Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (5)
©
Joaquín Alcalde
La
mañana de San Juan
San
Juan. Hacer las veces de jurado
Campanadas
a Medianoche
Fábricas
de gaseosas
La
calle para los peatones
(CLICK!
sobre las fotos para ampliarlas)
La mañana de
San Juan
Al final de los años cincuenta del siglo
pasado cuadrillas de jóvenes sorianos todavía seguían manteniendo la
tradicional y popular costumbre de ir a ver la salida del sol cada 24 de
junio a la sierra de Santa Ana o al parque del Castillo
Siempre se ha dicho que la noche de San
Juan tiene una magia especial además de estar teñida de un halo difícil
de definir que la hace diferente. Estudiosos y especialistas que han
profundizado en la tradición y recreado literariamente fecha tan
significativa del calendario coinciden en señalar que el solsticio puede
que tenga bastante que ver en ello. Aquí, en la ciudad, la verbena de
San Juan era la más popular de las fiestas y de hecho su celebración
lejos de pasar inadvertida constituía referencia inequívoca de la
proximidad de aquellos sanjuanes de antaño en el fondo tan iguales y al
mismo tiempo tan diferentes de los que festejamos en la actualidad.
Por lo
que se ha escrito y transmitido de generación en generación se sabe que
la noche de San Juan era una de las que más se solemnizaban en familia,
permitiendo a los niños no acostarse hasta las doce para que vieran la
embarcación formada por el huevo echado en un vaso de agua. Era también
la noche precursora en que las doncellas sorianas habían de oír el
nombre del afortunado mortal destinado a realizar las delicias de la
vida. Al amanecer se bajaba a las orillas del Duero provistos de
suculentos almuerzos y se saludaba la salida del sol. Y no han faltado
autores que han estudiado con rigor la raíz histórica de esta bella
leyenda de la que poco más se sabe hasta el punto de que en la
actualidad resulta desconocida para una mayoría significativa de
sorianos.
La
costumbre de ir a ver la salida del sol seguía celebrándose en los
primeros años cincuenta, si bien la realidad es que su seguimiento iba
decayendo a pasos agigantados pues las preferencias de la sociedad, y su
propia evolución, discurrían por nuevos senderos con independencia de
que lógicamente el día de san Juan no siempre se correspondía con fecha
festiva o coincidía con fin de semana, pues siendo así se notaba y la
animación de la fiesta era mayor. A las generaciones que el paso del
tiempo les ha otorgado la consideración de ser las más mayores les
llegaron los últimos coletazos, si es que no el último, porque hace ya
décadas que esta práctica tan típica y entrañable como soriana, muy
seguida por la juventud del momento, pasó a enriquecer el particular
acervo de los sanjuanes, que aquellos años comenzaron a sufrir una
evolución, si es que no transformación, importante. Nada que ver, desde
luego, con esa leyenda transmitida de los niños y las doncellas ya
contada, y sí la costumbre, en decadencia, de ir a ver salir la salida
del sol –en algún tiempo se le llamó sanjuanada, término que por cierto
no llegó a arraigar en el particular diccionario sanjuanero- al amanecer
el día de San Juan, que según la tradición era especial, pues siempre se
había venido contando y asegurando, no sin un buen componente de
ficción, que ese día el astro rey salía de manera diferente (siempre se
dijo que dando vueltas y no como el resto del año). Un argumento que
acaso tuviera encaje, aunque solo fuera por la duda que planteaba, en la
imaginación de las generaciones jóvenes ávidas de ante la menor excusa
sumarse a la fiesta, no así en la de las personas adultas, que hacían su
particular lectura, y no se equivocaban.
Nadie se
ha atrevió a explicar, al menos que se conozca, si esta historia del sol
era científicamente posible; es más, ni siquiera llegó a plantearse en
su momento el debate en la calle cuanto ni más en los medios porque todo
el mundo lo entendía en el contexto estricto de lo festivo, en el que
cualquier escapatoria –y más hoy con los ejemplos tan modernos que hemos
ido incorporando al particular calendario de las que ahora llamamos
fiestas de san Juan- ha tenido la correspondiente justificación con tal
de celebrar o festejar lo que fuera.
Pero en
fin, saliera el sol por donde y como quisiera, el hecho cierto es que
durante muchos años, puede que hasta el comienzo de la década de los
sesenta, unas cuantas cuadrillas de jóvenes madrugadores seguían
acudiendo puntualmente cada mañana de san Juan, o sea, el 24 de junio,
con esta noble excusa bien al cerro del Castillo o a la Sierra de Santa
Ana, si es que no a ambos parajes pues cualquiera de los dos
emplazamientos era bueno para tomar el chocolate matinal debidamente
acompañado de exquisitas tostadas y una buena ración de churros,
práctica obligada en cualquier caso de este día especialmente singular.
Pero para facilitar la ingestión lo recomendable era aderezar el tazón
de chocolate con algo más que los socorridos churros y las
correspondientes tostadas, es decir, y por no andar mareando la perdiz,
con un buen lingotazo de anís, cazalla o similar, en definitiva con una
bebida fuerte de las habituales de primeras horas de la mañana que subía
el ánimo sin necesidad de proponérselo. El resultado no es difícil
imaginarlo. A partir de aquí quizá pueda entenderse mejor que una vez
cumplido con el obligado trámite de cada mañana de San Juan no hubiera
en el firmamento sol ni estrellas que no dieran vueltas.
©
Joaquín Alcalde, 2014
San Juan.
Hacer las veces de jurado
A través de lo más parecido a una bolsa
de ofertas se conocía la disponibilidad de personas para ejercer de
alcalde de barrio que solían repetir no necesariamente en la misma
cuadrilla
Jurados
“profesionales”
De
acuerdo con el particular y bien conocido calendario de los sanjuanes,
para la noche de ayer estaba anunciado el acto protocolario de
nombramiento de los jurados (en ocasiones se ha anticipado al sábado
anterior para evitar coincidencias con la Semana Santa). Una rutina más
de las muchas incorporadas a estos festejos ancestrales que se viene
observando con escrupuloso celo cada año como si en ello nos fuera poco
menos que la vida a los sorianos al margen de la infinidad de avatares
que por lo general hay que sortear hasta completar la nómina de jurados.
Un sino, por otra parte, que no es producto ni mucho menos de los
tiempos modernos, más bien al contrario, se trata de una vieja
problemática que finalmente nunca ha tenido mayor trascendencia. Por
eso, resulta cuando menos curioso la amenaza –una de las muchas bobadas
que hay que escuchar ante la menor contingencia sanjuanera- acuñada de
unos años a esta parte según la cual llegado el momento sin haber
logrado encontrar jurado las cuadrillas vacantes no tendrán sanjuanes.
Porque ¿cabe en la cabeza de quien sepa, por poco que sea, de qué va
esto de las fiestas de San Juan, que pudiera consumarse lo que no deja
de ser una solemne majadería?
Lo hemos
dicho muchas veces en este mismo espacio, el problema de los jurados
lejos de ser producto de la modernidad es tan viejo diría uno como las
propias fiestas. Lo que ocurre es que ahora se le quiere dar mayor
notoriedad. De tal manera, que al menos desde que alcanza la memoria, o
sea en el último medio siglo y algo más, por delimitar una época
concreta, no se recuerda siquiera una sola vez que una cuadrilla se haya
quedado sin fiestas por no haber jurado. Pues, en efecto, incluso cuando
la terca realidad decía que no había medio humano de convencer a nadie
para que ejerciera el cargo (lo de las ternas siempre ha sido papel
mojado), se ponía en funcionamiento la máquina del ingenio y el oficio
personalizada en dos conocidos funcionarios municipales que durante
muchos años estuvieron echando sobre sus espaldas la peliaguda
encomienda de sacar adelante semejante papeleta y siempre la solventaron
a base de buscar candidatos seguros donde no los había.
Existía
antaño una figura que no estaba recogida, ni mucho menos amparada, por
legalidad municipal alguna conocida pero de eficaz aplicación práctica
como sin duda era la de “hacer las veces jurado”. No era habitual aunque
sí se daba con relativa frecuencia el caso de que una vez efectuado el
nombramiento de los alcaldes de barrio, e incluso aceptado el cargo, el
nuevo jurado declinara ejercerlo, argumentando un luto reciente –la
excusa más socorrida-, cuando no alguna imposibilidad sobrevenida o, por
no apurar la casuística, que no estuviera por la labor. Sea como fuere,
al jurado electo ni se le pasaba por la cabeza renunciar pues le quedaba
la posibilidad de recurrir a un tercero para que hiciera las veces, con
lo que el problema quedaba solucionado. Había una especie de bolsa de
jurados, o al menos se conocía la disponibilidad de una serie de
personas que a cambio, por lo general, de una compensación económica se
comprometían a ejercer el cargo. Se trataba de lo más parecido a unos
jurados profesionales que solían repetir y no necesariamente en la misma
cuadrilla. El señor Miguel Romero era el más habitual y un verdadero
maestro en esto de hacer las veces. La lista no se agotaba en él. El tío
[Miguel] La Villa, camarero de profesión, también sabía de qué iba la
cosa. Y había algunos más que aunque solían oficiar más de tarde en
tarde tenían igualmente la logística siempre a punto. En ocasiones se
llegó a tirar de trabajadores del ayuntamiento.
Así se
estuvo funcionando hasta que consumada la extinción de los jurados
llamémosles profesionales -sin que a ciencia cierta se sepa realmente
por qué- no quedó otro remedio que poner de nuevo en funcionamiento el
mecanismo de la imaginación e idear nuevas triquiñuelas. De manera que
desde el consistorio se buscaban particulares que hicieran las veces a
cambio de una vivienda modesta para no estar con derecho a cocina, como
ocurrió en alguna ocasión, o vaya usted a saber qué. Incluso no faltaba
quien dentro de la propia familia del jurado asumía la función
representativa. Todo, menos que una cuadrilla se quedara sin jurado y,
por lo tanto, sin fiestas. Para que vengan ahora con tamaña chorrada
cuando hay infinidad de fórmulas y sobre todo una profesionalización
descarada de la política municipal, por cierto bien remunerada, una de
cuyas funciones cabe suponer sea la de completar con tiempo suficiente
el listado de los titulares de las doce cuadrillas, que para eso han
tenido un año por delante. Lo demás son historias que además de no venir
a cuento rozan con lo grotesco.
©
Joaquín Alcalde, 2014
Campanadas a Medianoche
El rodaje de la película protagonizada
por Orson Welles se solapó en buena parte con el del film de El Doctor
Zhivago aunque ciertamente la repercusión social de aquella fue
notablemente menor
En los
últimos tiempos se hablado mucho, y se viene hablando, de los cincuenta
años del rodaje de la película El Doctor Zhivago en algunos círculos de
la sociedad pero sobre todo en el ámbito de la política municipal, a la
que parece haberle entrado algo así como una fiebre compulsiva cuando
curiosamente hasta no hace tantas semanas pocos o muy pocos eran los que
se ocupaban, acaso porque lo desconocieran, del que sin duda fue uno de
los acontecimientos importantes vividos por la sociedad soriana mediada
la década de los sesenta del siglo pasado, de los que dejó huella. La
sombra más que alargada del célebre film relegó y puso en un segundo
plano otras iniciativas semejantes solapadas en el tiempo, si es que no
coincidentes, que para una mayoría suficientemente representativa, y más
hoy con el paso de los años, pasó en la práctica desapercibida, de tal
manera que en la actualidad no abunda un especial recuerdo de ellas
entre otras razones porque tampoco en su momento se les prestó el
interés y la cobertura que merecían. Pues no conviene olvidar que por
aquel entonces en Soria y provincia se rodaron también otras
producciones como “Campanadas a medianoche” y “El Valle de las Espadas”,
quizá las más significativas. Todo ello llevó al entonces trisemanario
Soria-Hogar y Pueblo (hoy DIARIO DE SORIA/EL MUNDO) a titular “Soria,
Hollywood de España”, al tiempo que dejaba en el aire la posibilidad de
que el monte Valonsadero fuera elegido como escenario para una película
“de indios”. En aquella ocasión, el subdirector del rotativo, el
sacerdote Isaías Pascual Moreno, firmó un domingo de mediados del mes de
diciembre de 1964 un breve pero no por ello menos interesante y curioso
reportaje con la excusa de que unos megáfonos habían sorprendido al
numeroso público de Soria, congregado frente a Santo Domingo en la tarde
del jueves 10 del citado último mes del año con el anuncio de “silencio,
se rueda”. Y abundando en la breve información subrayaba que “desde las
cinco de la tarde [de ese día] empezaron a llegar camiones y coches de
turismo en los que se podía leer con toda claridad: En rodaje.
Campanadas a Medianoche”, el nombre de la productora y el del
protagonista, Orson Welles. Resulta, que tras rodar en Calatañazor se
necesitaba una portada catedralicia “y ninguna mejor que la mil veces
admirada” de Santo Domingo de la capital, en la que luego de casi tres
horas de preparativos, ya de noche, se tomaron las secuencias necesarias
de la salida de la coronación del rey Enrique IV. En todo caso, hacía
días que en el ambiente de la ciudad venían observándose movimientos que
traspasaban el límite de la rutina diaria. De tal manera que ya el
martes 8 de diciembre el otro periódico que se editaba en la ciudad, el
trisemanario Campo Soriano, anunciaba con cierto alarde informativo para
lo que se llevaba en la época, aunque en la página interior que dedicaba
cada día a la “vida en la ciudad” y en una columna de poco más de
cuarenta líneas de periódico –una insignificancia, vamos-, la presencia
de Orson Welles en nuestra ciudad el domingo anterior, esto es, el día 6
del repetido diciembre, al que se le había visto comiendo en un
restaurante de la calle Campo de regreso del pueblo de Calatañazor y de
una visita rápida a los alrededores del puerto de Piqueras con el fin de
conocer parajes que le pudieran servir para los exteriores. La presencia
de Orson Welles en la ciudad, teniendo en cuenta que era la hora del
aperitivo, no pasó desapercibida, pues en las calles del centro se
registró un “gran [e inusual] movimiento de coches, ocupados por varios
artistas” que llegaban a la capital para instalarse de cara al inminente
rodaje; fue, sin duda, la espoleta que suscitó la curiosidad de los
sorianos del tranquilo mediodía de aquel primer domingo de diciembre. De
todos modos, la repercusión social –lo de mediática era una ilusión
aquellos años- de “Campanadas a medianoche” no tuvo nada que ver con la
de “El Doctor Zhivago”, que en la práctica se solaparon, aunque
ciertamente no falta quien recuerda con detalle, hasta donde le alcanza
la memoria, el paso de Orson Welles por la capital –una tarde de ese
invierno quien esto escribe coincidió con él a la hora del café después
de comer en la Nueva York- y sobre todo por el emblemático hotel
Comercio, donde se alojó el afamado actor y protagonista del film
durante su estancia en Soria, que por lo que cuentan quienes tuvieron
oportunidad de atenderle era capaz de zamparse en la misma sesión un
cochinillo entero cuando no un cordero asado dada su conocida
inclinación a la gastronomía y de trasegar una botella de güisqui,
también de una sentada. La que la crítica consideró como una de las
mejores películas del célebre actor norteamericano se estrenó en Soria
en los primeros días del mes de enero de 1966 en el viejo teatro-cine
Avenida.
©
Joaquín Alcalde, 1-3-2015
Fábricas de gaseosas
De vez en cuando resulta
recomendable hacer un ejercicio de retrospectiva y echar un vistazo al
pasado para advertir la profunda evolución que ha sufrido la ciudad y la
sociedad soriana en particular
De vez en cuando no solo no viene mal
sino que, por el contrario, resulta recomendable hacer un ejercicio de
retrospectiva y aunque sea con brevedad echar un vistazo al pasado para
advertir la profunda evolución que en apenas unas décadas ha sufrido
tanto la ciudad como las costumbres de la sociedad soriana en
particular. En este sentido, bien podría decirse que parece que fue
ayer, y ha pasado medio siglo bien cumplido, cuando todavía la
circulación de coches, autobuses y camiones por el Collado respondía a
la más absoluta normalidad, y, en otro ámbito, había quien a título de
ejemplo ejercía el oficio de mozo de cuerda –también conocido como de
equipajes y maletero-, o lo que es lo mismo, aquellos trabajadores
autónomos perfectamente identificados con su boina y la placa que les
acreditaba como tales que sin más herramienta que una carretilla de mano
aguardan la llegada de los trenes y de los coches de línea a las
distintas paradas, a falta de estación de autobuses, que no había manera
de que se construyera, ofreciendo sus servicios para trasladar el
equipaje de los viajeros hasta su lugar de destino en la ciudad y, en
general, de los bultos que le pudiera encargar cualquier empresa o
particular.
En esta última ocupación no les faltaban
ciertamente competidores pues sobre todo al transporte de mercancías se
dedicaban otros profesionales utilizando vehículos diferentes y de mayor
capacidad como los carros tirados por mulas o pequeñas camionetas; la
propia compañía estatal ferroviaria, la Renfe, contaba con el servicio
de puerta a puerta que prestaba a través del llamado Despacho Central
con sede en la plaza del Olivo y con anterioridad en el Collado y en uno
de los bajos del Palacio de los Condes de Gómara. Idéntica o muy
parecida percepción se tiene si se observa el paso de los viejos
surtidores de gasolina a las entonces modernas estaciones de servicio, y
eso que la de Gonzalo Ruiz, en el centro de la ciudad, donde siempre, ya
llevaba funcionando desde la segunda mitad de los años cuarenta. Se
trata tan solo de dar una brevísima pincelada en cuanto a algunos de los
aspectos de aquella Soria que ya no existe en la que formando parte del
mismo decorado cada mañana podían verse circulando por el centro de la
ciudad, en funciones de reparto, unos carros pequeños tirados por un
burro cargados hasta arriba de bebidas refrescantes y de aquellas
grandes barras de hielo envueltas en sacos bien mojados para su mejor
protección y evitar la licuación antes de que llegaran a su destino;
cubrían, como no podía ser de otra forma, la misma ruta –generalmente
por el centro de la ciudad- y a hora semejante con el fin de abastecer
de la popular y apetecida bebida a los establecimientos de hostelería
que decimos hoy, entonces con denominaciones prosaicas como cafés,
bares, tabernas y similares. Tan elementales pero no por ello menos
funcionales carruajes eran de las fábricas de gaseosas establecidas en
la capital cuyo censo a estas alturas no resulta difícil enumerar
porque, a pesar de los muchos años transcurridos, continúa vivo en la
memoria de los sorianos que las conocieron como si no hubiera pasado el
tiempo. Pues, en efecto, en la calle Mosquera de Barnuevo, algo más
arriba de la clínica del doctor Sala de Pablo, se encontraba la que
comercializaba la marca Ayllón. Prácticamente detrás, en el número 15 de
la avenida de Valladolid, en la acera de la izquierda subiendo desde el
centro de la ciudad, funcionaba la fábrica de gaseosas y agua de seltz,
conocida esta última también como de sifón en razón del envase con el
que se presentaba para el consumo, que al menos para los más pequeños
suponía una curiosa novedad acaso por el contraste con las botellas
utilizadas para las gaseosas, que a veces igualmente tenían su
peculiaridad, cual podía ser el caso de las que en lo más estrecho, en
el cuello, tenían una bola de cristal muy apreciada y codiciada por los
chicos en los juegos de barrio.
En la
calle de Nicolás Rabal número 15, en el edificio situado entre el hotel
Florida (hoy Comisaría de Policía) y la iglesia de San Francisco, o sea
la capilla del antiguo Hospital Provincial, con las cocheras de Gabriel
Liso –lugar de partida y llegada de los coches de viajeros a los pueblos
de Pinares- y el obrador de la heladería de la familia Fuentes por
medio, estaba la “fábrica de hielo, gaseosas y seltz” de José Lenguas
bajo la marca registrada (sic) de La Polar; “pida siempre productos La
Polar, son los mejores”, era el promocional que aparecía periódicamente
en los programas de fiestas de la ciudad. Y, en fin, la “fábrica de
gaseosas, agua de seltz y naranjada” de Manuel Pérez López, en la
avenida de Mariano Vicén 11, frente a la estación de Torralba-Soria (la
Soria-San Francisco en la jerga ferroviaria o la Vieja, que es la
denominación que ha pervivido), que “por su esmerada elaboración es la
más acreditada”, se podía leer en la publicidad de la época.
©
Joaquín Alcalde, 30-11-2014
La calle para los peatones
El primer intento de peatonalizar el
centro de la ciudad se sitúa en el año 1952 cuando el Ayuntamiento
aprobó un conjunto de normas para la circulación de automóviles por la
calle entonces del General Mola (el Collado) con del fin de conjugar los
intereses del comercio y los particulares
Este
verano, por llamarlo de alguna manera, que al menos desde lo
convencional está dando las últimas bocanadas, qué duda cabe que se
recordará por encima de todo por los cambios de la circulación
introducidos en la avenida de Mariano Vicén y como consecuencia en la
paralela a esta denominada oficialmente desde algunos años avenida de
los Duques de Soria por más que para una mayoría significativa de
sorianos siga siendo de la Victoria, porque no conviene olvidar que fue
con este nombre con el que nació en el en aquel momento moderno Polígono
de la Estación Vieja, y no es que se le pusiera después como ha ocurrido
con otras calles y plazas que sí han sido manejadas como moneda de
cambio enredadas en el fragor de los avatares de la política.
Esta
última pudiera decirse revolución de la circulación en una parte
importante, cuando menos estratégica, del centro de la ciudad como
consecuencia de las obras de peatonalización que está cometiendo el
equipo de gobierno socialista del consistorio, a más de uno le ha
transportado, sin quererlo, a etapas pretéritas cuando por ejemplo la
calzada del Collado la compartían vehículos –muy pocos, casi contados- y
peatones, y en los puntos más conflictivos de la ciudad la ordenación
del tráfico corría a cargo de un grupo especial de agentes de la Policía
Municipal, los recordados Guardias de Circulación, porque, por ejemplo,
de los semáforos, a los que habrá oportunidad de referirse más adelante,
ni se tenían noticias.
Sin
pretender ser exhaustivos, quizá no esté de más advertir que fue en los
primeros años treinta del siglo pasado cuando se ordenó por primera vez
el tráfico sobre el eje formado por la calle Marqués del Vadillo, el
Collado y la Plaza Mayor, es decir, la arteria central de la pequeña
ciudad que no en balde era el punto de convergencia en torno a la cual
se desarrollaba la actividad diaria de los sorianos. Un avance más en la
regulación del tráfico del centro urbano hay que situarlo en las
vísperas de las navidades del año 1952 momento en el que la Comisión
Municipal Permanente del Ayuntamiento de Soria presidida por el acalde
Eusebio Fernández de Velasco aprueba un conjunto de normas para la
circulación de automóviles por la calle entonces del General Mola (el
Collado), al objeto –se dijo- de compaginar los intereses del comercio y
particulares. Fue entonces cuando se estableció la dirección única
entrando por la calle Marqués del Vadillo con algunas particularidades,
estableciendo concretamente que solo podrán circular por el Collado y en
la dirección indicada los vehículos que precisaran realizar algún
servicio en los comercios o casas situadas en él y en las adyacentes,
siempre por el tiempo mínimo imprescindible en el caso de tener que
efectuar parada; los taxis y coches de turismo –añadía- también podían
hacerlo aunque no tuvieran que prestar servicio alguno. Para el resto de
vehículos la circulación estaba prohibida, con la particularidad de que
a partir de las ocho de la tarde el tramo quedaba cerrado en su
totalidad; era el primer intento serio de peatonalizar el centro urbano.
Sin
embargo, la mayor novedad tenía lugar en los últimos días del mes de
septiembre de 1960, en vísperas de las fiestas de San Saturio, con la
instalación de los primeros semáforos en la plaza de Mariano Granados y
el entorno más próximo, que llevó aparejada la entrada en vigor de unas
nuevas normas de circulación que suponían un notable avance en la
ordenación del tráfico por el corazón de la ciudad, que tenía en el
Collado un quebradero de cabeza de no fácil solución en aquel momento.
El caso es que aquella normativa implantada por el alcalde Alberto Heras
y su equipo establecía la velocidad máxima de 30 kilómetros por hora; un
largo listado de calles del centro iba a ser de dirección única;
prohibía la circulación en otras y de manera especial de los camiones y
ómnibus (se llamaba así a los autobuses, autocares y similares) por la
calle del General Mola entre las once y media de la mañana y las once de
la noche. Además, fijaba unas zonas de aparcamiento para turismos,
camiones y motocicletas, al tiempo que habilitaba como parada de taxis,
las plazas de Ramón Benito Aceña (Herradores), Ramón y Cajal
(antiguamente de la Leña), San Blas y el Rosel (conocida ahora como de
la tarta), y la del Generalísimo (Plaza Mayor) con una limitación de
quince minutos el estacionamiento en el Collado. Todo ello, con
independencia de prohibir específicamente el aparcamiento en otras como
las calles de San Agustín -en la zona próxima al puente de piedra-
Ferial, Campo, Santa María, Aguirre y el paseo del Espolón, dividido
entonces en dos tramos: paseo del General Yagüe hasta la pérgola y calle
Burgo de Osma hasta la confluencia con la calle de San Benito y la
avenida de Valladolid. Cuatro años después, en 1964, se producía un
reajuste más, asimismo importante, que casualmente coincidió con la
matrícula del vehículo SO-6000. La tan traída y llevada ahora zona azul
se establecería bastante tiempo después, a mediados de un mes de julio
de la década de los setenta.
©
Joaquín Alcalde, 7-9-2014
web de
Joaquín Alcalde
Artículos de Joaquín Alcalde en Soria-goig.com
- Ya
se queda la sierra triste y oscura
- Homenaje
a Julio Herrero
-
Fiestas
a través de la historia: Cronología Sanjuanera
-
La Escuela Normal
Sus libros en
nuestra Biblioteca
|