Soria Siglo XX
Soria de Ayer y Hoy (11)
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Joaquín Alcalde
Del
Soto de la Elevadora al Soto Playa
La
vida diaria en el barrio
Las
pasaderas y el puente de los soldados
La
última vez que Soria tuvo guarnición militar
Del Soto de la Elevadora al Soto
Playa
En los años
cincuenta del pasado siglo XX el paraje del Soto Playa sufrió una
profunda remodelación. Fue cuando se construyó la que se dio en llamar
Playa Municipal, dotada de los correspondientes servicios, un bar, una
pista de baile y una terraza. Un proyecto no tan amplio y ambicioso como
el de las márgenes, acometido hace unos años, pero no por ello menos
importante situados en el momento.
Corría el año 1954 cuando “uno de los
sueños del alcalde Eusebio Fernández de Velasco Garnacho se hacía
realidad”. El Soto Playa había sido sometido a una profunda remodelación
construyéndose nuevas instalaciones, entre ellas la que se dio en llamar
Playa Municipal, “instalada cerca de la Elevadora de aguas ante uno de
los más bellos y pintorescos parajes del río Duero”. El nuevo Soto
Playa, nombre con el que se bautizó el entorno, iba a contar además “con
un magnífico bar y todos los servicios propios de estas modernas
instalaciones, así como una pista para baile y una amplia terraza”. De
ahí que se “aplaudiera sinceramente a la Corporación Municipal” pues “la
ciudad de Soria, con su río Duero, tan cantado por los poetas, no tenía
un lugar bello y atrayente donde pudieran descansar con comodidad los
sorianos y los numerosos veraneantes que nos visitan durante la estación
estival”, dijeron las informaciones de prensa publicadas entonces, que
presentaban la realización “como una nota más en el plan de
inauguraciones efectuadas en el 18 de julio, y una atracción más” para
los forasteros que llegaran a Soria, al tiempo que transmitían la
confianza de que “poco a poco la incipiente playa irá perfeccionándose.
A ello –añadían las referencias- estamos todos los sorianos sin
distinción alguna, muy obligados. A cuidar el arbolado, recién plantado,
a cuidar de nosotros mismos para no ser dentro de la belleza ambiental
notas discordantes, ni en trajes de baño, ni en la utilización de los
mismos, ni educación, ni en comportamiento. La educación ciudadana es
normativa para todos y obliga a todos”, se escribió a modo de llamada de
atención a la conciencia de los sorianos, a los que se exhortaba a ir “a
la Playa, porque la Playa es de todos los sorianos, como se va a la
Alameda de Cervantes, es decir, con distinción, con galanía, con
seriedad. Así -concluía esta especie de sermón cívico-, cuantos nos
conozcan dirán que Soria es toda una ciudad, noble, caballerosa, hidalga
y progresiva”.
Pues bien, el nuevo Soto Playa o Playa
Municipal, se inauguró con el mayor de los boatos. El 18 de Julio
–entonces día de la Fiesta Nacional- fue la fecha señalada, pero ya la
víspera comenzaron a celebrarse los festejos conmemorativos. Pues,
efectivamente, a las once de la noche “se celebró una animadísima
verbena amenizada por la Banda Municipal” y se quemó “una vistosa
colección de fuegos acuáticos. El numerosísimo público que acudió al
festival elogió unánimemente la obra realizada por el Ayuntamiento”,
pudo leerse en la crónica que se publicó.
Y al día siguiente –domingo para más
señas-, ya sí, “se verificó la inauguración oficial”. Estuvieron “el
Excmo. Sr. Gobernador Civil de la provincia, don Luís López Pando;
alcalde-presidente del Excmo. Ayuntamiento, don Eusebio Fernández de
Velasco, y la mayoría de los señores concejales; delegado provincial de
Sindicatos, don Ventura Padilla Milagro; subjefe provincial del
Movimiento, don Francisco Sanz García, y otras autoridades y
representaciones de numerosos centros oficiales y entidades de la
capital. También asistieron al acto inaugural las distinguidas esposas
de nuestras primeras autoridades. Asistió numerosísimo público,
organizándose asimismo un baile que amenizó la Banda Municipal. Las
autoridades fueron obsequiadas con una copa de vino español”, se contó
del destacado acontecimiento de una época en la que todavía no se iba a
pasar el día al Pantano y sí de campo, como se decía entonces, al
Perejinal, Maltoso o la Sequilla, cuando las aguas de la presa de Los
Rábanos no habían inundado aún el paraje y era uno de los grandes
atractivos de que se podía disfrutar en el buen tiempo.
El importe de las obras de “habilitación
del Soto de la Elevadora para recreo y baños”, otra de las
denominaciones del proyecto, no llegó a las doscientas cincuenta mil
pesetas (mil quinientos euros), según la publicación “XX Años de Paz en
el Movimiento Nacional bajo el Mando de Franco” editada por “la Jefatura
Provincial del Movimiento de Soria bajo la dirección del Excmo. Sr. Don
Luís López Pando”, que confeccionó el periodista Juan Ríos Suárez y fue
impreso en Madrid por Prensa Gráfica, S.A. Un verdadero alarde
tipográfico, si es que no derroche, que contrastaba con las viejas
técnicas de confección a caja (letra a letra) que utilizaban los
periódicos que se editaban en la capital.
Durante algunos años el Soto Playa
registró una actividad importante, sobre todo las tardes de verano, en
las que de manera regular se solía programar baile público, lo mismo que
la terraza del otro lado del puente, es decir el Mirador-Bar,
suficientemente arraigado y verdadera referencia de la época, al que en
cierto modo las nuevas instalaciones venían a hacerle la competencia. De
todos modos las instalaciones del Soto Playa eran más versátiles que se
diría hoy y ofrecían alternativas diferentes incluso para desarrollar
actividades que poco o nada tenían que ver con los deportes acuáticos.
Porque, en efecto, en la terraza delante del bar, o lo que es lo mismo
el entorno rehabilitado por el ayuntamiento, se celebraban concursos de
coros y danzas y acogía asimismo otras actividades de índole semejante
aprovechando el pequeño auditorio, con marquesina y todo, después de que
durante el día fueran los bañistas los que predominaran en una zona que
contaba con un trampolín y vestuarios. Un lujo, vamos, que fue
perdiéndose cuando, como se ha dicho, la presa de Los Rábanos comenzó a
embalsar. Por cierto, las pasarelas (unas losas de piedra) que
posibilitaban el acceso a la ermita de San Saturio desde el lado de acá
del río y la mayoría de las huertas de La Rumba fueron presa de la
modernidad y también quedaron bajo las aguas.
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Joaquín Alcalde, otoño 2021
La vida diaria en el barrio
La vida de la ciudad
giraba en torno al barrio y, sobre todo, en las poblaciones pequeñas,
como Soria, tenía su encanto. De tal modo que se fomentaban las
relaciones de vecindad y como consecuencia se sabía absolutamente todo
lo que acontecía en el entorno, haciéndose partícipe al vecino de las
penas y venturas propias, y al revés. En este acontecer, el ama de casa
constituía el núcleo informativo. Estaba al tanto de todo. Se dedicaba
en exclusiva a "sus labores", como no podía ser de otro modo en la
época, y rara vez durante la jornada podía permitirse la licencia de
abandonar el quehacer doméstico. Cuando lo hacía era sólo por el tiempo
imprescindible que necesitaba para acudir a la llamada del ambulante de
turno y como máximo hasta la acera de enfrente donde solía coincidir con
las demás vecinas, convocadas por idéntico motivo. Estaba, en
definitiva, en un constante desasosiego, sin apenas tiempo para otra
dedicación que no fuera la atención del hogar.
Porque, en efecto, a diario era el
panadero el que distribuía el pan a domicilio –aunque había despachos en
los que igualmente podía comprarse- valiéndose de aquellos inolvidables
borriquillos, que hacían las delicias de los chiquillos, a los que se
les acomodaba una doble espuerta de mimbre, confeccionada de manera
artesanal, en la que el panadero colocaba los panes recién salidos del
horno, de manera que la carga quedara repartida equitativamente y el
animal no sufriera más de lo razonable. Llamaba con el enorme picaporte
–aún puede verse alguno por ahí-, que entonces no faltaba, en la puerta
de cada uno de los portales. Timbre no tenían ni las casas de los más
acaudalados, los señoritos. O el lechero -anunciaba el momento del
reparto haciendo sonar un pito-, que dispensaba la leche a granel y a
domicilio. La llevaba en cántaras que transportaban unos en carros de
mano; otros, los menos, en unas carretillas habilitadas para llevar
aquéllas de un lado a otro, y como los aires de modernidad estaban
llamando con insistencia a las puertas de una sociedad que quería
soltarse las anclas del pasado, no tardaron en imponerse los motocarros,
primero descubiertos y más tarde con la caja tapada con un toldo por
exigencia normativa que no tenía otra finalidad que la garantizar la
calidad del producto en el punto de destino. Para servir la leche
utilizaban las medidas tradicionales de litro, medio o cuarto de litro,
según las necesidades, que como tenían el contenido exacto no podían
llenarse hasta arriba a no ser que se derramara, algo impensable en
tiempos de estrecheces económicas, por lo que se hacía necesario
completar la medida solicitada con un añadido, la famosa "chorretada",
que según lo espléndido que fuera el lechero era mayor o menor, algo que
se tenía pero que muy en cuenta hasta llegar, si era preciso, al
reproche cuando efectivamente se estaba en el convencimiento de que aún
con todo el total servido no llegaba ni con mucho a lo que se le había
pedido al lechero. Las mujeres raramente solían errar en su apreciación.
Para la gente de condición social más acomodada no regía lo que acaba de
señalarse pues recibía a diario en envases personalizados la leche de El
Valle que acercaban a la capital tanto los coches de la línea regular de
viajeros como expediciones únicas, con la acera de la fachada principal
del Palacio de los Condes de Gómara como punto común de destino y,
obviamente, de partida en el regreso, cuando las cántaras vacías se
devolvían al punto de origen para que al día siguiente cumplieran
idéntica función.
Cuando no el cartero, que repartía la
correspondencia por la mañana y por la tarde con aquella enorme cartera
de cuero, llena hasta los topes, que se colgaba del hombro. Utilizaba
silbato, como el lechero, para advertir de su presencia, pero a
diferencia de éste lo hacía sonar en el portal del domicilio del
destinatario del envío tantas veces como correspondía a la planta,
primera, segunda, la que fuera, en que se encontraba la vivienda, con el
fin de hacerle saber que era él y no otro el que "tenía carta". O el
"carro de la basura". Sí, un carro tirado por mulas de carga cuya
presencia se encargaban de anunciar los barrenderos mediante el toque de
un cornetín no precisamente de los utilizados por el pregonero que fue
reemplazado más tarde por un novedoso carricoche de tracción mecánica,
más ecológico que se diría hoy, puede que accionado mediante batería en
lugar de gasolina, que entonces escaseaba, o combustible similar, al que
la sabiduría popular enseguida le buscó nombre: cucaracha, sin duda, por
la lentitud con que se desplazaba, semejante a la que se atribuye a tan
odiado insecto. Era, por resumir, algo así como un pequeño contenedor,
aunque con cabina habilitada para el conductor que no pertenecía a la
plantilla del cuerpo de limpieza del municipio. El vehículo en cuestión
debía tener problemas de seguridad pues más de una vez llegó a volcar
por la parte delantera, hincándose en el suelo, tras sufrir el aparatejo
algún tipo de descompensación por la carga que se iba depositando en él.
De modo que enseguida fue sustituido por una camioneta convencional que
solía hacer el recorrido después de comer, alrededor de las tres y media
o cuatro de la tarde, que pese a todo no era el transporte más adecuado
para prestar servicio semejante.
Y junto a estas obligadas citas diarias
había otras estacionales. Era el caso del trapero que anunciaba su
presencia voceando a grito pelado "¡el traperooo... compro pieles de
liebre y conejo!", "comprieles" se le entendía a uno que se prodigaba
por la ciudad, sin duda por la celeridad con que pregonaba lo de "compro
pieles", aunque la realidad es que arramblaba con todo lo que se le
ofrecía. Del afilador, empujando el pequeño taller ambulante y artesano
que llevaba consigo montado en torno a una pequeña rueda de carro para
facilitar su desplazamiento y detenerlo en el lugar más conveniente, que
se dejaba sentir haciendo sonar una y otra vez -como todavía hoy, aunque
más de tarde en tarde y con medios de locomoción más modernos- esa
especie de chiflo de sonido tan inconfundible que no deja lugar a dudas
llamado pito en el argot y capacerdas o ronda en los Andes, de donde es
originario. Del estañador -"¡el estañadooor...!", chillaba-, que en un
santiamén dejaba como nuevos, es un decir, los viejos pucheros, sartenes
o cualquier otra pieza de cocina o similar susceptibles de pequeñas
reparaciones pues, de otro modo, quedaban inservibles, y eran tiempos en
que muy pocos podían permitirse el lujo de desechar algo. Y por qué no
del colchonero. Unos tipos que solían compatibilizar esta actividad con
otra dedicación, en algún caso principal, que les permitía vivir con
mayor desahogo. Acudían solícitos, previo encargo, a los domicilios
particulares para lo que se llamaba “hacer los colchones”, que no era
sino ahuecar la lana apelmazada por el uso tras haber sido
convenientemente lavada, a base de apalearla durante un buen rato cuando
había dejado de proporcionar el grado de confort deseado. El campo de
operaciones era la santa calle. El colchonero llevaba por toda
herramienta de trabajo un buen juego de varas de fresno, una aguja de
las de hacer colchones, es decir, bien grande, y el correspondiente
ovillo de hilo especial para coserlos una vez concluida la tarea.
No faltaba, en fin, los domingos, muy de
mañana, el churrero, que aun teniendo puesto y clientela fijos no perdía
la ocasión de hacer la ronda callejera. Ni tampoco el carbonero y
cisquero en los meses de invierno ofreciendo calle por calle y casa por
casa los tan familiares carbón y cisco vegetales para las viejas cocinas
y braseros, que tanto se agradecían en las insustituibles y socorridas
mesas camillas aunque en ocasiones produjeran el indeseado, y a veces
nocivo tufo, y, sobre todo, las mujeres salieran de la sesión con
cabras, una especie de manchas en las piernas -algo que odiaban- de no
haber sido previsoras y tomado las debidas medidas de protección. Como
igualmente las gentes de Fuentetoba y alrededores vendiendo la arena que
sacaban de las canteras con la que se fregaban los antiguos suelos de
tarima, y quienes hacían otro tanto con las teas para prender la lumbre,
y hasta los ramos de romero las vísperas del Domingo de Ramos.
Y en fin, el pregonero, un empleado del
ayuntamiento que cuando la ocasión lo requería, y solía ser a menudo,
anunciaba al vecindario cualquier asunto de interés general desde puntos
estratégicos de la ciudad, tanto daba que se tratara de un producto de
consumo interesante y económico que hubiera llegado a la Plaza de
Abastos como de que a consecuencia de la última tormenta la población
acudiera a la "huerta de don Vicente Álvarez" –en la zona próxima al
actual centro penitenciario, detrás de la Tejera- a recoger agua para el
consumo, entonces sólo para beber y guisar, lo demás era un lujo, porque
la que salía por el grifo era barro puro, consecuencia lógica de una red
de abastecimiento anticuada que llevaba años pidiendo a gritos su
renovación.
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Joaquín Alcalde, verano 2021
Las pasaderas y el puente de los
soldados
Dos actuaciones novedosas en
su momento para cruzar el río en el entorno de San Saturio
Desde que el 13 de
septiembre de 1964 se inaugurara la conocida como presa de Los Rábanos
para dar servicio a la eléctrica Saltos Unidos del Jalón, el río Duero a
su paso por la ciudad cambió radicalmente de imagen, a la que, con el
paso del tiempo, los sorianos maduros ya hace tiempo tuvieron
necesariamente que acostumbrarse, no sin resignación, ante lo
irremediable. Las generaciones posteriores, que no han conocido otra
cosa, lo ven como lo más natural y, si se quiere, lo dan por bueno y
hasta lo agradecen. Pero qué duda cabe que con la perspectiva que otorga
el paso del tiempo se está ante una de las actuaciones realizadas porque
sí, que de la noche a la mañana cambió radicalmente gran parte del
paisaje de una de las zonas importantes de esparcimiento de la ciudad
ante la que, no es de extrañar situados en la época, ni dios fue capaz
de decir absolutamente nada. El acondicionamiento de las márgenes del
Duero aguas abajo del puente de piedra, que posibilitó recuperar algún
espacio que desde hacía décadas se daba por perdido, posibilitó, hasta
cierto punto, la revitalización de un tramo, a bastantes de cuyos
parajes ni siquiera era precisamente fácil acceder. Algo semejante
ocurrió con las denominadas obras de rehabilitación de la orilla derecha
del Duero, desde San Juan de Duero hasta el Perejinal, que ante lo que
había no dejan de ser una bendición, con perdón. Han pasado, en
cualquier caso, casi 60 años desde que las huertas de la Rumba y otras
fincas colindantes quedaron anegadas; tal es así que de la noche a la
mañana desapareció el flamante Soto Playa, con aquellas instalaciones
novedosas inauguradas a bombo y platillo un 18 de Julio por el sindicato
vertical, perdiendo el encanto que tenía, como igualmente los lugares
tradicionales de baño junto a la fábrica de harinas y el modesto entorno
para el esparcimiento festivo de las familias sorianas cuando salir de
la ciudad no estaba al alcance de la mayoría.
De aquel tramo de río,
inundado de poesía y de evocaciones líricas y amorosas, qué duda cabe
que cada cual conserva su particular recuerdo. En cualquier caso, una de
las referencias más modernas del río Duero a su paso por la ciudad es la
pasarela construida desde el Paseo de San Prudencio hasta los pies de la
ermita del Santo y su antecedente remoto las pasaderas que se
construyeron en 1943 y se estrenaron el 29 de agosto de ese mismo año
con motivo de las fiestas del Segundo Centenario de la Canonización del
patrón de la ciudad, que venía a evitar el paso por el puente de hierro
con el riesgo que entrañaba, porque no hay que olvidar que entonces
pasaban trenes por él. Por cierto, las pasaderas –en realidad, unas
losas sobre el lecho del río para poder cruzarlo sin necesidad de
descalzarse y, por supuesto, mojarse- se encuentran todavía, en su mayor
parte, bajo las aguas y han podido verse en las contadas ocasiones en
que se ha abierto la presa y la corriente ha recuperado temporalmente el
nivel que tenía con anterioridad a la entrada en funcionamiento el
embalse.
No obstante, el
procedimiento tan rudimentario y casero para cruzar el río iba a tener
un complemento de lujo con posterioridad porque, efectivamente, a raíz
de que se estableciera en Soria, en el viejo cuartel de Santa Clara, el
Batallón de Minadores-Zapadores en los primeros días de diciembre de
1950, efectivos de la guarnición iban a construir una coqueta pasarela
de madera, conocida por los sorianos de aquella generación como el
puente de los soldados, que no dejó de suscitar la consiguiente
curiosidad, además de facilitar y mejorar notablemente la comunicación
de orilla a orilla del río, es decir desde el paseo de San Prudencio
hasta la ermita, posibilitando su utilización sin restricción alguna, y,
lo que es más importante, sin necesidad de correr el menor riesgo.
La pasarela, de todas
formas, tuvo una vida efímera porque no muchos años después se la llevó
por delante una riada dejando únicamente la imagen del recuerdo al
tiempo que se privaba a los sorianos de un paso al que ya se habían
acostumbrado. Más tarde, ya en los sesenta, coincidiendo con la
construcción del aludido al comienzo embalse de Los Rábanos, se retomó
la idea de construir un puente peatonal de acceso a San Saturio, que
finalmente no llegó a materializarse, por más que a cambio sí quedaran
para la posteridad los pilares de hormigón en medio del río sobre los
que se construyó el puente actual entre el mes de julio de 1993 y el de
agosto de 1994, notablemente revalorizado tras la actuación en las
márgenes a que también se ha hecho referencia.
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Joaquín Alcalde, marzo 2021
La última vez que Soria tuvo
guarnición militar
Si hoy el futuro de Soria
se cree a pies juntillas que pasa por disponer de una buena red de
infraestructuras, en el sentido más amplio, y así se viene reivindicando
por los organismos e instituciones y, desde luego por la ciudadanía,
hace años la palabra industrialización era el aldabonazo que percutía a
diario en la conciencia de los sorianos. Es más, paradójicamente se
alardeaba no sin una autosatisfacción malamente disimulada del buen
estado de la red de carreteras a su paso por la provincia, especialmente
respecto de las de su entorno. Las preocupaciones de entonces en materia
de progreso iban por senderos diferentes. Se pensaba, por ejemplo, en el
ejército como elemento dinamizador. De tal manera que cuando lo que
había al final de la actual avenida de Valladolid, en la margen
izquierda, no eran más que fincas de labor, ya hacía años que se había
levantado allí la estructura de lo que en Soria se conoció como “nuevos
cuarteles”. Uno de los ayuntamientos de finales de la década de los
cuarenta acordó solicitar del entonces Ministerio de la Guerra el envío
de guarnición y la continuación de las obras, paralizadas desde hacía
tiempo. Pero los barracones, sin ningún tipo de uso que se recuerde y
deteriorándose pese a la sólida construcción, permanecieron en pie hasta
su demolición en la década de los setenta cuando la zona comenzó a
perfilarse para alcanzar la configuración que ofrece en la actualidad.
Pero las fuerzas vivas
lejos de resignarse, es de suponer que con un tinte de desilusión, no
cejaron en el empeño de que Soria contase con guarnición. Y
efectivamente, lo consiguieron, aunque para ello hubiera que echar mano
de las viejas y destartaladas dependencias del cuartel de Santa Clara.
En los primeros días del mes de diciembre del año mil novecientos
cincuenta llegaba a Soria en tren a la Estación Vieja, el batallón de
Zapadores Minadores, en medio de la expectación general. La noche era
fría pero la ciudad se echó a la calle. La unidad tenía su base en
Guadalajara y entonces la capital alcarreña pertenecía, como Soria, a la
misma región militar. Es posible que de ahí derivara en buena parte que
la guarnición pudiera establecerse aquí.
El batallón, como se le
conocía, no estuvo muchos años y la mayor parte puede que en la fase del
desmantelamiento progresivo que terminó con él algún tiempo después.
Pero en todo caso la ciudad experimentó un cambio notable en el
discurrir de la vida cotidiana, lo que no resulta difícil de entender
teniendo en cuenta que de la noche a la mañana el raquítico censo de la
capital que apenas registraba movimiento se veía incrementado con un
número de hombres, dicho en el término militar de la época, que podría
estar en torno a los seiscientos o quizá alguno más, con lo que suponía
para una población que malamente andaría por los dieciséis mil
habitantes, o sea, bastantes menos de la mitad que la estadística
oficial que se maneja ahora.
Los militares dejaron
naturalmente el sello de lo personal en el ámbito puramente humano. De
manera que bastantes de los que sucesivamente fueron llegando bien
destinados por tratarse de profesionales bien como soldados de reemplazo
terminaron quedándose por las más diversas circunstancias personales y
profesionales, fácilmente comprensibles.
En lo estrictamente
castrense las manifestaciones externas eran frecuentes. Desde la escolta
al Santísimo y otras imágenes en las procesiones hasta la participación
activa en las cabalgatas de Reyes en las que al utilizar los caballos de
la cuadra, eran los propios militares los que encarnaban la figura de
los Magos. En días señalados la guarnición desfilaba por el centro de la
ciudad, normalmente desde el Espolón hacia El Collado.
Pero la solemnidad más
importante tenía lugar el día de San Fernando, el 30 de mayo. Se
celebraba la fiesta del batallón y solían jurar bandera los reclutas del
reemplazo en un acto que tenía lugar en la Dehesa donde se montaba junto
al desaparecido y añorado árbol de la música el altar para la
celebración religiosa y el resto de la infraestructura necesaria.
Finalizada la jura de bandera tenía lugar una parada militar y el
posterior desfile por el Collado que no dejaba indiferente a nadie.
Ello con independencia de
actos lúdicos entre los que no faltaba un espectáculo taurino en el que
los actuantes eran los propios militares pues en sus filas no faltaban
desde toreros, o al menos aficionados, alguno de Soria, hasta
futbolistas que llegaron a jugar y destacar en el Numancia.
En el ámbito de lo
rutinario la asistencia a la misa dominical en la iglesia de Santo
Domingo suponía una nota de color en el discurrir monótono de la vida
ciudadana. Los soldados llegaban en formación a las inmediaciones del
templo, el único de la ciudad que por su capacidad podía albergar a la
totalidad de los efectivos, para lo cual era necesario retirar
previamente los bancos corridos que utilizaban los fieles en la
celebración del culto ordinario en tiempos en que las monjas rezaban los
oficios en el coro, no en el crucero, delante del presbiterio como
ahora, de modo que el templo tuviera más capacidad.
Como siempre solían llegar
con antelación, la tropa aguardaba el turno de espera sin romper la
formación en el tramo comprendido entre la plaza del Rosario, junto a la
iglesia, y la calle de la Tejera en su confluencia con la del Campo
ocupando la totalidad de la calzada, sin que el tráfico se viera
afectado porque si de ordinario apenas tenía relevancia la mañana de
domingo la circulación en el centro de la ciudad era escasa y en esa
zona inexistente. Finalizada la misa, vuelta al cuartel, también en
formación.
Y del paso del
batallón queda asimismo el recuerdo de las maniobras en el cerro de los
Moros y en las inmediaciones de San Saturio, cuando el paseo de San
Prudencio era intransitable, con la construcción de aquel pequeño pero
coqueto y funcional puente de madera, arrastrado por una riada, que vino
a sustituir a las antiguas pasarelas, anegadas cuando subió el nivel del
río al entrar en servicio la presa de Los Rábanos. Además de tantos y
tantos otros cuya impronta permanece fresca en el recuerdo de quienes
fueron testigo de aquella inolvidable etapa, que contada bien entrado el
siglo veintiuno puede sonar a ficción.
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Joaquín Alcalde, enero 2021
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