para la circulación de automóviles por la calle entonces del General Mola (el Collado), al objeto –se dijo- de compaginar los intereses del comercio y particulares. Fue entonces cuando se estableció la dirección única entrando por la calle Marqués del Vadillo con algunas particularidades, estableciendo concretamente que solo podrán circular por el Collado y en la dirección indicada los vehículos que precisaran realizar algún servicio en los comercios o casas situadas en él y en las adyacentes, siempre por el tiempo mínimo imprescindible en el caso de tener que efectuar parada; los taxis y coches de turismo –añadía- también podían hacerlo aunque no tuvieran que prestar servicio alguno. Para el resto de vehículos la circulación estaba prohibida, con la particularidad de que a partir de las ocho de la tarde el tramo quedaba cerrado en su totalidad; era el primer intento serio de peatonalizar el centro urbano.

Sin embargo, la mayor novedad tenía lugar en los últimos días del mes de septiembre de 1960, en vísperas de las fiestas de San Saturio, con la instalación de los primeros semáforos en la plaza de Mariano Granados y el entorno más próximo, que llevó aparejada la entrada en vigor de unas nuevas normas de circulación que suponían un notable avance en la ordenación del tráfico por el corazón de la ciudad, que tenía en el Collado un quebradero de cabeza de no fácil solución en aquel momento. El caso es que aquella normativa implantada por el alcalde Alberto Heras y su equipo establecía la velocidad máxima de 30 kilómetros por hora; un largo listado de calles del centro iba a ser de dirección única; prohibía la circulación en otras y de manera especial de los camiones y ómnibus (se llamaba así a los autobuses, autocares y similares) por la calle del General Mola entre las once y media de la mañana y las once de la noche. Además, fijaba unas zonas de aparcamiento para turismos, camiones y motocicletas, al tiempo que habilitaba como parada de taxis, las plazas de Ramón Benito Aceña (Herradores), Ramón y Cajal (antiguamente de la Leña), San Blas y el Rosel (conocida ahora como de la tarta), y la del Generalísimo (Plaza Mayor) con una limitación de quince minutos el estacionamiento en el Collado. Todo ello, con independencia de prohibir específicamente el aparcamiento en otras como las calles de San Agustín -en la zona próxima al puente de piedra- Ferial, Campo, Santa María, Aguirre y el paseo del Espolón, dividido entonces en dos tramos: paseo del General Yagüe hasta la pérgola y calle Burgo de Osma hasta la confluencia con la calle de San Benito y la avenida de Valladolid. Cuatro años después, en 1964, se producía un reajuste más, asimismo importante, que casualmente coincidió con la matrícula del vehículo SO-6000. La tan traída y llevada ahora zona azul se establecería bastante tiempo después, a mediados de un mes de julio de la década de los setenta.

© Joaquín Alcalde, 7-9-2014

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