Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (3)
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Joaquín Alcalde
Refugios
antiaéreos
40
años de Gala del Deporte
Oficios
desaparecidos
El
Mercadillo de los jueves
La
costumbre del chateo
(CLICK!
sobre las fotos para ampliarlas)
Refugios antiaéreos
Durante
la Guerra Civil Española se construyeron en lugares estratégicos de la
ciudad diversos refugios contra aviones de bombardeo que durante décadas
formaron parte del decorado urbano, por más que el grado de deterioro de
las instalaciones fuera evidente y, en la mayoría de los casos, un serio
peligro desde el punto de vista de la seguridad ciudadana así como de
las más que deficientes condiciones higiénicas en que se hallaban con el
consiguiente riesgo para la salud. No hay más que rebobinar el disco
duro de la memoria que se diría en el lenguaje informático y echar un
vistazo a los periódicos de una larga etapa de la posguerra, que se
extendió en la práctica hasta comienzos de la década de los sesenta,
para advertir las reiteradas denuncias acerca del pésimo estado de
conservación en que se encontraban y los peligros que entrañaban
reclamando actuaciones, por lo general el tapiado de las puertas de
entrada, que atenuaran el riesgo cuando no, sin necesidad de ser
exhaustivos, el acceso de indigentes, que también solía darse. En
cualquier caso, la problemática del abandono no afectaba a ninguna de
estas construcciones en particular y sí, en la práctica, a todas ellas,
que habían corrido idéntico o muy semejante destino. Los refugios
–nombre común por el que se les identificaba en la calle- hacía ya
tiempo que formaban parte de una infraestructura obsoleta de la que
únicamente se aprovechaban, por decirlo de una manera gráfica, los
chicos más jóvenes de los barrios en que se encontraban ubicados para
cultivar su tiempo de ocio.
No resulta, sin embargo, tarea fácil reconstruir, al cabo de los años,
el inventario completo de este tipo de instalaciones que comenzaron a
erigirse a raíz de la constitución de la Junta Municipal de Defensa
Pasiva contra Aeronaves, a mediados del año 1937, como consecuencia de
un Decreto del Ministerio de Defensa. La información escrita más antigua
a la que se ha tenido acceso, relacionada con la construcción de los
refugios antiaéreos, la aporta el periódico Noticiero de Soria cuando en
la edición del lunes 17 de mayo de 1937 señala, cierto que de manera
testimonial, que “continúan con actividad las obras de los refugios
contra aviones de bombardeo en las Plazas Mayor, del Vergel, la Leña
(actual de Ramón y Cajal), etc.”. No obstante, a partir de la escasa
documentación oficial encontrada y de las esporádicas y, por lo general,
tradicionalmente difusas informaciones de los periódicos pero, sobre
todo, gracias a la memoria colectiva de la generación de sorianos que
los vio levantar y de quienes, siendo más jóvenes, llegaron todavía a
tiempo de conocer, ya en estado de abandono, este tipo
de construcciones, junto con la más bien escasa bibliografía, ha
sido posible recomponer el censo si no en su totalidad, sí de manera muy
aproximada, con un muy probable margen de error, fundamentalmente por
omisión, sin perder de vista las dificultades que entraña abordar tarea
semejante. En este propósito habría que añadir a los ya citados –en la
Plaza Mayor hubo dos, uno delante de la Casa Consistorial y el otro en
el conocido como rincón del armero-, sin seguir ningún orden ni criterio
a no ser el que surge a partir del recuerdo, el situado en el triángulo
de la calle Campo, donde se encuentra el edificio de Cultura de la
Junta, uno de los más grandes, al menos por su estructura exterior; el
de la plaza del Portillo, entre las calles Numancia y Puertas de Pro; el
de la calle de San Miguel de Montenegro, o lo que es lo mismo el
callejón de los Franciscanos, que comunica la plaza de Abastos y la
calle Doctrina; o el próximo a la iglesia de Nuestra Señora de la
Merced, en la calle de Santo Tomé, en la entonces denominada plaza del
Hospicio. Refugios construidos durante la Guerra Civil hubo también en
la calle Real, junto a las ruinas de San Nicolás; en la concatedral de
San Pedro, prácticamente pegado al claustro; al comienzo de la avenida
de Mariano Vicén, en las inmediaciones de la antigua estación de San
Francisco, en la fachada sur del edificio de la Junta de Castilla y
León; en el pasadizo que unía la calle de Los Mirandas con la de Postas,
junto al Colegio del Sagrado Corazón, y en el patio actual del Colegio
de La Arboleda, este último, curiosamente el único que se conserva
aunque sin posibilidad de acceder al interior ya que se encuentran
tapiados los dos accesos de que disponía, tanto el lateral que da a la
Travesía del Pozo Albar como el orientado a la Cuesta de la Dehesa
Serena y al patio actual del centro, que posibilitaban la entrada a un
espacio en forma de U, de unos 50 metros, con muros de hormigón y techo
adintelado, formado por tramos de railes de ferrocarril a modo de
travesaños. Los demás fueron demolidos a lo largo de los años cuarenta y
cincuenta e incluso al comienzo de los sesenta. El último fue el de San
Nicolás, bien entrada la década de los setenta, cuando se acometieron
las obras de restauración del monumento hoy reconvertido en espacio
cultural.
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Joaquín Alcalde, 2013
Publicado
DIARIO DE SORIA. 14-4-2013
40 años de gala del
deporte
La que puede considerarse
fiesta del deporte soriano traspasó desde sus comienzos los límites de
lo meramente deportivo adquiriendo una acusada dimensión social en el
contexto socio-político del momento.
Este último jueves
se celebró una nueva edición de la Gala Provincial del Deporte, la gran
cita anual que desde hace años figura asentada en el calendario en torno
a quienes hacen de la práctica deportiva su motivo central. Es la fiesta
del deporte soriano que, como es bien sabido, trasciende de lo meramente
deportivo para adquirir una dimensión social que le viene prácticamente
desde los primeros tiempos cuando la convocatoria se producía
lógicamente en un contexto socio-político muy diferente, sea cualquiera
el ángulo desde el que se quiera contemplar. Eso sí, siempre con los
deportistas como eje de la conmemoración.
Pero esta nueva
entrega de la Gala Provincial del Deporte, de la que todavía quedan los
ecos de una velada inolvidable, qué duda cabe que no ha sido una más. Ha
cumplido cuarenta años y como tal han querido conmemorarla los
periodistas deportivos sorianos. Porque, en efecto, a la convocatoria ha
respondido con su presencia en el auditorio del Centro Cultural del
Palacio de la Audiencia una muy amplia representación de la selecta
nómina de ganadores del premio absoluto que comienza con uno de los
grandes deportistas que ha dado esta tierra: José Luis Calvo Álvarez, y
cierra, por ahora, el jugador de voleibol Manolo Sevillano, otro de
nuestros cotizados valores, que ha sido el último en recibir el máximo
galardón, o sea el Premio Provincial del Deporte 2012. Entre medio,
muchas historias, una multitud de recuerdos e infinidad de vivencias que
son las que han dado lustre al evento.
Fue en el lejano
31 de enero de 1970 cuando comenzó a escribirse esta particular y, por
qué no, apasionante, historia del deporte soriano que al cabo de los
años continúa gozando de una excelente salud aunque haya tenido que
afrontar como buenamente ha podido alguna que otra situación embarazosa
hasta el extremo de peligrar seriamente en algún momento la continuidad
de la iniciativa. En cualquier caso, ninguna de la gravedad como la que
tuvo que superar al final de la década de los setenta y comienzos de los
ochenta cuando, transitando por un camino sembrado de incertidumbres y
dudas y, lo que fue más grave, sin saber el rumbo que podía tomar,
estuvo tres años sin celebrarse. Fue, con mucho, un periodo
especialmente delicado que supuso el final de una etapa y el comienzo de
una nueva trayectoria que más bien poco por no decir nada tenía que ver
con la que había venido tenido vigencia.
Puede que lo
hayamos dicho en alguna otra ocasión pero el hecho cierto es que
cuarenta y tantos años después sigue sin conocerse la verdadera génesis
–tampoco es que haya puesto demasiado empeño en investigarlo- de la que
siempre se ha conocido como Gala Provincial del Deporte aunque antaño y
durante bastante tiempo, hasta la transición democrática, se presentara
con la pompa de Acto de Exaltación Deportiva, que en realidad venía a
ser lo mismo. Pues, ciertamente, era la Junta Provincial de Educación
Física y Deportes la que la promovió y estuvo abanderando, además de
organizarla, durante un largo ciclo bajo el paraguas protector del
organismo del partido único que pretendía ejercer –bajo la presidencia
del Gobernador Civil y Jefe Provincial del Movimiento- si no el control
sí al menos adentrarse y tener presencia en un parcela tan apetitosa
como siempre ha sido el mundo del deporte y la práctica deportiva en
particular. Las convocatorias, cargadas de un fuerte simbolismo político
por más que no exentas de glamour al decir de hoy, solían tener lugar en
el Círculo Cultural Medina instalado en la planta baja de la recién
estrenada Casa de la Sección Femenina (la actual Residencia Juvenil
Antonio Machado) sita en el número 1 la plaza de José Antonio (ahora de
Odón Alonso). Su desarrollo obedecía a un guion estructurado desde la
rigidez de unas normas inamovibles que no experimentaban más cambios que
el del nombre de los galardonados, en cuyo “honor se servirá –se decía
en la invitación- un refrigerio a todos los asistentes, amenizado por el
conjunto musical de turno”, en ocasiones “Los Dueños del Mundo” o por
algún otro del momento, y poquito más. Lo que no variaba era el cierre
del “acto por el Excmo. Sr. Gobernador Civil y Jefe Provincial del
Movimiento, Presidente de la Junta [Provincial de Educación Física y
Deportes]” con una elaborada intervención que no es que suscitara
entusiasmo pero que había que tragar. El cambio, al menos de imagen,
llegó en los primeros años ochenta cuando ya en un momento político
diferente asumieron la responsabilidad de organizar y dar continuidad a
la Gala el periódico Campo Soriano (tras su desaparición tomó el relevo
Soria-Hogar y Pueblo, es decir, el actual DIARIO SORIA-EL MUNDO) y la
emisora Radio Cadena Española (más tarde Radio Nacional de España).
Desde el año 1997 es la Asociación Soriana de la Prensa Deportiva la
responsable. Cuarenta ediciones, con esta última, y cuarenta y tres años
desde la primera. La discordancia tiene explicación: entre 1980 y 1982
se produjo un parón propiciado por las dudas que planeaban en torno a la
gestión futura de las competencias tras la desaparición del régimen.
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Joaquín Alcalde, 2013
Oficios
desaparecidos
El cambio de hábitos de la sociedad de
consumo y las nuevas tecnologías posibilitaron la desaparición de una
serie de oficios que además de ser parte integrante de nuestra cultura
constituían el medio de vida de los profesionales que los ejercían.
Trabajar para
vivir
En estos
tiempos que corren, en realidad desde hace ya algunas décadas,
proliferan los mercados medievales y las ferias de artesanía. Unas
manifestaciones que van más allá de lo cultural, que es en el marco en
el que fundamentalmente nacieron, pero que a base de repetirse con una
precisa regularidad han dejado de suscitar, salvo en casos y situaciones
muy concretas, la expectación y, por qué no, el interés y la curiosidad
de los primeros momentos, cuando constituían una auténtica novedad. Era
una manera de presentar a la sociedad del momento una serie de oficios
artesanos –entendido el término en sentido amplio-, algunos en evolución
y otros hacía ya tiempo desaparecidos, que formaban parte de nuestras
costumbres y modos de vida y, para los sectores afectados, su medio de
subsistencia.
Antaño no
existían este tipo de manifestaciones, al menos con la ostentación y, si
se quiere, el ceremonial de ahora. Todo resultaba bastante más sencillo
y diferente, incluso más cutre, porque también las circunstancias eran
otras, y solían circunscribirse al mercado semanal de los jueves pero
sobre todo a las ferias de ganados de marzo y septiembre que era cuando
bajo su paraguas la práctica de bastantes de los oficios ya en desuso
emergían por imperativo de las necesidades propias de fechas tan
estratégicas. En cualquier caso, de buena parte de aquellas ocupaciones
que gracias a las ferias de artesanía y eventos similares pueden conocer
las generaciones modernas, queda poco más que el recuerdo. Se
desempeñaban en una especie de servicio a domicilio, sobre todo en el
ejercicio de las actividades más modestas, en las que lo único que
necesitaba quien se dedicaba al oficio era un conjunto de herramientas y
materiales de lo más básico, por utilizar una terminología al uso, con
los que poder desarrollar su tarea, porque el taller de operaciones lo
establecía en plena calle, a medida que le iba saliendo faena. De tal
manera que este abigarrado conjunto de individuos y actividades daba la
impresión de formar parte del paisaje urbano ofreciendo escenas
entrañables e irrepetibles. Puede que uno de los casos más singulares
fuera el de los estañadores, unos ambulantes que callejeaban a diario
por la ciudad con su vieja y cochambrosa caja de útiles a cuestas
voceando su presencia para conocimiento general de las mujeres del
barrio, que eran su mejor clientela. También en el buen tiempo y durante
los meses de verano no resultaba difícil encontrarse en cualquier rincón
de la población, por muy próximo que estuviera al centro, con el
colchonero vareando la lana para que se ahuecara y los colchones
pudieran recuperar su confortabilidad. Eran asimismo ambulantes los
traperos, unos tipos peculiares que compraban y vendían de todo y, si
era preciso, incluso retiraban a domicilio basuras y desechos, con los
que traficaban y se ganaban el sustento, vamos todo aquello que no iba
literalmente al carro de la basura pues no conviene perder la
perspectiva de que lo que ahora denominamos residuos sólidos urbanos se
recogía por este arcaico procedimiento, es decir, con un carro tirado
por una mula que mediante un servicio organizado recorría cada día las
calles de la capital. Un oficio que igualmente pasó a la historia fue el
de limpiabotas; quienes se dedicaban a él solían tener recorrido y
clientela fijos y, los más considerados, puesto estable en los cafés y
bares de mayor reputación. Pues bien, este variado conjunto de
personajes, o la mayoría de quienes ejercían las tareas, eran
suficientemente conocidos en la capital no tanto por su nombre de pila
como por su alias, que por lo general solía hacer referencia a la
ocupación que desempeñaban pero que, en definitiva, venía a añadir una
nota de tipismo a las de por sí actividades singulares que vistas desde
la perspectiva actual da la impresión de rozar fantástico si es que no
lo irreal.
En este
apresurado recorrido por los oficios y/o profesiones desaparecidas no
puede, ni debe, omitirse por ejemplo el de los mozos de cuerda, aquellos
hombres serviciales que con una carretilla de mano como toda herramienta
de trabajo atendían solícitos a los viajeros que llegaban a la ciudad en
los anticuados coches de línea y, si lo hacían en tren, a la
desaparecida Estación Vieja, trasladándoles el equipaje a su punto de
destino mediante el cobro, según tarifa autorizada por el ayuntamiento,
de una pequeña –casi simbólica- cantidad de dinero que ya entonces
resultaba irrisoria, por más que al final de la jornada hubieran logrado
reunir una suma nada despreciable para lo que era habitual en la época.
El listado daría, obviamente, para otros muchos. Queden, no obstante,
como testimonio de oficios desaparecidos, o escasamente practicados, el
de herrador, segador, esquilador, carbonero y carretero, del mismo modo
que los de herrero, sacristán, guarnicionero, sillero, santero,
lavandera, pregonero, consumero, sereno, guardia de circulación y
churrero, por citar algunos.
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Joaquín Alcalde
(Publicado en Diario de
Soria-El Mundo el 27.11.2011)
El Mercadillo de
los jueves
Con una
oferta de lo más variada y singular, surgió a mediados de los años
sesenta al abrigo del tradicional mercado semanal
Siempre se ha dicho que los sorianos son, somos, de costumbres fijas.
Tan es así que durante muchísimos años, según cuentan los más mayores,
parafraseando lo que ha terminado por convertirse en moneda de uso en
cualquier conversación que siempre deriva en lo local, en Soria capital
se estuvo celebrando el tradicional mercado semanal de los jueves,
antaño con notable concurrencia, pero desaparecido hace ya algunas
décadas, la misma suerte que había corrido antes el de cereales en la
Plaza Mayor que intentó recuperar, con poco éxito porque enseguida dejó
de funcionar y cuando lo hizo fue con no demasiada concurrencia, uno de
los ayuntamientos de la época allá por los años cincuenta del siglo
pasado.
De aquel
mercado semanal de los jueves, el de siempre, que supervivió en
decadencia al del grano, queda como testimonio poco más que una mayor
afluencia que de ordinario a la Plaza de Abastos de vendedores -y por lo
tanto de compradores- de frutas y verduras, casi en su mayoría, amén que
de algún que otro ambulante, y naturalmente esa reunión de gentes
llegadas de nuestros pueblos que se instalan en torno al mediodía en las
inmediaciones del Torcuato como queriendo dejar constancia de que, pese
al transcurrir del tiempo y que la convocatoria se encuentre desde hace
tiempo desnaturalizada, se resisten a abandonar la vieja costumbre de
desplazarse cada jueves a la capital como si de un ritual más de su
acontecer diario se tratara; tertulia que cuando la meteorología se
torna más rigurosa –en los meses de invierno- se traslada a la solana de
la Plaza de San Esteban, delante de la farmacia de Carrascosa, y
últimamente y casi como norma de obligado cumplimiento a uno de los
bares del final de la calle Marqués de Vadillo, frente a la Plaza de
Herradores, donde los contertulios se encuentran a cubierto de cualquier
inclemencia. Es una de las escasas estampas entrañables que queda de la
Soria provinciana de una época ya lejana y desconocida para una mayoría
importante, que goza de la general complacencia y es, de hecho, una de
las referencias de las mañanas de los jueves sorianos, por más que de
vez en cuando todavía se pueda seguir escuchando algún que otro lamento
–a veces airado-, en clave de queja, de quien o quienes, sin duda ajenos
a la realidad pero sobre todo desconocedores de las costumbres de las
gentes de esta tierra, abominan de la imagen que proyecta la ciudad en
lugar tan céntrico y transitado como es El Collado -en jueves puntuales
del año un auténtico hervidero-, que suele llamar la atención de los
ocasionales visitantes.
Sin
embargo, los tiempos modernos trajeron nuevos modos de vida de la
sociedad soriana. De manera que, por ejemplo, el mercadillo semanal, esa
especie de rastrillo que funciona también los jueves detrás de la Plaza
de Abastos y más concretamente en la calle Doctrina, la Plaza del Carmen
y la calle Aguirre, frente al Palacio de los Condes de Gómara, puede que
surgiera al socaire del mercado de siempre con una oferta de lo más
variada que pueda uno imaginarse. De todos modos no resulta ciertamente
tarea fácil situar la fecha exacta en que comenzó a funcionar, aunque
bien pudiera ser al inicio de la década de los setenta. En el mercadillo
se vende de todo. Desde baratijas en el sentido más amplio –o sea
relojes y monederos-, hasta marcas modernas de calzado; desde productos
de floristería hasta ropa de caballero, y desde CDs (discos compactos)
hasta lencería. Por eso no resulta extraño que compartan espacio y se
encuentren en el obligado recorrido por los tenderetes, el ama de casa
de toda la vida, el ejecutivo, el jubilado como fórmula que no
desaprovecha para matar un buen rato del abundante tiempo libre de que
dispone, la funcionaria –de cualquier cuerpo y escala - que acostumbra a
sacrificar el tiempo del café para buscar lo que necesita con urgencia,
despistados que terminan encontrándose después de mucho tiempo sin verse
y, en general, todo aquél o aquélla sin otra ocupación la mañana del
jueves que la de merodear por el entorno, es decir, el mero curioso que
cunde y se le nota lo suyo. Es un verdadero rastrillo, semejante al que
también con periodicidad semanal se instala en otros muchos pueblos y
ciudades españolas, en el que puede encontrarse de todo y a veces
desaparezca también algún que otro monedero, según el boca a boca de la
ciudad que tan bien funciona, propiciado sin duda por la notable y
diversa concurrencia que se produce en el entorno.
De modo
que el popular mercadillo hace tiempo que quedó asociado a la cultura
soriana de los jueves. Puede que surgiera cuando de manera incipiente se
instalaran, mediados los años sesenta, unos puestos de baratijas y
plásticos -en medio del beneplácito general, que no escatimó elogios
públicos por la iniciativa- como complemento del tradicional mercado
semanal en las inmediaciones de la Plaza de Abastos, concretamente en la
del Vergel, y eventualmente en la calle Tejera, casi siempre las
vísperas de la Semana Santa donde se ofrecía al público el tradicional
romero para las celebraciones del Domingo de Ramos. Más tarde, cuando la
concurrencia de vendedores y compradores fue mayor, comenzaron los
problemas de circulación en la zona y las protestas no sólo de los
vecinos sino también de la Cámara de Comercio y de los comerciantes que
abogaban por trasladarlo a la zona del Paseo de Sa Francisco y la calle
de Santa Luisa de Marillac, la que va desde la Biblioteca Pública hasta
la antigua escuela de Magisterio, bastante alejada, en cualquier caso,
de los circuitos comerciales al uso de la ciudad y en proceso incipiente
de adquirir la configuración que tiene hoy. El malestar de unos y otros
terminó como no podía ser de otra forma en el ayuntamiento, al que no le
quedó otro remedio que acordar el traslado en un pleno “soporífero de
casi cuatro horas de duración” en el que “se expusieron argumentos para
todos los gustos”, dijo el periódico Soria-Hogar y Pueblo, desde los que
según el grupo socialista se podría molestar a los usuarios de la
biblioteca, que la construcción de nuevos edificios en el entorno iba a
ocasionar molestias y que, en fin, el tráfico de la zona iba a
reestructurarse en un futuro inmediato, hasta los que como mantenían los
concejales centristas “por un día que no se pueda leer no pasa nada”,
que espetó un conocido edil; “lo mejor es no adelantar acontecimientos”,
fue la razón esgrimida por el alcalde en referencia al tráfico; o que
hay que “proteger al comercio soriano que emplea a dos mil personas”,
añadió otro munícipe del grupo mayoritario del consistorio.
El hecho
cierto es que el cambio de ubicación no tenía vuelta atrás y salió, por
lo tanto, adelante, con los votos en contra de los socialistas, aunque
bien es verdad que tuvo que pasar casi un año para que el cambio de
ubicación fuera efectivo, no sin que, una vez materializado, se
produjera, como era de esperar, el rechazo tanto de vendedores como de
usuarios que se concretó en una reclamación escrita ante el
ayuntamiento, exponiendo sus razones que pasaban por considerar que la
zona se hallaba “alejada del centro de la ciudad” y “ser fría y
anticomercial”, además de subrayar las pérdidas económicas que suponía
para el propio mercado de Abastos y la incomodidad para las amas de casa
a la hora de hacer la compra semanal. Pero al mismo tiempo proponían
varias zonas de la ciudad en las que podría ubicarse como los arcos y el
descampado existente entonces junto a la plaza de toros, el Espolón, la
avenida de la Victoria (hoy Duques de Soria), la plaza de los Condes de
Lérida (frente a Santo Domingo) y la calle de la Doctrina hasta el
puente del Palacio de los Condes de Gómara.
No
obstante, tuvieron que transcurrir tres años más para que la corporación
municipal se planteara la reubicación del mercadillo de los jueves. Fue
en el pleno del mes de marzo del año 1984 cuando el ayuntamiento votó el
dictamen de la Comisión de Urbanismo para la nueva ubicación en la zona
que configuraban las calles de la Doctrina, San Miguel de Montenegro,
Aguirre y Plaza de Ramón Ayllón, la del Carmen, es decir, la que ocupa,
abandonando la próxima a la dehesa. Ello no obstante, no fue obstáculo
para que un mes después los vendedores se declarasen en huelga ante la
demora del consistorio en hacer efectivo el acuerdo, al estimar que las
condiciones impuestas por el ayuntamiento eran especialmente duras, pues
se pretendía reducir drásticamente el número de puestos para vendedores
además de subir los impuestos y de reducir los metros cuadrados de
ocupación y de fijar un horario que estimaron poco flexible de manera
que el que a las ocho de la mañana no tuviera montado el tenderete no
podría vender ese día. Desde sus inicios hasta hoy han transcurrido casi
cuarenta años. Y de la poco más de una docena de vendedores de los
inicios a la proliferación del momento.
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Joaquín Alcalde
(Publicado en Diario de
Soria-El Mundo el 13.01.2008)
La costumbre del chateo
La
práctica, socialmente muy arraigada de manera especial entre la clase
trabajadora, tuvo su razón de ser y su pujanza durante toda una época
La palabra chateo se entiende hoy casi
exclusivamente en el contexto del lenguaje
informático. Las generaciones jóvenes, sobre todo, saben bastante de
ello. En tiempos, no. Entre otras cosas porque no sólo no se conocía la
informática sino que ni siquiera se tenía noticia de ella. El sentido
era radicalmente diferente. No tenía nada que ver con el que ahora se le
da. Chatear, hasta no hace muchos años, era ni más ni menos que hacer la
ronda alternando. Una costumbre socialmente muy arraigada de manera
especial entre las clases trabajadoras que tuvo su razón de ser y su
pujanza durante toda una época. Bien es verdad que las costumbres eran
distintas, la jornada laboral se desarrollaba de otra manera y había
tiempo para todo. Tomar un chato -un vino se dice hoy- era una de esas
costumbres de la pequeña ciudad
que teñían el rutinario panorama urbano de
un colorido especial.
Ya
entonces se decía que había demasiados bares en Soria en relación con el
número de habitantes censados y, en definitiva, potenciales consumidores
con que contaban. Pero el hecho cierto es que, al menos ese era el
sentir de la calle, siempre se dijo que los dueños de todos vivían. La
mayoría de ellos tenía clientela fija, que variaba según se tratara de
una u otra hora del día pues lógicamente no era desde luego la misma la
de media mañana, que prácticamente no existía, ya que lo de los veinte
minutos –hoy reglamentariamente cuando menos media hora- para el
desayuno no contaba con el respaldo de la legalidad que terminó por
otorgarle una realidad evidente, que la de las primeras horas de la
tarde.
No había
disco-bares, pubs, bares de copas, güisquerías, ..., ni por supuesto esa
retahíla de locales dedicados a la hostelería de rara cuando no pomposa
y extravagante denominación genérica que responde, sin duda, a las modas
de una época y en un contexto determinados, sin que todavía nadie haya
sido capaz de establecer con criterio la diferencia que pueda existir
entre uno y otros. Antaño se trataba sencillamente de bares, algunos
cafés-bares se decía, porque los locales donde únicamente se servía café
eran una especie extinguida hacía ya tiempo, y tabernas que era por lo
general donde verdaderamente la gente se reunía y alternaba.
En el
centro, en la plaza de San Clemente, surgió una zona de bares, por
cierto, desde hace ya bastantes años en proceso de declive, por más de
los continuados intentos de revitalizarla, que tomó el nombre de Tubo,
sin duda por la angostura del entorno y puede que por mimetismo con la
que con notable prosperidad venía funcionando en el centro de Zaragoza.
Fue a partir del derribo a comienzos de los años cincuenta del siglo
pasado de la iglesia que había el fondo para construir sobre su solar el
edificio que necesitó construir la Telefónica, hoy desocupado y de
propiedad particular, al establecer el servicio automático. De modo que
en tan reducido espacio urbano fueron apareciendo bares con la misma
facilidad que las setas en temporada propicia, al extremo de que no hubo
local en planta baja grande o pequeño que tuviera la condición de tal
que quedara a salvo de ser reconvertido. En un abrir y cerrar de ojos
–es un decir- fueron surgiendo sucesivamente, el Caribe, el Brasil, el
Poli y el Pacho, en tanto que enfrente abrieron el Bambi, el Patata y el
Iruña, este último ya en la plaza de San Clemente, si por el lado
izquierdo se accede a la calleja desde el tramo final de El Collado
antes de concluir en Marqués del Vadillo. La oferta la completaba el
Buja, situado enfrente, en la Aduana Vieja, en el mismo local que con
otro nombre y denominación continúa abierto en la actualidad.
Bien,
pues todos ellos, sin que se quedase de visitar ninguno salvo rara
excepción, para la que siempre sobraba justificación, los recorrían cada
mediodía nada más concluir el turno laboral de la mañana las mismas
cuadrillas de amigos. La de El Pichi y El Fisca, la de los Fletas, y la
del Pablo Caballero y el Antonio de Blas El Macheta eran algunas de las
más conocidas y habituales entre otras muchas. Pero en todo caso, el
tiempo se aprovechaba al máximo y nadie se detenía en cada una de las
estaciones –se entiende en el contexto- más de lo estrictamente
necesario porque a las tres había que enganchar de nuevo y antes había
que comer. Si no, mala cosa.
Al caer
la tarde, una vez terminada la jornada, solían volver sobre el mismo
itinerario. Y como ya no había premuras que valieran, no faltaba quien
alargaba la ruta y acudía también a La Cierva y al Aquí Te Espero, los
dos en las Puertas de Pro, para terminar en el Apolonia, en la plaza de
Herradores, y en La Oficina, al comienzo de la calle Numancia, luego de
entrar en el Lázaro, que era paso obligado. Así es que al final del día
el cupo de peleón, que por tratarse del más barato era el que
preferentemente se trasegaba, tenía su importancia, aunque sin llegar a
producir los efectos que cabía suponer dado lo ingerido, porque cada
cual sabía perfectamente hasta donde podía llegar y tenía la lucidez
suficiente para retirarse a tiempo y que la cosa quedara ahí.
El
ensanche de la ciudad trajo consigo que la zona se ampliara a lo que
entonces se dio por llamar Tubo Ancho, para diferenciarlo del otro, el
de la plaza de San Clemente y alrededores, que no era sino la calle
Vicente Tutor. En ella, en las inmediaciones del Tubo Ancho, comenzaron
a proliferar también, puede que al socaire del moderno edificio de los
sindicatos que había sustituido a las destartaladas instalaciones del
Palacio de los Condes de Gómara, los bares de chateo, en realidad los
que siguen hoy (Cisne -actual Parrita-, Dorado, Bodegón, Palafox y
Montico, acaso falte alguno y se hayan incorporado otros), pero
ciertamente entre las prisas del personal, sobre todo al mediodía, y que
no quedaba tan a mano, la realidad es que no llegó a adquirir las señas
de identidad del que hoy, después de muchos años, sigue siendo El Tubo a
secas y todo el mundo conoce.
En
cualquier caso, el alternar chateando tenía otra variante, también
perdida, pero no por ello menos enraizada entre las clases de condición
más modesta. Consistía ni más ni menos que en acudir a la taberna o
tasca, que de las dos maneras se llamaban, por la tarde, una vez dejado
el trabajo, para con la excusa de "echar un bocao" dar buena cuenta del
"porroncillo" y en ocasiones "porrón" si el grupo era más numeroso o
simplemente si se trataba de día de cobro, que también se dejaba notar.
El “bocao”, que cada cual llevaba desde casa por aquello de la economía
familiar, podía ser una ensalada de chicharrillo en escabeche de barril
de madera, de los que tarde en tarde todavía se ven en alguno de los
escasos comercios de la época que quedan, a la que se añadía cuanto más
tomate mejor, bien de cebolla y ajo abundante, o simplemente un arenque
de los que venían en cajas redondas de madera y se limpiaban con papel
de estraza que por su alto grado de salazón invitaban a la ingestión de
una mayor dosis de tintorro con las consecuencias que de ello pudieran
derivarse que, en ocasiones, efectivamente, se producían. Los que tenían
trabajo fijo y como consecuencia mayo poder adquisitivo se podían
permitir el lujo de meterse entre pecho y espalda hasta una cabecilla
asada o una ración de lo que fuera, por lo general productos de
casquería como callos, morreras o similar.
El
Rangil y el Morcilla, enfrente el uno del otro, en la zona del Ferial;
la Taberna del Agujero, muy próxima a los dos, aunque cerrada mucho
antes; el Ventorro antiguo, casi en las afueras de la ciudad, muy
cerca del actual aunque en local diferente, al que acudían mayormente
los ferroviarios; el Mandarria, en la calle Real; el Augusto y la
Alegría del Puente, a la entrada del puente de piedra saliendo de la
ciudad, y Casa Félix en la plaza de Abastos, uno de los últimos
establecimientos de este tipo en desaparecer, eran algunos de los que
funcionaban y tenían más éxito y clientela. La parroquia de todos ellos
era en verdad de lo más
singular y heterogénea. Predominaba la clase
obrera, aunque también acudían otro tipo de individuos pudiera decirse
que de consideración social superior, que aparcaban en la calle. De
modo que en tan cutres establecimientos alternaban, y compartían por
supuesto mesa y como no podía ser de otra manera también tertulia,
merienda y porrón, el albañil y el funcionario, el limpiabotas y el
maestro, el zapatero remendón y el secretario del gobernador, el
matarife y el representante de comercio, el mozo de cuerda y el policía
secreta, el oficinista y el enterrador, el empleado de consumos y el
señorito, y, en fin, el mecánico y el trapero por ejemplo, sin ningún
tipo de jerarquía que valiera. Era, por otra parte, la única manera de
dar contenido al tiempo libre al mucho de que se disponía entonces en
una época en la que la palabra ocio era casi hasta una perversión pues
no en balde se encontraba en el vocabulario de muy pocos, y desde luego
no en el de esta gente de la que se está hablando, con el riesgo que
suponía salir, como solía suceder a menudo, bien colocao si por
lo que fuera la velada se prolongaba más de la cuenta.
©
Joaquín Alcalde
(Publicado en Diario de
Soria-El Mundo el 8 de julio de 2007)
web de
Joaquín Alcalde
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