Soria Siglo XX

Soria de Ayer y Hoy (11)

© Joaquín Alcalde

Del Soto de la Elevadora al Soto Playa

La vida diaria en el barrio

Las pasaderas y el puente de los soldados

La última vez que Soria tuvo guarnición militar

 

Del Soto de la Elevadora al Soto Playa

En los años cincuenta del pasado siglo XX el paraje del Soto Playa sufrió una profunda remodelación. Fue cuando se construyó la que se dio en llamar Playa Municipal, dotada de los correspondientes servicios, un bar, una pista de baile y una terraza. Un proyecto no tan amplio y ambicioso como el de las márgenes, acometido hace unos años, pero no por ello menos importante situados en el momento.

Corría el año 1954 cuando “uno de los sueños del alcalde Eusebio Fernández de Velasco Garnacho se hacía realidad”. El Soto Playa había sido sometido a una profunda remodelación construyéndose nuevas instalaciones, entre ellas la que se dio en llamar Playa Municipal, “instalada cerca de la Elevadora de aguas ante uno de los más bellos y pintorescos parajes del río Duero”. El nuevo Soto Playa, nombre con el que se bautizó el entorno, iba a contar además “con un magnífico bar y todos los servicios propios de estas modernas instalaciones, así como una pista para baile y una amplia terraza”. De ahí que se “aplaudiera sinceramente a la Corporación Municipal” pues “la ciudad de Soria, con su río Duero, tan cantado por los poetas, no tenía un lugar bello y atrayente donde pudieran descansar con comodidad los sorianos y los numerosos veraneantes que nos visitan durante la estación estival”, dijeron las informaciones de prensa publicadas entonces, que presentaban la realización “como una nota más en el plan de inauguraciones efectuadas en el 18 de julio, y una atracción más” para los forasteros que llegaran a Soria, al tiempo que transmitían la confianza de que “poco a poco la incipiente playa irá perfeccionándose. A ello –añadían las referencias- estamos todos los sorianos sin distinción alguna, muy obligados. A cuidar el arbolado, recién plantado, a cuidar de nosotros mismos para no ser dentro de la belleza ambiental notas discordantes, ni en trajes de baño, ni en la utilización de los mismos, ni educación, ni en comportamiento. La educación ciudadana es normativa para todos y obliga a todos”, se escribió a modo de llamada de atención a la conciencia de los sorianos, a los que se exhortaba a ir “a la Playa, porque la Playa es de todos los sorianos, como se va a la Alameda de Cervantes, es decir, con distinción, con galanía, con seriedad. Así -concluía esta especie de sermón cívico-, cuantos nos conozcan dirán que Soria es toda una ciudad, noble, caballerosa, hidalga y progresiva”.

Pues bien, el nuevo Soto Playa o Playa Municipal, se inauguró con el mayor de los boatos. El 18 de Julio –entonces día de la Fiesta Nacional- fue la fecha señalada, pero ya la víspera comenzaron a celebrarse los festejos conmemorativos. Pues, efectivamente, a las once de la noche “se celebró una animadísima verbena amenizada por la Banda Municipal” y se quemó “una vistosa colección de fuegos acuáticos. El numerosísimo público que acudió al festival elogió unánimemente la obra realizada por el Ayuntamiento”, pudo leerse en la crónica que se publicó.

Y al día siguiente –domingo para más señas-, ya sí, “se verificó la inauguración oficial”. Estuvieron “el Excmo. Sr. Gobernador Civil de la provincia, don Luís López Pando; alcalde-presidente del Excmo. Ayuntamiento, don Eusebio Fernández de Velasco, y la mayoría de los señores concejales; delegado provincial de Sindicatos, don Ventura Padilla Milagro; subjefe provincial del Movimiento, don Francisco Sanz García, y otras autoridades y representaciones de numerosos centros oficiales y entidades de la capital. También asistieron al acto inaugural las distinguidas esposas de nuestras primeras autoridades. Asistió numerosísimo público, organizándose asimismo un baile que amenizó la Banda Municipal. Las autoridades fueron obsequiadas con una copa de vino español”, se contó del destacado acontecimiento de una época en la que todavía no se iba a pasar el día al Pantano y sí de campo, como se decía entonces, al Perejinal, Maltoso o la Sequilla, cuando las aguas de la presa de Los Rábanos no habían inundado aún el paraje y era uno de los grandes atractivos de que se podía disfrutar en el buen tiempo.

El importe de las obras de “habilitación del Soto de la Elevadora para recreo y baños”, otra de las denominaciones del proyecto, no llegó a las doscientas cincuenta mil pesetas (mil quinientos euros), según la publicación “XX Años de Paz en el Movimiento Nacional bajo el Mando de Franco” editada por “la Jefatura Provincial del Movimiento de Soria bajo la dirección del Excmo. Sr. Don Luís López Pando”, que confeccionó el periodista Juan Ríos Suárez y fue impreso en Madrid por Prensa Gráfica, S.A. Un verdadero alarde tipográfico, si es que no derroche, que contrastaba con las viejas técnicas de confección a caja (letra a letra) que utilizaban los periódicos que se editaban en la capital.

Durante algunos años el Soto Playa registró una actividad importante, sobre todo las tardes de verano, en las que de manera regular se solía programar baile público, lo mismo que la terraza del otro lado del puente, es decir el Mirador-Bar, suficientemente arraigado y verdadera referencia de la época, al que en cierto modo las nuevas instalaciones venían a hacerle la competencia. De todos modos las instalaciones del Soto Playa eran más versátiles que se diría hoy y ofrecían alternativas diferentes incluso para desarrollar actividades que poco o nada tenían que ver con los deportes acuáticos. Porque, en efecto, en la terraza delante del bar, o lo que es lo mismo el entorno rehabilitado por el ayuntamiento, se celebraban concursos de coros y danzas y acogía asimismo otras actividades de índole semejante aprovechando el pequeño auditorio, con marquesina y todo, después de que durante el día fueran los bañistas los que predominaran en una zona que contaba con un trampolín y vestuarios. Un lujo, vamos, que fue perdiéndose cuando, como se ha dicho, la presa de Los Rábanos comenzó a embalsar. Por cierto, las pasarelas (unas losas de piedra) que posibilitaban el acceso a la ermita de San Saturio desde el lado de acá del río y la mayoría de las huertas de La Rumba fueron presa de la modernidad y también quedaron bajo las aguas.

© Joaquín Alcalde, otoño 2021

 

La vida diaria en el barrio

La vida de la ciudad giraba en torno al barrio y, sobre todo, en las poblaciones pequeñas, como Soria, tenía su encanto. De tal modo que se fomentaban las relaciones de vecindad y como consecuencia se sabía absolutamente todo lo que acontecía en el entorno, haciéndose partícipe al vecino de las penas y venturas propias, y al revés. En este acontecer, el ama de casa constituía el núcleo informativo. Estaba al tanto de todo. Se dedicaba en exclusiva a "sus labores", como no podía ser de otro modo en la época, y rara vez durante la jornada podía permitirse la licencia de abandonar el quehacer doméstico. Cuando lo hacía era sólo por el tiempo imprescindible que necesitaba para acudir a la llamada del ambulante de turno y como máximo hasta la acera de enfrente donde solía coincidir con las demás vecinas, convocadas por idéntico motivo. Estaba, en definitiva, en un constante desasosiego, sin apenas tiempo para otra dedicación que no fuera la atención del hogar.

Porque, en efecto, a diario era el panadero el que distribuía el pan a domicilio –aunque había despachos en los que igualmente podía comprarse- valiéndose de aquellos inolvidables borriquillos, que hacían las delicias de los chiquillos, a los que se les acomodaba una doble espuerta de mimbre, confeccionada de manera artesanal, en la que el panadero colocaba los panes recién salidos del horno, de manera que la carga quedara repartida equitativamente y el animal no sufriera más de lo razonable. Llamaba con el enorme picaporte –aún puede verse alguno por ahí-, que entonces no faltaba, en la puerta de cada uno de los portales. Timbre no tenían ni las casas de los más acaudalados, los señoritos. O el lechero -anunciaba el momento del reparto haciendo sonar un pito-, que dispensaba la leche a granel y a domicilio. La llevaba en cántaras que transportaban unos en carros de mano; otros, los menos, en unas carretillas habilitadas para llevar aquéllas de un lado a otro, y como los aires de modernidad estaban llamando con insistencia a las puertas de una sociedad que quería soltarse las anclas del pasado, no tardaron en imponerse los motocarros, primero descubiertos y más tarde con la caja tapada con un toldo por exigencia normativa que no tenía otra finalidad que la garantizar la calidad del producto en el punto de destino. Para servir la leche utilizaban las medidas tradicionales de litro, medio o cuarto de litro, según las necesidades, que como tenían el contenido exacto no podían llenarse hasta arriba a no ser que se derramara, algo impensable en tiempos de estrecheces económicas, por lo que se hacía necesario completar la medida solicitada con un añadido, la famosa "chorretada", que según lo espléndido que fuera el lechero era mayor o menor, algo que se tenía pero que muy en cuenta hasta llegar, si era preciso, al reproche cuando efectivamente se estaba en el convencimiento de que aún con todo el total servido no llegaba ni con mucho a lo que se le había pedido al lechero. Las mujeres raramente solían errar en su apreciación. Para la gente de condición social más acomodada no regía lo que acaba de señalarse pues recibía a diario en envases personalizados la leche de El Valle que acercaban a la capital tanto los coches de la línea regular de viajeros como expediciones únicas, con la acera de la fachada principal del Palacio de los Condes de Gómara como punto común de destino y, obviamente, de partida en el regreso, cuando las cántaras vacías se devolvían al punto de origen para que al día siguiente cumplieran idéntica función.

Cuando no el cartero, que repartía la correspondencia por la mañana y por la tarde con aquella enorme cartera de cuero, llena hasta los topes, que se colgaba del hombro. Utilizaba silbato, como el lechero, para advertir de su presencia, pero a diferencia de éste lo hacía sonar en el portal del domicilio del destinatario del envío tantas veces como correspondía a la planta, primera, segunda, la que fuera, en que se encontraba la vivienda, con el fin de hacerle saber que era él y no otro el que "tenía carta". O el "carro de la basura". Sí, un carro tirado por mulas de carga cuya presencia se encargaban de anunciar los barrenderos mediante el toque de un cornetín no precisamente de los utilizados por el pregonero que fue reemplazado más tarde por un novedoso carricoche de tracción mecánica, más ecológico que se diría hoy, puede que accionado mediante batería en lugar de gasolina, que entonces escaseaba, o combustible similar, al que la sabiduría popular enseguida le buscó nombre: cucaracha, sin duda, por la lentitud con que se desplazaba, semejante a la que se atribuye a tan odiado insecto. Era, por resumir, algo así como un pequeño contenedor, aunque con cabina habilitada para el conductor que no pertenecía a la plantilla del cuerpo de limpieza del municipio. El vehículo en cuestión debía tener problemas de seguridad pues más de una vez llegó a volcar por la parte delantera, hincándose en el suelo, tras sufrir el aparatejo algún tipo de descompensación por la carga que se iba depositando en él. De modo que enseguida fue sustituido por una camioneta convencional que solía hacer el recorrido después de comer, alrededor de las tres y media o cuatro de la tarde, que pese a todo no era el transporte más adecuado para prestar servicio semejante.

Y junto a estas obligadas citas diarias había otras estacionales. Era el caso del trapero que anunciaba su presencia voceando a grito pelado "¡el traperooo... compro pieles de liebre y conejo!", "comprieles" se le entendía a uno que se prodigaba por la ciudad, sin duda por la celeridad con que pregonaba lo de "compro pieles", aunque la realidad es que arramblaba con todo lo que se le ofrecía. Del afilador, empujando el pequeño taller ambulante y artesano que llevaba consigo montado en torno a una pequeña rueda de carro para facilitar su desplazamiento y detenerlo en el lugar más conveniente, que se dejaba sentir haciendo sonar una y otra vez -como todavía hoy, aunque más de tarde en tarde y con medios de locomoción más modernos- esa especie de chiflo de sonido tan inconfundible que no deja lugar a dudas llamado pito en el argot y capacerdas o ronda en los Andes, de donde es originario. Del estañador -"¡el estañadooor...!", chillaba-, que en un santiamén dejaba como nuevos, es un decir, los viejos pucheros, sartenes o cualquier otra pieza de cocina o similar susceptibles de pequeñas reparaciones pues, de otro modo, quedaban inservibles, y eran tiempos en que muy pocos podían permitirse el lujo de desechar algo. Y por qué no del colchonero. Unos tipos que solían compatibilizar esta actividad con otra dedicación, en algún caso principal, que les permitía vivir con mayor desahogo. Acudían solícitos, previo encargo, a los domicilios particulares para lo que se llamaba “hacer los colchones”, que no era sino ahuecar la lana apelmazada por el uso tras haber sido convenientemente lavada, a base de apalearla durante un buen rato cuando había dejado de proporcionar el grado de confort deseado. El campo de operaciones era la santa calle. El colchonero llevaba por toda herramienta de trabajo un buen juego de varas de fresno, una aguja de las de hacer colchones, es decir, bien grande, y el correspondiente ovillo de hilo especial para coserlos una vez concluida la tarea.

No faltaba, en fin, los domingos, muy de mañana, el churrero, que aun teniendo puesto y clientela fijos no perdía la ocasión de hacer la ronda callejera. Ni tampoco el carbonero y cisquero en los meses de invierno ofreciendo calle por calle y casa por casa los tan familiares carbón y cisco vegetales para las viejas cocinas y braseros, que tanto se agradecían en las insustituibles y socorridas mesas camillas aunque en ocasiones produjeran el indeseado, y a veces nocivo tufo, y, sobre todo, las mujeres salieran de la sesión con cabras, una especie de manchas en las piernas -algo que odiaban- de no haber sido previsoras y tomado las debidas medidas de protección. Como igualmente las gentes de Fuentetoba y alrededores vendiendo la arena que sacaban de las canteras con la que se fregaban los antiguos suelos de tarima, y quienes hacían otro tanto con las teas para prender la lumbre, y hasta los ramos de romero las vísperas del Domingo de Ramos.

Y en fin, el pregonero, un empleado del ayuntamiento que cuando la ocasión lo requería, y solía ser a menudo, anunciaba al vecindario cualquier asunto de interés general desde puntos estratégicos de la ciudad, tanto daba que se tratara de un producto de consumo interesante y económico que hubiera llegado a la Plaza de Abastos como de que a consecuencia de la última tormenta la población acudiera a la "huerta de don Vicente Álvarez" –en la zona próxima al actual centro penitenciario, detrás de la Tejera- a recoger agua para el consumo, entonces sólo para beber y guisar, lo demás era un lujo, porque la que salía por el grifo era barro puro, consecuencia lógica de una red de abastecimiento anticuada que llevaba años pidiendo a gritos su renovación.

© Joaquín Alcalde, verano 2021

 

Las pasaderas y el puente de los soldados

Dos actuaciones novedosas en su momento para cruzar el río en el entorno de San Saturio

Desde que el 13 de septiembre de 1964 se inaugurara la conocida como presa de Los Rábanos para dar servicio a la eléctrica Saltos Unidos del Jalón, el río Duero a su paso por la ciudad cambió radicalmente de imagen, a la que, con el paso del tiempo, los sorianos maduros ya hace tiempo tuvieron necesariamente que acostumbrarse, no sin resignación, ante lo irremediable. Las generaciones posteriores, que no han conocido otra cosa, lo ven como lo más natural y, si se quiere, lo dan por bueno y hasta lo agradecen. Pero qué duda cabe que con la perspectiva que otorga el paso del tiempo se está ante una de las actuaciones realizadas porque sí, que de la noche a la mañana cambió radicalmente gran parte del paisaje de una de las zonas importantes de esparcimiento de la ciudad ante la que, no es de extrañar situados en la época, ni dios fue capaz de decir absolutamente nada. El acondicionamiento de las márgenes del Duero aguas abajo del puente de piedra, que posibilitó recuperar algún espacio que desde hacía décadas se daba por perdido, posibilitó, hasta cierto punto, la revitalización de un tramo, a bastantes de cuyos parajes ni siquiera era precisamente fácil acceder. Algo semejante ocurrió con las denominadas obras de rehabilitación de la orilla derecha del Duero, desde San Juan de Duero hasta el Perejinal, que ante lo que había no dejan de ser una bendición, con perdón. Han pasado, en cualquier caso, casi 60 años desde que las huertas de la Rumba y otras fincas colindantes quedaron anegadas; tal es así que de la noche a la mañana desapareció el flamante Soto Playa, con aquellas instalaciones novedosas inauguradas a bombo y platillo un 18 de Julio por el sindicato vertical, perdiendo el encanto que tenía, como igualmente los lugares tradicionales de baño junto a la fábrica de harinas y el modesto entorno para el esparcimiento festivo de las familias sorianas cuando salir de la ciudad no estaba al alcance de la mayoría.

De aquel tramo de río, inundado de poesía y de evocaciones líricas y amorosas, qué duda cabe que cada cual conserva su particular recuerdo. En cualquier caso, una de las referencias más modernas del río Duero a su paso por la ciudad es la pasarela construida desde el Paseo de San Prudencio hasta los pies de la ermita del Santo y su antecedente remoto las pasaderas que se construyeron en 1943 y se estrenaron el 29 de agosto de ese mismo año con motivo de las fiestas del Segundo Centenario de la Canonización del patrón de la ciudad, que venía a evitar el paso por el puente de hierro con el riesgo que entrañaba, porque no hay que olvidar que entonces pasaban trenes por él. Por cierto, las pasaderas –en realidad, unas losas sobre el lecho del río para poder cruzarlo sin necesidad de descalzarse y, por supuesto, mojarse- se encuentran todavía, en su mayor parte, bajo las aguas y han podido verse en las contadas ocasiones en que se ha abierto la presa y la corriente ha recuperado temporalmente el nivel que tenía con anterioridad a la entrada en funcionamiento el embalse.

No obstante, el procedimiento tan rudimentario y casero para cruzar el río iba a tener un complemento de lujo con posterioridad porque, efectivamente, a raíz de que se estableciera en Soria, en el viejo cuartel de Santa Clara, el Batallón de Minadores-Zapadores en los primeros días de diciembre de 1950, efectivos de la guarnición iban a construir una coqueta pasarela de madera, conocida por los sorianos de aquella generación como el puente de los soldados, que no dejó de suscitar la consiguiente curiosidad, además de facilitar y mejorar notablemente la comunicación de orilla a orilla del río, es decir desde el paseo de San Prudencio hasta la ermita, posibilitando su utilización sin restricción alguna, y, lo que es más importante, sin necesidad de correr el menor riesgo.

La pasarela, de todas formas, tuvo una vida efímera porque no muchos años después se la llevó por delante una riada dejando únicamente la imagen del recuerdo al tiempo que se privaba a los sorianos de un paso al que ya se habían acostumbrado. Más tarde, ya en los sesenta, coincidiendo con la construcción del aludido al comienzo embalse de Los Rábanos, se retomó la idea de construir un puente peatonal de acceso a San Saturio, que finalmente no llegó a materializarse, por más que a cambio sí quedaran para la posteridad los pilares de hormigón en medio del río sobre los que se construyó el puente actual entre el mes de julio de 1993 y el de agosto de 1994, notablemente revalorizado tras la actuación en las márgenes a que también se ha hecho referencia.

© Joaquín Alcalde, marzo 2021

 

La última vez que Soria tuvo guarnición militar

Si hoy el futuro de Soria se cree a pies juntillas que pasa por disponer de una buena red de infraestructuras, en el sentido más amplio, y así se viene reivindicando por los organismos e instituciones y, desde luego por la ciudadanía, hace años la palabra industrialización era el aldabonazo que percutía a diario en la conciencia de los sorianos. Es más, paradójicamente se alardeaba no sin una autosatisfacción malamente disimulada del buen estado de la red de carreteras a su paso por la provincia, especialmente respecto de las de su entorno. Las preocupaciones de entonces en materia de progreso iban por senderos diferentes. Se pensaba, por ejemplo, en el ejército como elemento dinamizador. De tal manera que cuando lo que había al final de la actual avenida de Valladolid, en la margen izquierda, no eran más que fincas de labor, ya hacía años que se había levantado allí la estructura de lo que en Soria se conoció como “nuevos cuarteles”. Uno de los ayuntamientos de finales de la década de los cuarenta acordó solicitar del entonces Ministerio de la Guerra el envío de guarnición y la continuación de las obras, paralizadas desde hacía tiempo. Pero los barracones, sin ningún tipo de uso que se recuerde y deteriorándose pese a la sólida construcción, permanecieron en pie hasta su demolición en la década de los setenta cuando la zona comenzó a perfilarse para alcanzar la configuración que ofrece en la actualidad.

Pero las fuerzas vivas lejos de resignarse, es de suponer que con un tinte de desilusión, no cejaron en el empeño de que Soria contase con guarnición. Y efectivamente, lo consiguieron, aunque para ello hubiera que echar mano de las viejas y destartaladas dependencias del cuartel de Santa Clara. En los primeros días del mes de diciembre del año mil novecientos cincuenta llegaba a Soria en tren a la Estación Vieja, el batallón de Zapadores Minadores, en medio de la expectación general. La noche era fría pero la ciudad se echó a la calle. La unidad tenía su base en Guadalajara y entonces la capital alcarreña pertenecía, como Soria, a la misma región militar. Es posible que de ahí derivara en buena parte que la guarnición pudiera establecerse aquí.

El batallón, como se le conocía, no estuvo muchos años y la mayor parte puede que en la fase del desmantelamiento progresivo que terminó con él algún tiempo después. Pero en todo caso la ciudad experimentó un cambio notable en el discurrir de la vida cotidiana, lo que no resulta difícil de entender teniendo en cuenta que de la noche a la mañana el raquítico censo de la capital que apenas registraba movimiento se veía incrementado con un número de hombres, dicho en el término militar de la época, que podría estar en torno a los seiscientos o quizá alguno más, con lo que suponía para una población que malamente andaría por los dieciséis mil habitantes, o sea, bastantes menos de la mitad que la estadística oficial que se maneja ahora.

Los militares dejaron naturalmente el sello de lo personal en el ámbito puramente humano. De manera que bastantes de los que sucesivamente fueron llegando bien destinados por tratarse de profesionales bien como soldados de reemplazo terminaron quedándose por las más diversas circunstancias personales y profesionales, fácilmente comprensibles.

En lo estrictamente castrense las manifestaciones externas eran frecuentes. Desde la escolta al Santísimo y otras imágenes en las procesiones hasta la participación activa en las cabalgatas de Reyes en las que al utilizar los caballos de la cuadra, eran los propios militares los que encarnaban la figura de los Magos. En días señalados la guarnición desfilaba por el centro de la ciudad, normalmente desde el Espolón hacia El Collado.

Pero la solemnidad más importante tenía lugar el día de San Fernando, el 30 de mayo. Se celebraba la fiesta del batallón y solían jurar bandera los reclutas del reemplazo en un acto que tenía lugar en la Dehesa donde se montaba junto al desaparecido y añorado árbol de la música el altar para la celebración religiosa y el resto de la infraestructura necesaria. Finalizada la jura de bandera tenía lugar una parada militar y el posterior desfile por el Collado que no dejaba indiferente a nadie.

Ello con independencia de actos lúdicos entre los que no faltaba un espectáculo taurino en el que los actuantes eran los propios militares pues en sus filas no faltaban desde toreros, o al menos aficionados, alguno de Soria, hasta futbolistas que llegaron a jugar y destacar en el Numancia.

En el ámbito de lo rutinario la asistencia a la misa dominical en la iglesia de Santo Domingo suponía una nota de color en el discurrir monótono de la vida ciudadana. Los soldados llegaban en formación a las inmediaciones del templo, el único de la ciudad que por su capacidad podía albergar a la totalidad de los efectivos, para lo cual era necesario retirar previamente los bancos corridos que utilizaban los fieles en la celebración del culto ordinario en tiempos en que las monjas rezaban los oficios en el coro, no en el crucero, delante del presbiterio como ahora, de modo que el templo tuviera más capacidad.

Como siempre solían llegar con antelación, la tropa aguardaba el turno de espera sin romper la formación en el tramo comprendido entre la plaza del Rosario, junto a la iglesia, y la calle de la Tejera en su confluencia con la del Campo ocupando la totalidad de la calzada, sin que el tráfico se viera afectado porque si de ordinario apenas tenía relevancia la mañana de domingo la circulación en el centro de la ciudad era escasa y en esa zona inexistente. Finalizada la misa, vuelta al cuartel, también en formación.

Y del paso del batallón queda asimismo el recuerdo de las maniobras en el cerro de los Moros y en las inmediaciones de San Saturio, cuando el paseo de San Prudencio era intransitable, con la construcción de aquel pequeño pero coqueto y funcional puente de madera, arrastrado por una riada, que vino a sustituir a las antiguas pasarelas, anegadas cuando subió el nivel del río al entrar en servicio la presa de Los Rábanos. Además de tantos y tantos otros cuya impronta permanece fresca en el recuerdo de quienes fueron testigo de aquella inolvidable etapa, que contada bien entrado el siglo veintiuno puede sonar a ficción.

© Joaquín Alcalde, enero 2021

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