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Sábado,
13 de junio, seis de la mañana. 18º de temperatura. Todos los olores de
la naturaleza se dan cita en Judes y en la Sierra del Solorio. Huele a
romero, que tiene plantado Pilar en la puerta de su casa, florecido ya
en azul como si fuera pleno verano. A lavándula, crecida ante otras
puertas, pues los judeños cuidan sus calles y los rincones como si
fueran jardines. A sabina lejana, llegada del monte, y cercana, pues una
rama aparece abierta en el suelo para convertirse en ascua, y el olor se
va esparciendo, inagotable. Santi me explica la relación de este olor
con el incienso, acudiendo al latín, pero como no lo apunté, se me ha
olvidado.
Santiago
Alvarez Bartolomé va a catar la miel de sus colmenas y es conveniente
hacerlo temprano, el día se presenta caluroso. Santi mantiene sus abejas
por amor a la tradición y un poco por el capricho de comer y regalar la
miel de su propia cosecha. Tiene un colmenar de piedra, añejo y
familiar, con hornos, esa miel se cata en invierno. En ese pequeño
edificio, una reliquia del pasado, delante pero algo alejadas de las
rendijas por donde entran y salen las abejas que fabrican en el horno,
están las colmenas que ese sábado van a dar miel de romero.
Está
ese colmenar, acogedor como un viejo camino, en el paraje de “los
Brosquilones”, bosque adentro, rodeado de vegetación, romero sobre todo,
pero también salvia, tomillos, sabinas… Santi hizo fuego para introducir
ascuas en el humador. Antes nos habíamos cubierto de arriba abajo a fin
de evitar que las abejas, enfadadas porque se les va a quitar aquello
que con tanto ahínco han fabricado, nos clavaran en aguijón, o el
bizque, como le llaman en Soria, algo que finalmente hicieron en la
frente del propietario. Deben ser los meleros, vistos por urbanitas, los
que son descritos como extraterrestres.
Con
el humador se intenta atontar a los animalillos para separar los panales
uno a uno, colocarlos en cajas de madera y transportarlos en carretilla
hasta el coche. Medio adormecidas, las abejas pugnan por conseguir un
trozo de piel libre para picar. Por precaución, el equipo no debe
quitarse hasta estar dentro del coche. Es el momento de llevar los
panales –o cuadros- al lugar donde vaya a extraerse la miel, en este
caso, delante de la casa de Pilar Bartolomé, la madre de Santi. Antes de
ello es necesario recomponerse del madrugón a base de huevos de corral
–de los de verdad- fritos con un buen trozo de chorizo y pan, regado con
vino de Aragón, por ejemplo, por aquello de la cercanía.
Después los cuadros
son desoperculados, o sea, con un a modo de peine ancho, se quita de
delante de las celdillas la cera para permitir que la miel salga. Los
cuadros se colocan entonces, de tres en tres, en la centrifugadora dando
vueltas al manubrio. La operación se repite dando la vuelta a los
cuadros.
Debajo
del grifo de la centrifugadora se coloca un cernedor sobre un
recipiente. De vez en cuando se abre la espita y va cayendo un chorro
amarillo claro mezclado con trozos de panal, es decir, de cera. Todo
huele entonces a miel, y las abejas acuden, pero estas, como diría Santi,
“vienen a robar”, o sea que no son peligrosas. El trabajo corre a cargo
de Santi y Valentina que saben del tema más por amor a las costumbres
que por sus estudios de Ingeniería Agrónoma. Desde ahí, la miel se
vierte en otro recipiente desde el que se va a envasar, o sea, a
introducir en botes aprovechados de otros menesteres. Hemos dicho que la
miel es para consumir en casa y entre los amigos.
Antes
de volver a “los Brosquilones” para devolver los panales a las abejas,
otro descanso para beber una cerveza, o agua. A la sombra –hemos pasado
ya de los treinta grados- se nos une Jesús García Bartolomé, y le
pedimos que nos recite algún antiguo romance que recuerde. Amable y sin
hacerse rogar, nos dice el de “las belloteras”, que recuerda el trabajo
de ir a recolectar este fruto de las carrascas para alimentar con ellas
a los animales caseros, en especial a los cerdos, que darán tan buena
carne y de tan buen sabor cuando llegue el momento de las matanzas
caseras.
La vuelta al
colmenar, antes de comer, es más dura. El calor de ese día era
abrumador, pero era necesario revestirse de nuevo para la ocasión y
sudar sin contemplaciones. A causa de ese calor los olores se habían
concentrado, como si las plantas y los árboles sudaran –que tal vez lo
hacen- exhalando perfume en lugar del olor que desprendemos los humanos.
Fueron unos minutos muy intensos, a lo que contribuyó también el
silencio del monte.
Nos
esperaba la lumbre preparada por Valentina y las judías cocinadas por
Pilar. Una exquisitez, aunque pueda pensarse que la legumbre no admita
ese adjetivo. Así que vamos a dar la receta de Pilar, que heredó de su
abuela, Valeriana Díaz. Se trata de judías pintas, antes garbanceras y
cultivadas en la boca de la Hoz, éstas no era necesario ponerlas en
remojo, pero la que nos cocinó el sábado sí lo hizo el día anterior. Las
puso a fuego muy vivo con un chorrito de aceite, una hoja de laurel,
ajos y media cebolla. Las “asustó” tres veces con agua fría (esto se
hace para que no se abran) y luego las hizo cocer a fuego muy lento. Les
hizo un sofrito con cebolla y ajos y le añadió un majado de pan frito y
ajo crudo, a fin de que el caldo espesara. El chorizo y la costilla
adobada, de una buena carnicería de Arcos de Jalón, los coció aparte
para evitar el exceso de grasa, y los añadió al final, cociendo juntos
durante un rato, judías y productos del cerdo. ¡Qué guiso tan suave y
sabroso! De segundo asó Valentina, en leña de unas ramas de sabina,
butifarras catalanas, blancas y negras, y todo ello se degustó con cava,
también catalán, pues no en vano viven en Lérida. Y aún quedó hueco para
probar la tarta de manzana de Pilar y el requesón con miel recién
catada.
Mientras
dábamos cuenta de semejante banquete, Pilar nos fue contando cómo se
hacía la cata de miel cuando ella era una jovenzuela. Se llegaba a las
colmenas con mulas que había que dejar alejadas del colmenar para que
las abejas nos las espantaran. El humo lo hacía una trenza de trapo de
algodón. Se colocaban protección, pero sólo en la cara, mediante una
careta de alambres cosida a un saco, que en algunos pueblos llaman “carandela”.
Con varios instrumentos de hierro, llamados catadores, se desprendían
los trozos de cera con miel, o se cortaban si eran muy grandes, y se
colocaban, con las manos, en gamellas o calderos de cinc que luego eran
transportadas al pueblo con las caballerías, tapados con unos grandes
paños que tejían las mujeres.
Ya
en el lugar apropiado, se dejaban al sol o cerca de la lumbre, sobre el
arnero, para que colara. Si se quería hacer una miel de inferior
calidad, los restos de cera y panal que habían quedado en el arnero se
cocían, sin agua, y se obtenía lo que llamaban miel cocida. Aún podía
haber una segunda cocción, ahora con agua, para elaborar el aguamiel y
hacer mostillo o dejarla fermentar.
Todavía nos falta la
cera. Las mujeres hacían cerones o panes de cera que servían para
manufacturar esas velas delgadas llamadas “torcidas” y colocarlas sobre
las sepulturas o aprovecharlas para el hogar, o bien venderlas
directamente a los ceroneros que llegaban desde Maranchón a comprarlas.
De
todo este proceso de cata se ha obtenido una miel amarilla clara con
unos sabores que, pese a haberla probado varias veces, no consigo
describirlos de tan intensos y variados. Sabe a flores, a sándalo, a
lavándula, a madera de sabina, a bosque en general, a calor y lluvia, y
quizá, por encima de todos los sabores, a romero. Una miel de la que no
se separa el polen, ni el própolis, ni la jalea, todo mezclado
proporcionan la energía y el placer de degustarla.
Un hermoso día más en
Judes. A la vuelta compramos un queso de cabra casero, pero no diremos
dónde por aquello de la voracidad recaudatoria y/o el desmedido afán
sanitario. |